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A Ricciardi no le gustaban los burdeles.
Y no por una cuestión moral, desde luego. Opinaba que lo que pasaba entre adultos aquiescentes era cosa de ellos, cada uno era libre de emplear su tiempo y gastarse el dinero como le pareciera más conveniente, y aquel era un modo mejor que muchos otros. Pero en el pasado había tenido ocasión de ver que la pasión derivada del sexo era un utensilio difícil de manejar y que, con demasiada frecuencia, acababa haciendo daño a quien lo esgrimía. Recordaba la imagen de hombres acuchillados, de suicidas desesperados, de padres de familia ahorcados por los favores de una de aquellas señoritas que vendían placer; y por otra parte, sabía de sobra que el amor le disputaba al hambre la triste supremacía como mayor generador de muerte y crimen.
Pero también le constaba, pensó mientras subía el tramo de escaleras que llevaba al recibidor de El Paraíso, que el amor era una enfermedad arraigada a la esencia misma del género humano, y que nadie, por más esfuerzos que hiciera, era inmune a sus efectos. Él tampoco.
Cuando llegó a lo alto de las escaleras, la vieja guardiana se detuvo, se volvió hacia los cuatro hombres y anunció con voz cavernosa:
—Entren. Han matado a Víbora.
* * *
Al poco tiempo de entrar en la policía se había visto en la necesidad de personarse con sus colegas en locales de ínfimo nivel donde, a intervalos regulares, se producían riñas, heridos o situaciones de acoso grave.
Por norma, los burdeles contaban con un servicio de orden, formado por uno o dos exconvictos que, a cambio de un plato caliente y algo de calderilla, se plantaban con sus tatuajes y sus caras cubiertas de cicatrices ante los malhechores: era suficiente para devolver la calma a un lugar hecho para el placer y no para la sangre.
Pero el placer no deja de ser una pasión, y una pasión llama a la otra. A veces el guardián no era suficiente, más aún, en la mayoría de los casos en que aparecían las fuerzas del orden, se encontraba entre los heridos, castigado por haber creído que podía hacer entrar en razón a quien empuña un cuchillo.
Aquellos lupanares que Ricciardi recordaba estaban escondidos en edificios ruinosos, a los que se llegaba tras subir escaleras empinadas y oscuras para encontrarse en un cuarto con una mesita detrás de la que se sentaba una mujer con una caja con candado donde guardaba el dinero. Arrimados a las paredes unos bancos de madera en los que esperaban en silencio obreros, soldados, estudiantes, la mirada perdida en el vacío y pocas ganas de charla.
Una escalera conducía a las habitaciones donde estaban las muchachas que, con frecuencia, de muchachas tenían poco. Ricciardi se acordaba de una mujer con una herida sangrante en la mejilla, que tendría al menos unos cincuenta años y no más de una docena de dientes: había despertado en un chico de dieciocho las ganas de sacar el cuchillo por haberle pedido más dinero del que le correspondía. En aquellas casas de bajo nivel, los clientes se distribuían en fila india en la escalera y cedían el paso a los más dispuestos, porque el servicio duraba apenas unos minutos, transcurridos los cuales el precio subía.
El establecimiento con el que Ricciardi se encontró cuando, tras el dramático anuncio, la vieja se apartó y los hizo pasar, era muy distinto. Primero recorrieron un pasillo con sillas de respaldo dorado, tapizadas de raso, un espejo de cuerpo entero con marco elaborado y paredes de seda roja. Un cartel invitaba a depositar paraguas y bastones en un perchero. Al fondo había otra puerta, al acercarse a ella, Marietta se detuvo: evidentemente el territorio de su competencia acababa en esa última frontera.
La sala era amplia, como un salón de baile, y estaba sumida en la penumbra. Gruesas cortinas cubrían las ventanas cerradas y la enorme araña de cristal estaba apagada, como la mayoría de la docena de apliques de las paredes. Dominaba el ambiente un tapiz en el que ninfas y sátiros se perseguían desnudos y dichosos por un bosque.
El ambiente era cualquier cosa menos alegre. Los sofás y las butacas estaban vacíos, el piano de cola, en silencio; el papel pintado y la mullida alfombra amortiguaban el murmullo procedente del grupito reunido en el fondo, del que se separó una mujer que fue a recibirlos.
