25

Ricciardi y Maione estaban acostumbrados: en su oficio no era posible llegar sin anunciarse, por sorpresa.

En el mejor de los casos los precedía un anuncio compuesto de susurros y chivatazos detrás de los postigos, mientras el sonido de las botas y los zapatos llenaba el silencio de los callejones solitarios. En el peor de los casos, una cohorte de chiquillos vociferantes los precedía cual irreverente fanfarria.

Así fue también en esa ocasión, los recibió una pequeña pandilla de niños descalzos que chapoteaban en el barro y los charcos de alrededor, riendo y cantando estribillos en dialecto al tiempo que trataban jocosamente de quitarle de la funda la pistola al sargento, que los echaba sin demasiada convicción como hace un buey con un enjambre de moscas borriqueras.

Al final de la calle, a un centenar de metros de la casa en construcción de los Cennamo, había una empalizada con una verja abierta de par en par. En la tierra se notaban las rodadas de los carruajes, y en el preciso momento en que llegaron, entró un cargamento de brécoles tirado por un mulo, con un campesino que seguía el carro. El hombre los observó con recelo, no los saludó ni se llevó la mano a la gorra.

Se encontraron en un amplio patio. El olor del establo cercano era penetrante, como el de las verduras apiladas en un local en el que vieron entrar el carrito cargado de brécoles. Salió a recibirlos una mujer de anchos hombros y aire decidido, que se limpiaba las manos en un delantal. Por el cabello rubio y los ojos azules dedujeron enseguida que se trataba de una consanguínea de los Coppola.

—¿Necesitan algo?

El tono no era hostil, más bien expeditivo: allí se trabajaba y no se podía perder el tiempo.

—Señora, ¿es aquí donde trabaja Giuseppe Coppola? —preguntó Maione—. Somos de la brigada móvil, el sargento Maione y el comisario Ricciardi. ¿Podemos hablar con él?

La mujer no se mostró en absoluto impresionada por la presencia de los policías en su patio. Los miró, mientras se secaba la frente con un pañuelo que acababa de sacar de un bolsillo de la falda.

—Me llamo Caterina, soy la hermana de Giuseppe Coppola. ¿Qué quieren de él?

No estaba mal la hermana de Giuseppe Coppola: tenía unos colores preciosos, los ojos le brillaban al sol igual que el pelo color del trigo maduro; pero sus rasgos se veían endurecidos por un carácter autoritario y resuelto y dos arrugas profundas en las comisuras de la boca. Sus brazos fuertes estaban habituados al trabajo pesado.

Maione dejó bien claros los papeles:

—Señora, si queremos hablar con él son asuntos que no le incumben, de lo contrario, hablaríamos directamente con usted, ¿no le parece? Un poco de paciencia; si está, vaya a llamarlo, por favor.

La mujer miró un buen rato al sargento como si estuviera a punto de darle un empujón. Maione adoptó la cara de sueño que solía poner cuando no quería dar vía libre a la polémica.

—No sé dónde se encuentra mi hermano. Estos días no hay manera de saber adónde va. Ojalá no tarde en despertarse, porque si no aquí se va todo al diablo. Mire en el establo. Yo tengo que comprobar la descarga de brécoles.

Se volvió hacia el carretero que habían visto entrar y le ordenó algo incomprensible en un dialecto cerrado. El hombre se detuvo con un enorme manojo de brécoles en los brazos, como paralizado por el grito, y depositó otra vez la mercadería en el carrito a la espera de nuevas instrucciones, atemorizado a ojos vistas por la mujer que fue hacia él a grandes zancadas.

—Una señora enérgica, ¿eh? —dijo el sargento—. Es peor que un hombre.

Procurando esquivar las boñigas de caballo desperdigadas por el patio, donde escarbaban unas cuantas gallinas, se internaron en la granja.

