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De todas las fiestas del año, la Pascua era la que Lucia Maione amaba con más pasión.

La Navidad tenía su encanto, sin duda, las pizzas de cebolla y anchoas y la preparación de las escarolas, el pesebre con su río que fluía de veras gracias a un enema oculto entre el cartón piedra, los dulces y la mesa bien puesta, y las cartas de los niños con los propósitos para Año Nuevo; y el día de los Difuntos con su turrón; y la maravillosa fiesta de Piedigrotta, rica en música y canciones. Pero la Pascua, la Pascua era la primavera y las ventanas que se abrían dejando entrar de nuevo el sol y el perfume del mar.

Para Lucia, como para todas las madres de familia de la ciudad, la Pascua empezaba con el carnaval, cuarenta y un días antes; seguía luego la preparación de la comida del martes de carnaval, por la que, modestia aparte, era célebre en todo el barrio: su majestad la lasaña, el plato de los reyes, con ragú y albondiguillas; las salchichas y los friarielli, los higadillos en la rezza, la redecilla hecha con intestino de cerdo y laurel y, sobre todo, el sanguinaccio, la crema de cacao, leche y sangre de cerdo acompañada de cidra confitada que los niños esperaban durante todo el año.

Cuando terminaba la comida de carnaval, Raffaele se dejaba caer en el sillón después de haberse zampado dos raciones de cada plato y exclamaba la frase de rigor: «Lucia, si sigues así me vas a matar. ¡Pero qué muerte más hermosa!».

Llegaba luego la Cuaresma, que obligaba a la mortificación y la penitencia. Aunque no era una santurrona, de esas mujeres que cada vez que tenían un momento libre se metían en la iglesia a rezar, Lucia quería que sus hijos tuvieran bien claras las tradiciones derivadas de la religión. Ella y su marido se habían criado así, y así debían criarse sus hijos. De manera que durante cuarenta días las legumbres, que no daban mucho margen a la imaginación de una cocinera refinada, sustituían a la carne; Lucia se limitaba a preparar de vez en cuando las cuaresmales, unas pastas secas con fruta confitada y almendras enriquecidas con una pizca de canela, que acompañaban a los niños durante un período que parecía aún más largo de lo que era.

Después llegaba la primavera, y la Semana Santa que culminaba en la Pascua. Cuando no llegaban juntas había que morder el freno, pues el despertar de la naturaleza y el sol nuevo que hacía cosquillas en la piel no combinaba bien con la última parte del período de penitencia; pero como ese año, en que primavera y Semana Santa coincidían a la perfección, entonces la fiesta era doble.

Mientras recorría la plazoleta della Carità rumbo al mercado della Pignasecca, Lucia pensó que estaba lista: había preparado con mucha antelación su batería de armas. Las cazuelas estaban relucientes, los cuchillos, afilados, los ingredientes que podían conservarse estaban comprados, los menús, planificados hasta el último detalle. Solo quedaba esperar.

Los últimos días los había dedicado a otro ritual doméstico de gran importancia: la limpieza de primavera. Por primera vez hizo participar a Maria, su hija mayor, que acababa de cumplir diez años, y a Benedetta, que era su coetánea.

Al pensar en la niña Lucia sonrió. Raffaele la había llevado a casa la Nochebuena, cuando temió que su marido hubiese salido a cometer una tontería pero, por suerte, después se arrepintió. Al llegar a casa apareció con aquella pequeña mujer de cara seria, modales exquisitos y voz miedosa: Benedetta había perdido a sus padres de forma trágica, y el corazón de Raffaele se negó a celebrar la festividad sabiendo que aquella niña iba a estar sola en el colegio. Después de aquella noche se había quedado con ellos. Maione había conseguido su custodia, y ahora acababan de solicitar su adopción. Donde comen siete, le había dicho Lucia a su marido, comen ocho, además, esta niña come como un pajarito.

De modo que Lucia, Maria y Benedetta habían puesto manos a la obra para cumplir con las grandes maniobras de la limpieza de primavera: sacudir y cepillar alfombras, cortinas y prendas invernales, sin olvidarse de volver del revés los bolsillos para eliminar la pelusa blanca del interior; reparar el daño causado por el uso, ojales y presillas desgastados, bolsillos que reforzar, botones al borde del abismo que había que coser, forros a los que dar unas puntadas; desmanchar y desengrasar cuellos y puños con salvado caliente. Después venía la conservación propiamente dicha en los arcones, había que colocar los amplios baúles en altillos y desvanes, sin olvidarse de la naftalina, el alcanfor y la pimienta, armas necesarias contra las polillas.

