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¿Y esta brisa que noto en la cara?
¿Y este aroma a flores y a mar qué será?
¿Qué quiere de mí la primavera, por qué no se va por donde ha venido?
Estoy muerto, ¿no lo entiendes, primavera? Muerto.
Lo estuve durante muchos años, y sin embargo, respiraba, trabajaba, comía y dormía. Hablaba con la gente con la que me cruzaba, e incluso por educación me reía, fingía interesarme, pero estaba muerto.
Si el corazón no te late en el pecho, es que estás muerto. Y a mí el corazón no me latía. Ya no me latía.
Es mejor ser ciego de nacimiento. No te puedes acordar de los colores si no los has visto nunca. Si eres ciego de nacimiento, el sol no es otra cosa que el calor que notas en la piel y el mar no es otra cosa que agua que te moja los pies; no imaginas la luz titilante en el firmamento mientras las nubes se persiguen por el cielo y van dando y quitando sombras al azul. Si eres ciego de nacimiento, tanto mejor.
Pero si has visto y después te quitan la luz solo te queda el recuerdo. Y entonces te dedicas a recordar y ya no vives: estás muerto.
Dios infame, ¿por qué me has hecho renacer? ¿Por qué me has devuelto la vista que me habías quitado y la esperanza que había olvidado? Dios cobarde, que permitiste que volviera a respirar y a reír, y que me latiera el corazón, ¿no te parecía bastante el sufrimiento que me habías dado? ¿Ya sabías que volverías a matarme? Tú que lo sabes todo, ¿por qué? Maldito seas, me mandaste al infierno, me sacaste de allí para volver a encerrarme en él por siempre jamás.
Y dejaste mi alma encerrada en una habitación de El Paraíso. Inmóvil, sin aliento, a la espera de una palabra de sus labios que no llegará.
De sus labios muertos.