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Una vez en la calle, comprobaron que el viento había puesto en fuga a la lluvia. Las nubes se perseguían veloces creando una alternancia de luces y sombras sobre la calle mojada.

En la esquina del callejón, el acordeonista ciego aprovechaba la aparición de los paseantes para recorrer con los dedos las teclas interpretando una mazurca que arrancaba risitas a las nodrizas que, con el paraguas a mano, se afanaban en hacer las compras.

Ricciardi y Maione observaban el portoncito lateral, el que según madame Yvonne conducía a la cocina.

—Comisario, todo pasó —dijo el sargento— cuando abrieron por la tarde. Sinceramente, no creo que hubiese tanto movimiento como para aprovechar la confusión y hacer lo que hicieron. Y la verdad, desde la cocina no es que se pueda pasar a las habitaciones sin ser visto.

Ricciardi se acariciaba la barbilla, pensativo.

—No te falta razón, habría sido difícil. De todos modos, ya tenemos bastantes sospechosos a los que debemos comprobar, no podemos ponernos a buscar más. Madame me habló de un hijo de Ventrone que la tiene tomada con el padre por su obsesión con el burdel. Un muchacho de veinte años; creo que lo habrían visto si se hubiese presentado, pero pudo haberse hecho pasar por un cliente de alguna de las otras chicas. Habría que investigarlo, ¿no? A esa hora la tienda estaba cerrada, de modo que el joven habría estado libre para moverse, si bien se habría arriesgado a que lo viera el padre.

Maione escuchaba con atención.

—Si quiere que le sea sincero, para mí que la Lily esa dice una cosa y piensa otra.

El comisario se fiaba de las intuiciones de Maione.

—Te dio esa impresión, ¿eh? También le veo algo que me parece raro. Por no hablar de la propia Yvonne… ¿Sabes qué creo, Raffaele? Que ha llegado el momento de abrir una brecha en ese muro. Deberías darte un paseo e ir a ver a esa amiga tuya, que lo sabe todo de todos.

Maione se indignó.

—¡Pero qué amiga ni qué niño muerto, comisario! En primer lugar ni siquiera es mujer. Además, no somos amigos, me debe un favor porque no lo mandé a la cárcel en su día y…

Ricciardi levantó las manos.

—Por lo que más quieras, tienes razón, reconozco mi error. Ve a ver a ese enemigo tuyo, fallido expresidiario, e intenta averiguar si sabe algo de lo que se cocinaba en El Paraíso cuando Víbora estaba viva.

Un ruido metálico les llamó la atención: un hombre que paseaba con un perrito atado con su correa había echado algo en el platito del músico ciego que, sin dejar de tocar con una mano, se subió con la otra las gafas negras, comprobó que en el platito no había una moneda sino un clavo, masculló una maldición en dirección del paseante que se había alejado ya, y retomó su simulación con acompañamiento musical.

—¡Hijo de su madre, qué mala sombra! —exclamó Maione, divertido.

Ricciardi miró el reloj.

—He de reunirme con Modo en el Gambrinus, de lo contrario, proclamará a los cuatro vientos que no le pagué la comida. Tú ve a darte esa vuelta ahora mismo, nos vemos luego en el despacho.

* * *

Con lluvia o sin ella, el Gambrinus era un lugar de cita para quienes querían comer bien cerca del centro, razón por la cual todas las mesas del interior estaban ocupadas.

Por otra parte, a pesar de la inestabilidad del tiempo, casi no hacía frío, por lo que habían dispuesto algunas mesitas en el exterior, y por las ventanas abiertas se colaba la música del piano. Ricciardi encontró a Modo acomodado en el sitio más resguardado del viento, enfrascado en la lectura del periódico, de paso aprovechaba para disfrutar de vez en cuando de las hermosas muchachas que pasaban por ahí. A pocos metros de distancia, como era habitual, sentado sobre las patas traseras como si de un momento a otro tuviese que salir corriendo, se encontraba el perro sin nombre.

—Ah, por fin llegas. Me estaba haciendo a la idea de que este sería el enésimo plantón que me das, mi sombrío amigo. Pero esta vez te habría perdonado, porque me gusta tu nuevo hábito de ir al burdel. De acuerdo, por ahora se trata de trabajo, pero quizá con el tiempo le tomes el gusto y te conviertas en cliente.

Ricciardi se sentó dando la espalda a la calle; el suicida de la cara ensangrentada seguía murmurando: «Nuestro café, amor mío; nuestro café, amor mío», y el comisario sabía que a la larga aquella letanía acabaría en una fastidiosa jaqueca.

—No contaría con ello. No son lugares para mí.

—¿Porque la gente va allí a divertirse? Pero dónde pasas tú las veladas, ¿en el cementerio, charlando con sus moradores?

El comisario no le dio pie.

—Estás de broma, de acuerdo. Pero con tu trabajo deberías saber lo que les ocurre a quienes experimentan fuertes pasiones. Los cuchillos, las porras, las pistolas y los puños de acero en sí mismos son inocentes si permanecen en el cajón de un escritorio. Pero las manos son culpables, las mueve el vientre, el corazón y esas emociones que tú buscas en sitios como tu Paraíso.

Modo estiró las piernas.

