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o es tarea fácil determinar la estructura de no saber de personas, utilizando palabras de personas que ya saben. Todas esas palabras encarnan un nivel de síntesis o, si se prefiere, de abstracción, propio de una etapa posterior de un proceso de adquisición de conocimiento. Así, uno puede preguntarse, por ejemplo, cómo experimentaba la naturaleza la gente de sociedades anteriores. Pero como esa gente no sabía todo lo que sabemos nosotros, no percibían a los pájaros, elefantes, árboles, montañas, nubes, o cualquier otra cosa, como un conjunto unitario de fenómenos cuyas relaciones tienen la forma de causas y efectos mecánicos y que sigue leyes impersonales; en pocas palabras, no los percibían como «naturaleza». No poseían símbolos conceptuales del elevado nivel de síntesis y abstracción característico de conceptos como «causa», «tiempo» o «naturaleza». De ahí que, al preguntar cómo experimentaban esas personas la naturaleza, la respuesta ya esté determinada de antemano. Su modo de pensar y hablar acerca del mundo que los rodeaba no estaba orientado según esas categorías. No percibían el mundo como algo dividido en mundo del hombre y mundo de la naturaleza, en «sujeto» y «objeto». Lo veían como un mundo de criaturas más o menos vivientes, que tenía su centro en su propio grupo y estaba dividido según grandes diferencias de poder y posición. Sólo las criaturas más débiles eran tratadas y vistas de una manera que se acerca a nuestra forma de aproximación —teórica y práctica— a «objetos», aunque, naturalmente, en esa etapa inicial los individuos nunca podían estar seguros de que esas criaturas fueran realmente débiles. Una historia de los mayas cuenta que, al terminar el día, las cacerolas, los cazos y demás utensilios domésticos se vengaban de los golpes que habían recibido durante el día atacando y golpeando a la gente.
Cuando se pretende averiguar qué podían saber de lo que se conoce en nuestra sociedad y qué era imposible que supieran, hay que advertir que el proceso de adquisición de conocimiento no es una simple acumulación, no es un simple añadir unos conocimientos de aquí y otros conocimientos de allá. Durante el desarrollo de este proceso se va transformando toda la estructura del conocimiento humano y, por tanto, también la forma de percepción y la manera de pensar. Pues la operación que denominamos «pensar» es un componente del caudal de conocimientos que posee la sociedad. Como cualquier otro conocimiento, también el pensar, el manejo silencioso de símbolos comunes a la sociedad, debe ser aprendido; una vez aprendido, se sabe o se «conoce».
Hubo un tiempo en que los seres humanos no podían decir y, por ende, no podían saber, que dos más dos son cuatro, porque en el proceso de su desarrollo aún no existía una necesidad social que requiriera la formulación de símbolos conceptuales de un nivel de síntesis y abstracción relativamente tan elevado como el que suponen nuestros números. Pero eso no significa que no supieran distinguir entre dos palotes y cuatro palotes, o entre un rebaño de 50 animales y otro de 200. Cuando fue de importancia vital para ellos, los hombres desarrollaron, en una etapa temprana, símbolos verbales o mímicos que les posibilitaron orientarse y comunicarse mutuamente sobre cosas como el tamaño de grupos de animales. Pero ese avance no tuvo necesariamente que producirse paso a paso, como actuamos nosotros; no realizaron la operación mental de descomponer el rebaño en animales aislados y hacer corresponder estos «átomos» del rebaño con un sistema de números abstractos. Lo que percibían y, debido a la práctica común a la sociedad, estaban en condiciones de apreciar de una ojeada, eran diferentes configuraciones. Con una gran capacidad para discernir, reconocían diferentes configuraciones de rebaños, de grupos hostiles o de otros objetos de vital importancia para ellos. Así como en una etapa posterior las personas contaban y medían, en una etapa anterior realizaban lo que podría llamarse una síntesis irreflexiva o primaria. De esta manera, dentro de la reducida franja de sus intereses vitales eran capaces de diferenciar entre si diversas configuraciones con mucha más exactitud y muchos más detalles que los hombres de sociedades más avanzadas. Ciertamente, las configuraciones que percibían y podían representar a través de símbolos comunes a la sociedad eran, habitualmente, de carácter puntual. Enunciaban lo que podía verse aquí y ahora. Elaborar símbolos que expresaran procesos era entonces, como lo es ahora, más difícil.
