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El doctor Bruno Modo entró sin aliento en el salón, con el cuello desabrochado, el sombrero ladeado y el maletín en la mano.
—Aquí estoy, ¿qué ha pasado? ¿Cuál es la muchacha?
A Ricciardi y a Maione no se les escapó que la actitud del médico no era la habitual, normalmente, incluso ante los crímenes más feroces, mantenía la distancia y la ironía, sin que por ello mermara ni un ápice su competencia y, precisamente por ello, los policías exigían su intervención personal.
En esta ocasión, una arruga apenas velada por un mechón de pelo blanco como la nieve cruzaba de lado a lado la frente del médico. Parecía apenado y temeroso, como cuando se convoca a alguien para que acuda en auxilio de un familiar.
Maione salió a recibirlo.
—Buenas tardes, doctor. Por desgracia no hace falta que corra, la muchacha ya no irá a ninguna parte. Se llama…, se llamaba Cennamo. Maria Rosaria Cennamo.
Modo lo miró sin comprender.
—¿Cennamo? ¿Y quién es esa?
Madame Yvonne dio un paso al frente como si estuviese saliendo a escena, y dijo con dramatismo:
—Víbora, doctor. Víbora, nuestra Víbora, ha muerto.
El médico se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.
—Víbora. Pobre muchacha. ¿Dónde está?
Ricciardi se acercó despacio.
—Hola, Bruno. ¿Conocías a esta señorita?
El médico adoptó una expresión cansada.
—Hola, Ricciardi. Menos mal que estás tú y no alguno de tus colegas incapaces. Sí, claro que la conocía. En esta ciudad la conocían todos. A su manera, era una celebridad. Además, yo soy de esos que conoce a todas estas muchachas.
Inclinó la cabeza en dirección al grupo de mujeres en bata, que contestaron a su saludo con afecto.
Ricciardi suspiró.
—Ya sé que este sitio te resulta familiar.
El médico iba a replicar, pero Maione intervino:
—Hablando de familiares, doctor, ¿el famoso perro sigue con usted?
—Claro, sargento. ¿Por qué motivo iba a alejarse de un servidor con lo que le doy de comer? Aunque su plato preferido sería la carne de policía, pero de esa le cae muy rara vez en la escudilla.
Maione lanzó un bufido.
—Demasiado dura mi carne, doctor. Le rompería el bisturí.
—En fin, que el perro está abajo. En eso se parece a Ricciardi, que no entra de buen grado en estos establecimientos. Me espera, y si tardo mucho se pone a aullar. Más que un perro, me he agenciado una suegra.
Ricciardi indicó hacia el piso de arriba.
—Vamos a echar un vistazo a la señorita. En el fondo esta recepción se organiza por ella.
* * *
Mientras Modo se concentraba en el cadáver, Ricciardi examinó el cuarto con más detenimiento.
No parecía faltar nada y, a primera vista, no podía decirse que se hubiese producido un intento de robo. Los cajones estaban cerrados, el joyero encima de la cómoda seguía lleno, y además, las joyas no eran de las caras, en su mayoría baratijas llamativas pero de metales sin valor. El único desorden allí reinante era el desaliño de la muchacha.
Investigó con mayor detalle.
Miró en los cajones de la cómoda donde encontró una amplia muestra de refinada ropa interior, culotes, sostenes, medias, combinaciones de todos los modelos y tonos. Ni una carta, ni un documento.
Y nada de fustas.
Miró en el suelo, en la alfombra, debajo de la cama. Notó que todo estaba muy limpio. Pero no encontró nada.
Se dio cuenta de que probablemente se había producido un breve altercado, los objetos encima de la mesita de noche habían sido derribados, tal vez la misma mujer los había tirado al patalear desesperada, puesto que la pierna izquierda se encontraba muy cerca del mueble; en el tablero solo había una horquilla y una lima para las uñas. El ruido no debió de ser excesivo, porque parte de los objetos había caído sobre la cama y parte en la alfombra que cubría el suelo, no se había roto nada.
El comisario se concentró en los objetos caídos de la mesita de noche, tampoco vio nada anormal: un frasco de glicerina, un recipiente de talco que al caer no se había abierto, esmalte de uñas, un espejito con mango, una botellita de perfume con la etiqueta Fleurs Parisiennes, una cajita redonda de polvos compactos, sin tapa, pero casi vacía, un cepillo de madera tallada, un peine y una pitillera. Todo desperdigado en la alfombra salvo los polvos compactos, el perfume y el cepillo, que estaban encima de la cama.
Ricciardi reflexionó sobre lo grotesco de la presencia de tanto maquillaje y tanto artificio ante la muerte. La belleza cuidada, cultivada y extirpada de un violento zarpazo.
Notó que en la almohada con la que habían asfixiado a la muchacha había unos cabellos rubios, y también en el cepillo; tomó nota del detalle.
Modo lo llamó, había terminado su primer y somero análisis. Entretanto, había llegado el fotógrafo, al que el comisario le pidió que pusiera especial cuidado en los detalles.