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PARA muchos, la codicia es una maldición, pues disminuye notablemente el goce de casi todos los placeres. No se puede gastar la moneda más pequeña sin lamentar su pérdida o sin la ansiosa esperanza de que su alejamiento ocasione una ganancia mayor, con lo que el sacrificio habrá valido la pena.

Tal era el caso de Edward Stamford, cuya satisfacción por el casamiento de su hija menguaba en grado preocupante al presenciar el liberal regocijo y los excesos de los invitados. Su renuente generosidad parecía deleitar a las desconsideradas muchedumbres que habían acudido para satisfacer su glotonería, pero los festivos compases de los músicos en poco lograban aliviar su estado de ánimo, cada vez más agrio. Las risas y las piruetas de los invitados destacaban, por contraste, su corrosivo resentimiento; tampoco lo consolaban aquellos que ahora dormitaban, en el estupor de los ahítos.

—¡Míralos! —murmuró Edward para sí, despectivo—. Se han rellenado tanto la panza con mi vino y mis vituallas que ahora se ahogan en las copas. Podría haberme ahorrado unas cuantas monedas si hubiera sabido que se derrumbarían con tanta facilidad.

La ardiente mirada de Edward recorrió lentamente el salón, hasta caer en Taylor, el sirviente, que acababa de detenerse junto a una mesa cercana.

—¡Eh, tú! ¡Deja de tontear con esa jarra y lléname la copa!

El criado giró a medias, sorprendido, frotándose la boca con el dorso de la mano. Cuando Edward le hizo señas de que se acercara, se retiró de costado, murmurando:

—Iré a buscar una jarra de cerveza fresca para el señor.

—¡Aquí, anda! Olvídate de la cerveza. —Iracundo por la negativa, Edward hizo un gesto imperativo para que volviera.

—Dame un copón de lo que tengas allí.

—No es digno del señor. —La voz de Taylor sonaba apagada por la capucha que tironeaba para cubrirse la cara.

—Sólo quedan los malos posos de los toneles en esta jarra. Traeré para el señor una cerveza fuerte —ofreció, continuando la retirada—.

—Tardaré lo que un guiño del ojo.

Antes de que Edward pudiera volver a protestar, el sirviente dejó atrás a varios lores embriagados y desapareció de la vista.

El amo, apretando los dientes de indignación, murmuró varios epítetos, en tanto descargaba su jarrillo contra la mesa. Tomó bruscamente su emplumado sombrero y, después de plantárselo en la cabeza encanecida, se levantó, listo para lanzarse tras ese caprichoso criado. Un momento después lo atacó el horrible miedo de que todo el peso del globo terrestre hubiera caído abruptamente contra su cabeza, pues la súbita presión palpitante que experimentó dentro del cráneo estuvo a punto de hacer le caer de rodillas. Aguardó en cauta inmovilidad a que cediera el primer ataque del dolor; luego escrutó el salón en busca del impertinente servidor, evitando con miedo cualquier movimiento brusco; no estaba dispuesto a permitir que ese patán escapara sin una seria reprimenda.

—ya veré su maloliente cadáver picoteado por los cuervos —juró por entre los labios torcidos.

Sin embargo, en su cautelosa búsqueda del criado, su mirada volvió a caer sobre Elise. La aguda espuela de la cólera volvió a acicatearlo, pues la muchacha parecía a punto de provocar nuevos problemas. El joven caballero Devlin Huxford, que había demostrado obvio interés por ella en el curso de las festividades, insistía ahora en arrastrar a Elise a la pista de baile. Puesto que era familiar directo de Reland, no se lo podía ofender sin esperar que el clan Huxford tomara alguna venganza espantosa. Sin embargo, la muchacha se encaminaba con toda seguridad hacia esa situación. Por la rígida postura de su mandíbula, era evidente que estaba a punto de llegar al insulto; sólo por suerte lograría el mozo escapar indemne de la pequeña fiera.

Los surcos que separaban las cejas de Edward se acentuaron. Olvidando su dolor de cabeza, se abrió camino a codazos entre los invitados. Tenía que alcanzar a Elise antes de que arruinara la velada por completo, cosa que ella era muy capaz de hacer, según su tío sabía por penosa experiencia.

