50
Como de costumbre, Maione se había organizado para no estar de guardia el sábado y el domingo de Pascua: a sus niños les gustaba mucho esa fiesta, y la familia tenía sus pequeñas tradiciones. Sin embargo, el sargento no había previsto que lo atenazaría la angustia por la espera de noticias sobre la suerte del doctor Modo, y se mostraba distraído e insólitamente taciturno.
Lucia, que conocía el motivo del malhumor de su marido, lo observaba preocupada tratando de no cambiar nada de lo que acostumbraba a hacer el Sábado Santo porque, además, era la primera Pascua que la pequeña Benedetta pasaba con ellos. Le había susurrado a Raffaele, cuando por enésima vez lo vio sacar el reloj del bolsillo, que prestara más atención a la niña que la Navidad anterior había llevado a casa y estaba muy apegada a él; Maione había asentido distraídamente y luego había llamado a los niños y sentado a la pequeña en su regazo.
—A ver, mientras mamá prepara la pastiera os cuento la historia de cómo se inventó. ¿Queréis oírla?
Como respondiendo a una consigna, Lucia comenzó a disponer sobre la mesa los ingredientes necesarios para hacer la tarta: la pastaflora, preparada a primeras horas del día, cuando todos seguían durmiendo; el requesón de oveja en su cesta de paja trenzada; el trigo cocido con leche fresca; el azúcar blanco refinado; la manteca de cerdo, los huevos, la canela, el limón; el cidro y la cucuzzata, la calabaza confitada por la que Lucia era famosa; y el agua de azahar, tan delicada, que se obtenía sumergiendo flores de naranjo amargo en agua caliente y filtrándola luego, el auténtico perfume de la primavera.
* * *
Cada ruido, cada motor de automóvil llevaba a Livia a la ventana y a escrutar la calle para comprobar si alguien se acercaba al portón con noticias de Falco. Hacía horas que la mujer daba vueltas por la casa como una leona enjaulada; en su pecho la ansiedad aumentaba de minuto en minuto.
Le había recomendado a Ricciardi que esperara sin dar señales de vida. Ahora hubiera querido tenerlo a su lado, no por afecto, sino como apoyo.
A cada minuto se preguntaba si Falco lo conseguiría y, aunque debía creer en él, si lo habría intentado de veras. Ella se había fiado, aunque probablemente, se repetía, lo había hecho más por necesidad que por verdadera convicción.
Apagó el enésimo cigarrillo en el cenicero de cristal. La falta de sueño y comida se sumaron a la tensión provocándole un mareo. El futuro estaba lleno de incertidumbre.
* * *
Enrica miraba el futuro con una confianza nueva. Por primera vez desde que supo que estaba enamorada de Ricciardi, abrigaba la esperanza de poder convencerlo para que se abriera a una relación auténtica, dando cuerpo y palabras a las miradas tiernas que intercambiaban cuando se veían.
Tras la angustia inicial, la invitación de Rosa para la cena del domingo la llenaba ahora de entusiasmo. Iría, claro que iría. Se sentaría delante de él, comerían y conversarían y al final se despedirían con un «hasta la vista».
Había tomado una decisión: quería preparar algo con sus manos. Quería que esa Pascua fuera distinta a las otras, para ella y para él. Le demostraría su amor en silencio, sin palabras pero con un sabor: el mejor sabor que era capaz de dar.
Le prepararía una pastiera.
* * *
Mientras los niños de casa Maione abrían los ojos como platos ante toda la abundancia que Lucia había dispuesto sobre la mesa, el sargento dijo:
—Hace mucho, mucho tiempo, cuando la ciudad era joven, solo había un pueblecito de pescadores cerca del mar. Y del mar venía casi todo lo que se necesitaba para comer, el pescado, los mariscos, los mejillones, todo. Un buen día estalló la tempestad y las barcas de los pescadores ya no pudieron hacerse a la mar; y llovía, llovía y no paraba nunca de llover, pasaron las semanas y las reservas se acabaron, no quedaba nada.
Maione acompañaba la narración con efectos sonoros, truenos, relámpagos, olas enormes. También sus hijos mayores, que habían oído aquella historia decena de veces, estaban fascinados y seguían el relato boquiabiertos.
Sonriendo, Lucia trabajaba los ingredientes sabiamente.
* * *
Sonriendo, Enrica mezclaba en la cazuela el trigo cocido, la manteca de cerdo, la leche y la piel de limón rallada.
Pensaba que el verdadero sentido del amor radicaba en compartir. No era ella una experta, pero ¿quién ha dicho, reflexionó, que para conocer algo a fondo es necesario haberlo vivido?