La espera ya estaba tocando a su fin, y las mujeres de casa Maione estaban a punto de medirse en el banco de pruebas más serio y comprometido de la cocina napolitana: el roscón casatiello y la tarta pastiera. Lucia se disponía a iniciar a las dos niñas en los secretos más íntimos y mejor guardados de la familia, esos que utilizarían después para que sus hombres las mirasen con reconocimiento y beatitud todos los días de Pascua de su vida.

Pero antes venía el Jueves Santo, el día de la visita a los sepulcros, el día en que se recordaba la última cena de Jesús. En nombre de esa conmemoración, la tradición gastronómica imponía la sopa marinera, primera nota destacada de los platos pascuales.

Cuando se trataba de mejillones, almejas y chirlas, en lugar de comprarlos directamente a los pescadores Lucia prefería hacerlo en un puesto del mercado della Pignasecca, que conocía bien y que, en consideración de que era una buena clienta, jamás le habría vendido mercancía que no estuviera fresquísima. Entre los ingredientes de esta sopa estaban también los chocos y los pulpos, de modo que aquella compra supondría una larga y atenta selección.

El mercado era amplio y estaba muy concurrido: constaba de una multitud de puestos grandes y pequeños y carritos que invadían el laberinto de callejones alrededor de la gran estructura del hospital dei Pellegrini. Lucia se lanzó con la pericia de un capitán de altura en un archipiélago cuyos escollos y bajíos conoce de menoría. El cabello rubio que se escapaba del pañuelo atado a la cabeza, el paso seguro y los bonitos ojos azules llamaron la atención y cosecharon el saludo de varios comerciantes, a los que agradeció con un gesto: nunca hay que dejarse atraer por lo que no sirve, pensó. Directa al objetivo; el puesto de pescado se encontraba al final de la calle, había que pasar delante de la entrada lateral del hospital.

Echó una mirada de refilón al patio; temía aquel lugar como esposa de policía que a diario, rezando instintivamente un avemaría, veía a su marido salir rumbo al trabajo: recordaba la hospitalización del comisario Ricciardi, tras aquel feo accidente de coche el día de los Difuntos, y la preocupación de Raffaele. Había ido a verlo y a llevarle el turrón que había preparado ella misma.

Se disponía a alejarse cuando entrevió un movimiento extraño: un perrito, la correa atada a un palo, trataba de soltarse como un poseso. Desde el otro extremo del patio dos hombres conversaban animadamente junto a un coche oscuro, parado con el motor encendido. Uno tenía la bata y el pelo blancos, debía de ser un médico; Lucia se preguntó si no sería el doctor Modo, del que su marido hablaba con gran estima y afecto. El otro hombre le llamó la atención a Lucia, pues vestía con elegancia, traje con chaqueta cruzada, sombrero a tono; al contrario que el médico, que gesticulaba enojado, el otro se mostraba tranquilo, impasible, los brazos colgando a los lados.

Lucia se detuvo, intrigada. Por la distancia no conseguía oír el contenido de la conversación, pero el médico parecía furioso. El perro ladraba desesperado. Curiosamente nadie pasaba por el patio, casi siempre muy concurrido y las ventanas del hospital estaban cerradas. A la entrada del patio había dos puestos, pero los comerciantes, indiferentes a aquel suceso, siguieron ordenando la mercancía en sus cajas.

En un momento dado, se apearon del coche otros dos hombres y se colocaron a ambos lados del médico; lo subieron velozmente al vehículo mientras el hombre elegante, que hasta entonces había estado discutiendo con el médico, rodeaba el coche y se subía por la puerta anterior. El vehículo salió a velocidad sostenida y pasó cerca de Lucia.

El médico miró hacia fuera y, por una fracción de segundo, su mirada se cruzó con la de la mujer. Su cara estaba roja y su expresión, exaltada, y en sus ojos Lucia percibió la rabia y algo más: un punto de melancolía.

En cuanto el vehículo dobló la esquina, la mujer reaccionó e hizo ademán de pedir ayuda, pero uno de los dos comerciantes que habían fingido indiferencia, se le acercó.

—Señora, hágame caso —le dijo—, déjelo estar. Si no quiere poner en peligro a alguien, no le cuente nada a nadie de lo que acaba de ver. Son tiempos difíciles.

En el patio el perro consiguió por fin soltarse y salió corriendo detrás del coche, que ya se había perdido de vista.