15

En la sala de El Paraíso, el clima era muy distinto al de la última vez. La angustia, el miedo y el dolor habían dejado paso al aburrimiento y la preocupación.

El aburrimiento se había apoderado principalmente de las muchachas, que zanganeaban yendo de un sofá a otro mientras fumaban y charlaban. Amedeo, el pianista, aporreaba las teclas interpretando sin ganas un vals, y un par de señoritas fingían bailar trazando tortuosas trayectorias sobre la alfombra.

La preocupación, en cambio, se había instalado en la imponente figura de madame Yvonne; en cuanto los vio llegar la mujer salió a recibirlo.

—Comisario, tiene que dejarnos abrir ya mismo. ¡No se figura usted el daño que estamos sufriendo! Ayer tiramos un montón de comida, los proveedores siguen viniendo, no podemos devolverles la mercancía. Y hemos recibido un montón de llamadas telefónicas, los clientes se nos irán a otro sitio, no se imagina lo poco que hace falta para perder un cliente. ¡Basta con que se vaya a otro establecimiento una vez y, si se encuentra a gusto, adiós, muy buenas, aquí no vuelve más! Además…

Ricciardi frenó el aluvión de palabras levantando una mano.

—Cálmese, señora. Necesitamos cierta información, después, si todo va bien, podrá reabrir su local. En el fondo, solo estuvo cerrado ayer y había una muerta en una habitación. Tampoco es tanto, ¿no?

Madame no estaba dispuesta a poner fin a las quejas.

—¿Le parece poco la pérdida que sufrimos? Además del dolor del que ya le hablé ayer, Víbora era como una hija. ¿Qué digo? Más que una hija. Y además era la estrella de El Paraíso. ¡Por ella venía un montón de gente incluso para verla y nada más! De modo que no solo la hemos perdido a ella, y a saber quién podrá sustituirla, sino que encima nos obliga a tener cerrado.

Ricciardi la escuchó impasible y luego dijo:

—Me hago cargo. Por tanto es doblemente importante que usted nos dé la información que necesitamos lo antes posible.

Yvonne tendió los brazos en un gesto de resignación.

—Usted dirá, comisario. Estamos aquí para servirlo.

—Ayer le pregunté quiénes eran los clientes más asiduos de Víbora, y la señorita Lily comentó que era fácil decirlo. ¿Qué quiso decir con eso?

—No hay nada que ocultar —se apresuró a contestar la mujer—, aunque siempre procuramos evitar estas situaciones que pueden resultar peligrosas. Víbora solo tenía dos clientes, dos personas que compraban todas sus horas.

—¿Y eso costaba mucho?

—Claro que costaba mucho. La tarifa de Víbora era muy distinta de la que vio usted colgada de la pared, comisario. También era distinto el porcentaje, se quedaba con casi todo, a duras penas me alcanzaba para cubrir los gastos de la habitación, la comida y los cosméticos.

Ricciardi escuchaba con interés.

—¿Y entonces qué ganaba usted?

—Ya se lo he dicho, Víbora era importante. La gente venía expresamente, si supiera la de turistas de paso que tiene esta ciudad. Preguntaban en el hotel: ¿Cuál es la puta más hermosa de Nápoles? Y todos daban la misma respuesta. Luego, cuando se encontraban aquí, elegían a otra de las chicas y se dejaban el dinero. En cuanto a quién hacía uso de sus servicios, solo eran dos personas.

—¿Y eso no le molestaba a usted?

Madame encogió los anchos hombros.

—¿Por qué habría de molestarme? Pagaban, ella estaba contenta, y, en cierto modo, era fascinante ver a una mujer tan hermosa y no poder tenerla. Los demás se desahogaban bebiendo, comiendo y acostándose con chicas que nada tenían que ver con ella.

Ricciardi decidió pasar al ataque.

—¿Estaba al corriente de que uno de los dos clientes de Víbora le había propuesto matrimonio?

Madame no se inmutó.

—Claro. Ella misma nos había dicho que el rubio, Peppe la Fusta, el proveedor de fruta y verdura quería casarse con ella. ¡La de risas que nos echamos!

—¿Risas? ¿Y por qué?

—Porque imagínese si Víbora, la puta más famosa de la ciudad, iba a renunciar a sus ganancias, a la veneración de los hombres y a la vida alegre para hacer de ama de casa en una barraca del Vomero, y criar niños en medio de la bosta de caballos. No hubiera aceptado nunca.

Ricciardi quería entenderlo bien.

—Sin embargo, no me consta que hubiese dicho enseguida que no. Al parecer le había pedido a Coppola unos días para pensarlo.