Ella, por ejemplo, había leído mucho sobre el amor y había soñado siempre con él. Y escuchado las confidencias de sus amigas y de su hermana, y en el cine que había cerca de la piazza Dante había visto películas románticas acompañadas de músicas conmovedoras; y en las calurosas noches de verano había oído las dulces serenatas de los enamorados. Lo sabía todo del amor.
Y mientras mezclaba metódica los ingredientes, a la espera de que se formara una crema sin grumos, contando en el reloj de pared los diez minutos establecidos en la antigua receta, sabía que las decepciones te alejaban del amor; que el amor no necesita de la experiencia para formarse y consolidarse, al contrario, quizá la experiencia lo endurece y amarga.
Mejor ser inexperta, quizá.
Tal cual, pensó apartando la cazuela del fuego.
* * *
—Tal cual —dijo el sargento Maione a sus hijos—. El mar no quería saber nada, no había manera de que se calmase. Y como ya había llegado la primavera y los niños tenían hambre, los pescadores decidieron hacerse a la mar de todos modos, pese a que la tempestad seguía aullando. Las mujeres y los niños de los pescadores estaban desesperados ante la idea de que sus padres tuvieran que vérselas con esas olas más altas que las casas. Todos los días, al caer la tarde se reunían en la playa, y bajo la lluvia rezaban, lloraban, imploraban que la mala mar les devolviera a sus papás con sus barcas. ¿Qué hago, paro o sigo adelante?
Maione mantenía con sabiduría la atención de los niños mientras con igual sabiduría las manos veloces de Lucia iban componiendo su propia sinfonía, amalgamando el requesón con los huevos, la vainilla, la canela, el azúcar y el agua de azahar. Comprobó con cierto orgullo que Maria y Benedetta, pese a escuchar el cuento de Raffaele, no se perdían ni uno solo de sus gestos.
Adelante, pensó ella.
Adelante, contestaron a coro los niños.
* * *
—¡Adelante! —exclamó Livia dando un brinco al oír que alguien llamaba suavemente a la puerta del salón.
Vencida por el cansancio, acababa de quedarse traspuesta en el sillón. El corazón le dio un vuelco, los ojos se clavaron en el reloj de péndulo de la pared. Temprano, pensó. Todavía es temprano.
La criada se asomó tímidamente.
—Disculpe, señora. ¿Puedo?
—Sí, ¿qué ocurre? —dijo Livia, brusca.
—Señora, tendrá que disculparme, pero lleva dos días sin comer y… Yo no me quiero meter, ya lo sabe, pero es que siento mucho verla así, justo ahora que falta poco para Pascua. Entonces pensé que como en mi casa la preparo un día antes porque después vengo a trabajar y no me da tiempo, entonces pensé…
La indecisión de la mujer exasperó a Livia.
—Clara, habla tranquilamente. ¿Qué es lo que pensaste?
—Pensé, este año quiero hacer una pequeñita para mi señora. Y se la he traído.
—¿Qué me has traído?
La criada sacó un paquete pequeño y, sonrojándose, se lo entregó a Livia.
—Le he traído la pastiera, señora. Un dulce típico de nuestra ciudad.
* * *
—Nuestra ciudad —dijo Maione— era pequeña, como ya os he dicho. Pero los niños y las mujeres eran como los de ahora, cuando lloraban, lo hacían con tanta fuerza que era imposible no oírlos. Y al final, Parténope, una sirena, que vendría a ser una mujer con una larga cola de pez que vive en el fondo del mar, subió a la superficie y preguntó: ¿Por qué os pasáis el día y la noche llorando y gritando y no me dejáis dormir?
La niña que tenía en brazos se apretó a él y exclamó:
—¡Porque querían a sus papás!
—Muy bien, eso mismo respondieron los niños a la sirena Parténope. Y ella, que era una sirena buena, se conmovió y dijo: Ahora me encargo yo de eso. Y se sumergió en el agua y fue a hablar con su padre, el Mar. Y le contó que allá arriba había un montón de niños y de esposas que esperaban el regreso de los hombres para poder comer y abrazarlos de nuevo.
Lucia echó en la masa el trigo cocido en leche, añadió la cucuzzata y el cidro confitado cortado en cubitos. Su hijo alargó la mano para servirse uno y a toda velocidad, ella le dio una palmadita diciéndole:
—¡Todavía no!
* * *
Todavía no, se dijo Enrica en voz baja. Todavía no es el momento.