De la misma manera, es posible que aquellas personas en una etapa inicial del desarrollo no supieran representarse distancias entre lugares como lo hacemos nosotros, esto es, mediante conceptos muy precisos y relativamente impersonales —como «kilómetros» o «millas»— que implican una elevada generalización. Y, sin embargo, cuando las distancias poseían importancia para ellos eran perfectamente capaces de hacer gestos de comunicación para expresar «dormir», con cuya ayuda informaban a otros de la distancia entre dos lugares; Ies transmitían el número de veces que había que dormir, la cantidad de veces que la luz dejaba paso a la oscuridad durante el camino de un lugar a otro. En lugar de decir tantos y tantos kilómetros, describían la distancia de forma clara, aunque menos precisa, haciendo, por ejemplo, cuatro veces el gesto que significaba «dormir». La diferencia es muy sintomática. La relativa vaguedad de muchos aspectos de sus conocimientos —si se los compara con los nuestros— es significativa de su modo de vida; traducidos a nuestra exactitud, es fácil que resulten falseados.
Existen muchos otros ejemplos de diferencias semejantes. Es muy probable que las personas de etapas anteriores no supieran, y de hecho no podían saberlo, que la delgada hoz de la luna creciente y la gran y redonda figura de la luna llena fueran dos formas de manifestación de una misma y única cosa. Cabe que tuvieran una palabra distinta para cada una, pero no necesariamente una palabra única como nuestra «luna», que, comparada con los términos correspondientes a diversas fases de la luna, visibles aquí y ahora, supone una síntesis de nivel más elevado.
También es posible que personas carentes de un concepto integrador que considerara los fenómenos naturales como un curso impersonal, mecánico y sin rumbo fijo, regido por leyes generales, no estuvieran seguras de si el sol volvería a aparecer en el cielo después de ocultarse. Así, los aztecas pensaban que en determinadas épocas existía un peligro especialmente grande de que el sol, al que veían como un dios, no volviera de su viaje y abandonara a los hombres a su suerte. Creían que, en esos casos, su reaparición estaba determinada por la realización de unos ritos concretos, en especial sacrificios humanos.
Según parece, los miembros de sociedades científicas tienen grandes dificultades para comprender que miembros de sociedades de una etapa anterior del proceso de desarrollo muchas veces no fueran capaces de discernimientos que a ellos les parecen sencillos y evidentes. Así, los miembros de sociedades científicas han heredado, entre un gran cúmulo de conocimientos, una diferenciación conceptual muy precisa y ajustada a la realidad entre cosas vivas e inertes. Esta diferenciación es tan clara y tan fácil de comprobar mediante verificaciones, que se tiende a suponer que es inherente a la mente humana. En realidad, ha hecho falta mucho tiempo para que esta diferenciación alcanzara su grado actual de adecuación a la realidad. Es el resultado del trabajo conceptual común de una larga cadena de generaciones, unido a siempre renovadas verificaciones de los conceptos, realizadas en el crisol de las experiencias y reflexiones. Tampoco es especialmente difícil comprender que personas de épocas pretéritas ignorasen que un volcán o el mar embravecido, que les podían destruir, no eran, sin embargo, seres vivos, y que cuando estos segaban vidas humanas no lo hacían con intención.
Es, asimismo, inimaginable que los seres humanos hayan poseído desde siempre un conocimiento tan amplio de ellos mismos, del ser humano, como para estar completamente seguros de que no podían transformarse en un árbol o en un leopardo. Tal certeza era tanto más difícil de alcanzar, cuanto que veían transformaciones semejantes en sus sueños. En sus sueños veían una y otra vez cómo ellos u otras personas se transformaban en lo que fuese, en una serpiente o un baobab. ¿Cómo podían los seres humanos saber ab ovo que muchas cosas que suceden en los sueños no pueden ocurrir en la realidad? ¿Cómo podían saber que entre sueño y realidad existe una diferencia, y en qué consiste esta diferencia? Para los niños pequeños prácticamente no existen límites entre fantasía y realidad. Aprenden la diferencia entre fantasía y realidad —junto con muchas otras cosas— según el nivel alcanzado por sus respectivas sociedades.
