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Debemos emplearnos a fondo, pensó Ricciardi. Disponemos de poco tiempo.

Como mucho dos días, y al doctor acabarán subiéndolo a un barco y llevándoselo a Ventotene. Cuántas veces, bromeando con él y Maione, Modo les había dicho: ojalá me mandaran al destierro; sol y playa, y ya no vería más vuestras caras feas.

Mientras subía por la via Monteoliveto, en dirección a la casa de Livia, en su corazón se mezclaban emociones contrapuestas; tarde o temprano habría terminado por ir a verla para disculparse por el comentario que la había ofendido. Pero sobre todo se preguntaba cuál era la respuesta a la pregunta de Maione: ¿por qué le había dicho aquellas palabras a Livia? ¿Qué sentía por ella?

Ahuyentó todos esos pensamientos, debía concentrarse en la liberación de su amigo.

No conocía la verdadera naturaleza de las relaciones de Livia con sus conocidos romanos. Ignoraba el resultado de su petición de ayuda, en caso de que lograra convencerla. Ignoraba cuánto tardaría en identificar el procedimiento que debían seguir. Ignoraba cómo se encontraba Modo y si no sería ya demasiado tarde.

Lo ignoraba todo.

* * *

Livia no conseguía recuperar las ganas de levantarse.

Estaba enfadada consigo misma, muy enfadada. Hacía tiempo se había jurado no volver a ponerse en manos de los demás ni permitir que otros dispusieran de un poder absoluto sobre su libertad.

Cuando así fue, había estado a punto de morir.

Encerrada en la oscuridad de su alcoba recordaba.

Recordaba los meses posteriores a la muerte de su hijo, cuando no encontraba un solo motivo para seguir caminando por el mundo. Cuando necesitó del consuelo de su marido, un hombre duro y egoísta que se había limitado a decirle: Ni para esto has servido. Y le había echado la culpa, él que no paraba en casa, él que jamás se había perdido una gira ni siquiera para estar en la cabecera de la cama de su hijo enfermo, jamás había renunciado a un viaje, a una velada, siempre pendiente del inmenso e inmerecido talento con que había sido dotado. La había acusado de no haberse cuidado lo suficiente, de no haber atendido con el debido celo la evolución de la enfermedad que acabó llevándose al pobre angelito.

Y así, se encerró en la oscuridad durante semanas, deseando con todas sus fuerzas una muerte que no había sabido buscar con sus propias manos, mil veces al borde de tomar un frasco entero de somníferos y dormir, dormir, dormir y no despertar más.

Recordaba, Livia. Lo recordaba todo.

Cuando se había levantado para abrir los postigos era primavera, como ahora. Se había arrastrado hasta el espejo, se había visto y había jurado que nunca más llegaría a ese extremo. Había desterrado el sufrimiento de su alma y había accedido a una dureza impropia de ella. Se había convertido en otra mujer, capaz de ir por la vida con paso seguro, de pasar indemne por un mundo de tiburones.

Lo había conseguido.

¿Qué la mantenía otra vez encerrada en la oscuridad de su alcoba, sin comer y sin saber si fuera era de día o de noche?

Estaba enfadada consigo misma, por esa debilidad que creía perdida en las nieblas del pasado.

Y estaba enfadada con Ricciardi, con su frío desinterés, con lo que había visto en sus ojos verdes y afligidos y que quizá solo había imaginado.

Ya estaba decidida a regresar a Roma, pero tenía miedo de retomar su antigua vida. Le faltaba la energía necesaria: le parecía que aquello era como escalar una montaña.

Pero lo conseguiría. Se lo debía a la memoria de su Carletto, porque si entonces no había muerto, ahora no podía morirse. Aunque para ella ahora estaba muerta la imagen de ese engaño llamado amor.

Oyó que llamaban a la puerta. Dijo: Dejadme en paz.

La doncella pronunció un nombre.

* * *

En un salón graciosamente decorado, Ricciardi esperaba saber si Livia lo recibiría.

Recordaba aquella casa.

Se le encogió el corazón cuando se encontró nuevamente delante del portón. Recordaba una noche de lluvia incesante, el peso inmenso de su dolor, el dolor habitual que aquella noche se había hecho insoportable. Recordaba la fiebre y los escalofríos, la percepción distorsionada de la realidad, la atroz soledad que lo estaba matando. Recordaba una puerta que se abría y luego una cama, una mano fresca sobre la frente ardiente.

Y recordaba el perfume, un perfume especiado, salvaje y sofisticado a la vez. Y una piel suave, acogedora, húmeda. Olores y sabores, una caída lenta como una pluma que llega al fondo de un abismo. Y dos ojos grandes y felices, una boca tierna que se abría en una sonrisa, mientras él se daba cuenta con un nuevo dolor que no podría mantener la promesa, que había traicionado dos veces: la confianza de quien no estaba, la esperanza de quien sí estaba.

Se preguntó qué lo llevaba de nuevo hasta allí. Y le vino a la cabeza la carcajada franca y grosera del doctor, el sombrero inclinado sobre la nuca dejando al aire el mechón de cabello cano, la mano de él en el hombro. Eso mismo hacía ahí.

La doncella apareció para anunciarle que la señora estaba enferma, y a él se le encogió otra vez el corazón. Insistió. La muchacha le pidió que esperase.

Y llevaba diez minutos esperando cuando la puerta se abrió y entró Livia.