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Ricciardi comprobó lo que temía: intrigados por el insólito movimiento, mujeres y niños comenzaron a asomarse a los balcones y las ventanas de los edificios circundantes.
El edificio de El Paraíso, según correspondía a una actividad como la que se llevaba a cabo en la casa, era tolerado por su discreción: las ventanas con las cortinas echadas, las entradas reservadas, los proveedores que accedían por el costado, las chicas que se exhibían únicamente a los clientes, rara vez salían más que ocasionalmente y siempre solas y en horarios especiales. Cuando tocaban música lo hacían en una sala interior y el sonido no llegaba a la calle. Todos conocían la existencia del burdel, pero nadie hablaba de él ni lo nombraba: aquel era un barrio respetable.
Naturalmente todo el mundo se había enterado del crimen, pese a que los diarios, que desde hacía años silenciaban las noticias de sucesos que suponían hechos de sangre, no lo habían mencionado; pero las noticias volaban, y El Paraíso se hallaba bajo la vigilancia constante de las chismosas del barrio, a la caza de la noticia excitante.
Fíjate, ahora se permitían nada menos que un funeral. Claro que no había curas a la vista, solo faltaba, ni carruaje negro tirado por caballos enjaezados con un penacho alto, pero seguía siendo un cortejo fúnebre, aunque por la hora las tiendas todavía no estuviesen abiertas ni hubiese gente en la calle.
Las madres mandaron a toda prisa a sus hijos a meterse dentro de sus casas, no querían que viesen aquello, y ellas entraron detrás golpeando ostensiblemente los postigos y luego se pusieron a espiar detrás de las cortinas. Algún que otro hombre se asomó sacudiendo la cabeza; en un balcón se oyó una carcajada.
El ataúd fue depositado con delicadeza en el furgón; los hombres se colocaron a un lado; por el portón, de dos en dos como monjas en procesión saliendo del convento, desfilaron madame Yvonne y las que habían sido compañeras de Víbora.
Nada podía reprochársele a la sobriedad con la que las mujeres iban vestidas. Trajes negros, sombreros con velo o chales en la cabeza ocultaban el cabello. Ni una nota de color, ni un solo escote, ni una sola pierna asomaba desnuda a través de la audaz abertura de alguna falda; ni un solo zapato de alto tacón, nada de maquillaje exagerado. Salvo Nenita, que por lo demás permanecía semioculta entre las sombras del edificio, y aparte de la escasa presencia masculina, habría podido tratarse del entierro normal de una persona respetable que no había podido permitirse una costosa ceremonia.
El silencio era absoluto, desde las ventanas las miradas aviesas creaban una tensión palpable. Una de las chicas se acercó a la caja de madera oscura y la acarició despacio con la mano enguantada. Después de ella, de una en una, todas las demás rindieron su tributo personal a la que había sido la más célebre de las prostitutas: quizá, tal como Nenita le había dicho a Maione, todas pensaban que la suerte de la muchacha habría podido tocarle a ellas, o tal vez se tratara de la melancolía por una joven vida segada.
Ricciardi observó que Ventrone, según había anunciado, no estaba, y que Pietro Coppola había conseguido mantener alejado a su hermano, según lo prometido. De la madre de Víbora no había ni señales: el comisario había esperado que la mujer cambiara de opinión.
El doctor Modo se acercó al acordeonista, ya apostado desde primera hora de la mañana en su lugar evidentemente remunerativo, y le murmuró algo al oído; después le entregó un billete y el hombre le dio las gracias quitándose el sombrero. Acto seguido se puso a tocar un tango muy famoso.
La melodía, incongruente con la hora y las circunstancias, causó una reacción de sorpresa en el pequeño cortejo y también en las pocas personas que seguían asomadas a las ventanas; se abrió algún postigo dejando ver caras de asombro. La melodía era hermosa, y el ambiente, la luz gris de aquella mañana húmeda y triste, los rostros pálidos de las chicas poco habituados al sol bajo los sombreros negros, la hicieron conmovedora.
El médico se acercó a Maione y a Ricciardi y se encogió de hombros.
—Es la música que me gustaría para mi entierro. La conoces, ¿no?
Ricciardi asintió con vaguedad.
—Claro, la escuché en la radio. ¿Por qué esta?
—Porque habla de una casa de citas, un lugar donde se intercambia amor a escondidas, un apartamento en el segundo piso de un edificio de Buenos Aires. Se titula A media luz.
Cuando el tango llegó al estribillo, el médico se puso a cantar a media voz:
—«Y todo a media luz, que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos. Y todo a media luz, crepúsculo interior. ¡Qué suave terciopelo la media luz de amor!».
Varias de las muchachas se volvieron hacia el médico, cuyo canto era poco más que un murmullo. Una de ellas le lanzó un beso con la punta de los dedos. El médico respondió con una leve reverencia.
—Doctor, explíqueme lo que ha cantado —pidió Maione.
Modo se pasó la mano por la cara. Parecía conmovido.
