35

LA luz de la avanzada tarde se oscureció tras una llovizna que parecía niebla. Maxim buscó una hondonada que les ofreciera algún reparo para acercarse a pie al torreón, desde el lado sur.

Los tres miembros restantes del grupo estaban bien equipados con sogas, espadas, pistolas y dagas. Maxim fue el primero en deslizarse por el desfiladero; lo seguían Nicholas y sir Kenneth. Lograron llegar disimuladamente hasta la base de la lomada, donde se detuvieron a estudiar las murallas medio derruidas. No había guardias a la vista; cabía suponer que los hombres de Quentin se habían reunido al abrigo de la torre, salvo los dos que montaban guardia a la entrada. Los invasores levantaron la cara ante la lluvia en busca de alguna abertura en la muralla, que les permitiera entrar. Debajo de las piedras que formaban el muro descubrieron una mancha de herrumbre que corría hacia abajo, manchando el barranco. Fue Nicholas quien la señaló, por estar más familiarizado con los desagües.

—Probablemente parte de la planta más baja. —Miro a Maxim con expresión intrigada.

—¿Las mazmorras, quizá?

—Echemos un vistazo. —Maxim miró de soslayo a Kenneth, quien le hizo un gesto de aprobación.

—¡Vamos!

Apenas media hora después, los tres se detenían bajo una gran abertura, cubierta por una herrumbrada reja de hierro. Desde el borde inferior asomaba un leve goteo de agua amarillenta. Los hombres treparon cautelosamente, hasta quedar sostenidos apenas por las puntas de los pies en las piedras, debajo de la reja. Nicholas alargó una mano y ató un extremo de su cuerda a un barrote metálico; luego tomó el borde con sus grandes manos y tiró con fuerza.

La reja se movió, pero apenas. Sir Kenneth y Maxim aplicaron un esfuerzo similar desde sus respectivas posiciones, hasta aflojarla. Cuando quedó libre, Maxim la bajó a tierra, balanceándola en el extremo de la soga. Luego Nicholas aplicó una sacudida a la cuerda y el nudo se desató, permitiéndole recobrar la cuerda. Maxim ya estaba en el estrecho desagüe, haciéndoles gestos de silencio. Una luz débil se filtraba por dos aberturas, arriba, cubiertas por otras tantas rejas. Una estaba a pocos metros; la otra, quizá diez metros más allá. Desde la más cercana divisaron barrotes y la esquina de una puerta de hierro. Cuando Maxim llegó a la otra abertura, vio las botas de un guardia sentado en un banquillo y percibió sus sonoros ronquidos. Entonces regresó cautelosamente a la primera.

Un examen vino a demostrar que la reja descansaba sólo en una abertura practicada en las piedras del suelo. Estaba ajustada, pero entre los tres lograron moverla a fuerza de hombros. Cuando la reja herrumbrada emitió un ligero chirrido, ellos se quedaron inmóviles para escuchar.

Los ronquidos continuaban sin interrupción. Los caballeros se hicieron una señal con la cabeza y volvieron a pujar. Por fin quedó suelta; entonces la levantaron con cuidado, dejándola a un costado. Maxim levantó la cabeza para espiar por encima del nivel del suelo. Nadie se movía. El guardia, apoyado contra la pared, aún dormitaba entre sueños felices. El marqués aguzó la vista hasta distinguir tres siluetas tendidas entre las sombras de la celda.

Los hombres salieron silenciosamente de la tubería. Mientras Maxim examinaba el fuerte candado y Kenneth vigilaba las escaleras, Nicholas se aproximó al guardia dormido y lo golpeó en la cabeza con la culata de su pistola. Detuvo su caída con la mano izquierda y lo volvió a su posición anterior, pero lo ató rápidamente de pies y manos con parte de la cuerda. Luego cortó lo que sobraba y volvió a enrollarlo

