5
Augusto Ventrone clavaba la vista en los ojos del ángel.
Admiraba su tono azul, la expresión penetrante, piadosa y decidida a la vez; dispuesto a socorrer y a castigar, a anunciar y a sancionar. Como debe ser un ángel.
Depositó la estatuilla en el estante, al lado de la puerta de entrada de la tienda, y miró hacia fuera: la luz de la tarde invadía la calle, y en el sol bajo bailaban algunas moscas. Había llegado la primavera. Puntualísima.
Augusto se permitió esbozar una rápida sonrisa. Algo impropio en él: era el veinteañero menos sonriente del barrio, probablemente de la ciudad entera. Además, ¿por qué sonreír?
En primer lugar, la mercancía que exponía en la tienda debía venderse con afligida seriedad, en algunos casos incluso embargado por la emoción, y él era un vendedor nato. La clientela entraba con la esperanza de recibir un consejo en voz baja, una indicación susurrada. «Galardonada empresa de ornamentos sagrados Vincenzo Ventrone e Hijo», rezaba el cartel. Ornamentos sagrados. Nada lúdico ni divertido. Los religiosos se esperaban un asesor refinado, los particulares que querían decorar la capilla de sus casas, la tumba familiar o solamente la cómoda de la alcoba buscaban la comprensión de un profesional: para sonrisas, rogamos se dirijan a la tienda de ropa interior de la acera de enfrente, a veinte metros de este establecimiento.
La vida tampoco le había reservado a Augusto especiales motivos de alegría. Una madre fallecida demasiado pronto, sin hermanos y con un padre que había perdido por completo la cabeza nada menos que por una puta.
En los primeros tiempos Augusto fue incluso tolerante. En el fondo, tras cinco años de viudez y soledad, era comprensible que Vincenzo Ventrone, que al fin y al cabo no eran tan viejo como para haber dejado de sentir la llamada de la carne, hubiese buscado consuelo. Bien mirado, era mejor un burdel, con acceso discreto detrás de un portón y el costo limitado a unas pocas liras, que una hambrienta señorita de buena familia en busca de casarse, o peor, una aventurera con hijos que le habría quitado la herencia del negocio familiar.
Pero después las cosas tomaron un rumbo extraño. Las visitas de su padre al Paraíso (¡qué blasfema ironía aquel nombre, era absurdo que las autoridades lo consintieran!) se habían multiplicado hasta convertirse en cotidianas y, a veces, incluso más que cotidianas. Menudo desastre que algún cliente, o incluso algunos prelados del obispado lo vieran salir del burdel con una estúpida y absurda mueca estampada en la cara, el cuello de celuloide desabrochado, la corbata torcida y manchas de carmín en la mejilla. Y el muy idiota, en lugar de ocultarse en la sombra, se quitaba el sombrero y saludaba.
Augusto recordó con un estremecimiento cómo se había enterado de que la relación de su padre con la puta ya era de dominio público. Un día había entrado en la tienda la condesa Félaco di Castelbriano, una vieja cacatúa de más de cien kilos que coleccionaba figuras de san Antonio. Se había detenido delante del mostrador y lo había mirado fijamente durante unos minutos sin decir palabra, con una expresión afligida y enterada. Él había esperado, como correspondía en un comerciante serio frente a una magnífica cliente. Al final, con su voz cavernosa, la condesa le había dicho: «Tu pobre madre estará revolviéndose en la tumba a causa de esta indecencia. A causa del oprobio con el que la salpica tu padre incluso en el otro mundo», tras lo cual se había dado media vuelta y se había marchado.
Así las cosas, Augusto se sintió obligado a hablar de hombre a hombre con su padre, incluso porque en los últimos tiempos había notado una ligera merma de clientes, y él prestaba mucha atención a estos detalles, pues había heredado de su madre cierta preocupación, por llamarla así, por el aspecto práctico de la vida. En resumidas cuentas, le había dicho: Papá, si quiere divertirse, es asunto suyo; pero para un comercio como el nuestro, la discreción es algo necesario. Por eso, le ruego que no siga dejando que lo vean entrar y salir de ese sitio, que, para colmo, se encuentra a un centenar de metros de la tienda.
El inconsciente de su padre lo había mirado y le había dicho: Hijo mío, no sé de qué me hablas. Yo no hago nada malo, me gasto mi dinero y voy donde me da la gana. Además, me limito a jugar a las cartas. Sabes de sobra que vivo para el recuerdo de tu santa madre.
A Augusto no le había quedado más remedio que rezar para que Vincenzo recuperara la cordura; entretanto, aumentaban las personas que, fingiendo compasión, iban a hablarle de la relación entre su padre y la famosa Víbora, la prostituta más célebre de la ciudad.
Sin embargo, ese día debía de haber ocurrido algo nuevo. Su padre había regresado mucho antes de lo habitual, tembloroso y pálido como un muerto, muy distinto a como lo había visto salir, perfumado y dando saltitos, para internarse en el aire renovado de la primavera. Había farfullado que no se encontraba bien y que debía meterse en cama (la suya, para variar). Augusto le había dicho que no se preocupara, que él se encargaba de la tienda. Ni que fuera una novedad.
