18
Como si siguiera las órdenes de un director teatral, el sol se abrió paso entre las nubes precisamente en el instante en que Livia bajaba del automóvil, ofreciéndose a la mirada de los transeúntes en todo su esplendor.
Ricciardi encogió la cabeza entre los hombros, dando la espalda a la mujer y esperando no ser visto; por su parte, Modo ni siquiera intentó sustraerse a las espléndidas curvas de la soprano.
—Perdona, Ricciardi, ¿pero esa maravilla de la naturaleza no es la viuda del tenor, ese que mataron hace justo un año?
El comisario no tuvo tiempo de hilvanar una respuesta, porque Livia se dirigió hacia la mesa que ocupaban. Acababa de apearse del automóvil y al menos tres hombres se le aproximaron desde distintos puntos de la plaza, impacientes por ofrecerle su compañía: aquel también era un efecto de la primavera.
La mujer vestía un traje chaqueta, con falda de lana ligera en dos tonos de gris que destacaba sus curvas, y blusa de seda azul con estampados en tonos frambuesa. Sobre el pelo corto lucía una boina de lana graciosamente ladeada hacia la derecha; un collar de perlas y unos pendientes de platino y diamantes completaban un atuendo de exquisita elegancia.
Aunque no era por la belleza de su ropa por lo que todos los presentes, hombres y mujeres, se fijaban en ella: su forma de moverse, de mirar a su alrededor tenía algo de felino, suscitaba atracción y temor a la vez. Se notaba enseguida que era una mujer capaz de decidir sobre lo que le ocurría con un mínimo margen de error.
Livia tardó un instante en reconocer la nuca de Ricciardi, por la sencilla razón de que lo buscaba. Lo buscaba siempre, donde fuera, en todos los lugares donde se encontrara en aquella ciudad, a la que se había trasladado expresamente.
Se acercó y dirigiéndose al doctor Modo dijo:
—¿Puedo molestarlo, doctor? Sé que no se acordará de mí, nos conocimos hace un año en trágicas circunstancias. Veo que tiene compañía y que conozco a su acompañante.
Modo se había puesto en pie de un salto, dejando caer la servilleta y el tenedor y sacudiendo la mesita.
—¿Cómo iba a olvidarla, señora? Es un inmenso placer volver a verla. Por favor, háganos el honor de sentarse con nosotros.
Ella se dirigió a Ricciardi.
—Si a su acompañante no le molesta, con mucho gusto lo haré. Quería almorzar.
El comisario se levantó haciendo un amago de reverencia.
—No creo que tenga yo voz ni voto, visto el entusiasmo del doctor. Por favor, Livia, siéntate. Me alegra verte.
El camarero atildado llegó planeando con una silla y Livia se sentó.
—¿En serio? No lo parece —dijo—. Pero prefiero creer en tus palabras más que en la expresión de tu cara. Por otra parte, nuestro amigo Ricciardi no es de los que deja ver sus emociones, ¿no es así, doctor?
Sin ocultar su decepción, los tres aspirantes a acompañarla dirigieron sus atenciones a otros objetivos. Modo, que le hubiera dado la razón a Livia aunque hubiese dicho que el sol salía por el oeste, se apresuró a confirmar:
—No habría sabido expresarlo mejor, señora. No hay como Ricciardi si uno quiere sufrir. Precisamente decíamos que…
—… Que esta es, mejor dicho, era una comida de trabajo —interrumpió Ricciardi—. Hablábamos de un caso que investigamos en la jefatura y que el doctor Modo examinó ayer.
Livia agitó las largas pestañas.
—Ah, bien. Y no habrá nada malo en que una muchacha aburrida os escuche, ¿verdad?
Ricciardi hizo un gesto vago con la mano.
—No me parece oportuno. Son asuntos de trabajo y…
Modo no podía creer que él pudiera suscitar el interés de aquella mujer.
—En realidad se trata de un caso interesante, señora. El homicidio de una mujer hermosa.
Livia abrió la boca de par en par y se llevó una mano enguantada a la cara.
—¡Dios mío! ¿Y quién es la mujer a la que mataron? Esta mañana no he leído los diarios y…
Ricciardi fulminó a Modo con la mirada.
—Porque la investigación sigue en curso. El doctor me comentaba los resultados de la autopsia, pero se trata de algo de lo que no podemos hablar.
Livia miraba a Ricciardi pero se dirigió al médico.
—¿Lo ve, doctor? Ricciardi no solo me niega su compañía sino también una conversación normal. ¿Qué opina, por qué se comporta así?
—Señora, solo un loco podría negarle a usted algo, créame. Ya se lo cuento yo. Mataron a una prostituta en una casa de tolerancia muy conocida, no lejos de aquí, en la via Chiaia. Era una mujer célebre en su campo, conocida con el nombre de Víbora, como el personaje de la canción. —A media voz entonó—: Víbora…, víbora, en el brazo de la que hoy destruye todos mis sueños parecías un símbolo, el símbolo atroz de su maldad…
Livia lo miró fascinada.
—¡Qué bonita voz, doctor! He sido cantante lírica y sé juzgar la entonación. Canta usted muy bien.
Modo se ruborizó como un colegial.