El hecho de que muchos grupos humanos en una etapa inicial del proceso de desarrollo consideraran vivas cosas que nosotros sabemos que son inanimadas encuentra expresión en cómo denominamos a esos grupos: a menudo se les llama «animistas». Sin embargo, calificativos como este no explican por qué sociedades de una etapa inicial de desarrollo tienen por vivas cosas que hoy sabemos que son completamente inanimadas; tampoco explican por qué en todos los casos registrados el conocimiento de tipo animista precede al científico. Una clasificación de sociedades menos desarrolladas hecha a la manera de Linneo, esto es, determinando las diferencias y sin determinar las relaciones, contribuye apenas a una mejor comprensión de los hombres y mujeres que perciben el mundo de esa forma «animista»[17].
En este contexto puede resultar provechoso entrar en la relación existente entre desarrollo del conocimiento y proceso de civilización. Ya he dicho que los seres humanos de una etapa temprana, cuyo caudal de conocimientos era mucho más pequeño que el nuestro —y en especial sus conocimientos respecto a aquello que llamamos «naturaleza»—, las personas que no heredaron los resultados de un continuo y milenario proceso de incremento del conocimiento, no relacionaban los acontecimientos de la misma manera en que lo hacemos nosotros, es decir, no podían en absoluto pensar como lo hacemos nosotros. Sus maneras de pensar estaban, por lo común, mucho más impregnadas de sus propias emociones, de sus propios deseos y temores. Se correspondían con una mayor cantidad de fantasías, tanto individuales como colectivas. Y al poseer un caudal de conocimientos más limitado y menos adecuado a la realidad, también era menor su capacidad para dominar los peligros a los que estaban expuestos y de dominarse a sí mismos en la justa medida y en todos los aspectos. Así, cuanto mayor era la inseguridad permanente en que vivían, mayor era también su interés en cuestiones como: «¿Qué representa esto para mí, o para nosotros?». O bien: «¿Es esto bueno o malo para mí, o para nosotros?». En otras palabras, mayor era la tendencia a remitir las cosas a uno mismo, mayor era la carga emocional de todas las experiencias, todos los conceptos y todas las operaciones mentales. La intensidad y la profundidad de la participación de las emociones, del compromiso del hombre con todos los fenómenos que, según su opinión, podían influir en su vida, dejaban menos espacio para prestar atención a problemas que son característicos de un grado más elevado de distanciamiento, de mayor contención emocional, esto es, preguntas como: «¿Qué es esto, y por qué es así?». O bien: «¿Qué es esto en sí, independientemente de lo que pueda representar para mí, o para nosotros?».
Una breve historia puede servirnos para proyectar más luz sobre esta diferencia. Es la historia de un general francés, probablemente del siglo XIX, que estaba al mando de tropas nativas en regiones cálidas de África. Este general recibió la orden de marchar con sus tropas tan de prisa como fuera posible hacia el Mediterráneo. Obedeciendo, emprendió con sus soldados una marcha forzada hacia el norte, y durante un tiempo avanzaron con bastante rapidez. Hasta que una noche tuvo lugar un eclipse de luna. A la mañana siguiente los soldados se negaron a reiniciar la marcha. El general convocó a sus oficiales en su tienda y se enteró de que, según las creencias de sus hombres, el eclipse de luna significaba que uno debía dejar reposar dos o tres días cualquier empresa en la que estuviera embarcado. El eclipse de luna era un presagio. El profeta Juan, le contaron sus oficiales, colgaba sus vestiduras cubriendo la luna para avisar a su pueblo de la tierra que interrumpiera inmediatamente cualquier actividad. El general, sin comprender muy bien la profunda consternación de sus hombres, respondió que si lo que les preocupaba era el eclipse de luna de la noche anterior, no tenían realmente de qué tener miedo. Si querían, él les explicaría lo que había sucedido.
