7
Modo sacudía la cabeza apesadumbrado.
—Madre mía, qué pena. Ricciardi, créeme cuando te digo que Víbora era hermosa. Hermosísima. Siento en el alma que hayas tenido que verla en ese estado. Tenía unos ojos negros increíbles, muy vivos, los labios carnosos, se movía con una gracia que hacía que perdieras de veras la cabeza.
Ricciardi se quedó de una pieza, nunca había oído a su amigo tan embelesado con una descripción.
—¿Y tú, Bruno, eras…, en fin, utilizabas sus servicios?
A la cara de Modo asomó una expresión melancólica.
—No, no. Yo vengo aquí a divertirme, a beber y jugar a las cartas. Las muchachas que me dan calor son más alegres y modestas que Víbora. Además, por lo que yo sé, tenía muy pocos clientes. Para madame Yvonne era una especie de publicidad, un letrero viviente. Sin duda, una pérdida gravísima para ella.
—Ya me lo ha dicho. Quizá te haga más preguntas sobre la vida en este lugar, así ascenderás de carnicero necrófilo a informante de la policía. Pasemos a otro tema, ¿has notado algo en el cuerpo de la chica?
Muy a su pesar, Modo soltó una carcajada.
—Ahora te reconozco, el verdadero Ricciardi, ese que en cuanto la conversación pasa a asuntos profanos, regresa enseguida al planeta de la sangre. En fin, no mucho más de lo que ya habrás deducido por tu cuenta: debió de ser breve, el asesino o la asesina la tumbó sobre la cama y le puso una almohada en la cara. Es todo. Murió asfixiada; tabique nasal roto, sangrado en labios inferior y superior a causa de la presión de los dientes. No le dio tiempo a llamar a nadie. Pataleó un poco, hay una pequeña equimosis en el pie, debe de haber golpeado la mesita de noche.
Ricciardi pensó que la escena que había imaginado se correspondía.
—¿Y las manos? ¿Trató de defenderse, consiguió…?
—No, no arañó al asesino, no hay piel debajo de las uñas. Por desgracia no hay huellas, intentó apartar la almohada de la cara, es lo único que tocó.
Modo le había leído el pensamiento a Ricciardi: la presencia de arañazos y heridas en las manos o los antebrazos podría haber ayudado a identificar al homicida.
—Naturalmente, quizá pueda contarte algo más después de la autopsia, que pienso practicar con el mayor de los cuidados, el que mata a una mujer tan hermosa, una mujer que mejoraba el aire decididamente podrido de esta ciudad, merece el peor de los castigos.
Ricciardi se encogió de hombros.
—Esa es una atención que estamos acostumbrados a prestar a todos los asesinos. Una cosa más, Bruno, he oído comentar que en estos lugares se suelen hacer unos juegos, por llamarlos de algún modo, bastante violentos. Que a algunos les gusta utilizar… cosas que hacen daño. Algunos de estos juegos pueden a veces pasarse de la raya y conducir a una violencia incontrolada e incluso a la muerte.
Modo lo miraba con los brazos cruzados y una pizca de ironía en la mirada.
—Quién lo hubiera dicho, el monje Ricciardi, el sumo sacerdote de la autoflagelación, el hombre que jamás se divierte, ni siquiera por error, conoce las prácticas sadomasoquistas. En efecto, así es, hay gente a la que le gustan las cosas más raras, y a los sitios como este se viene también para experimentar con todo aquello que en casa nunca te atreverías a proponer. Por supuesto, no excluyo que la pobre Víbora fuese una de las buenas del oficio, es más, creo que hace un tiempo oí un comentario al respecto en la sala de espera. Pero puedo excluir que haya sido esa la circunstancia del crimen.
—¿Y por qué la excluyes?
—Es sencillo. Como has visto, llevaba puesta la ropa interior. No había acto sexual en curso, tampoco lo hubo después.
Bajaron a la sala. Ricciardi se dirigió a madame.
—Señora, por ahora no debe tocar nada, y, naturalmente, no puede abrir al público. Un guardia se quedará aquí hasta que lleguen los sepultureros. Nadie puede entrar en la habitación.
