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Livia se había encargado de que su chófer vigilara el portón del edificio desde el mismo momento en que cerró la portería; de ese modo, se aseguraba de recibir aviso de inmediato en caso de que hubiese alguna novedad sobre Falco. Sin embargo, la precaución resultó inútil: a eso de las tres de la madrugada sonó el teléfono junto al cual, acurrucada en el sillón, había caído en un sueño ligero y agitado.

Se sobresaltó y lo que estaba soñando confusamente se interrumpió de golpe. Contestó al segundo timbrazo con la garganta atenazada por los nervios.

—El paquete que espera se entregará dentro de una hora en el puerto, muelle de San Gennaro —dijo una voz masculina, fría y metálica—. Acuda a retirarlo.

No consiguió distinguir si era la voz de Falco, pero sospechaba que no. Colgaron sin darle tiempo a contestar. Se levantó de un salto y notó un tirón en la espalda; masajeándose la zona dolorida, fue a llamar al chófer.

* * *

Los golpes secos en la puerta del despacho encontraron a Ricciardi perfectamente alerta y despierto, presa de una tensión que no había dejado de aumentar de minuto en minuto. Por la puerta entreabierta asomó un Maione desgreñado.

—¿Raffaele? ¿Qué haces aquí si no estás de guardia?

—Comisario, ya no aguantaba más en casa. A la enésima vez que me di la vuelta en la cama, Lucia me dijo: Oye, vete a la jefatura, al menos así me dejarás dormir. Para colmo, desde el patio el perro aullaba de vez en cuando como un lobo. Entonces me vestí y nos hemos venido para acá, el perro y yo.

Ricciardi ya llevaba el abrigo puesto.

—¿Hay novedades?

—Sí, acaba de llegar el chófer de la señora. Dice que dentro de una hora debemos estar en el puerto, en el muelle de San Gennaro, el que está cerca del cuartel de la milicia, ¿se acuerda? El hombre no sabía nada más. Se ha ido, ha dicho que debía regresar enseguida a ver a su señora.

—De acuerdo, vamos. Y esperemos que Livia se quede en su casa, no tiene sentido que se arriesgue.

—Si la conozco un poco —comentó Maione con una mueca—, para mí que no es de las que se quedan de brazos cruzados.

El trayecto desde la jefatura al puerto era breve, tardaron menos de un cuarto de hora en llegar. Decidieron no llevar ningún agente: una de dos, las cosas irían como la seda o se torcerían del todo. A sus espaldas, a la distancia habitual, el perro los seguía en silencio, pegado a la pared y con una oreja levantada.

—Feliz Pascua, comisario —dijo Maione—. Feliz Pascua.

* * *

El puerto estaba sumido en la oscuridad pero ya había gente trabajando. Unos grupos de estibadores cargaban mercancía en dos barcos e iban y venían por las pasarelas transportando a hombros enormes cajas de madera, mientras las chimeneas de los barcos soltaban el vapor de los motores a presión. Otra embarcación se disponía a atracar en medio de los gritos de los marineros. Algunos pesqueros regresaban a puerto recogiendo las redes que habían dejado fuera de borda hasta último momento.

El cuartel de la milicia portuaria, que llevaba el nombre de Benito Mussolini, estaba envuelto en la penumbra, salvo la entrada y las dos ventanas de la planta baja donde había luz. De lejos se distinguían las siluetas rígidas de los dos hombres que montaban guardia a ambos lados del portón.

Maione y Ricciardi se colocaron en un entrante del embarcadero, a medio camino entre el edificio y el muelle número 2, donde atracaba una embarcación de tamaño medio, los motores encendidos al ralentí ronroneaban en la noche, como un viejo acatarrado que dormía a pierna suelta. A bordo no se apreciaban signos de actividad, pero en la cubierta se veía una luz encendida.