Creía haber entendido cómo era Luigi Alfredo: resultaba contraproducente arrancarlo de sí mismo, obligarlo a gestos o actos no espontáneos en él.
No quería emplear estrategias, por otra parte, habría sido incapaz. Mientras estiraba la pastaflora en el molde, procurando no superar el medio centímetro de espesor, creando el hueco que, como un vientre de mujer, acogería la mezcla de trigo, requesón y mil aromas, pensó que ella y el hombre que amaba eran como la tarta que estaba preparando: algo complejo, articulado y difícil que daría lugar a otra cosa, que sería mucho más que la suma de las partes.
Enrica sonrió.
* * *
Livia sonrió, un tanto tensa, y le dio las gracias a la criada. El breve sueño le había dejado una estela de nuevos pensamientos, densos como nubes cargadas de lluvia.
No era el doctor el único que la angustiaba; también estaba la incertidumbre del futuro, no sabía qué haría al día siguiente, si se marcharía, como había decidido tras la noche insomne, o si se quedaría y se daría otra oportunidad para conquistar su destino.
Observó la ración de aquella extraña tarta que le había preparado la criada y, por un instante, pensó en tirarla al cubo de la basura: no le apetecía nada comer. Después le llegó el dulce aroma a azahar y le gruñó el estómago.
* * *
—El Mar gruñó —dijo Maione—, porque no quería permitir que las barcas regresaran a casa, se estaba divirtiendo en grande con aquella tempestad. Además tenía hambre y estaba de mal humor. Parténope, que lo conocía bien, fue a la playa a contárselo a las madres y a los niños, y ellos se reunieron para decidir qué hacer. Fue entonces cuando a la niña más pequeña se le ocurrió una idea: como era primavera, y el Mar no lo sabía, pensó en contárselo enseñándole todas las cosas buenas que traía la estación. Así prepararon muchos cuencos con las exquisiteces de la tierra: el requesón y la harina, símbolo de los campos fértiles; los huevos, símbolo de la vida que se renueva; el trigo cocido en leche y el agua de azahar, símbolo del encuentro de las plantas y los animales; el azúcar, símbolo de la dulzura, y las especias, símbolo de los pueblos lejanos hermanados precisamente por el mar. Y lo dispusieron todo allí, cerca de la playa.
Lucia empezó a cortar en tiras la pastaflora que había reservado para tal fin, escuchando la voz plena y redonda de su marido y pensando en cuánto lo quería.
—Durante la noche, las olas llevaron los regalos al fondo del mar; Parténope, que esperaba, los mezcló y preparó una tarta que ofreció a su padre. El Mar se la comió de porción en porción, y se le pasó el hambre, y con el hambre se le pasó el enfado, se calmó y se convirtió en una balsa. De ese modo las barcas pudieron regresar cargadas de pescado, y los niños pudieron volver a abrazar a sus padres. Desde entonces, al llegar la primavera, las mamás recuerdan ese día y hornean la tarta que preparó Parténope. Y nosotros nos la comemos.
Lucia miró a Raffaele que abrazaba a todos los niños; Benedetta se le acercó y le dio un beso, así que ella le permitió colocar la última tira encima de la pastiera lista ya para meter en el horno.
Le sonrió y pensó que era maravillosa.
* * *
Maravillosa, pensó Enrica mirando la pastiera que al día siguiente llevaría a casa de Ricciardi para su primera cena juntos.
Maravillosa.
* * *
Maravillosa, pensó con sorpresa Livia, saboreando el último bocado de la porción que le había dado la criada. Esta tarta es lo más rico que he comido nunca. Por un instante sintió que la ansiedad ya no la atenazaba tanto. Quizá podía pensar en el mañana con una pizca de optimismo.
Maravillosa.
* * *
Maravillosa, pensó Maione viendo a su mujer abrazar a la nueva hija. Es una madre maravillosa.
Y cuando le dio por pensar en lo intolerable que sería llegar a perderla, se acordó del doctor y de la soledad desgarradora que estaría viviendo en ese mismo instante; sacó el reloj del bolsillo y se preguntó cuánto haría falta y qué harían en caso de que el amigo de Livia fallara en el intento.
No cabía más que esperar.
* * *
En la penumbra de la tarde que avanzaba, Ricciardi se sentó en el sillón de su despacho con los ojos verdes clavados en el vacío.
¿Cuánto haría falta? Y sobre todo: ¿cuál sería el resultado?
No cabía más que esperar.
Solo esperar.
* * *
Fuera, la Pascua se adentraba silenciosa en la primavera.