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A Ricciardi no le gustaba el teléfono.
Nunca había conseguido familiarizarse con ese aparato, que devolvía una voz metálica e inexpresiva e impedía comprender a través de los medios tonos, las dudas y, sobre todo los ojos, aquello que las palabras ocultaban. Además, la certeza de que las conversaciones estaban al alcance de las telefonistas que, en teoría, ponían en comunicación las líneas insertando una clavija en un agujero pero que, en realidad, podían entrometerse a su antojo, según él, le quitaba toda intimidad al diálogo.
Aunque a veces era necesario: sintió alivio tras recibir la llamada de Livia. Le había comentado en voz baja que «la carta había sido entregada» y que «había que esperar la respuesta». Lo había tranquilizado sobre el hecho de que «sería el primero en conocer los resultados» y que para ponerse en contacto con él «le enviaría a su chófer» a la jefatura, pero que no sería hasta el sábado por la noche. Entretanto, «no hacía falta que hablaran o se vieran».
La voz de la mujer, además de metálica, le había parecido monótona e inexpresiva. Se quedó triste y sorprendido por la distancia del tono de ella: era evidente que la herida de la ofensa no había cicatrizado, a pesar de haber accedido a ayudarlo.
Ricciardi se preguntó si la decisión de abandonar la ciudad, que Livia le había comunicado antes de que él le hablara de Modo, era definitiva. Y también se preguntó por qué al saberlo sintió la punzada de la melancolía.
¿No había esperado que la mujer comprendiera que su corazón estaba ocupado? ¿No había confiado en que lo olvidara y dirigiera sus desvelos a alguien más adecuado a ella?
Sus pensamientos lo llevaron de nuevo a Enrica, al lento pero unívoco acercamiento existente, a las tardes que la muchacha pasaba con Rosa y a sus encuentros con ella en el portón cuando se marchaba. ¿Cómo conjugar ese deseo, esa dulce inquietud con la melancolía por la partida de Livia? ¿Qué estaba pasando?
Siempre había tenido la convicción de ser ajeno al amor, de estar tan lejos de él como de la Luna, y ahora se encontraba no solo ante una, sino ante dos emociones para las que no hallaba explicación.
De pronto notó que se ahogaba, y decidió salir de la oficina. En ese momento, las campanas de todas las iglesias empezaron a tocar y a ellas se sumaron las sirenas de los barcos fondeados en el puerto. Las once del Sábado Santo.
La Pascua había llegado oficialmente a la ciudad.
* * *
Ricciardi enfiló hacia la via Chiaia. Pasar por el lugar donde asesinaron a Víbora quizá le diera alguna idea nueva, o al menos lo distraería de otros pensamientos.
La calle traicionaba, como era habitual, el espíritu de la ciudad, que había cambiado como si alguien hubiese accionado un interruptor: la contrición, la mortificación habían dado paso a la euforia cargada de expectación. El tañido de las campanas, silenciosas durante días por respeto a Jesucristo muerto en la cruz, había avisado al mundo que lo hecho, hecho estaba, y ahora había que esperar grandes cosas: el Salvador resucitaría, salvaría a la humanidad de su destino infernal y todo saldría bien.
Con su alegre redoble las campanas habían querido anunciar a la ciudad que, tarde o temprano, la crisis económica que había puesto de rodillas a centenares de empresas, la pobreza que atenazaba a casi todas las familias y las enfermedades debidas a las precarias condiciones sanitarias terminarían; y que los malos pensamientos podían esperar dos días hasta que se descubriera el sepulcro vacío.
Las radios seguían transmitiendo exclusivamente música clásica desde hacía casi una semana y como seguirían haciendo al día siguiente, pero la sobria y triste melodía sagrada había sido sustituida por impetuosas sinfonías.
Los vendedores ambulantes comenzaron a llamar la atención de las mujeres con renovado vigor, y ahora se veía por las calles a los carniceros ambulantes, con la bata manchada de sangre y el carro cargado de cuchillos y hachuelas, dispuestos a sacrificar a domicilio corderos, cabritos y gallinas destinados a las mesas pascuales. Desde las barandillas de los balcones y los postigos entornados, los niños, que en ese mes de cría se habían encariñado con los animales, miraban aterrados a aquellos portadores de muerte que, con sus agudos silbidos y alegres llamados anunciaban que había llegado la hora.
El aire mismo se llenaba de nuevos olores: salían de las cocinas donde la actividad era febril. El agua de azahar, la canela y la vainilla, el trigo cocido, los limones se abrían paso a codazos entre los aromas de café, pescado al carbón y mil frituras que imperaban junto a los del estiércol de los caballos de tiro y los gases de los escapes de los furgones y automóviles. Imperaba por encima de todos el perfume de los hornos a los que las mujeres llevaban a cocer las pastiere y los casatielli, auténticos reyes de la fiesta inminente.
No se oían los gritos y los juegos de los niños, tampoco de los granujillas, obligados al silencio por respeto a la festividad, con la excepción del resonar metálico de alguna matraca aislada, sus juegos bulliciosos no estaban permitidos. Pero faltaban pocas horas para que salieran por enjambres a la calle, con balones de papel de diario o trapos atados con cordel, y representaran mejor que nadie la nueva estación que acababa de llegar.
El comisario reparó distraído en el cambio y comprobó que el suicida del Gambrinus, inadecuadamente vestido con chaqueta gruesa, seguía impertérrito llamando a su amor perdido, aunque comenzaba a difuminarse como una fotografía antigua. Por desgracia, pensó el comisario, hay cosas a las que no se las lleva el viento.
Como compensación, en la esquina de El Paraíso, cerca del callejón por donde pasaban los proveedores, el acordeonista había reiniciado su actividad a pleno rendimiento. El instrumento, roto por los fascistas borrachos la mañana del funeral de Víbora, había sido reparado a la buena de Dios y, bajo los dedos ágiles de su dueño, sonaba como antes. Ricciardi se alegró, y echó una moneda en el platito, incentivaba así un pequeño delito. Divertido, el comisario notó la gran habilidad del hombre para fingir que le llamaba la atención el ruido de la moneda y no la imagen de ella registrada por sus ojos que, ocultos tras unas gafas negras, veían a la perfección.
Se disponía a seguir su camino cuando advirtió que alguien salía por el portoncito lateral; se refugió en las sombras para ver quién era. La amplia silueta y el paso matronal le permitieron reconocer de inmediato a madame Yvonne que, resuelta, se encaminó en sentido opuesto al que llevaba Ricciardi.
El comisario esperó unos instantes y fue tras ella. En los seguimientos no era tan hábil como Maione, pero la mujer no se mostraba en absoluto cauta, de modo que no lo vio. Caminaba deprisa, pegada a la pared, un sombrero negro con velo le cubría la cara, los pasos breves y veloces emitían un seco taconeo sobre las piedras anchas. Se cruzó con dos mujeres que intercambiaron una mirada maliciosa y con un hombre que le dirigió media sonrisa procurando que la señora que llevaba del brazo no se diera cuenta. En ninguno de los dos casos dio Yvonne señales de advertirlo. Ricciardi reflexionó que tal vez ellos dos tenían en común mucho más de lo que parecía: ambos vivían en la frágil frontera que separaba la luz de la sombra. Ella porque debía tratar con putas sin serlo; él, con delincuentes.
No paseaba, iba a un sitio concreto: su andar era demasiado decidido. Ricciardi comprendió cuál era su meta cuando la vio aminorar la marcha, pegarse a la pared y observar los escaparates de la tienda de Vincenzo Ventrone.