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De pronto todo estaba perfectamente claro. Claras las relaciones, claros los hechos, claras las modalidades.

Ricciardi tuvo que hacer un gran esfuerzo para no levantarse de un salto y salir corriendo a la jefatura; no había prisa. Además, no quería echar a perder el primer momento de serenidad del que gozaban Modo, Maione y Livia, y él mismo, en los últimos tres días.

Cuando abandonaron la taberna hacía rato que había salido el sol y ya era el día de Pascua. Las campanas, por fin libres, llenaron el aire con sus toques y por la calle comenzaron a amontonarse las viejecitas con chal negro, camino de las iglesias donde asistirían a todas las celebraciones.

Modo se pasó una mano por la cara y notó que una barba hirsuta reclamaba atención.

—Madre mía, señora, en qué desagradable estado de desaliño me he dejado ver. Tendrá que disculparme. En general, suelo cuidarme algo mejor.

—Faltaba más, doctor. En primer lugar, cuenta con la mejor de las justificaciones que pueda imaginarse. En segundo lugar, yo tampoco estoy en la mejor de mis formas. He pasado unos días bastante duros, aunque nada comparados con la experiencia que ha vivido usted.

—A mí, la verdad, me ha entrado de repente un hambre canina —añadió Maione—. Suerte que hoy es Pascua, que si todavía estábamos en Cuaresma, cometía un pecado y me iba al restaurante. Por cierto, doctor, quería decirle que esta noche, para mis adentros hice una promesa: si sueltan al doctor, viene a comer a casa. Lucia, mi mujer, ha preparado una pastiera tan rica que solo le falta la palabra.

—¡La pastiera! —exclamó Livia con alegría—. La tarta que me trajo ayer mi criada. Estaba preocupada porque en los últimos días casi no había comido. Es una tarta exquisita. A pesar de los nervios, me tomé dos porciones, y no veo la hora de dar cuenta de otra.

Habían llegado a la casa del doctor, en la piazza del Gesù. La gran iglesia de la pared diamantada estaba engalanada para la fiesta, y los fieles se agolpaban para la primera ceremonia.

—No pensaba volver a ver mi casa tan pronto —dijo Modo—. Les estoy agradecido, muy agradecido, amigos. De no ser el viejo médico de guerra que soy, con la piel dura que tengo, me echaría a llorar. Pero como sé que si hiciera algo así, me llevaríais de vuelta al cuartel, me contengo. Sargento, gracias por haber cuidado de mi amigo, creo adivinar que debajo de la pelambre lleva unos kilos más. Y gracias por la invitación, que acepto de mil amores. Duermo un par de horas, me afeito, me lavo como está mandado y nos vemos más tarde en casa de la hermosa señora Lucia.

Tras lo cual se acercó a Ricciardi y después de mirarlo fijamente a los ojos durante un buen rato, lo abrazó.

—Lo siento, Ricciardi. Vas a tener que aguantar este abrazo. —Le hizo una reverencia a Livia y añadió—: Mis respetos, madame, y toda mi gratitud. Es una suerte doble ser tan devoto de una mujer tan bella, todo son ventajas. Espero volver a verla pronto.

La mujer le hizo una graciosa reverencia.

—Ha sido un placer, doctor. Y quién sabe, tarde o temprano, quizá volvamos a vernos.

Cuando Modo hubo desaparecido tras cruzar el portón seguido por su perro, Ricciardi se volvió hacia Livia.

—Tendrás que disculparnos, Livia. Maione y yo nos marchamos, debemos resolver un asunto importante. Te agradezco mucho la ayuda. Estaré en deuda contigo para siempre, por el gesto que has tenido y que no me merecía.

—Me alegro mucho de que todo haya ido bien, y me alegro por el doctor, que es un hombre extraordinario. En cuanto a ti, espero que lo ocurrido te haya permitido comprender algo más de mí y de ti mismo. Feliz Pascua.

Se dio media vuelta para marcharse, pero siguiendo un impulso, Ricciardi la llamó.

—Livia, habías hablado de una fiesta, de la representación de Pascua que hacen esta noche en el San Carlo. Si todavía tienes intención de ir, me gustaría acompañarte.

Se quedó quieta, de espaldas. No estaba segura de haber oído bien. Además, había decidido irse de la ciudad, ¿no? Abandonar esa absurda ilusión, no seguir humillándose por un hombre que no la quería. ¿Y esa invitación, pensó un momento, no sería fruto de la gratitud por haber contribuido a liberar al doctor? ¿No sería demasiado poco para un nuevo comienzo?

No, se contestó. No era demasiado poco.

—¿Sabes una cosa, Ricciardi? Había decidido marcharme e iba a dedicar la velada a preparar el equipaje. Pero a fin de cuentas, es algo que puedo hacer mañana por la mañana, quizá después de haber tomado otra ración de esa maravillosa tarta. De acuerdo, acepto tu invitación. Te espero en mi casa, a las nueve.

Y se marchó, procurando que los dos hombres no notasen el regocijo que le iluminaba la cara.

Al quedarse solos, Maione le preguntó a Ricciardi:

—Comisario, ¿cuál es ese asunto importante que debemos resolver? Yo no estoy de guardia, si llego tarde a la comida de Pascua, esta vez sí que Lucia me mata y me sirve asado con patatas en lugar del cabrito.

Ricciardi caminaba a paso vivo hacia la oficina.

—Ahora lo entiendo, Raffaele. Lo entiendo todo. Sé lo que pasó y por qué. Sé quién mató a esa pobre muchacha y cómo lo hizo, y también los errores que cometió. Debo hacer unas comprobaciones, pero ahora lo entiendo.

Maione se afanaba por seguirle el ritmo.

—Comisario, cuéntemelo, así yo también lo entiendo. Dígame qué debemos hacer.

Y Ricciardi se lo contó, sin dejar de caminar a paso vivo, esquivando a todos los que se habían lanzado a la calle para celebrar la Pascua y la primavera, los madonnari, pintores que con sus tizas de colores dibujaban en las aceras a Mussolini bendecido por Jesús, los mendigos con su mandolina, su ocarina y vendas negras en los ojos, los mil vendedores ambulantes que ocupaban sus puestos delante de las iglesias.

Se lo contó todo, le habló de pasiones, emociones, dinero.

Se lo contó todo, le habló del crimen suspendido, como siempre, entre el amor y el hambre.

Se lo contó todo, y cuando llegaron a la entrada de la jefatura los dos estaban llenos de fuerza y energía, como si no llevaran dos noches sin dormir, como si no acabaran de enfrentarse a una experiencia desconcertante. Eran perros de caza que, después de vagar sin meta por los campos, por fin habían husmeado la presa, la panza pegada al suelo, dispuestos a saltarle al cuello.

Maione se restregaba las manos.

—Bien, comisario. Así se explica todo. ¿Cómo procedemos ahora?

Ricciardi seguía el hilo de sus pensamientos.

—Procedemos de esta manera: te vas con dos guardias a detener al asesino, sin llamar demasiado la atención. Ten cuidado, es posible que se lo espere, a pesar de que se ha ido tranquilizando con el paso de los días.

—¿Y usted, comisario? ¿Qué va a hacer usted?

Ricciardi frunció el ceño.

—Pasaré un rato en el burdel. Todos me invitan a que vaya y esta vez haré caso. A lo mejor encuentro alguna confirmación. Nos vemos más tarde en la jefatura; date prisa, que así llegas puntual a la comida y tu mujer no te asa con patatas.