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Siguieron así un rato, a varios metros de distancia, los dos en la misma postura: Ricciardi observaba a Yvonne, que observaba el interior de la tienda de Ventrone desplazándose varias veces para ver mejor.
Al cabo de un rato la mujer se vio obligada a resignarse; sus hombros descendieron bajo el peso de la decepción y, poco a poco, enfiló en sentido contrario el camino que acababa de recorrer.
El comisario aprovechó entonces para acercarse a ella. La madama le lanzó una mirada de través, sin aminorar la marcha.
—Usted también ahora. ¿Qué quiere? ¿Es que una pobre mujer no puede dar siquiera un paseo sin que la policía le pise los talones?
Ricciardi ajustó su paso al de la mujer.
—En absoluto, señora. La he visto de lejos y decidí saludarla.
Yvonne hizo una mueca.
—Bonito saludo. Discúlpeme, comisario, pero hoy no es el mejor de los días con todos los problemas que tenemos. Por cierto, ¿cuándo podremos volver a utilizar la habitación de Víbora? Si supiera la de clientes que nos piden verla y yo estoy obligada a mantenerla cerrada a su disposición.
—Señora, por ahora no puedo darle permiso —respondió Ricciardi, seguro—. Hasta que no hayamos esclarecido lo que pasó es importante que todo siga como estaba cuando ocurrieron los hechos.
La mujer resopló.
—Comisario, siento mucho lo que le pasó a Víbora. Lo siento de veras. Pero la vida debe seguir y en este momento no puedo prescindir de ningún recurso.
—Ningún remordimiento, ¿eh? Y Ventrone era un buen recurso que, al parecer, ahora le falta.
Yvonne se detuvo y se levantó el velo.
—¿Qué insinúa, comisario? ¿Usted qué sabe si el caballero no sigue viniendo después de la muerte de Víbora?
—Es simple, señora. ¿Qué necesidad tenía de ir a su tienda con la esperanza de verlo si, como era su costumbre, continuara visitando a diario El Paraíso? Y dado que, por la información de que dispongo, el caballero Ventrone no se encuentra bien, o eso se rumorea, y tampoco va a la tienda…
La señora se pasó una mano enguantada por la cara.
—Si lo sabe todo, ¿para qué tanto interrogatorio?
Ricciardi se encogió de hombros.
—Por nada, señora. Me preguntaba para qué necesitaba usted hablar con Ventrone. Tal vez su respuesta me ayudaría a entender si hay algún motivo por el que ese hombre ha desaparecido de la circulación.
Habían llegado al edificio de El Paraíso. Madame se echó a llorar. No sollozaba, la voz no se le quebró; las lágrimas sencillamente comenzaron a surcarle las mejillas sin que ella se las enjugara.
Ricciardi miró a su alrededor, incómodo, y le volvió a la cabeza la imagen de Livia en el Gambrinus; evidentemente tenía talento para hacer llorar a las mujeres.
Madame abrió la puerta con una llave que llevaba colgada de una cadenita debajo del chal y subió las escaleras; el comisario la siguió. Dada la hora y el día, el burdel estaba sumido en un insólito silencio que olía a desinfectante Lysoform y humo rancio. Cuando llegó a su puesto dominado por la caja, Yvonne se sintió por fin a gusto.
—Comisario, usted no lo sabe. No puede saberlo. Yo era del oficio, como muchas; y ejercí hasta que me quedé seca, y lo bueno fue que no me ocurrió mientras trabajaba. Él, el padre de Tullio, era…, digamos que nunca tuvo un trabajo. Tampoco tenía dinero para pagarme; pero era simpático, alegre. Cómo me hacía reír… La vida de una puta no da para muchas alegrías, ¿sabe usted, comisario? Pero él contaba chistes, hacía teatro, imitaba a la gente de mil maravillas, y yo me divertía mucho, y si se me acercaba, no le decía que no. Y cuando me quedé preñada, no se fue. Podía haberlo hecho sin problemas, ¿no? Yo trabajaba de puta, podía haber sido de cualquiera. Pero se quedó.
Ricciardi sacó el pañuelo y se lo tendió a madame, que se secó distraídamente las lágrimas.
—Y quería una casa para nuestro hijo; el único problema era que no sabía cómo ganar dinero, y como se le daban bien las cartas, empezó a jugar y a ganar. Pero después empezó a perder, hasta que lo mataron. Por la tarde me lo mataron. ¿A usted le parece, comisario, que los usureros maten a alguien por la tarde?
En una terraza cercana un cordero soltó un balido agudo que parecía el llanto de un niño.
—Y ahora su hijo siguió lo que su padre dejó a medias. En lugar de dar gracias a Dios por su suerte, por haber salido adelante solos. Y yo no soporto la idea de que termine del mismo modo.
Ricciardi escuchaba con atención.
—¿Cómo piensa impedírselo, señora? ¿Seguirá pagando sus deudas y sacándole dinero a quienes puede chantajear?
—Comisario, yo no chantajeo a nadie. Es cierto que me aprovecho un poco de la amistad de los clientes más fieles, les pido que me adelanten algo; pero a las chicas les doy su parte de mi bolsillo, le aseguro que ellas no salen perdiendo nada.
