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Con una punzada en el corazón, Ricciardi se vio frente a una mujer distinta de la que apenas dos días antes se había marchado corriendo del Gambrinus.
Livia no iba maquillada y se había atusado el pelo a toda prisa. Llevaba una bata de color rojo oscuro, ceñida con un cinturón y unos zapatos bajos. No fueron su ropa y la falta de cuidado con que se presentaba, lo que le llegó al alma al comisario.
Fueron sus ojos.
La mirada de aquella mujer estaba vacía.
Se había acostumbrado a ver a través de aquellos ojos la alegría, la pasión, la seguridad y también los súbitos relampagueos de rabia. Conocía su desafío y su inquietud. Verlos así, hueros, cansados, despojados de toda esperanza, fue para él como recibir una bofetada en toda la cara.
De pie, uno frente al otro, se miraron un instante. Livia señaló luego una butaca y se sentó con gracia en la esquina de un sofá, lejos de él.
—Qué sorpresa. No te esperaba hoy. ¿A qué debo la visita?
A Ricciardi le faltó valor para hablar. Lo desarmaba verla en ese estado; estaba acostumbrado a defenderse de ella, a levantar barreras contra su impetuosidad, y ahora la tenía ante él fría y distante.
—Perdóname si te recibo en estas condiciones —dijo Livia al ver que él callaba—. Tengo una fuerte migraña que no me abandona desde… desde hace dos días. Es la primera vez que veo luz desde entonces. Hoy no soy la mejor de las anfitrionas.
—Eres tú quien debe perdonarme —reaccionó Ricciardi—. Me he presentado sin avisar, no suelo hacerlo, ni siquiera por motivos de trabajo. Pero tenía que hablar contigo, Livia, de un asunto muy importante.
El rostro de la mujer no reflejó el menor atisbo de interés.
—Te escucho. Imaginaba que para venir aquí el impulso debe de haber sido muy fuerte.
El comisario dejó pasar la ironía que vibraba en aquella frase. Se aferró otra vez a la imagen de su amigo y encontró el valor para continuar.
—Tienes razón. Y aún más razón en estar enfadada conmigo. Mi comportamiento del otro día no tiene justificación. Yo mismo no me lo explico, y créeme que he tratado de entender qué me pasó.
Livia lo miraba inexpresiva.
—Déjalo estar. Yo no lo encontré en absoluto extraño; quizá lo único novedoso era la presencia de otra persona, pero tu comportamiento fue el que siempre has tenido conmigo. Nada que objetar a eso, eres un hombre coherente.
—No es así. Lamento que lo pienses, porque está muy lejos de la realidad. Entiendo que pueda parecértelo, pero debes creerme cuando te digo que no es verdad. Es que soy… soy una persona rara, es todo. Alguien que no se abre. Que no puede abrirse con nadie. Y mucho menos con una mujer, y una mujer como tú, que tiene derecho a la felicidad. Si te mantengo a distancia es por tu bien.
La mujer soltó una risita irónica.
—¿Y quién eres tú para arrogarte el derecho a decidir cuál es mi bien? ¿Acaso Dios? Déjalo estar, Ricciardi. Ya soy bastante mayor para entender cuándo no le gusto a un hombre sin necesidad de tener que humillarme aún más delante de él. Cambiemos de tema y dime a qué has venido realmente. No me cabe duda de que debe de ser algo grave, de lo contrario no estarías aquí.
Ricciardi lanzó un profundo suspiro.
—Así es. Tengo un motivo y es grave. Se refiere a la persona que estaba con nosotros el otro día. El hombre delante del cual te ofendí tan estúpidamente.
Livia frunció el ceño.
—¿El doctor? ¿Qué le ha pasado?
El comisario le refirió los hechos sin ocultarle nada. Le habló también de lo que Maione había sabido a través de su mujer y de Nenita, así como de su visita a Pivani.
—… Ha sido él, de forma reservada, quien me dijo que tú eres la única persona a la que podía dirigirme en busca de ayuda. Y he venido precisamente para pedirte ayuda.
Livia había escuchado con creciente interés y ahora se mostraba abiertamente airada.
—¿Por quién me tomas? ¿Crees acaso que soy espía del Duce o de un jerarca fascista? Lo siento por el doctor, que me cae bien y me parece una magnífica persona, pero ¿qué diablos crees que puedo hacer yo?
Ricciardi aguantó el arrebato como quien se ve sorprendido por una tormenta de verano.