En contra de lo afirmado por Caterina, la empresa de los Coppola parecía funcionar a las mil maravillas. A un costado del amplio almacén se alineaba una decena de carros pintados de azul, y todavía quedaba sitio para otros tantos, que en ese momento debían de estar fuera. Unos hombres, todos con sombrero oscuro de fieltro y pañuelo anudado al cuello, se afanaban alrededor de los carros: revisaban las juntas y aceitaban los cubos de las ruedas. En el lado opuesto se veía la entrada a los establos, un gran arco del que procedían los relinchos. A Maione le recordaron las carcajadas de Nenita.

Al verlos entrar, con cara de preocupación, los trabajadores se concentraron todavía más en lo que hacían: en aquella ciudad todo el mundo tenía algo que temer cuando aparecía la autoridad. Los policías fueron hacia donde estaban los caballos.

Encontraron orden y limpieza en el establo donde trabajaban tres hombres y dos mujeres, ocupados en cepillar y asear a los animales. Allí también comprobaron que había diez caballos y faltaban otros diez. La mayoría estaba trabajando.

Un hombre se apartó del grupo y fue hacia ellos: se trataba de Pietro, el menor de los hermanos Coppola, al que Ricciardi había conocido en la jefatura.

—Buenos días, comisario. ¿Se acuerda de mí?

Ricciardi asintió y se lo presentó a Maione.

—Hemos venido a Antignano a ver a la señora Cennamo, la madre de Maria Rosaria. Y se nos ocurrió pasar un momento, para conocer el lugar y ver a su hermano.

Maione pensó que, aparte del pelo negro, el muchacho habría podido ser el gemelo de Caterina, pese a no poseer la musculatura poderosa de su hermana, aunque era bien ancho de espaldas. Daba la impresión de tener mejor carácter, porque Pietro sonrió y levantó las manos en las que sostenía un cepillo y un trapo.

—Sargento, disculpe que no le dé la mano, estaba limpiando a la yegua alazana que ve allá. Bonita, ¿eh?

En efecto, era un animal espléndido, alto y flexible, con las crines y la cola que parecían de seda beige, los ojos profundos y expresivos.

—Es bonita, sí —comentó Maione, admirado—. No tiene pinta de necesitar que la limpien. Los imaginaba distintos a los caballos de tiro.

Pietro se rio otra vez.

—Tiene razón. La verdad es que nos cuesta bastante convencerla de que tiene que tirar del carrito como los demás. Dígame, comisario, ¿en qué puedo ayudarle?

Ricciardi miró a su alrededor; allí tampoco había señales de Peppe la Fusta.

—¿Y su hermano? La señora de la entrada, que se ha presentado como su hermana Caterina, nos ha indicado que lo buscáramos aquí, pero me parece que no está.

Al muchacho se le borró la sonrisa de la cara.

—No, está en casa. Casi no sale desde… desde hace unos días. Espere, voy a llamarlo.

Hizo un gesto con la mano y se acercó a una guapa chica morena, joven y no muy alta.

—Les presento a Ines, mi novia. Ines, ve a casa a llamar a Peppe.

La chica hizo una breve reverencia y se alejó. Pietro suspiró.

—Teníamos pensado casarnos dentro de unos meses, en junio. Llevamos mucho tiempo de novios. Pero con mi hermano así… no me animo, y lo hemos postergado para más adelante. Ines tiene una hermana mayor, se llama Ada, y hace mucho que le echó el ojo a mi hermano, es maestra aquí, en Antignano, todos teníamos esperanzas de que Peppe se decidiera a dar el paso. Pero volvió a ver a Maria Rosaria y ya no pensó en nada ni en nadie.

Maione se secó la frente con el pañuelo.

—Dígame, Coppola, ¿cómo se organizan aquí?