—Esa es la cuestión. Sé que piensas así; y que es precisamente eso lo que hace que parezcas un personaje salido de una de esas novelas góticas del siglo pasado. Pero sabes bien que el principal motor de la humanidad es el sentimiento, y que al final, el sentimiento no es más que una forma refinada de llamar a la sangre que fluye y alimenta los deseos. Somos animales, amigo mío, no lo olvidemos. Mal que le pese a la iglesia, que quiere convencernos de que somos puro espíritu, o a vuestros simpáticos gobernantes, que nos ven como una lista de números en un papel.

Ricciardi consideró la cuestión.

—De modo que para ti el burdel es un lugar de emancipación, ¿es así? ¿No piensas en las chicas que trabajan allí? ¿En sus sueños, en sus esperanzas? ¿En el hecho de que deben satisfacer a saber qué tipo de perversiones incluso violentas?

Modo se puso serio.

—Las chicas están allí por voluntad propia. Nadie las obliga, y creo que la libertad de elegir qué tipo de vida se quiere es también un signo de civilización. Y créeme, están más seguras allí dentro, con un control médico constante, un mínimo de servicio de orden y condiciones sanitarias decentes, que en la calle. En numerosas ocasiones vi cuando echaban a patadas a algún borracho que se había propasado con alguna, y eché una mano en eso. ¿Qué te crees, que soy de los que se aprovecha de esas pobres muchachas indefensas?

Ricciardi negó vigorosamente con la cabeza.

—No, no, Bruno. Ya sé cómo piensas, faltaría más. Pero es un hecho que esta muchacha, Víbora, fue asesinada mientras trabajaba. Y que uno de sus clientes recurría a menudo a juegos violentos.

—Ya sé que hay gente así. Pero créeme, son más los que piden recibir unos azotes que darlos. De todas maneras, las muchachas expertas, y Víbora seguramente lo era, mantienen el control de la situación. ¿Y ahora comemos o pretendes matarme de hambre con tus divagaciones?

Llamaron a un camarero y se dispusieron a pedir.

Modo resopló.

—Me oprime que esta semana no podamos comer carne. Respeto a los católicos, ¿por qué ellos no me respetan a mí? Toda la maldita Cuaresma sin mi sabroso entrecot, incluido el hueso que le habría pasado a mi amigo de cuatro patas que ves allá.

Ricciardi, que como de costumbre, había pedido dos sfogliatelle y un café, se encogió de hombros.

—Anda, algo comerás. Y tu amigo no le hará ascos a las sobras; quizá le recuerden su juventud, cuando rebuscaba en la basura.

Entretanto, el médico le enumeraba al camarero los platos con que pensaba sustituir al entrecot ausente: timbal de macarrones, dentón con anchoas y alcaparras, fresas.

—Y una botella de vino blanco que descorcharás delante de nosotros, que si no, le añadís agua.

El camarero, un hombrecito repeinado de escasos cabellos empapados en brillantina, lo miró ofendido y se alejó más tieso que un palo.

—Y ahora, Bruno —dijo Ricciardi—, ¿qué me cuentas de la autopsia?

—No hay nada como un cadáver para abrir el apetito, ¿eh? En fin, ningún dato nuevo respecto de lo que intuíamos. Nariz fracturada sin traumatismos a causa de la presión de la almohada y no de un golpe. El asesino inmovilizó entre sus piernas el cuerpo de Víbora, y en un momento dado, debió de ponerle la rodilla en el abdomen porque tenía un par de costillas fisuradas. La cosa duró poco, tal vez el asesino pilló a la chica por sorpresa y a ella no le dio tiempo a inspirar hondo. En las manos no tenía ninguna señal, es muy probable que lo único que hiciera fuese tratar de quitarse la almohada de la cara.

—¿Eso es todo?

—Sí. El estado de salud de Víbora era bueno, tenía veinticinco años y aparentaba menos. Y para lo que pueda servirte, incluso muerta era preciosa.

Ricciardi recordó el cuerpo sinuoso despatarrado en la cama entre las sábanas revueltas.

—La belleza fue su ruina. Oye, Bruno, ¿no tenía… quiero decir, había rastros de…?

Modo soltó una carcajada, esparciendo macarrones sobre el mantel.

—¿Te das cuenta de que ni siquiera consigues decirlo? ¿Cuántos años tienes, hombre por Dios, ochenta? De todos modos, perdona que te lo diga, es una pregunta estúpida si tienes en cuenta el oficio de la muchacha. Pero incluso una pregunta estúpida puede tener una respuesta inesperada: no, Víbora no había tenido relaciones sexuales vaginales ni anales recientes. Al menos desde hacía varias horas.

Ricciardi lanzó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie hubiese oído al doctor Modo.

—Considerando que acababan de abrir, quizá no resulte tan extraño después de todo. A Víbora le dio tiempo a atender un solo cliente, como mucho a dos. Parece ser que con los dos clientes fijos que tenía no siempre mantenía relaciones completas. Y volvemos a estar como al principio.

Modo dejó de masticar y clavó la vista en un punto a espaldas de Ricciardi. La cara se le llenó de una inmensa admiración y dijo:

—Hablando de belleza, ¡mira qué espectáculo!

Ricciardi se dio la vuelta y por la puerta posterior de un automóvil oscuro que el chófer mantenía abierta vio bajar a Livia.