Los oficiales estuvieron de acuerdo y respondieron que les gustaría oír lo que el señor general tenía que decir al respecto. El general les pidió que se sentaran alrededor de una mesa colocada dentro de la tienda. Luego cogió dos cajitas de fósforos y una piedra, las colocó sobre la mesa y señaló con ellas la posición relativa del sol, la luna y la tierra. Luego, trazando con los objetos los respectivos movimientos circulares, les explicó en términos sencillos cómo se producía un eclipse. El general notó que los oficiales seguían atentamente la explicación. Cuando hubo terminado, miró a los hombres lleno de expectativa y añadió: «Como pueden ver, no es nada complicado». Los oficiales movieron la cabeza asintiendo; eran hombres corteses y dieron las gracias al general por haberse tomado el trabajo de explicarles algo tan interesante. «Bien —dijo el general—, como ven, no hay por qué preocuparse. Debemos seguir avanzando tan de prisa como sea posible». «No —respondieron los oficiales—, no podemos hacerlo; pues, como el señor general ha visto, anoche la luna se ha oscurecido, y, como todo el mundo sabe, eso significa que el profeta Juan nos ha dado una señal para que interrumpamos cualquier empresa que tengamos entre manos». Desesperado, el general intentó explicarles una vez más cómo se producía un eclipse de luna, y los oficiales repitieron, paciente y cortésmente, que ciertamente el señor general tenía razón, pero que el oscurecimiento de la luna era obra del profeta y era completamente imposible desatender su advertencia.
Aquí se encuentra en nuce la clave de la diferencia a la que me refería antes de contar la historia. El pensar de estos hombres, en un nivel de mayor incertidumbre, gira casi por naturaleza alrededor de la pregunta: «¿Qué significa para nosotros este insólito acontecimiento?». Están convencidos, sin más, de que el eclipse de luna de la noche anterior es una señal que les envían del mundo sobrenatural, una advertencia sobre un determinado peligro en ciernes. Su modo de pensar remite a ellos mismos, y lo hace de forma espontánea e irreflexiva. No se preguntan: «¿Cuál es el mecanismo inmanente de este fenómeno?». La pregunta cuya respuesta precisan es: «¿Qué representa este acontecimiento para nosotros?». La explicación del eclipse lunar en términos meramente mecánicos que Ies ofrece el general carece de importancia para la tropa; sencillamente, no posee sentido en sí misma. No se corresponde con las necesidades emocionales de personas que normalmente viven bajo un grado de peligrosidad mucho más elevado que el grado de peligrosidad normal en las sociedades científicas.
La dificultad radica en que, tanto en este caso como en otros, los obstáculos con que se topa la comunicación nacen de ambas partes. El general, el impaciente representante de una sociedad científica, considera que su propio canon de experiencia y pensamiento es, sencillamente, racional, que es algo comprensible para cualquier persona a la que se le explique. Por eso no comprende que sus oficiales no puedan entenderlo. Estos, a su vez, no logran entender la total incomprensión del general hacia su modo de pensar. Y, sin embargo, no es difícil comprender que personas con un menor caudal de conocimientos y, por tanto, con una menor capacidad para ejercer dominio sobre fenómenos que conciernen a su bienestar y supervivencia, perciban todos los fenómenos según categorías mucho más personales.
Esto abre una nueva vía de aproximación a la llamada forma animista de experiencia. Para esos hombres una explicación causal carece de sentido; no satisface sus necesidades emocionales. Ha sucedido algo extraordinario. Las emociones, excitadas, suscitan el interrogante sobre el significado que ese fenómeno extraordinario tiene para la propia persona o el propio grupo. Este interrogante requiere una respuesta que asuma la forma de un mensaje de una criatura a otra. Los conocimientos tradicionales de la tribu proporcionan una respuesta en ese sentido. También en este caso se amplia un caudal de conocimientos, que constituye la base según la cual se orientan las generaciones presentes. Pero este caudal de conocimientos es representativo y está derivado de una estructura de la personalidad que hace bastante difícil una mutua comprensión con personas que poseen una estructura de la personalidad cuya palabra clave es «racionalidad».
