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Livia se puso en marcha enseguida.

No quería pensar en las implicaciones personales de lo que Ricciardi le había dicho, ni alimentar esperanzas para matarlas en cuanto asomaran la cabeza, pero se sentía impulsada por una nueva euforia.

Además, había dicho la verdad: el doctor le caía bien. Le había inspirado simpatía de inmediato, en cuanto se lo presentaron junto con Ricciardi con ocasión del homicidio de su marido, y esa simpatía se había confirmado a los pocos minutos de su desafortunado encuentro en el Gambrinus.

Livia no se sentía fascista, tampoco antifascista. La política, como dijo también en aquella ocasión, no le interesaba; cada vez que en una fiesta o en el teatro sus acompañantes hablaban de política, ella se abstraía y pensaba en otra cosa. Sin embargo, estaba convencida de que había algo equivocado si un hombre como Modo, abierto, inteligente y, como decía Ricciardi, bueno con el prójimo, acababa en la cárcel para ser enviado al confinamiento o lo que fuese.

Había cogido un sobre, había escrito su nombre y en el interior, según las instrucciones recibidas, incluyó una hoja en blanco. Se lo había dado a la criada para que lo llevara a un edificio no muy lejos de allí y lo entregara al portero.

Después se había puesto delante del espejo y el espectáculo que vio le causó horror; puso manos a la obra y se dedicó a un profundo arreglo de su persona, sin llegar a sospechar siquiera que para Ricciardi nunca había estado tan hermosa.

* * *

No había pasado ni media hora cuando oyó a la criada llamar otra vez a su puerta. Tenía una visita, y el señor no había querido dar su nombre.

Encontró a Falco de pie, frente a la ventana, mirando la calle. Cuando ella entró, sin darse la vuelta el hombre dijo:

—Qué hermosa llega a ser la primavera. El aire de la ciudad también está renovado y se nota. Es el aire de la esperanza, ¿no cree?

Livia se sentó en el sillón.

—Buenas tardes, Falco. Gracias por haber venido enseguida; no es que dudara de su solicitud, naturalmente.

Falco inclinó apenas la cabeza en señal de asentimiento. Era de estatura media, muy elegante y sobrio, vestía traje oscuro de raya diplomática y chaqueta cruzada; despedía un leve aroma a lavanda. Llevaba el escaso pelo canoso peinado hacia atrás y daba la impresión de que acababa de afeitarse.

—Señora, de todos los deberes que me impone mi trabajo, su llamada es, sin ninguna duda, lo más grato. Permítame que aproveche la ocasión para felicitarla por el nuevo corte de pelo que da realce a sus magníficas facciones.

A pesar de la tensión que sentía, Livia no pudo reprimir la carcajada.

—¡Cuidado, Falco! ¡Que por las grietas de la coraza se le filtra la galantería! Acabaré creyendo que es humano.

Falco se sentó frente a ella.

—Entran ganas de decir «por fin». Por desgracia, no suele ocurrir que se crea que somos humanos. ¿Puedo saber a qué debo su invitación?

—Tengo que llamarle la atención —dijo Livia agitando el dedo índice— por no verlo preocupado a pesar de que es la primera vez que nos vemos a petición mía. Podía haber necesitado de su presencia por algo desagradable, ¿no?

El hombre negó con la cabeza.

—El último informe es de hace dos días; regresó a casa en el coche y sin problemas. Como mucho podía tratarse de un malestar, pero nada grave. ¿Me equivoco?

Livia cambió de actitud y se puso seria.

—No me gusta recordar que me espían en todo momento. Y no está bien por su parte que me lo recuerde.

—Tiene razón. También es verdad que me ocupo de usted con mucho esmero y que mi intención no era otra que tranquilizarla. Nada malo puede ocurrir mientras nosotros velemos con discreción por su seguridad.

Por desgracia no es verdad, pensó Livia. Pero dijo:

—De modo que sabrá que hoy he recibido una visita.

Falco se levantó de nuevo y se asomó a la ventana.

—Sí, ha recibido una visita. Así me lo ha comunicado quien me habló de su invitación. Espero que la persona que vino no la haya molestado.

—Sigo pensando que no es asunto suyo, Falco —contestó Livia, tajante—. Tampoco lo es de quien le pidió que se ocupara de mí. La persona que ha venido a verme con plena aprobación por mi parte, dicho sea de paso, me ha planteado una cuestión y he sentido la necesidad de transmitírsela con toda urgencia. Ese es el motivo de mi llamada.

Falco no dejó de mirar por la ventana y se quedó callado.

—Como le parezca, señora —dijo luego—. Estoy aquí para escucharla y, si puedo, para satisfacer sus deseos.

Livia lanzó un profundo suspiro.

—Falco, tengo la impresión de que ya sabe lo que voy a decirle. Si quiere oírlo expresamente, entonces debo pedirle que se emplee a fondo para que suelten al doctor Bruno Modo, al que retienen sin motivo en algún lugar que usted sabe.

