30

Desde su puesto de observación, lo sucedido al final del extraño rito fúnebre de Víbora le había dado a Ricciardi muchas ideas sobre las que reflexionar. La primera se refería a Modo. Tarde o temprano, su actitud frente a cuantos representaban el régimen, aunque se tratara de algún muchachote que se aprovechaba de la camisa oscura para armar un poco de alboroto, le causaría graves problemas. Ojalá se limitaran —porque en esta ocasión se salvó por los pelos— a ser víctima de una paliza.

Cuando las mujeres se retiraron y el médico, Maione y el comisario se quedaron solos en la calle, el médico no admitió los reproches, al contrario, le llamó la atención a Ricciardi por no haber intervenido.

El sargento respondió por su superior.

—He sido yo quien le dijo al comisario que no se metiera, doctor. Estamos aquí sin autorización, solo faltaba una pelea en la calle para que el subjefe de policía, ese cabrón de Garzo, nos encerrara en el calabozo a los dos. Yo siempre puedo decir que pasaba por casualidad, el comisario, no.

Maione tenía razón, pero no era eso lo que a Ricciardi le urgía aclarar.

—Bruno, la cuestión es que si sigues por ese camino, te meterás en un lío del que será imposible sacarte. El problema no son esos cuatro borrachos en busca de bronca, sino quien los dirige. Yo tuve que vérmelas con ellos el verano pasado a raíz del homicidio de la duquesa Musso, y puedo asegurarte que son capaces de hacer cosas que ni siquiera imaginamos. Te lo ruego, si no quieres hacerlo por ti mismo, hazlo por todos aquellos a quienes puedes ayudar. Contrólate.

Modo se volvió hacia Ricciardi encolerizado.

—¿Me estás diciendo que debemos aceptar las cosas que acabamos de ver? ¿Que un pequeño idiota, solo porque lleva una camisa negra y un par de botas, se sienta con derecho a palparle el trasero a una mujer que está llorando en el funeral de una amiga? Yo no, no lo aceptaré nunca, y si quieren fusilarme por eso, que lo hagan. Yo —gritó señalándose enérgicamente el pecho varias veces con el índice—, yo defendí a este país en el Carso. Suturando heridas con alambre, amputando brazos a la altura del tronco con bayonetas. ¡No permitiré que lo conviertan en una mierda!

Se dio media vuelta para marcharse y luego, tal vez arrepentido, se detuvo para volver sobre sus pasos.

—Ya sé que eres mi amigo, Ricciardi. Yo también te aprecio, aunque seas un cabrón callado y taciturno que nunca se sabe bien en qué está pensando. Pero yo soy yo. No puedo cambiar a voluntad. Si me detuvieran, déjalos, querrá decir que era mi destino.

Y se marchó. El perro, tras mirar fijamente durante un momento a Maione y Ricciardi, lo siguió, como de costumbre, a pocos metros de distancia.

—Comisario, a mí ese perro me da grima —comentó Maione—. Parece un cristiano mudo.

—¿Qué quieres que te diga, Raffaele? —le dijo Ricciardi—. Esperemos que nuestro doctor no se meta en líos. Esperemos.

Del portón de El Paraíso salió Tullio, el hijo de madame. Se detuvo un momento para encender un cigarrillo y luego echó a andar con la cabeza gacha y el viento en contra, hacia la piazza Trieste e Trento.

—Ahí lo tienes —dijo Ricciardi al cabo de un momento—, una pieza del mosaico de la que no nos ocupamos lo suficiente, me parece. Raffaele, síguelo a ver adónde va. Después quiero que me informes, te espero en la oficina.

* * *

Maione cruzó a la acera de enfrente para aprovechar, como tenía por costumbre, la sombra intermitente de los zaguanes. La experiencia le había enseñado que así reducía en gran medida el riesgo de ser descubierto. No es que temiera la atención del muchacho: había mirado a su alrededor al salir del burdel y ni siquiera se había percatado de la presencia del sargento y Ricciardi que, sin esconderse, charlaban en el vestíbulo del edificio de enfrente.