La clave para comprender eso que llamamos «animismo» se encuentra en un elevado nivel de compromiso y emocionalidad en el pensar y el actuar, ligado a unos conocimientos de alcance limitado, que equivalen a un limitado dominio sobre los peligros. Esto último, a su vez, contribuye a mantener el elevado nivel de compromiso y emocionalidad. La relativamente fuerte carga de emocionalidad que interviene en el pensamiento y la experiencia se expresa en que todos los fenómenos percibidos que son considerados relevantes para la propia vida son vistos como obra de alguien, como intencionados o planeados. Por lo general, los miembros de sociedades científicas no son conscientes del alto grado de distanciamiento, de dominio sobre uno mismo y de neutralidad emocional que hace falta para advertir que algunos fenómenos que producen placer o dolor —sobre todo dolor— pueden ser el resultado, absolutamente inintencionado, de causas inertes, de mecanismos naturales sin rumbo fijo o de aquello que llamamos «casualidad».
Personas de un nivel anterior también perciben la existencia de casualidades, pero únicamente en cosas que consideran irrelevantes y, por tanto, pueden tratar con indiferencia emocional —cosas sobre las que se puede pasar sin buscarles explicaciones—. Pero cualquier cosa que sea considerada importante para uno mismo, como individuo o como grupo —y los fenómenos extraordinarios que presagian peligros desconocidos siempre se consideran importantes en este nivel—, se contempla como algo intencionado y, como un acto humano, suscita preguntas sobre su propósito y finalidad. Es necesario centrarse en este punto si lo que se quiere no es únicamente describir ese modo de experimentar y creer calificado como «animismo», sino también comprenderlo y explicarlo. El sol abrasa sin clemencia, no llueve, los campos están secos, el trigo se agosta, peligra la cosecha —nos moriremos de hambre—. Para personas entregadas indefensas a tales peligros no tiene sentido que alguien les explique la conjunción de causas impersonales que ha provocado ese comportamiento climatológico. La única posibilidad de mejorar poco a poco las malas condiciones que padecen se encuentra en unos conocimientos relativamente ajustados a la realidad. Pero esas personas quieren una respuesta inmediata, en categorías personales, a preguntas como: «¿Quién está encolerizado con nosotros?». «¿Quién nos castiga de esta manera?». «¿Por qué nos castiga?». Si un rayo cae sobre la casa de un hombre, incendiando la casa con sus dos hijos dentro, es muy probable que, en su dolor, el hombre afectado —que no sabe nada sobre la electricidad, tormentas y casualidades de la naturaleza— se pregunte: «¿Quién me ha hecho esto?». Si tiene un enemigo o rival sus sentimientos pueden dirigirse contra este, y quizá la fuerte presión emocional a que está sometido pueda aliviarse actuando, vengándose de aquel enemigo y haciéndole pagar su crimen. En una situación análoga personas de una etapa posterior no tendrían a nadie a quien odiar y echar la culpa. No se puede odiar la electricidad. Pero, naturalmente, tienen pararrayos y seguros contra incendios. Como poseen conocimientos más amplios y ajustados a la realidad, pueden protegerse mejor de los peligros. Pero esos conocimientos son, ineluctablemente, conocimientos propios de una etapa más avanzada de desarrollo.
Tanto el hombre que culpa a un enemigo por haber dirigido el rayo hacia su casa mediante magias perversas como las personas que experimentan un eclipse de luna como la manifestación de un poder invisible son exponentes de un canon de experiencia inicial, del canon de experiencia primario de todos los seres humanos. No consideran el mundo en categorías de sujetos y objetos, sino de relaciones personales entre seres vivos que, aunque quizá no sean seres humanos, se comportan más o menos igual que los seres humanos de su propia sociedad. Ellos mismos, el grupo propio y otros grupos interdependientes, sirven como modelo primario para la percepción de todo el mundo. Más exactamente, lo que sirve como modelo son grupos humanos conocidos, tal y como los ven aquellos que los forman —con lo cual en este nivel el modo de percibirse a uno mismo y a los demás puede, en muchos aspectos, ser muy distinto al de personas de un nivel posterior—. Estas últimas poseen un conocimiento mucho más amplio y comparativamente más sólido de los procesos naturales y del ser humano. En una etapa inicial del proceso de desarrollo existe mucha menos seguridad sobre lo que son las otras personas: quizá tengan poderes ocultos, quizá sean espíritus buenos, o perversos; o sobre lo que esas otras personas son capaces de hacer: quizá practiquen magia blanca, o negra, o se transformen en lobos. Existe, incluso, menor certeza sobre quién es uno mismo.