—Habrá sido por no causarle un disgusto, se conocían desde niños, Víbora me había contado la historia. Pero él no dejaba de ser un proveedor, aunque aquí dentro gasta, mejor dicho, gastaba un montón de dinero. Tal vez antes de mandarlo a paseo, Víbora quería sacarle todo el dinero pues temía que cuando le diera su respuesta negativa dejara de venir. Pero seguramente lo habría rechazado.

El comisario se acordó de Coppola y de cómo lloraba.

—¿Y el otro cliente, el tal Ventrone?

—Ah, ese sí que es un auténtico señor. Un hombre apreciado y discreto, siempre muy educado. Y con muchísimo dinero; su comercio de santos y vírgenes le da sus buenos beneficios y su empresa es famosa. Era cliente nuestro desde hacía años y desde que vio a Víbora ya no quiso ir con otras más que de vez en cuando.

—Por tanto usted había perdido un cliente importante.

Yvonne se echó a reír y contestó:

—Comisario, usted se empeña en que le diga que le tenía ojeriza a la pobre Víbora, pero no es así. En primer lugar, el caballero Ventrone traía a muchos de sus amigos, de modo que yo salía ganando con ello. Además, nosotras trabajamos para satisfacer a la clientela, y si él estaba contento, yo más todavía. Por último, para estar con Víbora, Ventrone financiaba unas bonitas fiestas que se hacían aquí para el goce de todos. En una palabra, a mí solo podía gustarme que se encariñara cada vez más con esta casa. Que nosotras no solo ganamos con las chicas, ¿sabe usted?

Ricciardi no cejó en su empeño.

—¿Y qué me cuenta de la relación entre Ventrone y Lily? ¿Por qué cree que ella quiso encubrir el hecho de que había sido el primero en ver el cadáver? Y con su ayuda, todo sea dicho.

La mujer acusó el golpe.

—Ya lo sé, me equivoqué. Pero pensé que no tenía mayor importancia quién la hubiera encontrado. Lily lleva años con nosotros, trabajaba aquí antes que Víbora y conoce bien al caballero, estuvieron juntos infinidad de veces, e incluso ahora, cuando Víbora estaba indispuesta, él se iba con Lily. Lo habrá hecho por amistad. Para mantenerlo al margen. Verá, el caballero es una persona muy respetada en esta ciudad, si se hubiese sabido que estaba aquí… Al fin y al cabo, entre sus clientes hay muchos curas. Una cosa es verlo entrar y salir, y otra muy distinta saber que encontró a una puta asesinada. Además, está su hijo…

Ricciardi aguzó las orejas.

—¿El hijo de quién?

—Del caballero. Justamente hace unos días me comentaba que estaba preocupado porque su hijo, un muchacho de veinte años que lo ayuda a llevar el negocio, le había dado a entender que la gente iba por ahí diciendo que su padre venía aquí. En fin, que estaba preocupado.

Interesante, pensó Ricciardi.

—Gracias, señora. Si preciso más información, la llamaré. ¿Puede enviarme a la señorita Lily, por favor?

* * *

Lily llegó chancleteando, sin miedo a que se notara su hostilidad hacia Maione y Ricciardi. Al comisario le resultó imposible no volver a fijarse en la manifiesta diferencia entre la edad demostrada por los rasgos delicados, rejuvenecidos aún más por el largo pelo rubio y los ojos azules, y la que aparentaba por la expresión de cansancio y desencanto.

—Buenos días, señorita. Si no le importa, tengo que hacerle algunas preguntas más.

—¿Por qué debería importarme, comisario? Cuando aquí no entran hombres nos aburrimos de mala manera. Usted es una distracción. Y ahora que lo miro bien, no está usted nada mal, ya que estoy podría tratar de arrancarle una sonrisa. ¿Qué me dice, probamos? ¿O es de esos a los que no les gustan las mujeres?

Maione dio un paso al frente e intervino:

—Eh, niña, cuidadito con lo que dices que no tardo nada en encerrarte en el calabozo, ¿entendido?

Ricciardi levantó la mano.

—No te preocupes, Maione. No estamos hablando de mis gustos, señorita. Estamos hablando del hecho de que nos mintió sobre el descubrimiento del cadáver, y si no nos explica bien por qué y nos convence, irá a parar a la cárcel de verdad y por asuntos mucho más graves.

La muchacha no se dejó atemorizar.

—Ni siquiera tiene sentido del humor. No me iría con un policía ni por el doble de la tarifa, que era una broma. En cuanto al descubrimiento del cadáver, yo lo vi en cuanto Enzo…, quiero decir el caballero Ventrone pidió ayuda. De modo que, fuera él o yo, lo importante es que la encontramos, ¿no?

—La diferencia está en el hecho de que Ventrone podría ser el asesino.

La frase de Ricciardi fue como una bofetada en la cara de la muchacha. Los rasgos dulces se deformaron en una expresión de rabia y ofensa.

—Ventrone no mató a nadie. Él estaba muy unido a Víbora, además, es incapaz de matar una mosca.

