38
El sol había salido hacía menos de una hora cuando el sargento Maione llamó a la puerta del último apartamento del último piso del último edificio de la via San Nicola da Tolentino.
Pasaron casi dos minutos antes de que se abriese la puerta y saliesen de la penumbra los ojos hinchados y legañosos de Nenita.
—Pero quién… Ay, Virgen santa, sargento, ¿es usted? ¿Qué ha pasado, quién se ha muerto?
Maione estaba impaciente.
—Date prisa, Nenita, déjame entrar. Y despierta, échate un cubo de agua en la cara y despierta, que te necesito despejado y alerta.
El travesti se apartó y dejó pasar al sargento al tiempo que se arreglaba el pelo deprisa y corriendo.
—Dígame la verdad, su esposa lo ha echado de casa, ¿es eso? Y como no sabía adónde ir, ha pensado en mí. ¡Qué romántico! Pero no se preocupe, en mi casa siempre encontrará un plato de comida en la mesa. En cuanto a la cama, le aseguro que nunca habrá estado tan cómodo. La mía es de dos plazas y media, y no sabe usted la de acrobacias que…
Maione juntó las manos.
—Nenita, por favor, te lo ruego. Sí, lo has oído bien, te lo ruego. Y yo que nunca he rogado nada a nadie, esta mañana te ruego que estés callado y me escuches. No es momento de bromas, ha ocurrido algo muy grave y tienes que ayudarnos, y ese es también el motivo por el que me contengo y no te mato aquí mismo, como me gustaría hacer. Pero que sepas que mi esposa no me ha echado y que para verme obligado a mudarme a tu casa no debería encontrar refugio en ningún zaguán o callejón de Nápoles. He venido para pedirte ayuda y tienes que prestarme atención.
Nenita se mostró abiertamente sorprendido por el tono de Maione.
—Sargento, ahora sí que consigue preocuparme en serio. Deje que le prepare un sucedáneo de café, nos sentamos y hablamos.
—Déjate de sucedáneo. Tengo que pedirte una información que necesito con la máxima urgencia. Siéntate y escucha.
Nenita se sentó con gracia en su butaquita de bambú, cerrándose la bata de seda. Una sombra de barba negra le cubría la cara y sus ojos conservaban restos de maquillaje corrido; consideró necesario darle al sargento una justificación.
—Por favor, sargento, no me mire usted, que no hace ni media hora que mi cliente se ha ido y tenía pensado maquillarme de nuevo después de dormir al menos una horita. Es tremendo, un albañil del barrio de San Lorenzo, le dice a su mujer que trabaja de vigilante nocturno para redondear el sueldo, pero si quiere que le diga la verdad, no entiendo cómo hace esa para tragárselo… Sí, sí, de acuerdo, tiene razón, es urgente. Cuente, cuente.
Maione lo miraba enfurecido.
—Presta atención. ¿Te acuerdas del doctor Bruno Modo? Ayer estuvo en la via Chiaia, en el funeral, por llamarlo de algún modo, de Maria Rosaria Cennamo.
Nenita soltó una risa por lo bajo.
—¡Ay, Jesús! ¿Tenía que verlo en el funeral de Víbora al doctor Modo para conocerlo? A ese lo conoce todo Nápoles por lo bueno y atento que es con la gente pobre y necesitada. Por no hablar de sus visitas, más que asiduas, a los mejores burdeles de la ciudad. En el Pendino trabaja una compañera mía que prácticamente lo veía a diario… ¡Ay, sargento, madre mía del alma, qué susto!
Maione había sacado el revólver y lo había apoyado con delicadeza en el centro de la mesita.
—No puedo morirme de dolor de hígado, así que es mejor que te mueras tú, Nenita. ¿Ves esto? Está cargado. Y te juro que la próxima vez que te pongas a contarme tu vida, o la de los demás, te pego un tiro y problema resuelto. Siempre podré decir que vine a detenerte y que tú me atacaste, cosa que en cierto modo es verdad, porque si no te callas y me escuchas, primero te meto un tiro y después te detengo. ¿Entendido?
El travesti miraba el revólver con cara de espanto, diciendo que sí con la cabeza. Maione se dio por satisfecho.
—Por fin. Te acordarás entonces de que hubo una discusión entre el doctor, un servidor y cuatro fascistas. Ayer nos enteramos de que al final de la mañana, se llevaron del hospital al doctor en contra de su voluntad, lo metieron en un coche sin matrícula, en el que viajaban por lo menos tres hombres. Tengo que saber quiénes eran esos hombres y adónde se llevaron al doctor, y si fuera posible, por qué.
Las preguntas de Maione fueron recibidas por un profundo e insólito silencio. Nenita señaló el arma sobre la mesa; luego acercó dos dedos de uñas larguísimas al centro de la boca e hizo un gesto para indicar un repentino y asustado mutismo.
Maione suspiró, cogió el revólver y lo guardó en la pistolera.
—Pero mucho ojo, que si vuelves a las andadas, lo saco de nuevo. Habla.
Nenita empuñó un abanico decorado con una elaborada figura de dragón y empezó a abanicarse.
—¡Virgen santa, qué susto! ¡Sargento, acaba de robarme diez años de vida, ya sabe usted que las armas me dan pavor!
—No te quedan otros diez años de vida, Nenita —rugió Maione.
—No me que… Ah, ya, ya. Vayamos al grano, pues. Deme una hora, sargento. Por lo que me cuenta, se trata de algo serio, tiene razón en decir que es urgente. Porque si las cosas están ligadas y al doctor se lo llevaron los fascistas, como mucho al cabo de un día esos suben a los detenidos a un tren o a un barco y se los llevan presos. En este caso me parece que casi seguro que al doctor se lo han llevado los fascistas.
—A mí también me lo parece —convino Maione—. ¿Cómo piensas proceder, Nenita? Ese no es tu territorio, y como tengo que matarte con mis propias manos, no permitiré que corras ningún riesgo.
—Ay, por fin, una palabra amable. No se preocupe por mí, ¿eh, sargento? Quédese tranquilo, son muchos los fascistas y siempre hay uno que otro con un pequeño vicio. Yo, por ejemplo, conozco a uno al que le gusta mucho cuando…, de acuerdo, de acuerdo, ahora no viene al caso. De todos modos ya tengo alguna idea sobre cómo moverme, y quédese tranquilo, pondré mucho cuidado. Usted deme un par de horas.
Maione se levantó.
—Nos vemos aquí mismo al mediodía. Te lo ruego, Nenita, este es el favor más importante que te he pedido nunca.
El travesti se levantó con gracia y elegancia.
—Descuide, sargento. Lo hago de mil amores, que el doctor es un buen hombre y se merece toda la ayuda del mundo. Pero antes tengo que maquillarme y quitarme de la cara este pegote de barba, que para conseguir la información que necesitamos tengo que estar rutilante.