Era un personaje notable. La altura y el porte imponentes se veían aumentados por un penacho negro que remataba una especie de diadema que lucía en el pelo; el vestido oscuro revoloteaba veladamente, y una cola de un metro susurraba al rozar la alfombra. Cuando llegó delante de los policías, se detuvo compungida: el grueso maquillaje no lograba disimular la expresión de angustia y los ojos enrojecidos.
Se dirigió a Maione.
—Sargento, ya están aquí. Lamento mucho volver a verlo en estas circunstancias.
Camarda y Cesarano contuvieron la sonrisa maliciosa que no pasó inadvertida a Ricciardi ni a Maione. El sargento les lanzó una mirada torcida y los dos guardias agacharon enseguida la cabeza.
—La señora Yvonne, propietaria del establecimiento. Señora, el comisario Ricciardi. Hemos venido en cuanto Marietta nos ha avisado; si hubiera telefoneado, habríamos llegado antes.
La mujer hizo un gesto vago con la mano del que se desprendió el destello de una docena de anillos.
—No se me ocurrió, mire, me dio por enviarle a Marietta. Me parecía, y me sigue pareciendo, muy absurdo esto que ha pasado. Esta desgracia. Esta calamidad.
Ricciardi tenía la impresión de que la mujer interpretaba un papel. Los gestos exagerados, la voz impostada, su forma de cruzar la sala por el centro, caminando como si fuese un barco de gran tonelaje que llega a puerto, todo en ella era teatral, ensayado para causar sensación.
—Buenos días, señora. ¿Su verdadero nombre, por favor?
Dando por descontado que el nombre con el que Maione la había presentado era un alias, quiso invitar a la mujer a que se sincerase. La supuesta Yvonne acusó el golpe. Parpadeó, lanzó un suspiro y concentró su atención en Ricciardi.
—Lidia Fiorino, para servirlo a usted. Pero todos me conocen como madame Yvonne, y me parece que si pide información sobre mí, nadie le podrá decir nada si pregunta con mi nombre verdadero.
Ricciardi no había dejado de mirar fijamente a la mujer.
—Me gusta saber cómo se llaman las personas que conozco, eso es todo. Saber el nombre que consta en sus documentos. Cuéntenos lo que pasó.
Madame Yvonne echó un vistazo por encima del hombro al grupo reunido cerca del piano. En la penumbra se adivinaban mujeres en bata; se las oía llorar suavemente.
—Una de mis chicas…, la más querida, como una hija para mí…, la más hermosa, la más dulce…
Se sonó ruidosamente la nariz con un pañuelo que sacó de la manga. Ricciardi esperaba, Maione suspiró alzando los ojos al cielo.
—Una de mis chicas… Virgen santa, no me hago a la idea de que aquí, en mi casa…, donde reinan el amor, la serenidad, el placer y…
Ricciardi miró a Maione con intención y el sargento intervino.
—Señora, por favor. Ya sabemos dónde estamos y qué se hace aquí dentro. En fin, que no hace falta que nos lo explique. Hágame el favor, cuéntenos en pocas palabras lo que pasó.
Yvonne se secó las lágrimas y adoptó una expresión vagamente ofendida.
—Sargento, comprenda lo que esto supone para mí, para nosotras. Es una tragedia. Ha muerto Víbora.
Al oír aquel término por segunda vez, Ricciardi consideró oportuno aclarar las cosas.
—Su verdadero nombre, por favor. Y empecemos por el principio. ¿Quién la encontró? ¿Cuándo? ¿Dónde está ahora? ¿Han tocado algo?
La mujer volvió la cabeza hacia el grupo del fondo de la sala e hizo una señal; después miró a Ricciardi.
—Víbora es el nombre con el que se conoce en toda Nápoles a la mejor, la más hermosa de las muchachas que se dedican al oficio, como decimos nosotras. Se llamaba Rosaria, Maria Rosaria Cennamo. Pero para todos era Víbora. Nadie la ha tocado, está en la habitación donde… donde trabajaba.
La otra pregunta quedó en suspenso, hasta que Ricciardi decidió repetirla.
—Le he preguntado quién la encontró.
Tras vacilar, madame Yvonne se volvió hacia las muchachas y llamó:
—Ven, Lily. No te hagas la sorda.