Maxim sacó una bala de plomo de su bolso y la hizo rodar por la celda hacia el camastro de donde asomaba una cabellera rojiza. Elise se incorporó de inmediato, ya despierta, y reconoció la silueta querida erguida junto a los barrotes. Un gesto negativo de la cabeza acalló el grito de júbilo que estaba por lanzar. Entonces alargó la mano para sacudir al hombre que dormía a su lado, él levantó lentamente la cabeza barbada, mientras Elise, imponiéndole silencio con un dedo sobre los labios, señalaba a Maxim. En el rostro del anciano asomó la primera sonrisa de muchos meses. Maxim dio un golpecito al candado, preguntando mudamente dónde estaba la llave, pero Elise meneó la cabeza, pronunciando sin sonido el nombre de Quentin; luego hizo ademán de deslizar algo dentro de un chaleco y se acercó a los barrotes. Ni siquiera la reja pudo impedir que sus labios se tocaran por un instante. Cuando volvieron a apartarse, Maxim sonrió y le limpió una mancha de herrumbre que le había dejado en la mejilla. Señaló con la cabeza a la tercera persona, que ocupaba el segundo camastro. Elise formó con los labios la palabra Arabella. Mientras tanto, Nicholas se acercó a los barrotes con una cachiporra y fue golpeándolos uno a uno con suavidad.

Entre los últimos había varios que no resonaban, sino que despedían un ruido opaco. El capitán llamó por señas a Kenneth y, entre los dos, tironearon de los extremos inferiores de los barrotes, apretando los dientes. Uno se movió con un gemido metálico, pero resistió; el otro se quebró en el sitio herrumbrado, dejando una abertura de dos palmos.

En las escaleras resonaron fuertes pasos y un lento bostezo, que anunciaban la entrada de un guardia, enviado a relevar a alguien. En cuanto su cabeza quedó a la vista, quedó petrificado y sus ojos perdieron la expresión soñolienta: tres hombres lo miraban con fijeza. Trató de echar mano a su mosquete, pero antes de que lo lograra Nicholas le arrojó la cachiporra, arrancándole el arma de las manos. El guardia emitió un grito de alarma y, desenvainando la espada, saltó a la mazmorra. Allí lo esperaba Kenneth, con la espada desnuda. Arriba se oyó un alboroto de pasos precipitados, en tanto los bandidos corrían hacia la escalera.

Maxim se apartó de la reja y bajó su mosquete. El primer hombre que apareció a la vista recibió una bala en el pecho y cayó poco a poco. Se oyó la voz de otra pistola y el guardia siguiente cayó sobre su compañero muerto.

Maxim abandonó las pistolas descargadas. Mientras diez guardias bajaban la escalera a toda prisa, su espada salía de la vaina. Elise ahogó un grito al verlo retroceder ante cuatro atacantes, mientras Nicholas y Kenneth se enfrentaban a un número similar.

En la planta superior resonó una súbita cacofonía de gritos.

Un momento después, por la escalera corrían varios arroyuelos de grasa caliente. Varios guardias se tambalearon y cayeron por los escalones resbalosos, apartándose del cuerpo las ropas empapadas de grasa, sin atreverse a tocar las manchas rojas de la cara.

Allá arriba, Justin abrió la caja larga y retiró la bandeja superior, en tanto Sherbourne se arrancaba el vendaje de los ojos. El más joven echó manos al hacha, mientras el caballero pedía una maza y una espada. Dietrich eligió un largo cuchillo de jardinero tenía sólo la mitad de la longitud de una espada, pero era doblemente mortífero. De inmediato atacó a un robusto mercenario con un golpe de su sólido vientre; el otro vio venir la puñalada y logró esquivarla, pero se deslizó al suelo, desmayado por un mazazo en la cabeza.

Quentin estaba en las alcobas de arriba, con su familia, exigiendo que todos partieran al amanecer. Al percatarse de la conmoción, gruñó salvajemente a sus hermanos:

—Bueno, veamos de cuánto servís los tres cuando se trata de defender mi pellejo. Sin mí no habrá tesoro.

Cassandra se levantó inmediatamente y repartió espadas entre sus vástagos. Luego señaló la puerta con un dedo:

—¡Id! ¡Id a luchar contra la sucia turba que se atreve a atacar a vuestro hermano!

Quentin salió a toda carrera, riendo por lo bajo. Tal vez en esta ocasión era conveniente tener familia.

