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Un centenar de metros separaba la jefatura de policía de El Paraíso, la parte final de la via Toledo y un tramo de la via Chiaia. La hora era complicada: las aceras muy concurridas, las tiendas abiertas y el aire suave de las primeras horas de una tarde primaveral que invitaba a dar un paseo. Ricciardi y Maione avanzaban con dificultad entre el gentío, tratando de no perder de vista a la vieja que los precedía moviéndose sobre las piernas zambas con sorprendente agilidad, seguidos por los guardias Cesarano y Camarda, que no dejaban de intercambiar miradas pícaras. Habían empezado el intercambio cuando Maione les comunicó la dirección y ya no habían parado.
Ricciardi no se fiaba de la primavera. No había nada peor que las ventanas que se abrían, que el aire suave, el perfume a bosque y a mar que el viento traía de Capodimonte o del puerto. Tras el invierno de silencios, de calles gélidas azotadas por la tramontana, de sabañones y lluvia helada, las pasiones habían acumulado tanta energía destructiva que no veían la hora de eructar su desorden.
Al acercarse a la esquina donde la calle desembocaba en la piazza Trieste e Trento y la gente empezaba a ralear, el comisario paseó la mirada por la decena de cabezas amontonadas en el espacio frente al Caffè Gambrinus: jóvenes con trajes claros, los pulgares hundidos en los bolsillos de los chalecos, los sombreros inclinados hacia la nuca, conversaban en pequeños corros tratando de interceptar las miradas de las señoras que pasaban en pareja, sabedores del aprecio que a las pobres les había faltado en los tristes meses invernales. Había quien se inclinaba sobre las muchachas que servían las mesas, colocadas al fin al aire libre, para valorar sus curvas generosas bajo los delantales. Los vendedores ambulantes proclamaban las bondades de su maravillosa mercancía con gritos y silbidos. Los niños tiraban de las faldas de sus madres, pidiendo cacahuetes o globos. Y también estaban los automóviles descapotables, los carruajes, los acordeones.
Bienvenidos a la primavera, pensó Ricciardi. No hay nada más peligroso que esta inocencia aparente.
Al doblar la esquina se topó con el viejo suicida. El comisario a punto estuvo de llevárselo por delante; saltó a un lado y chocó contra un cochecito empujado por una nodriza, que lo miró amenazante arreglándose la cofia para seguir su camino hacia la Villa Nazionale. Se acordó del informe de hacía unos días: se trataba de un profesor de bachillerato jubilado, que ese invierno había enviudado. Despertó una mañana, se vistió de punta en blanco y, tras despedirse de la hija con un beso en la frente, salió a dar su paseo habitual. Al llegar a la plaza, de cara al café, sacó una pistola que conservaba de cuando había ido a la guerra y se pegó un tiro en la sien. El caso quedó rápidamente archivado, en el aparador de su casa encontraron una nota de despedida; pero el dolor de la separación seguía allí, suspendido en el aire y bien visible para Ricciardi: un hombre delgado, de baja estatura, con ropa digna pero gastada, una chaqueta demasiado holgada cuyas mangas apenas dejaban al descubierto la punta de los dedos y una pistola. El proyectil había entrado por la sien derecha y salido por la frente, abriéndole la cabeza como una sandía. El terror de la muerte inminente dejó un chorro de orina y una mancha húmeda en la entrepierna del pantalón gris. Debajo de la sangre y el cerebro que goteaban sobre la cara, la boca seguía repitiendo sin cesar: «Nuestro café, amor mío; nuestro café, amor mío». Ricciardi se volvió instintivamente hacia el Gambrinus, al otro lado de la calle atestada: las mesitas bullían de vida y humanidad. Durante días percibiría el dolor del viejo, incapaz de enfrentarse a la primavera solo, sin la compañera de su vida. Una súbita punzada en la cabeza lo obligó a tocarse la herida de la nuca, ya cicatrizada. Ojalá cicatrizara también la herida de mi alma, pensó; esa que me trae el murmullo de los muertos, la conciencia de su dolor.
Tomó nota mentalmente de que debía evitar esa esquina por unos días y pasar por la acera de enfrente. Al menos hasta que el eco del sufrimiento del viejo suicida se hubiese desvanecido en el aire fresco de la nueva primavera.
* * *
El sargento Raffaele Maione cubría el trayecto con dificultad: su mole le impedía andar deprisa entre toda aquella gente, y la tibieza repentina del aire lo había pillado por sorpresa con el grueso uniforme de invierno, por lo que se notaba sudado y pegajoso. Por el contrario, la vieja le parecía una bailarina por la forma en que esquivaba a saltos tanto pies como cochecitos, y desaparecía de vez en cuando de su vista para reaparecer unos metros más adelante.
Maione no necesitaba que lo guiaran para llegar al Paraíso. Era la casa de citas más famosa de la ciudad, exclusiva de los ricos; sus ventanas daban al paseo y a las tiendas más caras, de allí salían la música de un piano y las carcajadas de los clientes; al oírlas, los transeúntes ponían cara de escándalo o una expresión divertida, pero siempre con un punto de envidia.
La vieja se había presentado en la jefatura jadeante. Era la guardiana del burdel, una verdadera institución, conocida en todo el barrio por la fuerza de sus brazos, que contrastaba con su aspecto diminuto y le permitía cumplir con su atento servicio de orden, y lanzar a la calle a los clientes borrachos y molestos que no querían largarse cuando se les acababa el tiempo. Se llamaba Maria, más conocida por Marietta, y era la portera. Se había negado a hablar con el cabo para denunciar «el hecho que sucedió». Maione se la había cruzado un par de veces y se había ganado la brusca estima de la mujer. Cuando la tuvo delante, comprendió que estaba realmente turbada, las mejillas enrojecidas, el aliento entrecortado, la cara desesperada.
—Sargento, venga deprisa, ahora mismo. Ha pasado algo horrible.
Maione solo había conseguido sonsacarle a Marietta que se trataba de un homicidio, por lo que mandó llamar a Ricciardi y, tras hacerle una señal a Camarda y Cesarano, se había lanzado en pos de la vieja.
Sin dejar de andar a paso vivo, sacó el reloj del bolsillo. Las cuatro. A esa hora comenzaba la actividad en la casa de citas. A saber cuánta gente habría en la bonita sala de El Paraíso, escuchando música y contemplando el balconcillo donde las señoritas se paseaban ligeras de ropa, a la espera de que las eligiesen.
De pronto mermó el gentío como si en la calle se hubiese abierto un abismo, y los cuatro agentes de policía se encontraron delante de la entrada. Marietta los esperaba impaciente en el umbral. En la acera de enfrente se veía la inevitable aglomeración de curiosos, las cabezas levantadas hacia las ventanas cerradas y cubiertas por las cortinas, el murmullo de los comentarios y las conjeturas, el intercambio de codazos al llegar las fuerzas de seguridad pública. Maione oyó una risita femenina que cesó de inmediato cuando se volvió en su dirección con cara de pocos amigos. La muerte era la muerte: exigía respeto dondequiera que se presentara.