10
El hombre empezó a hablar; su voz parecía venir de lejos.
—Yo soy del Vomero, cerca de Antignano. Ahora hay casas señoriales, los ricos vienen a respirar el aire bueno del verano; y desde que hace dos años pusieron el funicular, hay quien se ha instalado allí definitivamente. Pero cuando yo era niño solo había bosques, algún huerto y cuatro casas de campesinos. Había poca juventud, todos se marchaban pronto a buscar trabajo a las fábricas, a la acería de Bagnoli, incluso al extranjero, a América. El hambre, comisario. El hambre es una mala bestia, que por la noche viene a buscarte y no te deja dormir y de día te quita las fuerzas y hace que te duermas de pie, cuando deberías estar despierto. —Hizo una pausa—. Entre los pocos jóvenes estábamos nosotros, mis hermanos y yo. Mi padre murió joven, yo soy el mayor y casi no me acuerdo de él, mi hermano Pietro que casi tiene veinte, apenas lo vio. Mi madre sacaba algo de comer de la tierra, por la noche nos turnábamos para vigilar que nadie nos robara las cuatro hortalizas que cultivábamos en el huerto. Cerca de nosotros vivía la familia Cennamo. Y estaba Rosaria.
Mientras escuchaba, Ricciardi notó la reverencia con la que el hombre nombraba a la muchacha, como si fuese una divinidad.
—Siempre fue hermosa, comisario. Pese al hambre, a las privaciones, a la cara sucia de tierra y a las uñas rotas, a las piernas llenas de ronchas por las ortigas, era hermosa. Tiene como una luz por dentro, cuando llega ella ya no se puede mirar nada más. Siempre ha sido muy hermosa. —Se estremeció, como presa de un terrible pensamiento, y se volvió hacia su hermano—. Era. Debo decir «era muy hermosa». Porque está muerta, ¿no? Está muerta, Pietro, y nunca más volveré a ver esa luz que llevaba dentro.
Le salió un raro sollozo, un ruido del vientre, agudo y sombrío a la vez, que a Ricciardi le produjo escalofríos. De pie, a espaldas de Giuseppe, el muchacho le puso a su hermano la mano en el hombro y susurró:
—Sigue, Peppi’. Sigue, el comisario te está escuchando.
Coppola continuó.
—Rosaria y yo siempre estuvimos juntos, desde que tengo memoria. Nos enamoramos enseguida, y todo el mundo sabía que nuestras vidas estaban unidas. Nos imaginábamos a nuestros hijos, la casa que nos construiríamos, las cosas que haríamos. Nos pasábamos los días pensando en nuestro futuro. Pero a medida que transcurría el tiempo, quedó claro que había un problema, comisario. Un peligro amenazaba con desbaratar todos nuestros sueños. Ese peligro era la belleza de Rosaria. —Fuera retumbó un trueno en dirección al mar—. Rosaria era hermosa y día tras día se hacía más hermosa. Ni uno solo de los que pasaban por las casas de labranza, los comerciantes que venían a comprarnos brócolis, los carniceros que nos traían los cerdos para engordar, conseguía mirarla sin alargar la mano. Yo tenía dieciséis años y ella catorce, y no sabría decirle la de veces que tuvieron que sujetarme para impedirme que sacara el cuchillo y acabara en la cárcel con mis huesos. Pero hoy comprendo que una mujer así, tan bella, no puede nacer en un lugar como ese. No es adecuada. La belleza, comisario, es algo que uno debe poder permitirse. —Las gotas de lluvia comenzaron a golpetear los cristales—. En los pueblos como el nuestro hay siempre un señor. Un rico, un noble o un violento que se compra el mundo a escopetazos. Nuestro pueblo también tenía el suyo, y a fuerza de infundir miedo había llegado a alcalde. Estaba casado, tenía muchos hijos, y un montón más desperdigados por las comarcas, su vicio eran las mujeres hermosas. Una debilidad. Un día, cuando pasaba con su carruaje vio a Rosaria caminando descalza por la calle, con una cesta en la cabeza. Iba andrajosa, muerta de hambre, sucia. Nada de eso la hacía menos hermosa. Él podía haber sido su padre o su abuelo, tenía hijos mayores que ella. Pero fue verla y quererla. Y se hizo con ella. —Aquellas últimas palabras hablaban de una herida antigua aún no cicatrizada. El hombre calló y tras lanzar un suspiro siguió diciendo—: Nadie podía hacer nada. Claro, me quedaba la solución de matarlo y morir yo, pero entonces ¿quién iba a ocuparse de mi familia? Mi hermano era todavía niño, mis hermanas también. Mi madre me miró a la cara y me suplicó de rodillas. Y así la perdí la primera vez. No la vi durante años, ya se encargó él de llevársela lejos para que no la viera su esposa. Él también había perdido la cabeza, la belleza de Rosaria es como el vino joven, cuando hace calor te lo bebes y a la que te despistas, te deja tumbado en el suelo sin que te des cuenta. Era. Era como el vino joven. —Parecía derrotado por su incapacidad de aceptar que Víbora estaba muerta—. Un buen día supe que había tenido un hijo, un varón. Entonces comprendí que la había perdido para siempre. Aquel niño era la destrucción definitiva de nuestros sueños, de las tardes que pasamos sentados en la paja, bajo el sol, imaginando nuestro futuro. Y me puse a trabajar en serio: no me quedaba más salida.
