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Cuando llegó a la jefatura con la lengua fuera, Maione se encontró a Ricciardi esperándolo cerca del portón.

—Ven, vamos. Te invito a comer.

El sargento comprendió enseguida que su superior no quería hablar de lo ocurrido al doctor Modo en el despacho; por una parte apreció su prudencia, por la otra se preocupó aún más: el comisario no tenía por costumbre mostrarse tan circunspecto.

Al llegar a la esquina de la via Toledo, el perro, que estaba sentado en la sombra, se levantó y fue tras ellos. Enfilaron hacia el Gambrinus.

—Desde esta mañana no se mueve de ahí —dijo Ricciardi—. Es como si supiera.

—A lo mejor sabe realmente lo que pasó —rezongó Maione—. Y le gustaría contárnoslo pero no puede.

Cuando llegaron al café, eligieron una mesa del interior. Ya era la hora de la comida y había muchos clientes. Como era Viernes Santo el piano callaba, pero el acompañamiento musical lo proporcionaba un violinista ambulante que pedía limosna frente al balcón acristalado del local. El aire era dulce y perfumado, y el sol, caliente y luminoso.

Ricciardi y Maione pidieron enseguida para librarse del camarero y enseguida pasaron a intercambiar la información conseguida.

El sargento le refirió a Ricciardi sus conversaciones con Nenita.

—… Así que sabemos tres cosas, comisario: que al doctor se lo llevaron los fascistas, pero que no eran fascistas de aquí y sería cuestión de averiguar por qué; que lo tienen en el cuartel de la milicia portuaria, que usted y yo conocemos bien; y sobre todo que disponemos de hoy y mañana para hacer algo, porque el próximo domingo llega el barco y se lo llevan a Ventotene.

Ricciardi había escuchado con la máxima atención, inclinado hacia adelante para no perderse una sola palabra.

—Así es. Yo me di un paseíto por ese sitio al que fui para comprobar la situación de Ettore Musso di Camparino, te acuerdas, en el homicidio del verano pasado.

Maione dio un brinco.

—¡No me diga, comisario! ¿Otra vez ha ido solo a ese sitio? ¿Por qué no me lo dijo? Habríamos ido juntos y…

El comisario se esperaba la reacción de Maione y tenía preparada una justificación.

—El hombre al que quería interrogar no habría hablado con dos personas. No se habría arriesgado a que alguien pudiese confirmar lo que me decía. Además, me esperaba. Imagínate, ni siquiera quiso atenderme en su despacho, nos fuimos a un café.

—¿Y qué le contó, comisario?

Ricciardi resumió las novedades pero omitió el comentario de Pivani sobre la participación del propio Maione en la pelea del funeral.

—De modo que por ese motivo vinieron directamente de Roma para llevárselo.

—Y ese hombre también le dio un consejo, comisario. Se ve de lejos que usted tiene influencia en la señora Vezzi; si me lo permite, ya que hablamos de ello, siempre abrigué la esperanza de que su amistad pudiera crecer, es una mujer muy hermosa y, además, creo que es una persona de bien. ¿Qué va a hacer ahora?

Ricciardi miraba el vacío. Parecía haberse perdido, en busca de un recuerdo doloroso. El violín atacó el tango que Modo había elegido como acompañamiento del último viaje de Maria Rosaria Cennamo, alias Víbora.

Un hombre, sentado con dos muchachas a una mesa no lejos de la que ocupaban Ricciardi y Maione, entonó con voz de tenor:

—Y todo a media luz, que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos. Y todo a media luz, crepúsculo interior. ¡Qué suave terciopelo la media luz de amor!

Ricciardi recordó el canto apenado de su amigo y sintió en el corazón la feroz dentellada de la nostalgia. En la calle, en un lugar desde el que podía verlos sin ser visto, el perro lo vigilaba con una oreja erguida.

Al comisario le vino a la memoria la última ocasión en que había visto a Livia, precisamente en el Gambrinus, recordó cuánto la había ofendido y el reproche del doctor. Amistad, amor, pasión, penumbra. Como suave terciopelo, decía la canción.

—Sé que debo hablar con ella, y sé que debo hacerlo enseguida. Pero créeme, Raffaele, cuando te digo que me resulta más difícil hacer eso que colarme solo entre todos los fascistas y agarrar por el cuello a su Duce. Esta mañana no tenía miedo, ahora sí.

Maione no comprendía los motivos de aquel temor.

—¿Por qué, comisario? La señora es una buena persona, verá que entenderá el problema y nos echará una mano. ¿Quiere que lo acompañe?

—No. Es algo que debo hacer yo solo. En primer lugar porque es lo adecuado; en segundo lugar porque si hay una posibilidad de que Livia diga que sí es si soy yo quien va a suplicarle. Es algo complicado.

—¿Cómo es eso, comisario? Querer a alguien es bien simple, forma parte de la naturaleza humana. Si yo quiero a una persona, la quiero ver feliz. Si algo la hace infeliz, y yo puedo resolverlo, no hay fuerza en el mundo capaz de impedirme que lo haga. Ya lo verá, cuando la señora se entere de lo que ha pasado será la primera en ofrecerse a echarnos una mano.

A Ricciardi le habría gustado sentir el optimismo del sargento.

—No, Raffaele. Por desgracia, la cosa es complicada porque yo mismo la compliqué. La última vez que vi a Livia fue precisamente aquí, y también estaba Bruno. Hice un comentario muy poco afortunado y la ofendí.

Tal vez quería castigarla, pensó. O desacreditarla.

—¿Y por qué hizo algo así, comisario?

Ricciardi se encogió de hombros.

—¿No estaría un poco celoso de ella?

Ricciardi siguió callado.

—Voy ahora mismo —dijo luego—, lo mejor es no perder el tiempo. Nos vemos más tarde en el despacho.