—Sé muy bien que no tienes relaciones políticas. Por eso el comentario del otro día fue una idiotez propia de un estúpido. Pero el tal Pivani me dijo que quizá tú, sin saberlo, eres muy apreciada por alguien importante de Roma; y precisamente por eso, y por tu seguridad, te asignaron un hombre que forma parte de la misma organización que se dispone a trasladar a Modo al confinamiento.
Ante Livia surgió la imagen de un señor distinguido, de mediana edad, con un portafolios de piel en la mano.
—Falco —murmuró con un hilo de voz.
Era el nombre que él le había dado, junto con una dirección a la que, en caso de necesidad, podía despachar un sobre con una hoja en blanco. Le tenía miedo, tras aquella apariencia anónima se ocultaba una mente fría y oscura, y un conocimiento completo de todas las noticias que hasta ella misma desconocía. Gracias a él lo había sabido todo sobre Ricciardi cuando no pudo resistir a la tentación de informarse, pese a que deseaba mantener la mayor de las distancias con aquel hombre.
Ricciardi asintió.
—Te lo ruego, Livia, te lo suplico. Si se tratara de mí, te juro que no estaría aquí. Pero Bruno es una persona maravillosa, que hace por el prójimo más de lo que hacen todos los jerarcas de Roma juntos. No debemos, no debes permitir que lo encierren a saber dónde porque tenga sus ideas. Te lo ruego.
El hielo en el que estaba envuelta Livia no se derritió. Pero la mujer dijo:
—Dudo que yo tenga el poder que me atribuyes; la amistad romana a la que probablemente se refería tu Pivani es una persona con la que la mayor parte del tiempo hablo de trajes y joyas, y de algún cotilleo sobre los nuevos amantes de las amigas que tenemos en común. Y sí, en efecto, en algunas circunstancias vino por aquí un hombre, no sé si el que me dio es su nombre, su apellido o un sobrenombre, y que, por misterioso que parezca, lo sabe todo, absolutamente todo de todo el mundo.
—¿Sabes cómo localizarlo? No queda tiempo, por lo que hemos averiguado, el barco se va el domingo. El día de Pascua.
—No es el único que se va el día de Pascua. Yo también he decidido marcharme. Te libero de mi fastidiosa presencia.
La noticia golpeó a Ricciardi como un soplo de aire helado. Comprendió enseguida que no quería que Livia se fuese.
—Tú…, si lo haces por ti, nada puedo decirte. Pero si te vas por mi culpa, no lo hagas. No lo hagas. Yo… no sé qué decir, pero te ruego, no lo hagas.
Livia lo miró un buen rato, pasmada. Trató de comprender si lo que su corazón le decía era producto de lo que sentía o de lo que le hubiera gustado sentir.
—Trataré de ponerme en contacto con él —dijo Livia—. Lo hago por el doctor, por la impresión que me causó y por lo que me cuentas de él. Dudo mucho que pueda conseguir algo, y si lo consiguiera te alegrarás por partida doble: porque soltarán a tu amigo y porque tu comentario del otro día en el Gambrinus habrá acertado de lleno.
Ricciardi se pasó la mano por la cara.
—Te lo agradezco. En este momento, este asunto está antes que ningún otro. Pero si se resolviera, como espero, hablaré contigo, te lo prometo. Y trataré de convencerte de que no pensaba lo que dije, de que soy un estúpido. Y de que sé apreciar la sensibilidad y la bondad las pocas veces que las encuentro.
Livia calló, intentando que la emoción no le anudara la garganta. Solo Dios sabía cuánto había soñado con oír aquellas palabras, tener al menos una esperanza con aquel hombre. Pero la herida era demasiado reciente.
Se puso en pie.
—Déjalo estar, no es algo entre tú y yo. Me has pedido que te eche una mano y te la echaré. Espero poder darte alguna noticia dentro de poco; si la hubiera, haré que te telefoneen. Mantente alerta.
Ricciardi también se puso en pie.
—Te lo agradezco, sea cual fuere el resultado, Livia. Habrías podido echarme de malas maneras, y me lo hubiera merecido: venir aquí, después de haberte insultado, a pedirte que me ayudes acudiendo justamente a las amistades a las que mi estúpido insulto se refería. Pero decidiste escucharme igualmente. No lo olvidaré. —Hizo ademán de marcharse, se detuvo en el umbral y, sin darse media vuelta, dijo—: Y no me he olvidado de nada de lo que ocurrió en esta casa la última vez que estuve. Nada. Es la segunda vez que entre estas paredes encuentro una esperanza que no tenía cuando entré.
Salió dejando a Livia en vilo entre el pasado y el futuro.