Abajo, en las mazmorras, Maxim se veía apretado contra el muro por el avance de los guardias. Aun así parecía victorioso. Uno de los guardias cayó de rodillas; otro luchaba por contener esa hoja que lo amenazaba desde todos lados. Por fin gritó, alcanzado en las costillas, y su propia espada cayó pesadamente al suelo.

—¡Quietos!

Maxim levantó la vista y el corazón se le petrificó en el pecho. Allí estaba Quentin, apuntando con un mosquete a la cabeza de Elise, entre los barrotes. Sus hermanos, reunidos detrás de él, observaban los acontecimientos con cautela. Maxim bajó la espada y Nicholas dejó caer la cabeza laxa de su adversario. Arriba continuaban los forcejeos, intercalados con estruendos de hierro y golpes secos de hacha.

—¡Atrás! —El dedo de Quentin temblaba contra el gatillo.— lOs lo advierto! Elise sólo será la primera. Mis hombres caerán sobre vosotros en un abrir y cerrar de ojos.

En el momento de inmovilidad que siguió, una bala rebotó contra el muro exterior. De inmediato se oyó el estallido apagado de un lejano mosquete. Luego, una descarga, a manera de advertencia para los ocupantes del torreón.

—Esa es la compañía de fusileros —adivin6 Maxim, respondiendo a la muda pregunta que leía en los hermanos Radborne.

Nadie se movió, aunque era evidente que los bandidos sudaban de miedo. Por fin el destino halló su voz y se hizo cargo.

El primer guardia, a quien Nicholas había atado al banquillo, salió de su estupor y, con un grito de tardía advertencia, trato de levantarse. Amarrado como estaba, cayo en forma de arco, dejando escapar un grito de horror.

Fue Ramsey quien aprovechó esa momentánea distracción. Con la ayuda de su hija, había logrado desprender del muro el extremo oxidado de sus grillos, para volver a colocarlo allí como si no hubiera sido tocado. En ese instante lo arrancó y, balanceando la cadena, la enroscó al arma de Quentin, al tiempo que empujaba a Elise para ponerla en salvo. Luego apoyó un pie contra los barrotes y tiró con fuerza. Sus energías eran pocas, pero contaba con la ventaja de la sorpresa: el mosquete pasó entre los barrotes hasta chocar con algo, donde se desprendió con un sonido agudo y desapareció en una grieta oscura.

Quentin retrocedió, horrorizado y frotándose la mano dolorida. Luego se enfrentó a Maxim, contra su voluntad. El marqués levantó1a espada en un pronto saludo y aguardó. Forsworth, dando un codazo a su hermano mayor, le ofreció su propia espada, pero su gesto generoso fue recibido con una mirada fulminante. Ninguno de ellos notó que los guardias iniciaban una cautelosa retirada hacia la escalera.

—¡No soy espadachín! —gimió Quentin, asustado—. Me mataríais como a un niño indefenso.

—Vos no tuvisteis compasión con el agente de la reina, en mi casa —le recordó Maxim—. Tampoco en la corte con vuestra amante. Por lo visto, os desempeñáis muy bien contra mujeres y hombres desarmados.

—¿Qué amante? —Arabella meneó la cabeza y cayó en el camastro, del que se había levantado al iniciarse la trifulca.— ¿Es que su perversidad no tiene fin?

Maxim entregó su espada a Nicholas, sacó las pistolas del cinturón y las puso en manos de Ramsey, junto con la bolsa de municiones. Luego mostró la palma de las manos, provocativo:

—¿Así os sentís más cómodo? ¿Contra un hombre desarmado? ¿O preferís verme atado de pies y manos a la espera de vuestra estocada? ¿Qué clase de cobarde sois, Quentin?

Los ojos oscuros se entornaron, apreciando la oportunidad; lleno de súbito goce, tomó1a espada de Forsworth, pero la prisa lo tornó torpe. El arma cayó de su mano, repiqueteando en el suelo; mientras él se arrastraba pata recogerla, Maxim lo enfrentó pecho contra pecho, obligándolo a levantarse antes de que sus dedos alcanzaran la empuñadura. Quentin atacó, frustrado en su ira, y el gran anillo de sello que llevaba abrió un surco en la mejilla de Maxim.