El punto clave radica en que, debido al canon de conocimientos en el que se han criado, las personas de sociedades científicas poseen una estructura de la personalidad que normalmente los capacita, en su vida de adultos, a discernir claramente entre sueño y fantasía, por una parte, y realidad natural, por la otra —si bien para los niños de esas sociedades, como para todos los niños, sueño y fantasía repercuten más fácilmente en la realidad y, a menudo, convergen y se mezclan con esta, de modo que la diferenciación desaparece—. Tal vez para los adultos de sociedades desarrolladas sea evidente que a partir de una cierta edad se puede discernir entre sueño y realidad. Pero eso no es, de ningún modo, algo evidente. Ellos mismos han tenido que aprender tal diferencia. El grado de conocimientos común a la sociedad posibilita, y las normas comunes a la sociedad exigen, en la medida de lo necesario, que los miembros de sociedades científicas tracen una clara diferencia entre sueño y realidad y actúen en consecuencia. En otras palabras, también este discernimiento constituye una parte del saber que el hombre adquiere dentro de esa sociedad. Pero si el hombre se comporta ante sus sueños de una manera tal que contradiga el patrón social, corre el peligro de ser tildado de loco.
No obstante, la humanidad necesitó un período de tiempo muy largo para alcanzar el grado de seguridad respecto a la diferencia entre sueño y realidad que hoy poseen las sociedades desarrolladas. E incluso en estas es más o menos común que este discernimiento entre fantasía y realidad se desvanezca, y que ese desvanecimiento sea permitido y requerido en determinados ámbitos como, por ejemplo, la política. En esos ámbitos el proceso de desentrañar la fantasía de la realidad puede, según el proceso global, seguir adelante o no. Cuando se recuerda que los miembros de sociedades desarrolladas aprenden este discernimiento a medida que se hacen mayores, y que este forma parte del saber adquirido, se hace más fácil comprender que personas de una etapa inicial no poseyeran, o no pudieran poseer, el mismo nivel de conocimientos, el mismo grado de seguridad respecto a esa diferencia. En esas sociedades tempranas el conocimiento de la diferencia entre sueño y realidad tenía que ser, ineluctablemente, menor; tanto en lo social como en lo personal, la línea que separaba sueño y realidad era menos definida, lo que se correspondía con una mayor importancia de las fantasías colectivas y particulares como factores determinantes del actuar.
Es preciso darse cuenta de que la capacidad del hombre de trazar una diferencia clara entre sueño y realidad se ha transformado, para poder comprender por completo que seres humanos de épocas pretéritas percibieran el mundo como una sociedad unitaria de seres vivos que se diferencian entre sí por su poder y su posición respecto a los demás. Este modo primario de ver el mundo como una sociedad de espíritus antropomorfos y considerar todos los fenómenos importantes como actos de personas, intencionados y dirigidos hada un objetivo, estructura el caudal de conocimientos común de tales sociedades. Con ayuda de ese caudal —que puede asumir la forma de, por ejemplo, mitos colectivos heredados—, los miembros de esas sociedades canalizan la fuerte necesidad personal de recibir una explicación en términos de criaturas antropomorfas a través de un cauce que haga esta explicación comprensible y comunicable para todo el grupo. Por el contrario, en sociedades posteriores el caudal de conocimientos común a la sociedad —al menos en lo referente a la naturaleza no humana, no tanto en lo referente a sociedades humanas— representa un nivel relativamente elevado de distanciamiento, de referencia a la realidad. En tales sociedades lo opuesto —el compromiso, la referencia a la fantasía— está sometido a un fuerte control incluso en el ámbito de la vida privada. Puesto que el tesoro público de conocimiento y sus centinelas le brindan escaso apoyo, este modo primario de experiencia, lejos de perder su fuerza, se refugia durante el proceso de crecimiento en una capa más o menos reprimida de la estructura de la personalidad. Como tal fue descubierto por Freud, quien lo designó con el término, no del todo adecuado de «subconsciente»; y no es un término del todo adecuado porque remite a fenómenos que, aunque almacenados en la memoria, debido a un bloqueo no pueden ser recordados normalmente a voluntad, y, sin embargo, contribuyen indirectamente a dirigir el comportamiento de la persona.