Ricciardi atacó a la presa herida.

—Sin embargo, por lo que he podido averiguar, los gustos de Ventrone son un tanto especiales. Digamos que, por lo menos con Víbora, le gustaba usar la violencia.

Lily se puso colorada.

—Lo que hacemos en la habitación con los clientes no es asunto suyo. Y si Víbora nunca se quejó, quiere decir que a ella tampoco le disgustaba. Además, con eso ganaba. Y bastante bien, por cierto.

Ricciardi calló.

—Señorita —dijo luego—, se lo pregunto otra vez y le ruego que piense la respuesta que me va a dar. ¿Qué relación tenía usted con Víbora?

—Estamos aquí dentro, comisario. Unas por un motivo, otras por otro. No es una vida fácil, pasamos el tiempo juntas, hablamos. Es como la cárcel, donde la gente coincide sin haber elegido nada. Víbora y yo éramos distintas, pero nos respetábamos. En cierta manera éramos amigas. Siento lo que le pasó, pero en un oficio como este es algo con lo que debes contar.

Arrugó la frente, la vista perdida en el vacío. Su voz profunda pareció ir en pos de los recuerdos.

—Algunas tardes, cuando llovía mucho y no teníamos clientes, nos poníamos a charlar tumbadas en la cama, en su habitación o en la mía. Hablábamos de todos los sueños malogrados, de todas las cosas que podían ocurrir y que no habían ocurrido. Ella tenía un hijo, ¿sabe usted? No lo veía nunca, porque no quería que se supiera que la madre del chico era una puta. Le enviaba a su madre casi todo el dinero que ganaba, para su hijo. Pobre Víbora, de haber sabido que acabaría así, quizá habría ido a ver al niño. Aunque fuera a escondidas. Y algunas veces nos hacían trabajar juntas, la rubia con dos buenas tetorras y la morena con la boca de fuego; qué bobos son los hombres, comisario. Se imaginan las cosas y luego se creen que las ven. Cómo nos reíamos a espaldas de esos bobos. —Se estremeció—. No voy a decir que nos quisiéramos, comisario, eso no. Aquí dentro no puedes querer a nadie, solo fingirlo. Pero Víbora no era mala, era como yo, alguien que trataba de vivir lo mejor posible. Y seguramente no se merecía terminar así. ¿Ahora puedo irme?

Ricciardi asintió con la cabeza.

—Sí, señorita, puede irse. Pero manténgase localizable por si necesitáramos algún dato más.

Cuando la muchacha se hubo alejado, Ricciardi llamó a madame Yvonne.

—Señora, a partir de mañana puede reabrir el local. Naturalmente, la habitación donde se ha cometido el crimen deberá permanecer cerrada y nadie deberá tocar nada.

La mujer lanzó un suspiro, evidentemente aliviada.

—Gracias, gracias, comisario. ¡Me ha salvado la vida! ¡Que la Virgen se lo pague!

Maione rio socarrón.

—Deje tranquila a la Virgen, señora, que seguro que por aquí no pasa.

Antes de marcharse, Ricciardi subió al piso de arriba y se acercó a la puerta del cuarto de Víbora. La abrió y entró. Todo estaba como el día anterior, salvo el cadáver que había sido retirado, igual que la almohada, el arma del crimen. Como un hálito frío oyó la voz ronca de la muchacha, de pie delante del espejo, y se le erizó el vello de la nuca: «Fustita, fustita. Ay, fustita mía». ¿Qué viste, Maria Rosaria Cennamo del Vomero, apodada Víbora? ¿En qué pensabas mientras te estabas muriendo? ¿Mientras tu cuerpo maravilloso, fantasía de centenares de hombres, exhalaba el último aliento?

Desde niño a Coppola lo llamaban Peppe la Fusta. Desde que con su amiguita del alma corría por los campos y los huertos riendo e imaginando un futuro feliz. Pero Ventrone, el repulsivo comerciante de ornamentos sagrados, sentía pasión por los juegos violentos, y tal vez para él la fusta fuese un instrumento de loco placer. ¿Uno de los dos, Víbora? ¿O tal vez los dos?

En la almohada y el cepillo había pelos rubios. Coppola era rubio, Lily también, y ninguno de los dos había negado la promiscuidad de la habitación de Víbora.

¿Quién fue el último en estar aquí?, preguntó Ricciardi al fantasma cuya presencia notaba en la habitación. Una vez que has decidido amargarme la existencia como los otros centenares de muertos con los que me cruzo en la calle, ¿por qué no me dices quién decidió dejarte en ese estado?

Pero la mujer clavaba los ojos muertos en el espejo que no la reflejaba y repetía: «Fustita, fustita. Ay, fustita mía». Y seguiría así hasta que el aire olvidara aquella emoción suya y la imagen desapareciera en el viento.