La mujer se llevó una mano a la frente y se agarró al borde del escritorio, como si fuera a desmayarse.
—¡Comisario, usted quiere que me arruine! Con la Semana Santa al caer ya viene muy poca gente, ¡si cerramos, perdemos a esos pocos clientes y esto será un desastre! ¿Qué le doy yo de comer a las chicas y a mis empleados?
Ricciardi permaneció impasible.
—Lo lamento, pero no queda más remedio. Como bien sabrá, un homicidio es un hecho grave. El más grave que pueda ocurrir. Necesito más datos, debe hacer una lista de los clientes que se encontraban en la casa en aquel momento, además del tal Ventrone. Por cierto, aparte de la entrada que usamos nosotros, ¿hay otras?
Yvonne negó con la cabeza y un tintineo de pendientes.
—La de los proveedores, pero van directamente a la cocina. Entran por el portoncito lateral, desde el callejón, pero si un desconocido o una persona rara hubiese entrado por allí, el cocinero y los criados lo habrían visto.
Ricciardi asintió.
—Bien, nadie puede salir de la ciudad sin permiso de la jefatura, y usted, señorita Lily, no puede alejarse del edificio ni hablar por teléfono. El guardia Cesarano se quedará para vigilar, y tú, Maione, acuérdate de enviarle un sustituto para la jornada de mañana. Y así seguiremos hasta que se decidan a contar la verdad.
La mujer rio maliciosamente.
—Vaya, una especie de cárcel. Lo que faltaba.
Ricciardi observó el largo cabello rubio recogido en un moño de la muchacha.
—Dígame, señorita, ¿es posible que algún objeto de su propiedad se encuentre en la habitación de la asesinada?
Lily se encogió de hombros.
—Claro, nos prestamos cosas, maquillaje, cepillos, jabón. Vivimos aquí, hacemos lo mismo.
—Ya se lo he dicho, comisario —intervino Yvonne, enfática—, son todas mis hijas, de modo que son como hermanas. Ninguna de nosotras habría podido hacerle daño a Víbora.
Ricciardi fue hacia la puerta, luego se detuvo y dijo:
—Un último detalle. Quiero saber quiénes eran los clientes de Víbora, los más asiduos.
Lily rio socarrona y dijo:
—Eso es fácil.
Madame Yvonne la fulminó con una mirada que no pasó inadvertida al comisario.
* * *
En cuanto pisaron la calle, Ricciardi le dijo a Maione:
—Mañana por la mañana manda a buscar a Ventrone, el comerciante de ornamentos sagrados que encontró el cadáver. Y por favor, con discreción, no levantemos una polvareda inútilmente.
Al pasar echó un vistazo al callejón que discurría paralelo al edificio y vio el portoncito de los proveedores, justo donde un ciego tocaba el acordeón para conseguir limosnas con la música atormentada de su instrumento.
Había caído la noche del primer día de primavera y los perfumes seguían flotando en el aire.
La gente se entretenía, como desorientada por la suavidad del clima, hambrienta de horas al aire libre tras el invierno despiadado. Los vendedores ambulantes aprovechaban la situación y seguían con sus tratos más allá de los horarios habituales.
Al cabo de dos días la fiesta de San José aún no había terminado, y los freidores seguían distribuyendo zeppole, los típicos buñuelos fritos en aceite oscuro; el olor acre y las volutas de humo llegaban a todos los rincones de la calle provocando retortijones de estómago a los viandantes, que se apresuraban por llegar puntuales a casa para la cena.
Se veía a los vendedores de pájaros, cargados de jaulas de todos los tamaños en las que las aves, en busca de la libertad perdida, se agitaban enloquecidas chocando contra los barrotes; seguía muy arraigada la tradición según la cual quien compraba un pájaro por la festividad del padre de Jesús, le era concedida una gracia, y con la llegada de la primavera los balcones se llenaban de jilgueros y canarios cegados con un alfiler para favorecer su canto desesperado y hermoso.
El aire también estaba lleno de los sonidos molestos de los zerri zerri, los infernales juguetes de madera compuestos de engranajes que los niños hacían girar cogiéndolos del mango para producir un chasquido como de castañuelas.
