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Al final del salón en penumbra había una tarima en la que destacaban una especie de cátedra de madera oscura y detrás, una silla de respaldo muy alto, que parecía un trono.
Madame Yvonne se dirigió a ella como flotando y dijo con mal disimulado orgullo:
—Yo me pongo allí. Es el sitio donde recibo a la clientela. Encima de la mesa Ricciardi entrevió dinero, un bloc de hojas impresas y un abanico abierto. Detrás del escritorio, fijado en la pared, un cartel indicaba las tarifas.
SENCILLO | 2,50 £ |
DOBLE | 3,50 £ |
½ HORA | 6 £ |
1 HORA | 10 £ |
SUPLEMENTO JABÓN Y TOALLA | 1 £ |
PASTILLA DE JABÓN | 10 cent. |
AGUA DE COLONIA | 15 cent. |
Junto a la caja, un tramo de escaleras con alfombra roja, en su base un par de estatuas de madera representaban a sendos moros: uno sostenía una luz que iluminaba el tablero del escritorio, el otro, una bandeja donde, antes de ir a las habitaciones, se apagaban las colillas. Madame empezó a subir, pero antes de seguirla, Ricciardi se volvió a Maione y le murmuró algo. El sargento dijo:
—Cama’, quédate en la entrada y vigila que no entre ni salga nadie. Cesara’, telefonea ahora mismo a la jefatura para que avisen al hospital, y sobre todo, que pregunten expresamente por el doctor Bruno Modo, y que manden también al fotógrafo. Después ponte aquí y no dejes subir a nadie.
En lo alto de las escaleras había un pasillo iluminado por lámparas de pared. Las puertas de una decena de habitaciones estaban casi todas cerradas, excepto una del fondo, que se veía entornada.
Ricciardi la indicó con una inclinación de la cabeza.
—¿Es aquella la habitación de Víbora?
Yvonne asintió. Era como si la seguridad que había exhibido en la planta baja la hubiese abandonado; le temblaban las manos. Aquel comisario sin sombrero, de ojos verdes y penetrantes, la había puesto nerviosa desde el primer momento, y ahora, con la proximidad del cadáver, por irrazonable que pareciera, la espantaba.
Maione intervino para preguntar:
—¿Cuál es la habitación de Lily?
Madame le indicó una de las más próximas a las escaleras.
—Esta es.
Ricciardi le hizo una señal al sargento, y este dijo:
—Quédese aquí, señora. No se mueva.
Los dos policías se separaron. Maione abrió la puerta de la habitación de Lily, Ricciardi se dirigió a la puerta entornada. Cuando llegó al umbral, se asomó al interior. Vio una mesita de noche, un reflejo de luz en un espejo, el borde de la cama. Una mano, las puntas de los dedos vueltas hacia fuera, único signo de presencia humana que alcanzaba a verse desde el resquicio.
Dio un paso al frente y cruzó el umbral.
Como siempre, más que mirar, dejó que sus sentidos se habituaran al ambiente. Debía entrar en contacto con la atmósfera, con las emociones suspendidas en el aire. Mantuvo los ojos cerrados.
El olor, en primer lugar. Si en el resto del burdel predominaba el humo con regusto a desinfectantes, detergente y polvo, aquí olía a perfume francés, refinado y penetrante, a flores que perdían la frescura, un vago aroma a lavanda, y también al tufo desagradable del sudor rancio. Nada de sangre.
Después se concentró en la piel. La puerta abierta había igualado la temperatura interior a la del pasillo, pero percibió una ligera brisa que venía de su derecha, quizá se colaba por una rendija de la ventana o quizá fuera solo una corriente de aire. La habitación estaba en silencio, salvo por un lento goteo.
Había llegado el momento.
Abrió los ojos y miró, empezando adrede por la pared más alejada de la cama. En el rincón vio el lavabo con el grifo cuyo goteo acababa de oír, había también una palangana con un jarro, un tocador con una silla sobre la que yacía abandonado un salto de cama de seda negra con dibujos rojos, una cómoda de cinco cajones, con tablero de mármol sobre el que vio un joyero y un marco con la foto de una mujer madura y seria, sentada con un niño en brazos vestido de marinero, un florero con flores frescas, la ventana, cubierta por una cortina roja no del todo cerrada por la que se colaba el aire primaveral.
Su mirada había llegado a la cama.
El cadáver yacía despatarrado en medio de las sábanas arrugadas. Como había dicho Lily, una de las piernas colgaba en el vacío, y los brazos estaban abiertos, como las alas de un pájaro que ya nunca remontaría el vuelo. Llevaba la combinación de tono claro subida hasta el vientre, dejando ver la ropa interior. En el antebrazo izquierdo lucía una sola joya: un brazalete de plata en forma de serpiente con dos piedras verdes en los ojos.
En la cara descubierta se notaban los signos de la falta de aire y por la boca abierta asomaba una parte de la lengua ennegrecida.
Asfixiada. La muchacha había sido asfixiada.
A pocos centímetros de la cabeza, se veía una almohada con restos del maquillaje y la mancha húmeda dejada por la saliva allí donde la habían presionado con fuerza sobre la boca y la nariz que, a juzgar por el perfil, debía de habérsele fracturado. Pese al ultraje de la muerte, el comisario intuyó que Víbora debía de haber sido muy hermosa.
Ricciardi siguió la mirada vacía de la víctima, hacia el sitio donde apuntaron los ojos en el último instante. Lanzó un profundo suspiro.
Frente a un espejo que no la reflejaba, la imagen de la mujer, de pie, con los brazos caídos a los costados, el pelo corto y oscuro enmarcándole el rostro, los labios tirantes en la última inhalación, la lengua negra colgando.
Mirando su propio cadáver, la imagen repetía: «Fustita, fustita. Ay, fustita mía».
Ricciardi se pasó la mano por la cara. Quizá me lo estoy imaginando, pensó por enésima vez. Quizá no es más que una ilusión de mi mente enferma. Quizá es una herencia absurda, una forma rastrera y silenciosa de locura. Quizá son mis muchos temores, la incapacidad para vivir. Quizá es una huida de la realidad, quizá no hay nada delante de mí.
Fuera, dos pisos más abajo, un acordeón atacó un tango. La vida en la calle se disponía atravesar el primer día de primavera.
Ricciardi bajó la mano.
Al dolor de la separación, a la clara sensación de melancolía y de nostalgia, a la sorpresa de la muerte que conocía demasiado bien, se sumó el eco del último pensamiento de Víbora: «Fustita, fustita. Ay, fustita mía».
Ricciardi se dio media vuelta a toda prisa, salió de la habitación y fue a buscar a Maione.
* * *
Lo entenderán. Por fuerza, lo entenderán.
Lo hice por ti, para protegerte. Para que entiendas hasta qué punto yo estoy hecha para ti. Para que te des cuenta de que yo y solo yo sé lo que eres, lo que quieres.
Vuelvo a verte cuando entraste y me apretaste el brazo hasta hacerme daño, clavando en los míos tus ojos anegados en lágrimas, mascullando entre dientes: No fui yo. No fui yo.
Pero no me importa. Sea verdad o mentira, eres mi hombre y yo soy tu mujer. Los dos juntos saldremos de esta. Porque por fin comprenderás que yo estoy hecha para ti, para estar a tu lado, porque te protegí, pensé en tu seguridad.
No como esa maldita puta que te robó el alma. Que te cegó.
Porque una cosa es hacer de puta y otra bien distinta ser una puta. Ella era puta hasta el fondo del alma.
Pero ahora está muerta.
Mejor para todos.