Pietro, a espaldas de su hermano, le susurró:
—Nos tenías a nosotros, Peppi’. A tu familia.
—Sí, os tenía a vosotros. Por vosotros me empeñé de verdad. Compré un caballo y un carro, comisario. Iba a la ciudad a vender hortalizas. Pensé: ¿Por qué venderlas por dos céntimos a los mayoristas cuando puedo ofrecerlas directamente? No fue fácil, no te dejan entrar en el mercado así como así, ellos dividen las zonas y se las reparten. En un par de ocasiones me vi con un cuchillo apuntándome a la cara y tuve que reaccionar. A lo mejor usted ya lo sabe, comisario, que cuando a uno le importa poco la vida resulta muy difícil de convencer. No maté a nadie, pero me vi obligado a romperle la crisma a unos cuantos. Y al final conseguí un espacio propio.
Pietro, que seguía de pie, hizo un gesto de orgullo que a Ricciardi no le pasó inadvertido. A pesar de la evidente sumisión del más joven, el vínculo entre los hermanos debía de ser muy fuerte.
—Me pasaba el día encima del carro, los caballos siempre me habían gustado, por eso me llaman como me llaman desde niño. En cuanto Pietro tuvo edad suficiente nos compramos otro carro, y después, con el dinero adquirimos otro huerto, que mis hermanas se pusieron a cultivar. Y luego vinieron otro carro y otro huerto, hasta convertirnos en lo que somos ahora, la mayor empresa de fruta y verdura de todo el Vomero.
Ricciardi escuchaba con suma atención.
—¿Y Rosaria? ¿Cuándo volvió a verla?
La momentánea distracción que supuso hablar de su actividad fue barrida como una nube por el viento y el dolor se reflejó de nuevo en el rostro de aquel hombre.
—Hacía un par de años que no tenía noticias de ella. Supe que aquel desgraciado acabó como se merecía, alguien le rajó el vientre con un cuchillo. Rosaria se había marchado, nadie sabía adónde; dejó al niño con la abuela, y allí sigue con ella, en el pueblo. Yo tenía clientes importantes, cuando les llevas la mercancía hasta sus casas, están dispuestos a pagar mejor; uno de esos clientes era el burdel. Un día que estaba descargando, entró en la cocina una mujer y dijo: ¿Tienes una manzana buena como las que se comen en mi pueblo? Le juro comisario que si no hubiese hablado, no la habría reconocido. Siempre había sido hermosa, pero la muchacha que tenía ante mis ojos no solo era guapa, era un milagro. Pero reconocí la voz. Y dije: Rosa’, ¿eres tú? —Embargado por la emoción del recuerdo, no podía articular palabra. Con gesto incómodo, el hermano le puso otra vez la mano en el hombro y, tras una pausa, Giuseppe prosiguió—. Me miró. No olvidaré nunca aquella mirada. Se echó a llorar y subió corriendo al piso de arriba. Como ya le dije, comisario, yo soy muy cabeza dura, así que me armé de valor y una noche entré por la puerta principal, subí las escaleras y me puse a esperar. De vez en cuando la señora me preguntaba: Joven, ¿espera el tren? Y yo le contestaba: No, señora, espero a una muchacha que me guste, estas que veo no valen nada. Hasta que al balconcito donde desfilan las señoritas sale ella, mi Rosaria. Y me mira, no dice ni una palabra. Yo me levanto, espero hasta que me hace una señal, pago lo que me piden por una hora y subo a su habitación. Nos quedamos varios minutos sin decir nada, comisario. Solo nos miramos a la cara. Después, los dos rompemos a llorar como tontos y nos abrazamos. —La lluvia caía con fuerza y surcaba los cristales como lágrimas. La plaza se fue llenando de gente que miraba el cielo como perdida, sujetando con las dos manos los paraguas que el viento trataba de robar—. Pasaron seis meses. Yo dispongo de dinero, no tengo vicios y la empresa va bien. Iba a ver a Rosaria todos los días, compraba su tiempo. Me acostaba en la cama, con ella, y hablábamos; teníamos que contarnos muchas cosas. Y nos besábamos, claro. Pero lo otro no, no lo hacíamos. Yo quería esperar.