Mientras quitaba el polvo a santos y ángeles, el muchacho se permitió la segunda sonrisa del día, un auténtico triunfo. Y pensó que de vez en cuando las plegarias son atendidas.
Sobre todo si uno se ayuda con sus propias manos.
* * *
Maione había comprendido a la perfección lo que el comisario quería que comprobara cuando con una inclinación de la cabeza le había señalado la habitación de Lily, la mujer que había descubierto el cuerpo de Víbora, y cuál era la duda de su jefe.
Bajaron al salón, seguidos de una madame Yvonne cada vez más preocupada. Se acercaron al grupo apiñado en el rincón más alejado de la escalera, como si la muerte fuera contagiosa, como si su miasma pudiese condenar.
Eran una docena de chicas de edades variadas: las había muy jóvenes, de no más de veinte años, y mujeres que probablemente superaban la treintena, los signos de una vida difícil comenzaban a aflorar a sus rostros, expresiones duras y desconfiadas.
Diferentes por rasgos y origen, morenas, rubias y pelirrojas, teñidas y sin teñir, robustas y esmirriadas. En aquel nuevo y terrible contexto, las prendas y el maquillaje que debían provocar y atraer parecían un grotesco disfraz. Algunas lloraban sin hacer ruido, sonándose la nariz de vez en cuando.
También había tres hombres. Uno de ellos fue presentado por Yvonne como Amedeo, el pianista, un hombrecillo de manos ahusadas y nerviosas, bigotito fino, embargado por el miedo. Un señor atildado, entrado en años y vestido de frac, fue presentado como Armando, el camarero, que hizo una educada reverencia, como si se encontrara en un baile. El tercero, un muchacho robusto y huidizo que gruñó un saludo, era Tullio, el hijo de madame Yvonne; la mujer explicó que se dedicaba a hacer algunos trabajos de mantenimiento en el local, además de a labores de vigilancia. Los tres aseguraron no haberse movido del salón en toda la mañana.
Cuando terminaron de apuntar sus nombres y la escasa información que aportaron, Ricciardi llamó a Lily.
La muchacha no había cambiado de expresión ni de actitud; tras haberlas visto a todas, incluida la víctima, el comisario había llegado a la conclusión de que, aparte de Víbora, la rubia era sin lugar a dudas la más atractiva, pero la suya era una belleza de rasgos demasiado duros y decididos.
—Señorita, ¿confirma usted lo que ha dicho hace un momento? ¿Que encontró el cadáver al asomarse por la puerta entornada del cuarto de la víctima, mientras se dirigía al balcón a buscar un nuevo cliente?
La mujer sostuvo con firmeza la mirada de Ricciardi; no ocurría a menudo.
—Sí, así fue. La encontré yo, a eso de las tres.
—¿Y pidió ayuda enseguida llamando a madame?
—Así es.
Ricciardi observó a Maione, que intentaba con todas sus fuerzas no posar los ojos en los pechos espectaculares de Lily.
—No la creo.
La muchacha no se mostró sorprendida.
—¿Ah, no? ¿Cómo es eso, comisario?
—Primero, porque la habitación de Víbora está al fondo del pasillo, y para ir de la suya al balcón no hay que pasar delante. Segundo, porque dijo que había terminado y que tienen por costumbre ordenar el cuarto antes de hacer pasar a otro cliente, y Maione ha comprobado que su cama está sin hacer y en desorden. Tercero, porque por la rendija que quedó abierta no se ve la pierna colgando de la cama, solo la punta de los dedos de una mano.
Lily escuchó la parrafada de Ricciardi sin inmutarse, con las manos caídas a los costados del cuerpo.
—¿A quién está encubriendo, señorita, y por qué? —inquirió el comisario.
La pregunta cayó en el silencio. Las muchachas se miraban, ya no lloraban. Presa de la ansiedad, madame Yvonne se retorcía las manos.
—Si siguen así —dijo Ricciardi en voz alta—, el establecimiento permanecerá cerrado y ustedes no saldrán de aquí hasta que no sepamos quién encontró el cadáver y en qué circunstancias. Se trata de un dato necesario sin el que no podrán reanudar su actividad. Por otra parte, aclaro que el hecho de haber encontrado un cadáver no es ningún delito, de modo que esa actitud puede levantar sospechas contra un inocente. Nosotros disponemos de todo el tiempo del mundo. Podemos esperar.
Madame Yvonne dio un paso al frente mirando a Lily, y con voz rota, dijo:
—No puedo permitirlo, si no abrimos, será una ruina. Tener aquí dentro una muerta es, de por sí, una horrenda tragedia para el nombre de esta casa. Nuestra única esperanza está en volver enseguida al trabajo. Comisario, uno de nuestros clientes encontró el cadáver de Víbora, el caballero Vincenzo Ventrone, comerciante de ornamentos sagrados.