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La lluvia repentina pilló a Livia por sorpresa. La víspera había pedido a la criada que le preparase un atuendo liviano con estampado de flores, falda y chaqueta a tono que contrastaban con su cabello, cortados cortos según la moda; pero ahora parecía más otoño que primavera, y lo consideró por completo inadecuado.
Aunque no tenía muchas ganas de salir, la verdad. Tal vez lo más sensato era quedarse en casa y distraerse leyendo un buen libro, en lugar de buscar compañía y el ruido de un café lleno de humo.
Se paseó frente al espejo y se miró: la bata de seda embutía el pecho turgente y las suaves caderas. En esa ciudad se comía demasiado bien: aún no debía preocuparse, pero era preciso que tuviera cuidado; de lo contrario, se volvería gorda y fea y ya no tendría más posibilidades.
En realidad, pensó pasándose una mano por el pelo porque todavía no se acostumbraba al corte, si debía juzgar por los ramos de flores que le llegaban a diario, aquella era una preocupación más bien lejana, nunca le había faltado el interés de los hombres y seguía sin faltarle. Casados o solteros, militares o nobles, funcionarios o jerarcas, ofrecían sus favores con constancia a la que era, sin duda, la más fascinante de las damas que frecuentaban lo mejor de la sociedad. Pero a ella eso le importaba poco. Muy poco.
¿Por qué estás aquí, Livia Lucani viuda de Vezzi?, se preguntó mirándose al espejo. ¿No deberías más bien encontrarte en Roma, centro del mundo, cultivar amistades importantes y buscarte un hombre de enorme prestigio al que unir tus posibles? Como todas las mujeres de tu condición, en estos tiempos tan difíciles, ¿no deberías pensar en el futuro?
Por otra parte, las cada vez más escasas conversaciones telefónicas con sus amigas de la capital le ofrecían un panorama que, visto de lejos, le parecía insoportable. La carrera para disputarse a los nuevos poderosos, personajes vulgares y engreídos que rayaban sin vergüenza en el ridículo, no se cobraba prisioneros. Ponerse a competir con decenas de bobas para ganarse la cama de algún fascista baboso no era, desde luego, la mejor de las perspectivas.
¿Qué quieres, pues? ¿Cómo ves tu vida dentro de unos años, Livia Lucani viuda de Vezzi, cuando tu encanto ya no sea tan imperioso, cuando los hombres dejen de observar cada uno de tus gestos?
Cogió un cepillo de plata y empezó a peinarse sin ganas.
La respuesta a su pregunta se materializó en la imagen de dos ojos verdes, transparentes como el cristal, que la miraban febriles en la penumbra.
Ricciardi.
Era ese el motivo por el que se había instalado en la ciudad; ese el objetivo que se había fijado, la meta que debía alcanzar, la cima que debía escalar, el puerto al que debía llegar.
No sabía por qué aquel hombre, menos apuesto que muchos otros, menos poderoso, menos rico que esos otros que habrían podido ser suyos con solo chascar los dedos, le había robado el corazón. Pero al pensar en él se le encogía el estómago como nunca le había ocurrido, como nunca le volvería a ocurrir. Y jamás aceptaría la idea de que no pudiera ser suyo.
Los últimos meses habían sido difíciles. Desde Navidad él procuraba evitar las ocasiones de cruzarse con ella, y cuando se encontraban cara a cara agachaba la cabeza. Algo había pasado, sin duda.
Pero, pensó deleitándose con la imagen del espejo, ella no era de las que deponían las armas. No era de las que renunciaban. Días atrás su amiga Edda, la hija del Duce, le había dicho por teléfono que, pese a echar de menos su presencia, debía reconocer que notaba en su voz una determinación fascinante y nueva. Si ella lo decía, debía de ser así.
Se observó la cara más de cerca en busca de arrugas que no encontró. Abrió el joyero y buscó una pieza bonita para ponerse: ya no se llevan las joyas en oro amarillo, le dijeron desde Roma; ahora se imponen el color blanco, el platino y los diamantes. En París no se usa otra cosa.
Sus negras pupilas se clavaron otra vez en el espejo y al sonreír se le marcó más el hoyuelo de la barbilla. Cuidado, Ricciardi, Livia Lucani viuda de Vezzi no se rinde. Hoy nada de casa y nada de libros.
Hoy, comeré en el Gambrinus.