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Tratando de evitar la esquina desde la que el suicida llamaba a su amor perdido, Ricciardi regresó a su casa mientras en silencio manifestaba su estima por la nariz del doctor Modo: había acertado, se trataba de mujeres. Pero la cuestión era bastante más compleja.

La última Nochebuena habían cambiado muchas de las cartas sobre la mesa en lo que respectaba a sus relaciones con Enrica Colombo, la muchacha que vivía en el edificio de enfrente. Tras pasar tanto tiempo contemplándola por la ventana —al principio atraído por la fascinación de una normalidad de la que se sentía excluido, después, por la delicadeza un tanto oculta de los rasgos de la muchacha y el recuerdo de la voz que había oído por azar en un interrogatorio—, las cosas se habían acelerado de repente.

Una hora antes de que las campanas de las iglesias celebraran el nacimiento de Nuestro Señor, cansado y triste, cuando se disponía a encerrarse otra vez en su soledad, se la había encontrado delante del portón como en un sueño, y mientras comenzaban a caer los primeros copos de nieve, se le había acercado también como en un sueño para besarlo con delicadeza.

Aquel beso, poco más que un ligero soplo en los labios, había transformado el pensamiento en carne y hueso y desencadenado una perenne tormenta en su alma. Ricciardi era un hombre de poco más de treinta años, que se había condenado a la soledad porque era consciente de la maldición que lo acompañaba; pero eso no significaba que su piel y sus manos no tuviesen ganas de sentir y moverse al ritmo de los latidos de su corazón.

Desde aquella extraña noche, víspera de Navidad, poco a poco la razón había ido cediendo a la emoción. Día tras día, el comisario se sorprendía imaginando cómo sería repetir la experiencia, o aunque solo fuera, volver a ver a Enrica de cerca, para comprender los sentimientos de ella y también los suyos.

Mientras recorría la via Santa Teresa, recibiendo de frente el perfume del bosque que se mezclaba con el del mar a sus espaldas, Ricciardi pensó en Rosa, su tata, que como siempre comprendía mucho antes y mejor lo que él mismo deseaba. No sabía cómo, pero Rosa había entablado con la muchacha una extraña amistad y por ese motivo Enrica la visitaba y se entretenía a veces hasta que él regresaba; como por arte de magia, a menudo lograba cruzarse con él en las escaleras o en el portón, y lo saludaba con una sonrisa o una palabra.

A esas alturas Ricciardi, aterrado por el amor dado que a diario era testigo de sus efectos mortales, el mismo Ricciardi que había considerado imposible tener a su lado a una mujer porque eso la obligaría a compartir su maldición, el hombre que no veía su futuro más allá de los días necesarios para terminar una investigación, había empezado a vivir para el momento en que, al regresar a casa, se cruzaría con Enrica. Ignoraba lo que podía pasar, tampoco sabía si esa emoción tendría un mañana; solo sabía que vivir sin aquel atisbo de ternura al final de la cuesta empinada que era su jornada, le habría resultado casi imposible.

Miró el reloj y apuró el paso.

* * *

Rosa depositó la taza que sostenía con la mano que le temblaba menos, no obstante, la porcelana tintineó contra el platito y se derramaron unas gotas de líquido en la servilleta. Enrica inclinó la cabeza sobre su té, fingiendo no haber notado nada; la tata apreció mucho su delicadeza, aquella muchacha le gustaba cada vez más.

Retomó la conversación interrumpida:

—Señorita, debe tener bien presente que lo más importante de una comida de Pascua típica de Cilento es el primer plato. Todas son capaces de preparar una buena pieza de carne o una pierna de cordero, aunque luego debemos hablar del cabrito, que también requiere su atención, pero como le decía, el primer plato es fundamental. Y hay que cuidarlo en todos sus detalles.

Enrica escuchaba, concentrada. Le gustaba cocinar, lo hacía a diario para su familia y estaba sinceramente convencida de que era una manera de demostrar amor; pero escuchar a Rosa describir la cocina de su pueblo, el rigor con el que respetaba sus tradiciones, en cierto modo, la conmovía. Entendía que no era únicamente una forma de asegurar la plena satisfacción de los seres queridos alimentándolos y, al mismo tiempo, dándoles placer, sino de estrechar un vínculo íntimo con las generaciones de mujeres enamoradas que de sí mismas no habían dejado palabras, sino aromas y sabores.