Ricciardi miró a su alrededor. A corta distancia, en el espejo del mar donde, por lo general, se completaban las operaciones de carga y descarga, bajo el agua atisbó la imagen de un joven, el brazo atrapado en una gúmena que lo tuvo inmovilizado el tiempo preciso para morir ahogado. La imagen del hombre se había desvanecido casi por completo, el accidente debió de haberse producido mucho tiempo atrás. Por el negro agujero de su boca, abierta en busca de una bocanada de aire que no había llegado, el muchacho repetía la palabra «¡Cerveza!». En tono imperativo, como si estuviese en la taberna y se la pidiera al camarero. El comisario se preguntó cómo era posible que, mientras el agua sucia del puerto le inundaba los pulmones, a ese hombre solo le pasara por la cabeza el nombre de esa bebida. No buscó la respuesta: hacía años que había dejado de tratar de entender el proceso del último pensamiento; lo único que deseaba era no escucharlos más. Nunca más.

Al cabo de unos instantes, a un centenar de metros, vieron llegar un coche, alguien se apeó, y el vehículo se alejó. El sargento le hizo una seña al comisario como queriendo decirle: ¿Qué? Ahí la tiene. Ya se lo había dicho. Poco después Livia se acercó a ellos.

A pesar de que llevaba casi dos días sin pegar ojo, estaba encantadora. Vestía pantalones, zapatos bajos y un jersey ligero de lana oscura; el pelo corto y la boina en la cabeza, supuestamente para acentuar el aspecto masculino, no conseguían su propósito puesto que las curvas y el andar flexible no dejaban lugar a dudas: era más femenina ella, vestida de hombre, que casi todas las mujeres con traje de noche que llenaban el teatro San Carlo en las veladas de gala.

—No hay novedades todavía, ¿verdad? Hemos llegado con antelación, todavía falta media hora.

—¿Qué haces aquí, Livia? —inquirió Ricciardi con dureza—. No deberías haber venido. Puede ser peligroso, ¿o no te das cuenta? Si a estas horas el puerto suele ser un sitio peligroso, esta noche, con esta operación en marcha…

—No eres quién para decirme qué debo o no debo hacer —le contestó ella con cara de pocos amigos—. Además, el contacto lo establecí yo y al doctor, si todo sale bien y ojalá sea así aunque no estoy segura, lo soltarán solo si me ven a mí. De manera que, como mínimo, deberías darme las gracias por haber venido. En cuanto al placer de verme, ¿qué quieres que te diga? A eso he renunciado.

Maione tosió incómodo.

—Te estoy agradecido, y mucho —contestó Ricciardi algo más calmado—. Te estoy agradecido por ocuparte de todo y por haberte implicado. No creas que no lo sé, solo lamento la rabia que te produzco. Aunque razón no te falta.

El sargento les llamó la atención.

—Cuidado, hay movimiento en el cuartel.

Tras mirar a su alrededor, Livia señaló unas cajas vacías y dijo:

—Deprisa, ocultémonos ahí detrás.

Acababa de abrirse el portón para dejar salir una fila de personas. No distinguían las caras, la luz era débil. Por los brazos cruzados delante, se deducía claramente que los hombres dispuestos en el centro estaban esposados o encadenados, y los de alrededor, que vigilaban la zona con circunspección, debían de ser los guardias. En cuanto vieron a los hombres salir del cuartel, los obreros que completaban la carga de los barcos soltaron las cajas y desaparecieron a toda prisa en el interior de la embarcación. Maione pensó que aquellos obreros tenían la saludable costumbre de procurar no ser testigos de aquellos traslados.

Ricciardi estaba muy nervioso: si Modo se encontraba en ese grupo, entonces el intento de liberarlo había fallado. Livia le leyó el pensamiento, apoyó una mano enguantada en su brazo y se lo estrechó.

El perro, que se había escondido a pocos metros de ellos, entre un montón de cuerdas, dio el aviso. Soltó un gemido breve, llamando la atención de una pareja que acababa de cruzar una salida lateral del cuartel e iba en dirección a ellos.

Ricciardi hizo ademán de levantarse y salir del escondite, pero Livia lo detuvo con un apretón y le susurró:

—No te muevas. Iré yo, de lo contrario se asustarán y no lo soltarán.

Se levantó y fue al encuentro de los dos hombres mientras los demás subían en fila india al barco atracado.