Observó los hombros de Tullio, su cabeza aparecía y desaparecía entre la multitud del Jueves Santo que invadía la via Toledo. Tendría poco más de veinte años, la cara picada de viruelas, los anchos hombros un tanto encorvados, el pelo tirando a rubio, pero nunca había oído su voz. Nenita había sido claro al respecto: un jugador, esclavo del espejismo de una ganancia fácil que no llegaba nunca. Cuántos sueños como ese había visto Maione que acababan en la punta de un cuchillo. Deudas, y más deudas contraídas para saldarlas.

Al cabo de un rato el muchacho enfiló decidido por un callejón. Maione no se dejó pillar desprevenido porque conocía la ubicación de las principales casas de juego clandestinas, muy activas incluso durante la semana de Pascua. Había descubierto ya a un par de guías, personajes más o menos turbios que cumplían la doble función de hacer de centinelas en caso de que llegara la policía y atraer a los jugadores potenciales que pasaban por ahí. De lejos comprendió que el muchacho trataba de entrar en una casa que el sargento conocía, la de Luigino della Speranzella, cuyo fornido portero era Simoncelli, un expresidiario que él mismo había detenido un par de veces por robar carteras.

Hubo entre los dos una discusión breve y agitada. Maione hubiera podido reproducirla palabra por palabra: Tullio quería entrar a jugar y Simoncelli se lo impedía porque antes debía pagar la deuda. Estaba claro que el joven había agotado el crédito concedido.

La discusión fue degenerando, el muchacho era robusto y no estaba acostumbrado al rechazo, el portero era muy consciente de su función. En la penumbra se vio un destello, y Maione decidió que había llegado la hora de intervenir; pero la exhibición del cuchillo había bastado para que, intimidado, el muchacho se alejara.

El sargento lo vio probar suerte en dos locales más, donde fue recibido con un rechazo igual de firme, aunque menos violento, y al final, desanimado, optó por volver para el burdel.

Maione regresó a la casa de juego de Luigino della Speranzella y, tras acercarse a Simoncelli por la espalda y sin hacer ruido, murmuró desde la sombra:

—Eh, Simonce’, ¿qué tal vamos?

El hombre pegó un brinco, soltó un gritito estridente y se volvió con agresividad. Se trataba de un tipo enclenque, con aire enfermizo y peligroso, las mejillas hundidas y los ojos pequeños y huidizos. Vestía un frac ridículo y mugriento y calzaba unos zapatos medio desfondados. Había hundido la mano en el bolsillo interior, el mismo del que, momentos antes, Maione lo vio sacar el cuchillo.

—Ah, sargento, es usted, buenas tardes. ¡Qué susto me ha dado! El corazón me late a mil, un poco más, y me caigo muerto aquí mismo.

Maione dio un paso al frente y salió de las sombras.

—Y tú para tranquilizarte el corazón llevas encima un cuchillo, ¿eh? ¿Quién hay dentro, qué tal va hoy la partida?

El hombre levantó las manos como para defenderse.

—¿Qué partida, sargento? Para que lo sepa, estoy aquí porque me gusta una señorita que vive en el edificio de enfrente, no…

Con un gesto veloz, Maione agarró a Simoncelli de la muñeca y empezó a apretársela sin que mermara un milímetro el ancho de la sonrisa que lucía en la cara.

—¿No me digas? Tiene que ser muy guapa esa señorita para que no te muevas de aquí las veinticuatro horas de cada día de la semana. ¡Qué gran amor! Yo soy un romántico, Simonce’, y quiero creerte. Ahora me pongo a tu lado y los dos le cantamos una serenata bien bonita, ¿te parece? Canta, canta, Simonce’, que yo te sigo.

El hombre palideció de dolor.

—¡No, no, sargento, que me rompe el brazo! De acuerdo, de acuerdo, arriba hay muy poca gente, ya sabe que en la semana de Pascua hay poco movimiento. Por favor, sargento, déjeme…

Maione soltó el brazo y, con expresión decepcionada, le sacó a Simoncelli el cuchillo del bolsillo.

—Qué pena, y yo que creía que te habías enamorado de verdad. Te habrás dado cuenta de cuánto me importa tu corazón, ¿eh? Será mejor que me quede con esto, de lo contrario si la señorita de enfrente no consiguió rompértelo, lo conseguirás tú solito. Tal vez con la ayuda de alguien, como el muchacho de antes. Por cierto, ¿por qué no me cuentas su historia? Me enternecen las historias de jóvenes; en una de esas me conmuevo y no te mando a la cárcel.