Para el marqués era una satisfacción inmensa cobrar su venganza personal. El primer golpe de izquierda hizo que Quentin volara hacia atrás; otro a los labios le hizo retroceder aún más, tambaleante. El joven se sacudió las telarañas de la cabeza y, reuniendo fuerzas, se arrojó contra Maxim como un toro, tratando de hundirle la rodilla en la entrepierna. El caballero lo arrojó a un lado, contra el guardia atado, y lo dejó despatarrado contra la reja. Se frotaba el hombro dolorido y fulminaba a Maxim con la vista, pero sin hacer ademán alguno de levantarse.

—En otra oportunidad creí haberme liberado de vos —gruñó.

El marqués sonrió con acritud.

—Vine a buscar lo que en otros tiempos había sido mío. Y ahora vuelvo, una vez más, para reclamar lo que en verdad me pertenece.

—Nunca tuvisteis ese tesoro. —Quentin comprendía poco a poco. Se limpió la sangre de la boca en el dorso de la mano, clavando en Maxim los ojos lúgubres.— Nunca tuvisteis intención de negociar el rescate.

—No existe ese tesoro, Quentin —declaró Ramsey, desde la celda—.

—Cuanto menos, no hay tesoro que tú pudieras gastar. Lo que aseguré para mi hija fue sólo un manojo de documentos por los que le legaba todas mis propiedades.

—Pero ¿y los arcones que traías de las Stilliards? —Quentin buscaba una explicación razonable sin hallarla.— ¿Qué trajiste de las Stilliards que debieras transportar en arcones?

El tío meneó la desaliñada cabeza.

—Sólo unos pocos arcones vacíos que compré para mi hija.

—¡Sólo eso! —Quentin se levantó trabajosamente, acusando:— ¿Y por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué me dejaste creer que existía ese tesoro?

—Si te hubiera dicho la verdad, me habrías matado. Puesto que habías cometido el error de capturarme, no podías dejarme en libertad, sin que yo te identificara.

—¡Tantos esfuerzos por nada!

—Ahora quiero la llave —le interrumpió Maxim, reclamándola con los dedos—. Dádmela.

Quentin hizo una mueca de burla y hundió la mano en el chaleco para sacar la llave. La meneó tentadoramente ante la mirada del marqués, pero luego echó el brazo atrás y la arrojó al desagüe.

Elise ahogó una exclamación. Maxim se lanzó de cabeza para atraparla. Un momento después, el grito de la muchacha le sirvió de advertencia. Giró sobre sí, en el momento exacto en que la espada de Quentin pasaba a dos centímetros de su cabeza. Maxim arrojó la llave al interior de la celda y volvió a girar, tomando su propia espada de manos de. Nicholas.

—Resolvamos esto con un poco de honor —se burló. Pero Quentin se limitaba a mirarlo con odio—. Vamos, midámonos para ver cuál es el mejor. Hasta es posible que me venzáis.

Quentin bajó la mirada hacia el arma que tenía en las manos. De pronto saltó sobre el hombre atado y ascendió por los escalones engrasados, defendiéndose salvajemente de Nicholas, que se había adelantado precipitadamente para interceptarle el paso.

Mientras Maxim corría tras él, tras haberse asegurado que su amigo estaba intacto, Kenneth acudió a ayudar a los prisioneros con la cerradura. Un momento después también él seguía el rastro de Nicholas y de Maxim.

Quentin voló por el salón desierto, sembrado de cadáveres. Cruzó la puerta y salió al patio, pero de inmediato se detuvo.

En el barranco se recortaba una doble hilera de dragones montados. Cerca de ellos, una fila de fusileros esperaba para evitar cualquier intento de huida. Paseó una mirada enloquecida por el patio. El supuesto anciano, Justin, y el pretendido ciego, Sherb, seguidos por el voluminoso cocinero, se le acercaron lentamente.

Maxim asomó por la puerta, inmediatamente seguido por Nicholas, Kenneth y los tres prisioneros. Quentin retrocedió a lo largo de un muro derruido, hacia el barranco, buscando aún cualquier posible vía de escape. Maxim se adelantaba poco a poco, con la espada en la mano, pero sin amenazarlo.