Así, pues, el modo primario de experiencia, el ver el mundo en categorías magicomíticas, continúa vivo, aunque reprimido, en los adultos de sociedades científicas. En los niños, tanto de estas como de otras cualesquiera sociedades, este modo primario de experiencia se manifiesta sin ninguna oposición: el niño se aleja corriendo de su madre, cae al suelo, se hace daño y regresa llorando a su madre; quizás acude a esta porque le duele la pierna, pero también es probable que Jo haga porque piensa que su madre ha hecho obrar algún tipo de magia para castigarlo por su desobediencia o su «pecado». De hecho, el crecimiento del saber puede compararse con el de un árbol: en el tronco del árbol viejo la corteza que tuvo de joven continúa visible en la forma de una capa o un anillo interior al conjunto. Incluso en sociedades científicas casi todas las personas pueden mostrar asomos de pensamiento paranoico si sufren un accidente o alguna otra desgracia que provoque intensas emociones; los pensamientos, cargados así de emociones, vagan en busca de alguien a quien poder aferrarse, de tal o cual persona a quien poder culpar de la desgracia.
Parte de la constitución elemental del ser humano es el hecho de que sus sentimientos, emociones e instintos se dirigen primariamente a otras personas a las que aferrarse, y no a objetos inertes. Lo que llamamos «animismo» es una etapa del desarrollo social en el que este modo de pensar y experimentar todavía es tanto público como privado. Unido al menor alcance del saber, conduce a que el hombre experimente todo aquello que desata fuertes emociones dentro de él como señal de las intenciones de una persona y, por tanto, como algo vivo.
Ahora podemos considerar mejor otro aspecto de aquello que las sociedades de una etapa inicial no sabían y no podían saber. Personas de una etapa posterior tienden fácilmente a preguntarse, respecto a aquellas: «¿Por qué no se fían de lo que se puede ver y observar, en lugar de fiarse de sus historias maravillosas y sus fantasías? Si lo hicieran no tardarían en advertir que muchos de los mitos en los que creen son meros cuentos de hadas y que sus prácticas mágicas no tienen absolutamente efecto alguno, excepto el de la autosugestión». Argumentar esto implica dar por supuesto que la observación sistemática a la manera científica, unida a la reflexión individual, es el único camino para adquirir conocimientos fidedignos sobre el mundo.
Pero esta suposición pasa por alto el verdadero problema. El que una combinación de observación sistemática y reflexión sea un método adecuado para adquirir conocimientos relevantes depende de qué conocimientos sean considerados relevantes. Allí donde las personas experimentan el mundo como una sociedad de espíritus y ven la mayoría de los hechos que vale la pena cuestionarse como actos voluntarios de criaturas vivientes, el verdadero objetivo de la busca de conocimientos es la adquisición de conocimientos sobre las intenciones y objetivos ocultos tras esos hechos, el significado oculto que los signos poseen para uno mismo. Y esto es algo que no puede descubrirse con ayuda de los métodos que llamamos «científicos», sino sólo mediante una comunicación con el mundo sobrenatural en el que las intenciones y planes de esos seres manifiestan su naturaleza y finalidad. Tal manifestación puede estar contenida en un conjunto de historias, sentencias y reglas que se transmiten de generación en generación, de forma oral o escrita, dentro de un grupo. Puede estar contenida en mensajes recibidos por un sacerdote, un adivino o un oráculo, y transmitidos a aquellos que acuden a estos con algún problema. Puede estar contenida en un sueño habido una noche, o en una iluminación recibida cierto día. Pero, sea cual sea la forma específica que se dé a lo observado, no es cierto que las personas de épocas anteriores fueran menos capaces de observar hechos que las personas de la etapa científica. Por el contrario, las personas en una etapa inicial del proceso de adquisición de conocimientos son, por lo general, observadores mucho más agudos —dentro de los límites de sus intereses—. Tampoco su capacidad de reflexión es menor. Si elaboran otros pensamientos, es porque su imagen sustancial del mundo y de las relaciones fenoménicas es otra. Este es un punto decisivo. El método de adquisición de conocimientos que utilizan las personas es funcionalmente interdependiente y, por ende, inseparable, del caudal de conocimientos que poseen y, en especial, de su subyacente concepción del mundo. Si esta concepción del mundo es distinta a la nuestra, también será distinto el modo de pensar que han desarrollado como parte de su saber.