—Es fácil, sargento. Yo me ocupo de los caballos y controlo los suministros. Mi hermana Caterina se ocupa de la mercancía, de dirigir a los campesinos y hortelanos y de la carga y descarga de los carros. La otra hermana, la más pequeña, a la que no han visto, Nicoletta, es la que va a los huertos y controla el cultivo de frutas y verduras. Y mi hermano se ocupa del dinero, él es el mayor, ¿sabe? Él creó la empresa y la dirige. Por eso ahora estamos en apuros, seguimos adelante, pero si no se recupera pronto, las cosas dejarán de ir bien.

Las palabras iban acompañadas de un tono preocupado. La empresa dependía mucho de Peppe; y tanto Caterina como Pietro confiaban en una pronta recuperación moral de su hermano.

—Mañana a las siete se celebra el cortejo fúnebre de Víbora —anunció Ricciardi—. Queríamos avisar a su hermano.

El muchacho se agitó.

—¡Por favor, comisario, no se lo diga! En el estado en que se encuentra ahora es capaz de cometer un disparate. ¡Lleva dos días sin dormir, bebe, no prueba bocado! ¡Nadie puede prever lo que puede llegar a hacer si se encuentra con quienes frecuentaban a Maria Rosaria! Y si…

Se interrumpió bruscamente cuando vio llegar a su hermano acompañado de Ines. Peppe tenía la barba crecida y el paso inseguro, el pelo sucio e impregnado de sudor, la camisa arrugada. Ricciardi y Maione notaron enseguida que había bebido, y mucho, pese a que todavía no era la hora de comer.

—¿Qué tal, comisario? ¿Alguna novedad? ¿Algún sospechoso?

La voz aguardentosa traicionaba la gran pena que el hombre llevaba en el corazón. Y no solo la voz.

—Saludos, Coppola. Estamos investigando. ¿Y a usted se le ha ocurrido algo?

Peppe miró a su alrededor, amenazante. Ines se alejó enseguida, regresó a la fuente y retomó la limpieza de los caballos. Pietro, en cambio, se quedó cerca, se sentó en el suelo y se puso a tallar una madera mientras miraba con preocupación a su hermano borracho. Maione pensó que el muchacho debía de sentir por Peppe un afecto rayano en la veneración, y verlo en ese estado debía de ser muy doloroso para él.

—Comisario, lo he pensado mucho y para mí no hay duda, el que mató a Maria Rosaria debe de haber sido ese cabrón del comerciante de santos y vírgenes, Ventrone.

—¿Por qué lo piensa? —preguntó Ricciardi—. ¿Y cómo sabe lo de Ventrone?

—Rosaria me hablaba de él, y yo lo sabía por lo que me contaban en el burdel, que aparte de mí, él era su único cliente. Un hombre sin sangre, encorbatado y con las manos limpias; pero con mucho dinero. Mientras él siguiera viéndola, ella ganaría demasiado. Yo le dije que no se preocupara, que el dinero para terminar la casa de su madre, ya la ha visto, ¿no?, se lo daba yo. Yo trabajo, ya lo ve, comisario. La empresa va bien. Si me decía que sí, ella venía aquí a vivir como una reina. Como una reina.

El hermano se levantó e hizo ademán de acercarse, pero Peppe lo detuvo.

—¿Y qué motivo pudo haber tenido Ventrone para matar a la muchacha? —preguntó Ricciardi.

Una rabia inmensa desfiguró el rostro de Coppola en una mueca horrible.

—¿Y a mí me lo pregunta, comisario? Porque la habría perdido. Ella había decidido casarse conmigo, lo sé, lo presiento. Lo único que quería era tener tiempo para decírselo a todos. Yo lo entendí así, y él también, por eso la mató. Y yo, tiempo al tiempo, lo mataré con mis propias manos.

Pietro corrió hacia él con los ojos bañados en lágrimas.

—¡No, no, Peppe! ¡No digas esas cosas! ¿No piensas en mí, en nosotros? ¿En la vergüenza de nuestra familia, en el fin de la empresa que has creado, no piensas en eso? ¿Y crees que si te ensucias las manos con sangre y acabas en la cárcel, o peor aún, consigues que te maten a ti también, Maria Rosaria volverá a la vida?