Pero el final de las secuelas de la fiesta de San José ya estaba marcado: el espíritu popular se centraba ya en la Pascua, para la que faltaba menos de una semana. Las infinitas tradiciones religiosas y paganas no tardarían en reclamar su espacio y atraer con su propio encanto la atención de la ciudad, en todas las capas sociales que la componían.
Modo se tapó las orejas con gesto teatral para protegerse del silbido agudo de un vendedor de cacahuetes.
—Me pregunto qué tendrán que celebrar estos pordioseros muertos de hambre, andrajosos y desgraciados. Sin embargo, por un motivo u otro, están siempre en la calle riendo y bailando. No se enteran de que se encuentran bajo la bota de un dictador que los obliga a contar para decir qué año es. Oye, Ricciardi, ¿en qué estás pensando? Año décimo. Ni que Cristo hubiera vuelto a nacer. Increíble.
Le tocó a Ricciardi fingir desesperación y taparse los oídos con las manos.
—¡Por favor, hombre, te lo ruego! Ha sido un día muy duro, no me vengas tú también con esas.
Modo rio socarrón y señaló el perrito blanco con manchas marrones que trotaba a sus espaldas con una oreja levantada y la otra caída.
—¿Lo ves? Yo también tengo mis secuaces. ¿Sabes qué te digo? De ahora en adelante obligaré al perro a decir que no estamos en mil novecientos treinta y dos sino en el año cincuenta y seis.
Maione le dio un codazo.
—Doctor, para mí que el perro nunca piensa en usted, imagínese si va a saber cuántos años tiene. ¡Pero si ni siquiera acude cuando lo llama!
El médico resopló.
—¿Y eso qué tiene que ver? Somos amigos, no es propiedad mía. Se queda conmigo mientras le guste, y cuando le dé la ventolera, se irá por donde vino. Así deberíamos actuar todos en el amor, en la política. Dejar que el otro elija.
Maione soltó una risotada.
—Doctor, la verdad es que yo puedo elegir, pero pongamos por caso que elijo no regresar a casa para la cena e irme a cenar, no sé, a una fonda con un amigo, cuando regrese, mi mujer elige darme un zapatazo en la frente. ¿Qué significa eso, que somos dos personas libres?
Modo se rindió, desalentado.
—No hay manera, tiro la toalla. Sois unos corderos, y estáis condenados a morir como corderos, y lo digo con perverso placer ahora que se acerca la Pascua. ¿Queréis que os cuente hasta dónde hemos llegado? Pues el otro día, en el hospital, vino un abogado a que le pusiera un par de puntos. Le habían partido el labio de un bofetón o un puñetazo. Fuimos entrando en confianza y nos pusimos a charlar, y el tipo va y me cuenta que lo habían agredido delante del juzgado, a plena luz del día, dos de esos cretinos con camisa negra. ¿Y sabéis por qué?
Ricciardi negó con la cabeza.
—No, no lo sabemos, pero estamos seguros de que no tardarás nada en llenar nuestra laguna.
—En efecto, os lo cuento enseguida. Por haber osado defender…, osado, ¿lo entendéis?…, a un contable acusado de «ofensa al honor del jefe de gobierno». ¿Y en qué creéis vosotros que consistía la ofensa?
Maione tendió los brazos en un gesto de impotencia.
—Doctor, esto parece un juego de adivinanzas. ¿Qué hizo el contable?
—Quitar de la pared de su oficina del Banco Provincial el retrato de ese cabezón de vaca al que llamáis Duce, eso hizo. Y todo porque quería colgar el calendario y no tenía más clavos a mano. ¿Os hacéis una idea de hasta dónde hemos llegado? ¡Bastante absurdo es que acusen al pobre contable, para que encima agredan a su abogado!
—Nos llegan historias así, Bruno. Vaya si nos llegan. Y es poco lo que podemos hacer. Si deciden tipificar un nuevo delito, por absurdo que sea, con sus penas y su juicio, nosotros debemos hacer respetar la ley. Por otra parte, está claro que hay cosas que se hacen con determinado espíritu y otras no. En una palabra, que nos marcamos prioridades. Por lo menos eso vale para Maione y para mí.