—Son palabras, sargento. Nada más que palabras. Dicen que el amor embruja y que con poca luz, los besos son suaves como el terciopelo.
Desde un balcón, imposible saber cuál, salió volando un geranio rojo. Se cerraron con rabia dos postigos, un sonido seco como una bofetada. Había muerto una muchacha. Había muerto una puta.
El chófer se volvió hacia Ricciardi, que le hizo una seña con la cabeza. El hombre se acercó a madame Yvonne, que parecía una montaña vestida de negro, y le susurró algo al oído. La mujer se volvió hacia las chicas y batió palmas dando por concluida la ceremonia.
Cuando las mujeres se disponían a entrar en el edificio, desde la esquina del callejón asomó un grupo de cuatro hombres; vestían ropas oscuras y, por algún motivo, soltaban groseras carcajadas, mientras le tomaban el pelo al más robusto, que se mostraba contrariado.
Llevaban camisas negras.
Con el impulso que les dio la cuesta abajo casi se llevaron por delante al pequeño cortejo de muchachas; se miraron desorientados, evidentemente borrachos, venían de una noche de juerga. Al reconocer al personal de un establecimiento que tal vez frecuentaba, uno de ellos dijo:
—¡Caramba! ¡Pero si son las putas de El Paraíso! ¿Qué hacen todas aquí fuera?
Uno de ellos le dio un empujón al acordeonista, que cayó despatarrado con un sonido discordante. El instrumento se estrelló contra el suelo, pese al intento de amortiguar el golpe del hombre, que se desplomó con un grito ahogado.
Otro de los hombres, que apenas se tenía en pie, soltó una carcajada y con un comentario vulgar le palpó el trasero a la chica que tenía más a mano, arrancándole un grito. En una ventana se oyó un «¡Bien hecho!», y el hombre dio las gracias con una reverencia temblorosa.
Los demás, para no ser menos, alargaron la mano, rapaces como zorros en un gallinero. Las mujeres se abrazaron y Lily lanzó un manotazo al primer fascista que había tocado a una de sus compañeras; pillado por sorpresa, el hombre resbaló y cayó al suelo. Sus amigos empezaron a mofarse, y él, ofendido, se puso en pie y abofeteó a la muchacha.
Todo ocurrió en pocos segundos.
El doctor Modo fue el primero en reaccionar: zarandeó al más próximo, que cayó arrastrando consigo a uno de sus camaradas. Los otros dos dejaron de fijarse en las mujeres y, amenazantes, se fueron hacia el médico.
Fue entonces cuando el perro se interpuso entre Modo y los fascistas, enseñó los dientes, se le erizaron los pelos del lomo y gruñó por lo bajo. Uno de los hombres sacó un cuchillo: la situación era crítica.
De las sombras del zaguán de enfrente salió la considerable mole del sargento Maione que, hasta el último momento, había confiado en que las cosas volvieran a su cauce sin que tuviera que intervenir. Antes de actuar, al ver que Ricciardi se disponía a salir, le murmuró:
—Comisario, espere, se lo ruego. Déjeme a mí.
Se colocó delante del médico, y acercó la mano a la pistola que llevaba en la cintura.
—Calma, señores —dijo, dirigiéndose a los cuatro—. ¿Están seguros de que les conviene seguir adelante?
Se produjo un terrible momento de silencio: en las ventanas y los balcones había al menos una decena de espectadores; las muchachas y madame Yvonne habían retrocedido al zaguán del edificio, desde donde contemplaban la escena. A los fascistas les fastidiaba tener que retirarse, pero el policía corpulento parecía resuelto a defender al médico.
Tras un largo momento de indecisión, el más alto guardó el cuchillo con ostentosa lentitud. El mayor de ellos, que parecía tener más autoridad, se volvió hacia el médico y le dijo:
—A usted lo tenemos visto. Es ese médico del hospital dei Pellegrini, que cuando le da a la sin hueso no hace más que soltar tonterías. Le gusta la política, ¿eh, doctor? Pero ándese con ojo. Que si uno hace política en el bando equivocado, puede acabar mal.
Modo lo miró un buen rato. Después soltó un escupitajo que aterrizó a pocos centímetros de la punta de las botas del hombre que, asqueado y rojo de rabia y humillación, retrocedió de un salto. El fascista asintió ostensiblemente, sin apartar la vista de la cara de Modo, como queriendo grabársela en la memoria.
Le hizo una seña a sus camaradas y echó a andar por la calle, seguido de los otros tres.
Después de una pausa, el chófer del furgón cerró las puertas a toda prisa, se sentó al volante y arrancó en dirección al cementerio. Las mujeres entraron, no sin antes haberle enviado al médico muestras de aprecio y gratitud.
Nenita se acercó a Maione.
—¡Qué hombre! —exclamó con tono de adoración—. ¡Al verlo creí que me daba algo, fíjese, tengo la piel de gallina!
El sargento fingió lanzarle un tortazo y el travesti se alejó por las callejuelas riendo por lo bajo.