—Muchas gracias. En fin, que a esta mujer la asfixiaron con una almohada y Ricciardi tiene que descubrir quién lo hizo. Por mi parte solo pude comprobar las causas de la muerte. Eso es todo. Ya habíamos comentado el asunto y estábamos comiendo.
La mujer se dirigió a Ricciardi.
—Un trabajo así puede hacer que se te pase el apetito, ¿no? ¿Tienes alguna idea de quién pudo haber sido?
Ricciardi negó con la cabeza.
—No, todavía no, la mataron ayer, aún es pronto. Estamos barajando varias pistas. Claro que una mujer como ella estaba rodeada de muchas pasiones, de emociones fuertes; resulta difícil determinar cuál de ellas pudo haber sido la más letal.
Modo se había puesto a masticar otra vez, tras pedir un tenedor limpio, con el que apuntó hacia el comisario.
—¿Se da cuenta? La culpa la tienen por fuerza las emociones. Nuestro Ricciardi podría prescindir de ellas, las borraría. De eso mismo hablábamos cuando usted llegó.
Livia no se sorprendió.
—Conozco las opiniones de Ricciardi sobre las emociones. Me consta que considera importante alejarlas de su vida. Tal vez tenga razón, los sentimientos pueden causar dolor, mucho dolor. Yo lo sé por experiencia; por desgracia, el saldo entre amor y sufrimiento es siempre pasivo. Pero creo que es imposible evitar el amor. ¿No le parece?
El comisario guardaba silencio, con la vista perdida en el vacío. Modo comprendió mucho más de lo que Livia acababa de decir.
—Tiene razón, señora. De la mañana a la noche, en el hospital veo a la gente luchar contra la enfermedad y la muerte solo por amor. Muchos vienen a pedirme con lágrimas en los ojos que salve la vida de su amor, porque de él depende su propia supervivencia. El amor puede destruir, es verdad, pero también puede salvar.
Ricciardi clavó la vista en su amigo. A sus espaldas el viejo suicida repetía sin cesar solo para oídos del comisario: «Nuestro café, amor mío; nuestro café, amor mío». El recuerdo del amor, reflexionó, le sobrevivió.
—Lo único que sé es que tal vez sin amor Maria Rosaria Cennamo, más conocida como Víbora, todavía estaría con vida. Y sentiría en su piel la primavera, en lugar del mármol de tu mesa de trabajo, Bruno. De todos modos, no es relevante lo que yo piense de los sentimientos, sí lo es encontrar a quien se sintió tan importante para quitarle la vida asfixiándola con una almohada.
Su tono fue duro y perentorio. Livia lanzó a Ricciardi una mirada de infinita tristeza, y pensó que hubiese hecho cualquier cosa, que estaba dispuesta a dar lo que fuese con tal de llevar un poco de amor a la vida de aquel hombre.
Tras un instante, para conducir la conversación por otros derroteros, Modo comentó:
—Da la impresión de que el tiempo quiere demostrar la locura del mes de marzo, ¿no cree? Ahora hace calor y esta mañana parecía que hubiese regresado el invierno.
Livia agradeció el intento del doctor.
—¿Qué hará usted por Pascua? Sé que en el San Carlo organizan una fiesta a la que me gustaría asistir, pero no tengo acompañante.
—Por desgracia, mi querida señora —se lamentó Modo—, siento cierta aversión a las ocasiones mundanas. Incluso porque en estos tiempos que corren los espantapájaros con camisa negra también pululan en los lugares de cultura, aunque no posean ninguna, y ver los maravillosos suelos de nuestro teatro real pisoteados por esas feas botas le causaría una gran angustia a mi pobre corazón.
—Cuidado, Bruno —dijo Ricciardi, con feroz ironía—. Con las amistades que tiene, tal vez la señora Livia informe de tus palabras y te haga deportar.
Se arrepintió inmediatamente de lo que dijo nada más percatarse del silencio frío que siguió. Aquella ofensa inesperada y gratuita sacudió a Livia, que apretó los labios. Modo lo miró disgustado.
—A veces no te entiendo, Ricciardi. Hablo demasiado y no oculto mis ideas, es cierto. Pero no es menos cierto que cada cual puede tener los amigos que le apetezca.
Livia lo miró con simpatía.
—Mi querido doctor. Soy amiga de algunas personas que ocupan puestos políticos, es verdad. Pero puedo asegurarle que la política no anima nuestras conversaciones, y que mis conocimientos del tema son demasiado limitados para tener una opinión, y que jamás, bajo ningún concepto, sería capaz de algo tan horrible como una delación. No soy más que una mujer estúpida que ama las cosas bellas y la música lírica, y que, para su suerte, todavía cree que el amor no es una desgracia, pese a que tengo motivos válidos para pensar lo contrario. Si me disculpan, se me ha quitado el apetito. Buenos días.
Se levantó y sin poder contener las lágrimas de frustración, se dirigió hacia el coche junto al que el chófer la esperaba fumando.
Mortificado, Ricciardi hizo ademán de levantarse para retenerla, pero luego se dejó caer en la silla.
Modo lo observaba con expresión apenada: su amigo nunca le había inspirado una tristeza tan honda.
Por mirar hacia donde ellos se encontraban uno de los camareros tropezó con una alfombra y se le cayó la bandeja.