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Ricciardi puso al corriente a Maione sobre el relato de Giuseppe Coppola. Mientras miraba la lluvia que, impulsada por el viento, golpeaba la ventana del despacho del comisario, el sargento murmuró:
—Vaya, parece que la tal Víbora sembraba el desorden. Y estos son solo dos de sus clientes, imagínese si además causaba el mismo efecto en los otros.
Ricciardi no estaba convencido.
—No creo que tuviera muchos. Por lo que entendí Coppola y Ventrone tendían a contratarla por el máximo tiempo permitido. Habrá que indagar más. Habrá que dar otra vuelta por el burdel y mantener otra charla con madame Yvonne.
—Y con la señorita Lily, comisario —dijo Maione—. La verdad es que no entiendo por qué quería encubrir a Ventrone. No había nada de raro en que dijeran que él había encontrado a la chica. ¿Para qué ofrecerse a mentir con el riesgo de verse metida en un lío, como ocurrió después?
Ricciardi estuvo de acuerdo.
—Tienes razón, en apariencia fue una actitud imprudente por parte de alguien que de imprudente tiene poco. Debe de haber otro motivo. El problema es que tanto Coppola como Ventrone, por limitarnos a los dos con los que hemos hablado, podrían haber matado a la muchacha aunque por distintos motivos.
—Ya se habrá dado cuenta —dijo Maione haciendo una mueca— de que a mí Ventrone me cae fatal. Es un enfermo. Quizá en una de esas se le fue la mano mientras jugaba a la maestra. Tarde o temprano los que tienen estas tendencias acaban metiendo la pata, porque van desplazando el límite continuamente primero una vez, luego otra y otra más, y así después del juego de la maestra a lo mejor pasan al de la almohada.
Ricciardi asintió.
—Así es. Luego tenemos a Coppola. Con lo locamente enamorado que estaba, ¿cómo se habría tomado una negativa? Él mismo reconoció que en su pasado hubo momentos de violencia aunque comprensibles. Llegó incluso a decirme que de no haber sido por las obligaciones que tenía con su familia habría matado al hombre que violó a Víbora cuando era una muchachita. Durante todo este tiempo podría haber alimentado el deseo de venganza, a saber.
Maione suspiró.
—No hay nada que hacer, cuando están de por medio las mujeres siempre hay lío, y en este caso, lío por partida doble, incluido El Paraíso. Por cierto, comisario, ¿por qué no aprovechamos que ahora llueve menos para darnos una vuelta por ahí? Antes de venir, mandé a Piro a sustituir a Cesarano, pero no podemos tenerlos encerrados mucho tiempo, además, con la Pascua al caer no disponemos de muchos hombres.
—Tienes razón. Por ahora, hasta que no tengamos claras las dinámicas, prefiero que no haya elementos de distracción. Vayamos a dar ese paseo. Y por favor, telefonea al doctor Modo, dile que venga él también. Me parece que necesitaremos un Virgilio en ese infierno al que llaman Paraíso.
* * *
Por la calle nadie lo habría reconocido, pero la lluvia de aquel Martes Santo había sido una honda decepción. Todos le habían tomado el gusto al perfume, al calor del sol en la piel, a la luz nueva, pero ahí estaban otra vez el viento, la lluvia y el sabor a tierra mojada.
Para colmo, los más optimistas que habían guardado la ropa de invierno no estaban preparados y se subían el cuello de las chaquetas ligeras, buscando una bufanda inexistente y caminando de puntillas para no estropearse los zapatos. Los paragüeros, por su parte, habían recobrado el fervor, pues la lluvia llegaba acompañada de un fuerte viento, flagelo de varillas y mangos, y gritaban su reclamo: «¡Paaaragüerooo! ¡Paaaragüerooo!». Habían sustituido a los vendedores de globos y juguetes de madera que la festividad de San José obligó a enjambrarse en la Villa Nazionale y los jardines, para tristeza de los niños a los que la Cuaresma dejaba sin golosinas.
Ricciardi y Maione llegaron a la meta no demasiado empapados, gracias a la brevedad del recorrido y a que procuraron caminar siempre debajo de las cornisas. El portoncito estaba cerrado, y justo ahí delante, algunos hombres vestidos con elegancia conversaban a media voz debajo de los paraguas. En cuanto vieron el uniforme de Maione se dispersaron a toda prisa. Ricciardi pensó que madame Yvonne tenía razón al lamentar los daños que le causaría el prolongado cierre del establecimiento.
Al cabo de unos minutos, saltando entre los charcos, llegó el doctor Modo, y se metió a toda prisa en el vestíbulo del edificio; el perro lo siguió, se sacudió el agua y se echó a poca distancia.
—Amigos míos, aquí estamos. ¿Habéis optado al fin por un poco de diversión? Ya comprendo por qué mandasteis cerrar El Paraíso, lo queréis todo para vosotros. En tal caso, gracias por invitarme a la fiesta.
Maione soltó la carcajada.
—¡Vaya ocurrencia la suya, doctor! Queríamos que disfrutara con nosotros de la lluvia, de pronto nos dio pena mojarnos solos. Y ahora que se ha empapado y se le han estropeado los zapatos bicolores, ya se puede ir. No lo necesitamos.