Y comprendía el motivo por el que la anciana tata —consciente de estar enferma— sentía la necesidad de perpetuar su manera de querer al que había sido su pequeño, y que ahora era el objeto de los sueños de Enrica.

—… Y además —prosiguió la tata—, es muy importante elegir con qué pasta se acompañará el ragú. Puede elegir los cavatelli o los fusilli, la masa es la misma. Claro que los cavatelli son más fáciles, pero a mi señorito le gustan los fusilli, así que le aconsejo que los prepare. En primer lugar tiene que conseguir unos cuantos mangos de paraguas rotos. Los limpia bien con aceite y agua hirviendo. Después pone la harina en el scannaturu, que sería la madera que usamos en mi pueblo, ¿cómo lo llaman ustedes? Ah, sí, la tabla de picar. Con la harina hace una especie de volcán, con su agujero en el medio, y poco a poco le echa agua tibia, hasta formar un panecillo suave y blando al tacto. Entonces —e hizo el gesto con las manos—, debe aplastar y enrollar los choricitos de pasta alrededor de los mangos de paraguas.

Satisfecha, Enrica asintió con la cabeza.

—Pero el secreto no es ese. La habilidad de la cocinera está en que los fusilli le salgan todos iguales, porque así, la cocción es uniforme; si hay unos más gruesos que otros, es prácticamente imposible que se cuezan bien, algunos quedarán crudos en el centro y otros demasiado cocidos. La paciencia es básica, hay que volver a enroscar los que salieron mal. Pero cuando se le pilla el truco, no hay problema y salen bien a la primera. A mí me parece que usted, hija mía, tiene paciencia para dar y regalar, ¿no?

Enrica suspiró.

—Sí, señora, tengo mucha paciencia. Aunque, para serle sincera, mi padre la llama cabezonería. Pero suele decírmelo sonriendo y con una caricia.

Rosa soltó una carcajada contagiosa.

—Es tal cual, desde cierto punto de vista a la paciencia se la puede llamar también cabezonería. Y con mi señorito hace falta mucha, mucha paciencia. La cuestión es que él no sabe lo que quiere. Los hombres nunca saben lo que quieren, ¿y sabe por qué? Porque se creen que el mundo se acaba mañana, y entonces no se ocupan más que de lo que ocurre hoy. Nosotras, las mujeres, somos las que vemos claro como el agua lo que ocurrirá, y tenemos que hacernos cargo. Y así, poco a poco…

—… Poco a poco —continuó Enrica—, debemos guiarlos hasta que acaban haciendo lo que nosotras queremos, y dejar que crean que lo decidieron ellos.

Rosa aplaudió, contenta.

—¡Tal cual! ¡Muy bien, hija mía! Y ahora debe marcharse, él está a punto de llegar y así se lo cruza en las escaleras. Se ha acostumbrado, si supiera usted la cara de cadáver que se le pone cuando por un minuto no la pilla.

La muchacha se levantó, besó a la anciana y salió corriendo hacia la puerta. Las palabras de Rosa la siguieron escaleras abajo:

—¡Mañana hablaremos del ragú!

* * *

Acababa de cruzar el portón cuando se lo encontró delante, como si se hubiesen dado cita. Buenas tardes, le dijo. Buenas tardes, contestó él.

Le gustaba incluso su voz, profunda, llena de sentimiento. Lo encontraba irresistible, entendía bien por qué una mujer como la señora del norte, la rica, elegante y desvergonzada, que se paseaba en automóvil con chófer, se había encaprichado con él pese a que podía tener a cuantos hombres quisiera. Aunque estaba convencida de que el camino que ella había elegido para llegar a su corazón era el correcto.

Tras vacilar, se detuvo y dijo:

—Perdone, pero me parece que el temblor que tiene la señora Rosa en la mano ha empeorado… Bueno, tal vez me estoy metiendo donde no debo…

—No diga eso —la interrumpió él, triste—. Sus visitas le agradan mucho, está tan contenta, yo la dejo sola demasiado tiempo. Ya sé que no se encuentra bien. Pero para mí no es fácil pensar que se está haciendo vieja. Es que… solo la tengo a ella.

Le hubiera gustado abrazarlo con fuerza, gritarle que no era así, que no estaba solo y que nunca volvería a estarlo, bastaba con que lo quisiera.

Pero se limitó a decirle: Buenas tardes.