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Ricciardi esperaba, oculto en un entrante entre dos edificios.
Al comprender que sería inútil tratar de dormir un poco, se había levantado y después de vestirse había salido de casa cuando a la noche le faltaba mucho para dejarle su sitio al alba.
Las calles desiertas acompañaron sus pasos cadenciosos en el aire fresco y húmedo que aún carecía de identidad, con esa indecisión propia de la primavera cuando queda suspendida entre el invierno y el verano. De vez en cuando Ricciardi se cruzaba con algún noctámbulo que regresaba de una juerga, achispado y risueño, o con obreros madrugadores montados en maltrechas bicicletas.
No faltaban los muertos, por lo demás nunca faltaban. Un niño al final de la via Foria, caído del tranvía del que se había colgado para viajar de gorra quién sabe a qué destino inútil, con la nuca hundida y una amplia herida sangrante en la espalda provocada por el arrastre, que murmuraba profético: «Virgen santa, virgen santa, que me caigo, que me caigo». Un motociclista cerca del cruce de Sant’Anna dei Lombardi con la via Toledo, con casco de cuero y un par de anteojos por los que se filtraba una negra lágrima de sangre, reía obscenamente diciendo: «Más rápido, todavía más rápido». Sigue así y acabarás mal, le contestó amargamente Ricciardi para sus adentros.
El comisario conocía bien aquella hora imprecisa, que parecía no tener fin, que no era noche pero tampoco mañana. Aquella hora era un territorio con su propio clima y su propio pueblo, con sus fronteras, con sus luces y sombras que se desvanecían al instante sin dejar rastro. La conocía porque, a menudo, cuando los sueños no le daban tregua, salía a la calle y se aventuraba a buscar una paz que no era más que un espejismo de su alma atormentada.
El dolor de los otros se transformaba en suyo. La maldición no era más que la imposibilidad de encerrarse en ese cómodo refugio de egoísmo con que todos venían dotados desde el nacimiento. Todos, menos él.
Jamás sabría por qué motivo le había tocado esa suerte. El motociclista que había ido demasiado deprisa, el niño imprudente que se había caído del tranvía y otros miles como ellos ya eran libres: él no. Nunca lo sería.
Le vino a la memoria Víbora. Desde que se había enterado de lo sucedido a Modo ya no había vuelto a pensar en ella; el asunto de su amigo era terriblemente urgente y por ese día las investigaciones tendrían que esperar.
Era extraño aquel crimen. Por lo general, había que buscar un móvil, un motivo por el que alguien llegaba a cumplir un acto atroz y antinatural; en este caso, existía una jungla de motivos.
Un crimen fraguado por la pasión, pero cometido de forma racional, de lo contrario, el asesino habría dejado algún rastro, un elemento, un objeto; habría cometido un error, como suele pasar cuando nos dejamos llevar por una emoción que nubla la mente y nos conduce a cometer un crimen. En este caso no había nada. Nada.
Quizá el asesino había sido muy cauteloso. O quizá solo había tenido suerte. Ricciardi no le encontraba ni pies ni cabeza.
Llegó por fin a su destino y se puso a esperar.
Mientras aguardaba a ser recibido por Achille Pivani, recordó las circunstancias en que se habían conocido. El verano anterior, en el curso de la investigación del homicidio de una noble dama, descubrió por casualidad la amistad íntima que el hijastro de esta última mantenía con un extraño funcionario del partido, un septentrional que cumplía tareas muy reservadas, y que sabía muchas cosas de todos: incluso del propio Ricciardi.
En esa ocasión el comisario comprendió que el fascismo era una realidad muy compleja, y que cuanto se fabulaba sobre la OVRA, la tristemente famosa policía secreta que impedía con oculta brutalidad las actividades antifascistas, verdaderas o presuntas, era, como poco, limitado. A través de una nutrida red de informantes constituida, en su mayor parte, por personas corrientes, vendedores ambulantes y porteros, empleados y criadas, recogía datos y noticias que se utilizaban después para reconstruir las posturas sociales y políticas de casi todos, en primer lugar, de las personas con mayor visibilidad. Y cuando el cuadro estaba completo, golpeaba sin piedad.
Pivani era un hombre sutil y atildado, cerca de los cuarenta, de voz sosegada, culto e inteligente; el enfrentamiento entre ambos le había parecido a Ricciardi un duelo con florete, una especie de danza ceremonial, en el que nunca se rozaban pero estaban siempre al borde de un destino potencialmente mortal. En otras circunstancias y en otro universo, ese hombre torturado e introspectivo tal vez le habría caído bien; pero poseía la fascinación sinuosa y letal de una serpiente de cascabel.
Ricciardi se acordaba bien de que al final de la única discusión que tuvo con Pivani, precisamente en la sede del partido frente a la cual se encontraba ahora, el hombre le había recomendado que hiciera lo posible para que Modo tuviera cuidado con lo que decía en público. Llevaba grabadas aquellas palabras que resonaron en su mente como una amenaza retrospectiva cuando se enteró por Maione cómo habían detenido a su amigo. Ahora se disponía a preguntar por lo ocurrido, aun a costa de correr un riesgo personal.
Un hombre con camisa negra llegó silbando, abrió el portón y se sentó en una silla en la entrada, sacó del bolsillo una hoja y la colilla de un puro. Poco después llegaron otros dos, y tras intercambiar algunas ocurrencias chistosas subieron las escaleras; se abrió una ventana del cuarto piso, donde estaba la sede de la sección, según recordaba Ricciardi.
Tenía decidido actuar cuando hubiese visto llegar a Pivani para no tener que permanecer demasiado tiempo entre fascistas hostiles. Su espera no duró demasiado: al cabo de unos minutos, una voz suave que venía de la sombra a espaldas de Ricciardi, dijo:
—Buenos días, comisario. Qué madrugador. Me consta que es una de sus costumbres.
—Buenos días, Pivani —contestó Ricciardi sin darse la vuelta—. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Tengo que hablar con usted. Es urgente.
—Me hago cargo —murmuró la voz desde la sombra—. Debo decir que esperaba su visita, aunque un poco más tarde. He pensado que lo mejor, para usted y para mí, es que no hablemos en mi despacho. Hay un café, aquí en la esquina, que abre temprano. Vaya para allá, me reuniré con usted dentro de unos minutos. No conviene que nos vean juntos en la calle.