El médico agitó el índice debajo de la nariz del sargento.
—Sargento, es cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo. Tarde o temprano todos acaban bajo mi bisturí. ¡Entonces sí que me daré el gusto con usted!
Mientras Maione se afanaba en conjurar teatralmente la mala suerte, Ricciardi fue al grano.
—Bruno, necesito información sobre el funcionamiento de este sitio, y eres el único de mis conocidos que admite frecuentarlo. Quisiera saber qué tipo de preguntas debo hacer para evitar respuestas falsas que me resultaría difícil identificar.
—Comprendo. Estoy a tu disposición. Por cierto, aprovechando que hice el turno de noche, terminé la autopsia de la pobre Víbora y puedo adelantarte el informe médico, que luego te haré llegar por los conductos burocráticos adecuados. Si me invitas a comer, claro está.
Ricciardi suspiró.
—Un poco más y constas incluso en mi certificado de familia. En cuanto terminemos aquí, comeremos en el Gambrinus. Ahora dime, ¿qué debería saber sobre el funcionamiento de este lugar, especialmente en relación con quienes trabajan en él?
Modo se encogió de hombros.
—En primer lugar es un error pensar en un burdel como en el sitio al que solo se va a comprar sexo, por lo menos, uno de clase como este. Por lo general está prohibido en otros, pero aquí se come, tienen una cocina magnífica, se bebe, se juega a las cartas. Acuden también hombres mayores que hace años dejaron de interesarse en las mujeres, pero a los que les sigue gustando verse rodeados de muchachas guapas.
Maione se carcajeó.
—Ahora entiendo por qué viene, doctor, el detalle de los ancianos mirones se me había escapado.
Modo dio un pisotón en un charco y embarró los pantalones del uniforme del sargento.
—Ay, perdone, sargento. Ya sabe que como soy un anciano, la pierna a veces se me va para donde ella quiere y no la controlo.
Ricciardi trató de encauzar la conversación.
—¿Y las muchachas? ¿De dónde las sacan?
—La mayoría de ellas cambia de burdel cada quince días. Y eso es así por dos motivos, primero, para evitar que los clientes se encariñen demasiado, que surjan relaciones que den paso a los celos y las riñas; segundo, para crear la expectativa de novedad, tipo, vayamos a ver qué novedades hay en El Paraíso. Otras, en cambio, se quedan más tiempo, a veces durante años.
—Es el caso de Víbora y Lily, ¿no? ¿Y por qué ocurre?
Modo lo meditó.
—Ya te comenté que Víbora era famosa y madame la utilizaba para provocar la curiosidad de los clientes. Costaba bastante más que las otras, tenía una tarifa especial, y muchos venían únicamente para verla pasearse por el balconcito. Yo habré hablado con ella en un par de ocasiones, era simpática y muy hermosa. Y a su estilo, Lily también es atractiva. ¿Has visto qué pechos? ¡Solo les falta hablar! No será como Víbora, pero tiene sus adeptos.
—¿Sabes cómo era la relación entre ellas dos?
El médico trató de hacer memoria.
—No recuerdo haberlas visto mucho juntas, pero por otra parte, delante de los clientes las señoritas interactúan poco. Ahora bien, si aguantas la confidencia sin salir corriendo y gritando, debo decir que a cierto caballero que cumplía años sus amigos le regalaron un par de horas con las dos, y a juzgar por lo que contaba el hombre, parece ser que entre ambas no había fricciones apreciables. Al contrario. El festejado se pasó dos días riendo como un tonto.
Maione seguía sacudiéndose los pantalones.
—Por curiosidad, ¿cuánto puede costar una cosa de esas? Así me hago una idea de lo que dura el salario de un médico.
Ricciardi trató de no animar las divagaciones.
—¿Y los horarios? ¿Cómo son los horarios?
—A ver… en general —enumeró Modo—, por la mañana las chicas están libres hasta la hora de comer. Algunas reciben al novio, te sorprendería saber que muchas llevan una vida normal; rara vez salen para comprarse cosas, casi siempre piden a los trabajadores del burdel que les consigan los cosméticos, la lencería, esas cosas. Sobre las tres empiezan a prepararse, el burdel abre media hora más tarde y ellas salen a pasearse por el balconcito que ya sabes.
—De modo que —dijo el comisario— el homicidio de la chica se produjo al abrir. Eso limita las posibilidades a las personas presentes en ese breve intervalo.
—Por tanto —aclaró Maione—, a los dos últimos clientes, Coppola, que dice haberla dejado con vida y Ventrone, que dice haberla encontrado muerta.
—No solo eso —añadió Ricciardi—. En la habitación pudo haber entrado cualquiera del personal o de las otras chicas e incluso un cliente atendido por las otras. El cerco es demasiado amplio.
—Tienes razón, Ricciardi —intervino Modo—. Tengamos en cuenta, además, que para sorprender a alguien a traición y taparle la cara con una almohada no hace falta una gran fuerza, y las lesiones que encontré son compatibles con las que podría haber causado una mujer.
En efecto, pensó Ricciardi.
—Muy bien, Bruno. Voy a charlar un rato con señoras y señoritas. Espérame dentro de media hora en el Gambrinus, te he prometido invitarte a comer, ¿no? Ven, Maione. Vamos a divertirnos.