El sargento se carcajeó.
—Lo cual no quiere decir, comisario, que si recibiéramos el encargo de detener a un doctor que yo me sé por actividades subversivas, un servidor no lo haría con especial placer. Con suerte, para entonces ya se habrán inventado un nuevo castigo, como los azotes o el desuello.
Modo agitó el índice ante las narices de Maione con gesto burlón.
—Como mucho me condenarán al destierro y me enviarán a un sitio de sol y playa, y así por fin dejaré de ver vuestras feas caras. Con suerte, un día de estos me demandan por algún delito grave, como hacer una pedorreta o tirarme un pedo a la salud de vuestro Duce, y consigo que me destierren expresamente. ¿Y sabe lo que le digo, mi querido sargento? Que le dejo el perro en herencia. El día que no me vea más el pelo, ya se ocupará usted de él.
Maione se puso muy serio y se tocó la visera del sombrero.
—De acuerdo, doctor, cuente con ello. Y cuando le venga bien, enséñele al perro a hacer una autopsia. Así, de paso, podemos prescindir de su ayuda sin problema. Con su permiso y el del comisario, me voy a mi casa a cenar, que este olor a zeppole, me está volviendo loco. Mañana por la mañana, a primera hora, le llevo al comerciante a la jefatura, comisario. Hasta mañana.
Modo le dio un golpe amistoso en el hombro a Maione y se dirigió a Ricciardi.
—Pues muy bien, comisario fúnebre, ahora que has cerrado el lugar donde tenía intención de pasar la velada, ¿me invitarás a cenar al menos?
Ricciardi miró el reloj.
—Me gustaría, Bruno, pero esta noche tengo que regresar temprano. Nos vemos mañana.
El forense se lo quedó mirando.
—Hace tiempo que no me cuentas la verdad. Te vas a casa muy deprisa. Mi nariz, que es vieja pero está bien adiestrada, huele a mujer. Anda, ya puedes irte, que ante eso me callo. O sea que el perro y yo comeremos solos en el mesón de unos amigos cerca del mar. Se está acostumbrando al pescado, un auténtico perro marítimo. Buenas noches, amigo mío.
* * *
¿Y tú qué quieres de la primavera?
¿Qué le pides a esta estación que te regala flores nuevas, ideas nuevas, tomadas del olor a mar?
Tal vez que abandones el invierno húmedo y frío. Tal vez solo eso. Que te quites los abrigos grises, los chanclos, que guardes los paraguas tras encerar la tela por última vez. Que cubras los pantalones con hojas de diario para que no se arruguen.
O que comas fruta fresca para recobrar los sabores esperados como parientes en viaje, nuevos y olvidados, pero familiares.
¿Qué le pides de regalo a la primavera?
No volver a ver durante meses los guantes gruesos, algo gastados en los dedos, y las medias de lana con ese agujero impertinente que se resiste a los remiendos. Y tal vez encontrar un pañuelo alegre y un sombrero de paja que aguantaron el ataque de las polillas.
La primavera tal vez pueda regalarte el aliento nuevo y profundo, que sabe a las hojas recién retoñadas en el bosque de Capodimonte, siempre y cuando el viento sople en la dirección correcta; o la imagen de un cochero dormido en el pescante de su carruaje, con una sonrisa vaga en la boca desdentada, perdido tras un sueño de juventud, indiferente a las moscas atraídas por el olor de su caballo.
Y hasta los granujillas colgados en racimo en la trasera de los tranvías que suben por la via Medina te parecerán más alegres en primavera, mientras gritan piropos obscenos a las chicas que, silenciosas, salen del colegio de la piazza Dante con los libros atados con una correa. Y sus compañeros, perdidamente enamorados de ellas, agitarán el puño en el aire y los retarán a duelos sangrientos, pero aquellos ya habrán llegado al final de la via Toledo en su viaje diario hacia el mar.
¿Qué le pides a la primavera mientras te entregas a nuevas esperanzas que no creías tener, mientras comienzas a pensar que tal vez aún te esté reservada una vida feliz?
Pídele a la primavera, y tal vez ella, en su locura, te contente.
Pídele la muerte.