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E
l muy citado visitante del espado que observa con un cierto distanciamiento la polarización de las sociedades terrestres alrededor de los protagonistas del comunismo y del capitalismo podría descubrir fácilmente cuán distantes se encuentran lo real y lo ideal en cada uno de los dos bandos. Tanto tes sociedades gobernadas a la manera capitalista como las gobernadas a la manera comunista presentan grandes carencias. Ambas generan un elevado grado de sufrimientos y miserias humanas. Ambas se ven oprimidas por graves dificultades crónicas, de las cuales el abuso de poder, los errores de planificación, la inflación, el desempleo y el vacío emocional son sólo unos pocos ejemplos.
No existen grandes diferencias entre los estratos sociales bajos de aquellos países de ambas partes que han alcanzado un alto grado de industrialización. La diferencia más notoria y, estructuralmente, más importante entre estos dos grupos de países radica en que las sociedades de los unos son Estados unipartidarios y las de los otros son Estados multipartidarios. La misma importancia posee, probablemente, el hecho de que los miembros de los partidos y gobiernos de cada uno de estos dos grupos de países procedan de distintos estratos sociales y representen tradiciones de clase y de partido diferentes cultural, intelectual y moralmente. Los representantes de los países capitalistas suelen despertar en los del bloque comunista la sospecha de que hacen ostentación de su tradicional superioridad de clase media y alta, mientras que los primeros muchas veces creen percibir en los segundos el resentimiento y la hipersensibilidad de personas recién encumbradas en la sociedad.
Ambas partes están inclinadas a creer que su propia sociedad es ejemplo de un ordenamiento social ideal, que es la mejor forma de sociedad del mundo. En ambas partes las doctrinas sociales dominantes borran las diferencias entre lo real y lo ideal, entre el ser y el deber ser. Hacen que parezca como si ya se hubiera alcanzado un orden social que, en esencia, ya no puede, ni debe, ser mejorado.
Cuando se examinan las concepciones ideales de ambas partes, no se tarda en advertir hasta qué punto encajan la una en la otra. En el siglo XIX las ideas y doctrinas sociales tradicionales de nuestro tiempo, extendidas a lo largo del espectro que va desde nacionalismo y conservadurismo, por un lado, y socialismo y comunismo, por el otro, se alimentaban principalmente de tensiones y conflictos internos de los Estados. Las luchas de poder entre la clase alta tradicional —la nobleza terrateniente— y la pujante clase media —industriales y comerciantes—, así como entre esta última y las ascendentes clases obreras, desempeñaron un papel importante en la formación de estos sistemas doctrinarios. Durante el transcurso del siglo XX el punto más candente se desplazó del plano interno al plano interestatal. Las diversas doctrinas de las clases medias y altas y las diversas doctrinas de las clases obreras no perdieron su función como medios de orientación y armas ideológicas en las luchas de poder entre diferentes capas sociales dentro del marco estatal, pero esa función fue ensombrecida cada vez más por su función como armas ideológicas de ataque y defensa en las luchas polarizadas entre los Estados hegemónicos y aquellos otros Estados que eran atraídos por sus respectivos campos de fuerza.
Fuera de esto, en el siglo XIX los dos polos del espectro de doctrinas sociales, la dictadura nacionalista y la dictadura comunista, poseían aún el carácter de vagos ideales que podían o no hacerse realidad en el futuro. En el siglo XX ambos se hicieron realidad, y, si bien es cierto que la fría realidad no suprimió su función como ideal de sociedad, como pieza fundamental de un credo social, ni tampoco la fuerza de atracción que ejercían sobre sus respectivos adeptos, también lo es que la realización efectiva de esas doctrinas proyectó una sombra sobre el sueño.
Las doctrinas sociales de nuestro tiempo poseen algunas de las funciones y características que las religiones tuvieron en épocas anteriores y aún tienen en muchas partes del mundo. Son ricas en emociones y fantasías, pero, en comparación, pobres en su ajustamiento a la realidad. Suelen ser expresadas mediante fórmulas mágicas, que a menudo están muy ritualizadas y poseen un intenso valor emocional para los creyentes. Al igual que algunas religiones sobrenaturales, las doctrinas sociales cumplen muy eficazmente funciones integradoras, en un primer momento, de determinados grupos sociales en el seno del Estado y, luego, de los miembros de los propios Estados. Dentro de un cierto margen de tolerancia, la antigua práctica social resumida en la frase: Cuius regio, eius religio, no es menos válida para las actuales religiones sociales de lo que otrora lo fue para las religiones sobrenaturales. A pesar de todas las similitudes, existe una diferencia muy significativa entre las religiones sobrenaturales y las doctrinas sociales: las primeras no pueden ser sometidas a un examen de ajustamiento a la realidad, las segundas sí. Estas pueden examinarse en relación con su carga de fantasía y con el grado en que se ajustan a la realidad, y este análisis puede tomar la forma de experimentos sociales desde el momento en que estas doctrinas sociales son llevadas a la práctica, y también es posible realizarlo a través de una investigación sociológica metódica ligada al estudio empírico.
