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Maione había conseguido arañar una tarde de libertad, como era tradición el Jueves Santo. Se trataba de un rito imprescindible al que nadie habría renunciado: el struscio, la visita a los sepulcros.

Después de la comida, que consistía en la celebérrima sopa marinera de Lucia, y la necesaria siestecita, los Maione en pleno se vestían bien, con los trajes primaverales preparados para la ocasión, y salían; delante, la madre del brazo del sargento con su uniforme pulcro y bien planchado y las botas relucientes; detrás, en pareja y de la mano, los hijos, elegantes y peinados, los varones con pantalones bombachos que cubrían las rodillas eternamente despellejadas, las niñas con sus faldas de tablas almidonadas. Ese año debutaba en aquel rito Benedetta, la hermanita adoptada, la más feliz.

En realidad, la salida no era más que un simple paseo, dignificada por la visita a un número impar de iglesias en las que se rendía homenaje a un altar lateral, suntuosamente adornado para recordar el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús. Los Maione visitaban cinco, completando el trayecto desde la piazza Trieste e Trento a la via Pessina, después de la piazza Dante: menos de dos kilómetros de recorrido en el que empleaban toda la tarde y las primeras horas de la noche, porque de paso se aprovechaba y se veían los escaparates adornados para recibir la nueva estación, se tomaba nota de los nuevos modelos de sombreros o trajes, y los niños estudiaban las tiendas donde se exhibían el obsequio que les gustaría recibir por Navidad o su cumpleaños, únicas ocasiones en que estaban previstos los regalos personales. Aunque la mayoría de las veces el regalo consistiría en algo menos lúdico pero mucho más necesario, como una prenda de vestir.

Durante el paseo llamado struscio, en referencia al recuerdo ya perdido del lento andar penitencial de los peregrinos, se caminaba arrastrando los pies y el tiempo empleado en cubrir el trayecto se dilataba también porque la gente se iba cruzando con sus conocidos. Todo era una sucesión de reverencias y saludos quitándose el sombrero con una sonrisa en los labios, incluso entre quienes se veían a diario en el curso normal de sus actividades; pero el struscio era toda una ceremonia, una ocasión especial, una fiesta antes de la fiesta.

El comercio salía al campo de batalla con todo su arsenal y a todos los niveles. Contar con un escaparate en el trayecto era una ocasión que no debía desaprovecharse, y era espectacular el resplandor de luces y dorados de cafés y pastelerías como Caflish, con sus camareros en la puerta, o la Fiorentina, que prometía sabores exóticos; de las librerías como Sandron, Treves y Vallardi, en cuyos escaparates destacaban las cubiertas brillantes de los libros de aventuras con ilustraciones de tigres y piratas; de las tiendas de artículos de viaje como Anselmi, donde con las maletas formaban un paisaje tropical simulado que hacía soñar con otros mundos. Los niños se detenían boquiabiertos delante de papagayos disecados y reproducciones a escala de trenes que cruzaban pequeñas ciudades, y los padres debían volver a menudo sobre sus pasos para arrancarlos de allí con un benévolo tirón.

No solo estaban los establecimientos con local fijo; era aquella la ciudad del comercio móvil, y los vendedores ambulantes no se hacían rogar cuando se trataba de añadir confusión a la confusión con sus puestos muy perfumados sobre ruedas de colores o incluso con una toalla o una pequeña cesta. Aceptaban el desafío de los escaparates destellantes atacando con sus dos armas de siempre: el precio más bajo y el anuncio a viva voz de sus mercancías. Desgarraban el aire silbidos, vocalizaciones y sonidos producidos por los más diversos instrumentos, además de las sabrosas expresiones empleadas para describir la mercancía en venta, en su mayoría de tipo estacional. Violetas, hierbas aromáticas, trigo para la pastiera, mandarinas; pero también el spassatiempo, la mezcla de pistachos, garbanzos tostados y semillas variadas que, en cucuruchos hechos con hojas de periódico, amenizaba el paseo de los niños, y la inevitable pizza, con un puñado de anchoas y su poquito de tomate.

Maione reservaba una pequeña cantidad del raquítico presupuesto familiar para invertirlo en la pastelería Denozza, situada en la parte alta de la via Toledo y una de las más económicas, aunque no menos apreciable que las otras en cuanto a calidad. Conocía al dueño, que le reservaba una mesita, alrededor de la cual se sentaba la familia a tomar un café, los mayores, y un helado spumone de chocolate, los niños, para quienes aquella era la auténtica meta del paseo.

Una vez sentados, el sargento se dedicó a observar a su mujer, que rogaba a sus hijos que no se ensuciaran los trajes. Desde la comida Maione tenía la desagradable sensación de que Lucia lo evitaba y limitaba la conversación a lo estrictamente indispensable; hasta los elogios a su extraordinaria sopa, que casi siempre le arrancaban una sonrisa aunque estuviese enfadada, en esta ocasión le resultaron indiferentes.