El exconvicto sudaba copiosamente.

—¿Quién, el hijo de la del burdel? No, sargento, ni en sueños, es un pusilánime, ningún problema. Yo solo quería asustarlo, si no, se ponía pesado y no había quién le parara los pies.

Maione volvió a agarrar al hombre por el brazo pero sin apretárselo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es que no lo dejaste subir si hay tan poco movimiento? ¿A tu jefe le va mal que haya uno más que se deje aquí el dinero?

Simoncelli miró la mano enorme de Maione posada en su antebrazo y decidió decir la verdad. Y decirla a la velocidad del rayo.

—No, sargento, ese muchacho no tiene dinero. Es más, por lo que sé, le debe dinero a todos por esta zona. Ya sabe cómo son estas cosas, es lo que tiene el juego. Cuando uno empieza a perder, sigue jugando y no hay manera de parar. Por eso ya no lo dejan jugar ni aquí ni en ningún otro sitio. Si no, se arruina cada vez más.

Maione se mostró enternecido y le apretó el brazo.

—Pero qué bonito comprobar que sois tan escrupulosos y que os preocupa el bienestar de los jóvenes. Propondré que os concedan una medalla, creo que os la darán en un abrir y cerrar de ojos.

El hombre lloriqueó de dolor.

—No, no, sargento, por favor… Verá, hay orden de no dejarlo jugar más si no trae el dinero y lo enseña aquí, en la entrada. Y si lo trae, una parte va para saldar la deuda antigua. Si no, no puede entrar. Aunque haya que emprenderla con él a bofetadas.

—Y la emprendes a bofetadas con esto, ¿eh? —preguntó Maione agitando el cuchillo frente a la cara del hombre—. Con qué ganas te llenaba yo a ti la cara de bofetadas. Vamos a ver, Simonce’, escúchame bien, si alguien llegara a encontrar por estos callejones a ese muchacho con alguna herida, voy a buscarte a tu cama y te planto delante de la primera señorita para que le cantes una serenata y luego la verás al cabo de treinta años. ¿Lo has entendido, sí o no?

El hombre asintió varias veces, masajeándose el brazo con frenesí.

—Sí, sí, sargento, entendido, entendido. Pero yo solo puedo responder por mí, no por los demás. ¡Ese muchacho le debe dinero a mil personas de por aquí! ¡Qué puedo hacer yo, no soy su ángel de la guarda, compréndalo!

Maione le quitó el polvo del brazo con gracia manifiesta.

—Yo ya te he avisado, después no me vengas con que no te lo dije. Felices Pascuas, Simonce’. Procura no arruinarte las fiestas.

En la jefatura, cuando Maione hubo informado a Ricciardi del resultado de sus pesquisas, el comisario le preguntó:

—¿Tú crees que la madre conoce al detalle la situación de su hijo? ¿Los riesgos que corre, el hecho de que intente seguir jugando?

El sargento se encogió de hombros.

—No lo sé, comisario. Creo que sabe que su hijo tiene deudas, pero es posible que no sepa exactamente cuánto debe. Claro que la situación del muchacho no es nada buena, para mí que tarde o temprano acabará recibiendo una buena paliza, es cuestión de tiempo. Lo bueno es que, por lo que he podido comprobar, al tratarse de un joven que juega en establecimientos modestos, no debe de apostar grandes sumas, esa gente no da mucho crédito a los jóvenes.

—Pero la cuestión del burdel sigue estando ahí. Todos saben que la casa de citas es de alto nivel, de modo que piensan que tarde o temprano la madre pagará las deudas del hijo. Por lo que te contó Nenita, la madama tampoco paga bien a los proveedores. Y si Víbora hubiese decidido marcharse, para El Paraíso habría sido un problema grave.

—Sí, pero ¿por qué matarla? —preguntó Maione—. ¿Así no la perdían de todos modos?

—No estoy convencido. Fueron muchos los que pidieron la reapertura urgente del prostíbulo, quizá ahora vaya más gente para conocer el lugar donde ocurrió la tragedia. Ya sabes que las cabezas funcionan a veces de un modo extraño. Debemos analizar las distintas pistas, tengo la sensación de que algo se nos escapa.