No es habitual comparar el saber científico con el precien tífico considerando que ambos son etapas correlativas dentro de un orden de sucesión. El método de adquisición de conocimiento utilizado por los físicos, que a menudo se contempla, sin más, como el método científico y se presenta como norma obligatoria para el estudio de procesos de todos los ámbitos del universo, prescindiendo de las diferentes formas en que se integran estos fenómenos, suele, en consecuencia, entenderse como una forma de investigación que puede ser aplicada con el mismo éxito para el estudio de cualquier tema. Sin embargo, no hay que olvidar que eso que hoy vemos como el método científico sólo se impuso en la medida en que el hombre empezó a concebir el mundo como una mera relación mecánica de causa y efecto y asumió que el objetivo principal de toda búsqueda de conocimiento era el descubrimiento de conexiones causales desprovistas de cualquier finalidad u objetivo. No ha habido separación de forma y contenido; cuando apareció la concepción mecánica del mundo, apareció al mismo tiempo un método de investigación adecuado a esta.
Esto se aprecia con mayor claridad si se reconstruye la secuencia efectiva de la evolución del conocimiento humano, desde la percepción del mundo como un mundo de criaturas antropomorfas o espíritus considerados amigos o enemigos según sus acciones, hasta la concepción de un mundo de ciegas relaciones mecánicas causa/efecto que tienen lugar según regularidades universales. Ciertamente, en el largo proceso en cuyo transcurso la concepción científica adquiere la primacía, nos encontramos con muchos períodos en los que estos dos modelos del mundo son tratados como equivalentes, con muchos puntos de partida hacia formas de transición. Plutarco escribió un tratado sobre el problema de que el hombre tuviera dos explicaciones para los mismos fenómenos naturales, explicaciones según las cuales estos eran obras de dioses y explicaciones causales. En la misma línea, Ptolomeo redactó un compendio de astronomía y también uno de astrología y, hasta donde se sabe, consideraba que los conocimientos contenidos por ambos tenían el mismo valor.
Así, la transición desde el predominio de una concepción del mundo magicomítica hacia el predominio de una concepción causal no careció de obstáculos, ni mucho menos. Pero la cuestión de cómo y por qué la concepción mecánica y el método de adquisición de conocimiento ligado a esta alcanzaron la primacía después de sufrir muchos altibajos continúa abierta y sin respuesta. No es difícil advertir a qué se debe esto. La mayoría de los estudiosos, de los filósofos de la ciencia y, no en menor medida, los historiadores de la ciencia tratan la concepción precientífica del mundo, la concepción antropocéntrica que veía el mundo como una sociedad de seres antropomorfos llenos de presagios, señales y otros mensajes para los hombres, simplemente como una concepción equivocada, como una teoría falsa de la que no es necesario preocuparse o, como mucho, que debe estudiarse únicamente para descubrir anticipos y rasgos precursores de la concepción correcta. Esto, sin embargo, significa no profundizar en la cuestión. Se oculta el problema humano de por qué en todas partes del mundo el hombre en un primer momento ve el mundo como un mundo habitado, unido por actos voluntarios e intenciones entrelazadas, por signos, presagios y otras formas de comunicación, y sólo mucho después lo percibe como una mera relación mecánica de causas y efectos. Una reconstrucción en este sentido de la secuencia evolutiva hace destacar con mayor claridad las dificultades que el ser humano ha tenido que superar para alcanzar una visión del mundo más ajustada a la realidad. Las ideas precedentes y las que expondré a continuación pretenden servir para proyectar algo más de luz sobre esas dificultades.