Un estudio muy provisional puede mostrar ya que, pese a lo que puedan aparentar, las concepciones ideales antagónicas de la sociedad humana, que hoy desempeñan tan importante papel en la agrupación de países en el plano interestatal, no constituyen concepciones globales de una sociedad ideal. Lo que sus abanderados presentan como importante lo forman, básicamente, aspectos de sociedades que pueden parecer relevantes dentro de un contexto de conflictos de grupo en los cuales estos ideales y las concepciones doctrinarias que encaman sirven como armas ideológicas de ataque y defensa. Por lo general, estas concepciones sociales idealizantes, esparcidas a lo largo de todo el espectro de doctrinas sociales, destacan el carácter ventajoso de aquellos elementos de su propio orden social idealizado de los que carece el ordenamiento social del adversario, de modo que puedan censurar a este presentando tal carencia como un defecto.
Así, en la gran lucha por la hegemonía que se produce actualmente en el plano de las relaciones interestatales, uno de los bandos se justifica alabando la libertad que su propio ordenamiento social garantiza a sus ciudadanos. Sin embargo, la libertad no se define aquí de un modo positivo, sino de manera meramente negativa, esto es, en relación con una determinada forma de falta de libertad que se considera característica del ordenamiento social del adversario. Los representantes de este último, por su parte, ensalzan el equilibrio social y la justicia de su propio ordenamiento social. Pero, nuevamente, tampoco aquí hacen esta alabanza debido a que en sus países hayan desaparecido efectivamente o estén en proceso de desaparición las desigualdades sociales, la jerarquización de las relaciones sociales, sino porque lo que ha desaparecido de sus sociedades es un determinado tipo de desequilibrio y jerarquización que se considera característico del ordenamiento social del adversario. Las doctrinas sociales de los grandes antagonistas son, en otras palabras, funcionalmente interdependientes. Ambas ponen en el primer plano lo que puede parecer ideológicamente importante para su mutua lucha por la supervivencia y dejan de lado otros muchos aspectos de sus sociedades que, por más importantes que sean para su funcionamiento eficaz, no parecen poseer ninguna importancia ideológica respecto al conflicto interestatal.
Desde lejos resulta un cuadro bastante extraño. Dos países poderosos, militarmente quizá los más poderosos que jamás han existido sobre la tierra, se encuentran atados el uno al otro en un enlace doble. Cada uno está en condiciones de destruir al otro, cada uno es alertado por sus representantes, día y noche, año tras año, de la posibilidad de un repentino ataque a gran escala por parte del otro bando contra su territorio y sus ciudadanos. El peligro que ambos representan es reciproco; ninguno de los dos puede controlarlo por sí mismo.
En comparación con esta característica estructural primaria —y arcaica— del gran conflicto, es secundaria otra característica quizá más evidente para la opinión pública, aunque de ninguna manera irrelevante para la sociogénesis del conflicto. Tenemos aquí una guerra de trincheras entre dos grupos directivos que, en su mayor parte, proceden de capas sociales distintas y que se legitiman mediante doctrinas sociales distintas y antagónicas. Ambos grupos directivos, fieles creyentes de su respectiva religión social, ven en el otro una amenaza y, de hecho, están empeñados en destruirse mutuamente. Por consiguiente, viven en constante temor el uno del otro.
Estructuralmente tienen muchos puntos en común —sobre todo el hecho de que poseen posiciones de mando en el seno de sus respectivos partidos y gobierno, y, comprensiblemente, se defienden contra cualquier transformación importante de la estructura de poder de sus propios países. No obstante, en cuestiones ideológicas son enemigos enconados y, al parecer, irreconciliables. En la sociogénesis del conflicto el antagonismo ideológico de los dos grupos directivos constituye, por decirlo así, un segundo lazo del enlace doble. El primer lazo está formado por la amenaza física que cada una de las potencias representa para la otra y el consiguiente miedo a la aniquilación física, que, a su vez, perpetúa e incluso incrementa la amenaza física. El segundo lazo es el movimiento circular que va de la amenaza que cada grupo directivo constituye para la existencia del otro, al consiguiente temor mutuo, el cual conduce de nuevo a la amenaza. Probablemente este segundo lazo del enlace doble, y sobre todo su componente ideológico, aparezca con mayor claridad que el primero a los ojos de la opinión pública. No hay duda de que contribuye en gran medida a que el conflicto sea incontrolable. La idealización que caracteriza ambos credos sociales, el carácter fantástico de estos, hace parecer que aquí están en juego valores eternos de la humanidad. Mientras que al contemplar la realidad uno se encuentra con dos formas distintas de ordenamiento de la convivencia humana, ambas repletas de defectos y susceptibles de ser mejoradas, las ideologías pintan un cuadro ideal que tiende a velar y ocultar esa realidad. Hacen que parezca que la lucha que enfrenta a ambos bandos es una lucha emprendida voluntariamente en defensa de valores absolutos y eternos de la humanidad. Pero, cuando se observa la realidad, sólo se ve a dos formas de sociedades humanas llenas de carencias, ninguna de las cuales es tan mala como sostiene el bando rival, ni tan buena como sostiene el propio. Y, sin embargo, se profesa con una profunda convicción, de fuerza religiosa, la creencia en algún tipo de valores eternos encamados por la propia sociedad, y la consiguiente repulsa del ordenamiento social del otro bando, que carece de esos valores, a despecho de las carencias basta ahora irreparables de ambas sociedades.