Maione sabía que pedirle explicaciones solo habría servido para que se encerrara más aún en sí misma; lo había intentado durante mucho tiempo después de la muerte de su hijo, antes de que ella sola decidiera seguir viviendo, y de nada le había servido. Intuía que Lucia no la tenía tomada con él y, en cierto modo, eso lo alarmaba aún más: ¿qué preocupación podía tener su mujer para no querer contársela?

Le aterraba la idea de que pudiera tener algún problema de salud. Mientras la miraba acercar la cucharilla a la cara de su hija más pequeña, sujetando una servilletita debajo de su cuello e imitando el gesto de tragar con su propia boca, pensó en cuánto la quería: tanto que le dolía, que se le encogía el corazón, que sentía como una desesperación. En su mente sencilla de marido y padre, el sargento notaba que se mezclaban la exigencia de proteger con todas sus fuerzas su principal razón para vivir y el miedo a no estar a la altura de aquel deber.

Por su parte, mientras le daba de comer a su hija, Lucia notaba la mirada de su marido. No tenía que darse la vuelta para estar segura: siempre captaba al vuelo si la estaba mirando, incluso de jovencita, cuando él, como les ocurre a todos los hombres, aún no se había enterado de que ella le gustaba. En esta ocasión se hizo la despistada para evitar sus preguntas y, sobre todo, las respuestas que se habría visto obligada a darle.

No sabía qué hacer. Había sido testigo de algo doloroso, lo había comprendido al instante; algo sin duda relacionado con un hombre a quien su marido apreciaba, o que incluso era su amigo: la descripción correspondía, y ella misma lo había visto de refilón durante su visita a Ricciardi cuando este estuvo hospitalizado. Pero ¿de qué se trataba? No lograba entenderlo.

¿Una detención? Tenía toda la pinta, pero entonces su marido se lo habría comentado o habría cambiado de humor, pero no había sido así.

¿Un secuestro? ¿A plena luz del día y después de una acalorada discusión? Le parecía imposible. Por otra parte, el médico no había pedido auxilio, y no le había faltado oportunidad de hacerlo, aunque estaba claro que no se iba con aquellos hombres por voluntad propia.

A Lucia se le había quedado bien grabada la expresión del comerciante que le había aconsejado guardar silencio por su propio bien y, sobre todo, por el de sus seres queridos. Que le había casi implorado que no se lo contara a nadie. Su expresión era la de alguien que sabía de qué hablaba, y dejaba entrever más que las pocas palabras susurradas en mitad de la calle.

A Lucia no le interesaba la política ni los políticos, para ella eran todos iguales, pero ahora las cosas estaban cambiando. A diario llegaban noticias de palizas, heridos, detenciones. Decían que había espías por todas partes, que si se hablaba mal de un funcionario, de una institución, había siempre quien iba con el cuento y enseguida aparecía alguien a pedir explicaciones por lo que se había dicho. Lucia se había convencido de que era mejor callarse y ocuparse de los propios asuntos.

Además, en ese aspecto, su marido era peligroso: si pensaba algo, lo decía sin ambages. Si le contaba lo que había visto, él se haría cargo, agacharía la cabeza dispuesto al ataque y se metería en un buen lío, y entonces a ella el remordimiento por haberlo puesto en esa situación no le daría tregua.

Con la servilleta le limpió la boca a la niña, notando siempre la mirada de Maione y haciéndose la despistada.

Por otra parte, pensó, si no se lo digo sería como mentirle; y Lucia jamás le había mentido a su marido. ¿Y si al final no se trataba de un asunto político y Raffaele hubiese podido hacer algo por el pobre doctor?

—Rafe’ —susurró sin darse la vuelta—, cuando regresemos a casa tengo que contarte algo. Es importante.

A Maione le dio un vuelco el corazón.

—Luci’, ¿tengo que preocuparme? ¿Ha ocurrido algo grave? Dime solo eso, por favor.

Se volvió hacia su marido, sabiendo que cuando la mirara se tranquilizaría.

—No te preocupes. Tengo que contarte algo que vi, es todo.

El sargento la escrutaba.

—Pero ¿tú te encuentras bien, Luci’? ¿Y los niños están bien?

Ella se rio.

—Pero ¿no nos ves? ¡Si nos tienes a todos delante de ti! Estamos bien, muy bien. Cuando vayamos a casa te cuento.

Al verla reír, confiada y alegre, Maione notó por fin que se le disolvía el nudo de aprensión que tenía en el pecho. Su mujer y sus hijos estaban bien; nada podía ensombrecerle el struscio del Jueves Santo.

—Entonces andando. Todavía nos faltan dos iglesias para terminar la visita a los sepulcros. Benedetta, ven aquí, que te voy a contar la historia de la pastiera; tus hermanitos ya la conocen.