Maione puso una mano sobre el hombro de Peppe.

—Su hermano tiene razón, Coppola. Arruinará usted su vida y la de sus seres queridos. Déjenos hacer nuestro trabajo, verá que el comisario encuentra al culpable. Es cuestión de tiempo. No se comprometa.

Peppe seguía murmurando frases inconexas. Un hilo de baba le colgaba de los labios, las lágrimas incontroladas le surcaban las mejillas. Los trabajadores dejaron de almohazar y lavar a los caballos para contemplar la escena horrorizados. Pietro lloraba sin consuelo rodeando los hombros de su hermano con un brazo.

La primera en reaccionar fue Ines, la novia de Pietro, que batió palmas en dirección a los hombres y, con un tono que a Maione le recordó el utilizado por Caterina, les dijo que siguieran trabajando.

Ricciardi le hizo una seña al sargento y le dijo al muchacho:

—Coppola, nosotros nos vamos. Se lo ruego, por el bien de su hermano, no lo pierda de vista. Si le ocurriera algo a alguien, deberemos considerarlo responsable. ¿Está claro?

Empujando al hermano hacia la casa, el muchacho respondió:

—No se preocupe, comisario. Yo no lo dejo nunca a mi hermano. Y mañana…, una flor para ella, de su parte.

* * *

Sentados en un banco cerca de la parada del tranvía, Ricciardi y Maione entretuvieron la espera haciendo un repaso de la investigación.

—Qué curioso es todo, la verdad —dijo el sargento mientras se abanicaba con el sombrero—. Hablamos con un montón de gente, y, por un motivo u otro, cuantos conocían a Víbora podrían haberla matado, incluso los que no la conocían. Pero lo más curioso es que todos dicen que la querían: Coppola, Ventrone, Lily y madame. La única que la odiaba era su madre, pero dependía de ella económicamente, de manera que dudo que le retorciera el pescuezo a la gallina de los huevos de oro. Menudo enigma, ¿eh, comisario?

Ricciardi miraba el vacío con las manos en el regazo.

—Una situación compleja, sí. Tampoco nos ayudan el lugar del delito, ni el cadáver, que no presentaba marcas ni señales. En cuanto a la oportunidad, los cuatro la tuvieron; uno acababa de separarse de ella, el otro la encontró, las dos mujeres ya estaban en el burdel. Claro que los principales sospechosos siguen siendo Coppola y Ventrone.

Maione hizo una mueca.

—Sí, pero si quiere que le sea sincero, por un motivo u otro a mí Ventrone no me convence. Sobre todo por la reacción de Coppola, ya vio usted, se ha vuelto loco. Nadie hace una cosa así para acabar con la vida destrozada de esa manera, ¿no? Por otra parte, el comerciante podría querer ocultar la culpa haciendo ver que se preocupa por el entierro.

El comisario hizo una mueca burlona.

—Ventrone te cae fatal, ¿eh? La verdad es que tampoco veo nada claro a la gente de aquí, del Vomero. La madre de Víbora, por ejemplo, me parece demasiado resuelta. Su odio es excesivo, teniendo en cuenta que ha sacado partido del oficio de su hija. Y Coppola también tiene a veces unas reacciones exageradas. ¿Has visto cómo lo controla el hermano? Como si fuera a estallar de un momento a otro. Hay algo que todavía no está claro.

Traqueteando por la esquina apareció el tranvía, uno de los nuevos con ocho ruedas, pintado en dos tonos de verde.

—En medio de tantas plantas —se rio Maione—, con lo verde que es el tranvía no se lo ve llegar. ¡Menos mal que ha hecho ruido!

Ricciardi dio un brinco y subió al estribo.

El sol comenzaba el espectáculo del ocaso.