—Estás perdido, Quentin. Vuestra hora ha pasado. Acabad con esto. ¡Luchad conmigo o rendíos!

—¡Yo elijo cómo he de terminar! —chilló Quentin, arrojando la espada con perversas intenciones. Maxim se hizo a un lado. Cuando volvió a mirar, su adversario estaba sacando una pistola del chaleco. La apuntó hacia él, maldiciendo a gritos:— ¡Maldito seas, Seymour! ¡Esta es la última vez que me persigues! y bajó el cañón de la pistola hacia su enemigo.

Maxim encogió el cuerpo ante el fuerte estallido que le resonó en los oídos. Pero no sintió dolor alguno.

Quentin los miraba, boquiabierto, como si no comprendiera. Súbitamente, en el medio de su frente había aparecido un pequeño agujero negro. Empezó a girar sobre sí, como una marioneta que colgara de sus hilos. La roca en la que estaba erguido se aflojó y giró con él.

Sus ojos cegados quedaron en blanco. Al caer sacudió el brazo espasmódicamente. La bala de plomo disparada por su pistola se perdió entre las nubes, allá arriba. En ese momento cedió la piedra y Quentin desapareció de la vista. El estruendo de la roca se apagó muy abajo. El viento arrojó unas cuantas gotas de lluvia sobre el torreón silencioso, como para borrar la memoria de su paso por la tierra. Maxim envainó la espada y giró. Arabella estaba tras él, deslumbrada, como de piedra. Aunque las lágrimas se le mezclaban en las mejillas con la lluvia, levantó la mirada hacia Maxim, sollozando:

—Lo siento, Maxim. Lo siento muchísimo.

Elise se acercó a ella y le quitó la pistola de las manos para entregarla a Maxim. Luego condujo a su prima hacia la torre, mientras Kenneth se acercaba a la muralla para indicar a los soldados que se apresuraran a avanzar. Poco después se producía el arresto de Cassandra, sus hijos y los pocos mercenarios restantes.

Maxim se quedó asombrado al ver que el carruaje de la condesa Anne se acercaba a los portones inexistentes. Lo seguía una carreta, en la que viajaban diez o doce sirvientes de Bradbury, armados de cuchillos, viejas espadas, lanzas y algunas guadañas.

Lady Anne descendió de su coche y, ante el silencioso gesto de Maxim, que le señalaba la torre, corrió adentro para asegurarse de que su bisnieta estuviera sana y salva. Ya en el salón, la anciana corrió hacia Elise y su padre, sofocándolos a ambos con fuertes abrazos y sollozos de gratitud.

—No esperaba que acudiera semejante ejército en nuestra ayuda —comentó Maxim a sir Kenneth.

—Me atrevería a decir que lady Elise causa ese efecto en la gente —replicó el caballero, con una sonrisa.

Sonriente, Maxim levantó la cara hacia la lluvia purificadora, dejando que lavara todas las emociones de miedo y cólera que lo habían amarrado hasta entonces. Después de quitarse el cinturón y la espada, los entregó a su amigo y volvió hacia la torre. Al pasar junto a Nicholas le dio unas palmadas de camaradería en la espalda.

Se detuvo largamente a la puerta, para observar a Elise con su familia. Por fin ella levantó la mirada hacia él, con todo el amor que él hubiera podido desear. Se acercó a tomarlo de la mano para conducirlo hacia su padre.

—Papá, quiero presentarte a mi esposo.

Ramsey se levantó. Los dos hombres se estrecharon en un abrazo de íntimo afecto. Los ojos del padre, se llenaron de lágrimas, en tanto se retiraba para sonreír a su yerno.

—Dios respondió a mis plegarias desde un comienzo. El envió un protector a mi hija, mucho más digno de lo que nunca me atreví a esperar.

Elise echó un brazo a la cintura de su marido, sonriendo hacia sus ojos relucientes.

—Nunca mujer alguna tuvo más digno protector. Una vez más, milord, habéis luchado con gallardía por defenderme y volvéis a ser el vencedor. Una vez más me abrumáis de respeto. En verdad sois mi campeón, Maxim Seymour, y el amor de mi vida.