Ricciardi pensaba en los cabellos rubios hallados en la almohada que había matado a Víbora, iguales a los del hombre que tenía enfrente.
—¿Por qué quería esperar, Coppola?
—Había reencontrado al amor de mi vida, comisario. La única mujer que quería a mi lado, la compañera que había elegido cuando todavía era niño. ¿A usted qué le parece que podía querer? Le había pedido que se casara conmigo. Que dejara ese oficio, ese lugar infame y que se viniera conmigo a hacer de reina de mi casa, el lugar que le correspondía.
—¿Cuándo se lo pidió? ¿Y qué le contestó ella?
Coppola se peinó con la mano el pelo del color del trigo.
—Se lo pedí muchas veces en estos meses. No hablábamos de otra cosa. Ella me daba largas, decía que todo el mundo sabía a qué se había dedicado en los últimos años, que para mí sería una vergüenza, que todos se reirían a mis espaldas. Yo le decía que por ella estaba dispuesto a mudarme a otra ciudad, que nos marcharíamos a donde nadie nos conociera; y que nos llevaríamos a su hijo, que lo criaríamos como si fuera mío. La convencí, yo sé que había decidido casarse conmigo. Precisamente ayer me pidió que le diera unas horas para tomar una decisión definitiva.
Ricciardi prestaba atención para captar todos los matices.
—De modo que todavía no le había dado una respuesta. ¿Cómo fue la última conversación? ¿Se pelearon?
—¡No, claro que no! —contestó Giuseppe con vehemencia—. Me besó con ternura y me dijo: No te preocupes. Vuelve mañana y te diré lo que he decidido. Pero sonreía, y yo la conocía muy bien, había decidido darme el sí, se lo aseguro. Se casaría conmigo. Por eso la mataron, ¿no lo entiende? ¡Precisamente porque había decidido casarse conmigo y dejar ese lugar infame!
Se desmoronó en la silla, destrozado, llorando sin recato, con las manos en la cara. Su hermano le rodeó los hombros con los brazos y le dijo a Ricciardi:
—Mi hermano es inocente, comisario. Jamás le habría puesto la mano encima a Rosaria. Al morir ella, él también se ha muerto. Ya no tendrá mujer ni hijos ni futuro. Ahora nos toca a nosotros, a su familia, estar a su lado.
—De todos modos tengo que pedirles que estén localizables y que no abandonen la ciudad sin nuestra autorización. Por mi parte, solo puedo prometer que haremos lo imposible, repito, lo imposible para que el homicidio de esta muchacha no quede impune.
Giuseppe se levantó sin dejar de llorar. Su hermano lo acompañó hasta la puerta sosteniéndolo del brazo. Ricciardi se enterneció ante aquel afecto inmenso y desesperado.
—Un último detalle, Coppola, dijo usted que desde niño tiene un sobrenombre. ¿Cuál es?
Giuseppe no lograba contestar, por lo que fue su hermano quien se detuvo en el umbral, se volvió a medias hacia Ricciardi y dijo:
—Somos una familia que depende de los caballos, comisario. A mi hermano todo el mundo lo llama Peppe la Fusta.