—Y el principal de esos clientes, el más dispuesto a darle esos adelantos, como usted los llama, era Ventrone, ¿es así? Qué casualidad, justamente el dueño de la tienda más expuesta a los cotilleos y las murmuraciones.
—¿De veras cree que chantajeo a Ventrone? No, comisario, se lo repito: no chantajeo a nadie. El caballero es un antiguo cliente, quizá uno de los más preciados, y es mi amigo. Pero el hijo…, usted lo conoce, ¿verdad? Es joven pero tiene mentalidad de viejo. De tanto tratar con curas desde jovencito, a lo mejor se volvió un poco cura él también. Estoy segura de que es él quien ha encerrado a su padre en casa para que no venga a vernos.
Ricciardi trataba de comprender el sentido de aquellas palabras.
—¿Por qué? ¿Usted cree que pese a que Víbora ya no está el caballero seguiría viniendo?
Yvonne rio, burlona.
—Comisario, se lo digo yo que de esto sé bastante: cuando un hombre tiene tendencia a venir aquí, viene y sanseacabó. No es cuestión de que lo atienda esta o aquella puta, es el hecho en sí. Ventrone, como muchos, venía incluso cuando su mujer vivía, es más, cuando murió su mujer vinieron aquí, a este salón, a darle la noticia. Si lo piensa, no tiene nada de malo. Cuando uno sufre, busca un lugar donde pueda concentrarse en otras cosas. No es una cuestión de sexo, sino de cabeza. Si pudiera, Ventrone vendría aquí, como venía antes de Víbora, como vendrá cuando los gozos del cuerpo no sean más que un recuerdo. Usted no es de los que van al burdel, lo sé. Si lo fuera, se daría cuenta de cuántos son los que siguen viniendo igualmente aunque el aparato solo les sirva para mear, y pagan un montón de dinero para ocultarse detrás de una cortina o debajo de una cama, por el gusto de oír y ver, y sobre todo, recordar. ¿Qué tiene eso de malo? En esta vida no todo ha de ser sufrimiento.
Ojalá pudieran evitarse ciertos sufrimientos, pensó Ricciardi. Ojalá bastara con pagar a alguien para dejar de ver. Aunque fuera un momento.
—¿Entonces para qué fue a buscar a Ventrone? Si está segura de que volverá, que es cuestión de tiempo, ¿por qué ha ido a la tienda?
—Tenía la esperanza de no verlo en la tienda. Porque si no estaba, quería decir que seguía teniendo miedo de que lo viesen aquí. Y si estaba, entonces era porque va a otro establecimiento. Los que son como él, comisario, no renuncian al prostíbulo. No por mucho tiempo.
Ricciardi comprendió que no sacaría más información a la mujer.
—Señora, así como hay hombres que no renuncian al prostíbulo, hay otros que son esclavos de las mesas de juego. Como bien sabe, su hijo va por ese camino y debe dinero a cierta gentuza; aunque por suerte, como es muy joven, no dejan que siga jugando. Pero si ese es el camino que ha elegido, tarde o temprano lo retomará, se lo digo por experiencia. Manténgalo encerrado, por ahora. Es mejor que no aparezca por ciertos lugares.
La mujer suspiró.
—¿Qué se cree, comisario, que no lo he intentado? Se hace mayor, hace años que tiene edad suficiente para entrar en locales como el nuestro. Es un hombre. En estas condiciones, poco puede hacer una madre. No puedo encerrarlo en una habitación.
Y Ventrone, con sus adelantos, ayudaba a pagar las deudas contraídas en el tapete verde por el joven Tullio, pensó Ricciardi.
—Otra cosa más, madame. ¿Ha vuelto Coppola, el verdulero? ¿Lo ha visto por aquí después de lo ocurrido?
—No, comisario. Él solo venía por Víbora, no es de los que frecuentan El Paraíso ni ningún otro burdel. Es otro tipo de persona, para él solo existen el trabajo y la familia. Es más, él ni siquiera venía por Víbora, venía por Maria Rosaria, la muchachita del Vomero que conoció cuando era pequeño y con la que quería casarse. Pagaba su tiempo simplemente con el fin de poder verla. Antes de verla aquí por casualidad en una ocasión en que tuvo que encargarse del reparto, ni siquiera venía a traer la fruta. Para todos habría sido mejor que no la hubiese visto nunca.
—¿Por qué lo dice?
—Porque lo único nuevo que ocurrió fue justamente la propuesta de matrimonio que Peppe le hizo a Víbora. Si ella murió fue por eso. Y nadie sabe qué había decidido responder. De todos modos él no ha vuelto a poner los pies aquí. No es de esos hombres que no aguantan sin estar con las mujeres, aunque sea para divertirse. Así, por encontrar un ambiente ligero, divertido. Para no pensar en los problemas. Usted también debería pasarse alguna vez, comisario, como muchos de sus colegas de la jefatura. Además, podría venir con su amigo, el doctor.
Ricciardi sacó el reloj y, por enésima vez se preguntó angustiado si la intervención de Livia surtiría el efecto esperado y, en caso contrario, que medida podía tomar.
Y de repente, la pequeña ventana que en su mente se había ido abriendo con mucha dificultad sobre el homicidio de Víbora, se cerró de golpe.