Falco se volvió hacia ella.

—Entonces, señora mía, de ahora en adelante hablaremos de conjeturas. Supongamos que yo conozca a la persona que menciona, y supongamos que sepa que está detenido y que se encuentra en un lugar que conozco, ¿en qué se basa para decir que eso ocurre sin motivo? ¿Acaso piensa que no puede haber motivos, incluso importantes, para que eso ocurra?

—Por favor, Falco —bufó la mujer—. Usted y yo sabemos muy bien cuáles son esos motivos. Mi amigo, el que me visitó, me lo contó todo, y me fío de él. Ciegamente.

—Se fía. Ciegamente. Hasta el punto de dejar Roma para instalarse aquí por él, y de perseguirlo sin miedo a perder su orgullo. Hasta el punto de permitirle que le importe tan poco su dolor.

Livia se levantó de un salto, enfurecida. La gracia de sus movimientos felinos se acentuó con la rabia.

—Debería echarlo a patadas —siseó—, llamar enseguida a Roma y decir alto y claro lo que ha tenido la osadía de decirme. No vuelva a hacerlo nunca más, ¿entendido? ¡Nunca más!

El hombre pestañeó.

—Disculpe. Le ruego que me disculpe. No es profesional por mi parte, pero creo que una persona como usted, con la vida que ha tenido, no merece sufrir. Y por ser quien es.

Livia se calmó y se sentó de nuevo.

—Entonces comprenderá que si lo he llamado a usted y no he telefoneado directamente a Roma es una decisión que le indica hasta qué punto creo también en su sensibilidad de hombre.

—Sí y se lo agradezco. Por otra parte, he de reconocer que aprecio el trabajo del doctor, y el empeño que pone en ayudar a la gente. Al fin y al cabo esta es mi ciudad. Ese es el motivo por el que hemos pasado por alto algunos comportamientos y muchas declaraciones que no se abstuvo nunca de hacer en público. Pero esta vez, como ya sabrá, la cosa ha pasado a instancias superiores.

Livia se inclinó hacia adelante.

—Lo sé, Falco. Pero quizá aún estemos a tiempo de ponerle remedio. ¿Es cierto que el traslado está previsto para el domingo por la mañana?

El hombre la miró fijamente sin responder.

—Ignoro cómo consiguió ese dato su amigo —dijo al fin—, ni siquiera yo lo tenía. Pero es posible, sí. El barco…, el vehículo que debería trasladar a los detenidos podría llegar en cualquier momento entre mañana y el domingo, en efecto.

—De manera que disponemos de pocas horas. Debo saber si puedo contar con usted, Falco, de lo contrario, tendré que recurrir a Roma directamente. Algo que preferiría evitar. Supondría tener que dar demasiadas explicaciones y utilizar un crédito del que no sé si puedo disponer. A las muñecas como yo, ya lo sabe usted, no se les perdona que hablen de cosas serias.

—Usted no es una muñeca, señora. Es una persona maravillosa, dotada de un increíble talento. La oí cantar, en su día, y lo sé.

Ahora la sorprendida fue Livia.

—¿En serio? ¿Cuándo? Llevo sin cantar desde…

—… Desde que ocurrió la tragedia de su hijo, sí. Pero en otra vida me concedía el placer del teatro. Y tuve la suerte de escucharla.

Siguió un silencio cargado de recuerdos.

—Así pues —dijo ella—, en nombre del placer que experimentó entonces, y en nombre de… esta secreta y extraña amistad, si puede ayudarme, hágalo, se lo ruego.

Falco volvió a callar, pensativo.

—De acuerdo. No sé qué efectos podrá tener, le aseguro que nuestros interlocutores hacen gala de unas reacciones francamente imprevisibles. Tampoco sé si tenemos alguna posibilidad de éxito, pero lo intentaremos. Con la mejor de las voluntades, lo intentaremos.

—Se lo agradezco, Falco. Desde ya se lo agradezco. Entiendo que no es fácil, y entiendo lo complejo que puede ser un trabajo como el suyo. ¿Cómo piensa proceder?

—Aún no lo sé. Debo buscar los contactos adecuados, y preparar algún motivo que haga más gravoso retener al doctor que soltarlo. Tal vez la tozudez de su amigo y de su sargento, una posible insistencia por parte de ellos, serían argumentos válidos. No lo sé. Espere mis noticias. Le aseguro que le llegarán, pero no antes de veinticuatro horas. Entretanto, por favor, no tome iniciativas. ¿Me lo promete?

Livia lo miró fijamente; era el momento de decidir si fiarse o no de ese hombre. Decidió hacerlo.

—De acuerdo. Esperaré aquí en casa a que me diga dónde ir a recoger al doctor. Y luego deberá decirme cómo retribuirle este inmenso favor que me hará.

Falco recogió el portafolios de piel y el sombrero que había dejado en una repisa.

—Si consigo salir airoso de esto que es toda una empresa, y lo digo en serio, le pediré que cante para mí. Una sola vez.