Una chica se separó del grupo a regañadientes y se acercó. Su paso inseguro era muy distinto del andar majestuoso de Yvonne, que la presentó:
—Ella es Lily. Bianca Palumbo, para ser más exacta. Es que a los clientes les gustan los nombres un poco exóticos, ¿sabe usted? Ella encontró a Víbora.
La muchacha era rubia, de rasgos suaves, la cara marcada por el horror y el espanto. Se cerraba el salto de cama floreado sobre el pecho muy abundante, exagerado para su estatura. A Cesarano se le escapó un silbido suave que provocó la mirada enfurecida de Maione.
—¿De modo que fue usted, señorita, la que encontró el cadáver?
Lily miró a madame, como pidiéndole permiso para contestar; madame inclinó apenas la cabeza y la muchacha se dirigió a Ricciardi.
—Sí. Pasé delante de la puerta, yo ya… yo había terminado y me iba para el balcón. La puerta de Víbora estaba abierta, bueno, un poco abierta, cómo se dice…, entornada. Y ella estaba en la cama, le vi la pierna colgando por el borde…
Se llevó la mano temblorosa a la cara, como queriendo borrar la imagen. Tenía una voz profunda, madura, que contrastaba con su juventud y sus rasgos delicados.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó Ricciardi.
La joven dudó, miró otra vez a la madama, y luego se decidió a contestar.
—Me asomé por la puerta y llamé a madame.
—¿Y cómo supo que la Cennamo, quiero decir, Víbora, estaba muerta? —terció Maione.
Lily se encogió de hombros.
—Tenía una almohada sobre la cara. Y no se movía.
A Ricciardi le pareció que en la voz de la muchacha, y aún más en sus reacciones, no había dolor sino solo espanto. Quiso confirmar su impresión.
—¿Eran ustedes amigas? ¿Se llevaba bien con Víbora?
Esta vez fue madame Yvonne quien respondió:
—¡Por supuesto! Aquí formamos una familia, comisario. Las chicas son como hermanas, están siempre juntas, se quieren, tanto las que llegan, están quince días y después se van, como las fijas. Además, Lily está siempre aquí, igual que Víbora, de modo que es de las que no rotan, así que están… estaban más unidas. ¿No es así? ¡Contesta!
Al verse interpelada bruscamente, Lily miró otra vez a la madama y asintió despacio. Ricciardi se reafirmó en su primera impresión: la relación de Lily con la difunta Víbora merecía una investigación más profunda.
—Y entonces usted, madame, envió a Marietta a buscarnos. Muy bien. Aparte de usted y las chicas que veo allá en el fondo, ¿quién más estaba aquí?
Yvonne hizo un gesto de impotencia con los brazos.
—Los clientes, comisario, naturalmente. Amedeo, nuestro pianista, ese de allí, tocaba para entretenerlos mientras esperaban, el camarero que servía licores. La actividad habitual de la tarde.
—¿Y dónde han ido a parar los clientes?
La mujer sacudió la cabeza.
—Ya se lo puede imaginar. En cuanto oyeron que Lily gritaba y lloraba, se largaron. Yo no dispongo de autoridad para retenerlos y decirles que lo esperasen a usted, ¿verdad?
Ricciardi asintió.
—No, claro que no. Pero al menos recordará a los clientes fijos, y nos podrá decir sus nombres, supongo. Es para hacer una comprobación.
Yvonne intercambió con Lily una mirada que no pasó inadvertida al comisario.
—Sí, claro. Aunque a lo mejor con la confusión se me escapa alguno. Una desgracia así no ocurre todos los días.
—Afortunadamente no, no ocurre todos los días. Señorita, usted comentó antes que había terminado y que se iba al balcón. ¿Qué quiso decir?
—¿Ve usted esa pasarela de allá arriba y la barandilla? —respondió Lily—. Nosotras lo llamamos el balcón. Cuando terminamos de atender a un cliente, nos lavamos, ordenamos la habitación y nos asomamos desde allá arriba para que nos vean. Así los clientes que esperan aquí en la sala, saben que estamos libres y pueden escoger. A la que más les gusta.
Camarda suspiró y recibió un codazo en las costillas de Cesarano. Ricciardi quiso avanzar en la investigación.
—Muy bien, entendido. Tal vez después le haga más preguntas. Ahora, si es tan amable, llévenos a la habitación de Víbora.