58

La primavera no tiene piedad.

Se refleja en los coletazos del crepúsculo echándose la noche sobre los hombros como si fuese la más hermosa de las capas; se mira y se regocija, pletórica de flores y hojas recién retoñadas, y no tiene piedad.

No tiene piedad por la anciana que espera sentada delante de los platos tapados, que piensa que tal vez sea la última Pascua de su vida y que la pasa esperando oír resonar en las escaleras unos pasos que no llegan, el corazón atenazado por el miedo a su soledad y a la de otros. Un corazón que pierde fuerza, en silencio, encerrado en su pecho. Latido a latido.

La primavera aspira una bocanada de aire de mar. Y no tiene piedad.

No tiene piedad por la muchacha de piernas largas y gafas con montura de carey, que se pasó la mañana haciendo cola en el horno de Santa Teresa para retirar la pastiera que preparó para él, y la tarde eligiendo entre sus tres mejores vestidos; que se armó de valor para pedirle a su madre que le prestara los pendientes de la abuela y que a cambio recibió un millón de preguntas que no contestó; que pasará la tarde mirando el reloj, sentada en una fría silla de una casa que no es la suya, perdiendo hasta la última certeza, que llorará toda la noche con la cara hundida en la almohada. Convencida de que se le ha roto el corazón para siempre, sintiendo un dolor agudo y desesperado. Latido a latido.

La primavera camina en la leve brisa del bosque. Y no tiene piedad.

No tiene piedad por la mujer a la que, una vez más, el corazón le late en la garganta mientras se pone un hermoso vestido de seda y en el espejo contempla el brillo de un topacio entre sus pechos, con la esperanza de que otro corazón allí cerca albergue un sentimiento que no sea solo de gratitud. Que ese corazón aprenda a amar, aunque sea poco a poco. Latido a latido.

La primavera hace bullir la sangre en todas las venas, viejas o jóvenes. Y no tiene piedad.

No tiene piedad por familias enteras, reunidas alrededor de una mesa repleta de manjares, amor y amistad; por todos aquellos que se abrazan y se besan, en la magia de una festividad de hombres que pasará y volverá, en la que alguien llegará y otros se irán. Corazones solos y corazones acompañados. Corazones que se miran y se sonríen. Latido a latido.

La primavera escarba en la vida y en el recuerdo de la muerte. Y no tiene piedad.

No tiene piedad por quien cruza la ciudad compuesta de vivos y muertos, tratando de no escuchar sus propias emociones, confiando en no equivocarse en lo que hace y en lo que deja de hacer, quitándose de encima el dolor propio y el ajeno, pensando que el amor trae la muerte, y confiando en que no sea ese el único don del amor. Y confiando en poder algún día oír cada temblor de su corazón sin asustarse. Latido a latido.

Pero la primavera no tiene piedad.

Ninguna piedad.