—¿No habéis entendido, señor? No conozco los pasos —oyó explicar a su sobrina.

La declaración, breve y seca como era, no logró liberarla del celoso Devlin. Algo exasperada, Elise le arrebató su fina muñeca con una rápida torsión y clavó en su insistente admirador una mirada altanera. Mientras enderezaba los puños blancos de la manga, agregó:

—y por el momento, señor, no tengo deseos de aprenderlos.

Riendo con fingida alegría, Edward aplastó una manga acolchada, apoyando un brazo en el hombro de su sobrina, y la instó:

—Anda, anda, niña. O quieres que este magnífico mozo te tome por una solterona seca, sin la debida crianza? Mira que se trata del joven Devlin Huxford. —Dejó caer el brazo, a la espera de que Elise digiriera esa información, y agregó intencionadamente:

—El primo de Reland.

La suave sonrisa de Elise expresó una dulce disculpa.

Devlin casi se pavoneaba de expectativas. Tuvo la audacia de imitar la actitud del tío y le deslizó un brazo confiado en torno de la cintura.

—Perdona, tío —replicó ella, tratando de desprenderse delicadamente de esa sofocante proximidad impuesta—. Aunque fuera el propio hijo de la reina, le encomendaría pescar en otros arroyos. —Tras haber pronunciado en tono rechinante esas últimas palabras, clavó un codo en las costillas del ansioso caballero y agregó, agria:— Estoy harta de que me pinche con sus anzuelos.

Edward apenas pudo contenerse ante esa respuesta. Sus ojos se expandieron de cólera, para luego oscurecerse en una férrea dureza. Echó una breve mirada al enrojecido Devlin, que había retrocedido cautelosamente un paso. El joven esperaba alguna muestra de presión que obligara a la doncella a someterse, pero Edward sabía demasiado bien que semejante cosa habría sido una estupidez. La muchacha no soportaba ese tipo de cosas y él se vería sin esperanza alguna de hallar el tesoro oculto.

Dominando apenas su ira, Edward se apretó a la elegante toca, envolviendo a su sobrina con los malolientes vapores de su aliento a cerveza.

—¿Quieres que los Huxford se nos arrojen encima, niña? —chirrió en un susurro áspero

Reland aún está ardiendo por su enfrentamiento contigo y ahora quieres enemistarte con otro de los Huxford. Te aseguro que no te irá bien cuando Reland se instale en el ala oeste.

Elise, en tono suave e interrogante, recordó a su tío las órdenes dadas:

—¿No me indicaste que mantuviera ocupados a los sirvientes, tío? —lo acicateó, sabiendo que ése era su punto más vulnerable—.

—Si no fuera por mí, la servidumbre dejaría tus bodegas secas y tus despensas vacías. Pero si prefieres que les permita dar rienda suelta a la glotonería, dame permiso y disfrutaré de la danza.

Edward tartamudeó, azorado. Después, sin más preámbulos, asió firmemente el brazo del joven y se lo llevó, diciendo con tonos simpáticos

—Venid, Devlin, allí mismo veo a una doncella cuyo talento para el baile bien podría igualar al vuestro.

Elise se cruzó pudorosa mente de manos, mientras presenciaba el confuso alejamiento del caballero Huxford. Devlin había hecho lo posible para fortalecerla en su opinión de que sólo era un patán rudo y desconsiderado, apto apenas para jactarse exagerada mente de sus proezas. Sin duda, en eso demostraba su parentesco con Reland Huxford.

Edward no perdió tiempo en presentarle a una joven y atractiva viuda, para volver apresuradamente junto a su sobrina.

Le parecía prudente buscarle algo que hacer fuera del salón, antes de que su presencia allí le resultara costosa.

—Quiero que ahora acompañes a Arabella a sus aposentos. Ayúdala a prepararse para recibir a Reland y, en cuanto esté lista, baja a darme aviso. Yo mismo me encargaré de que Reland sea llevado arriba, esté en condiciones o no. Este festín debe cesar antes de que me quede en la ruina.

Edward arrebató un jarrillo de cerveza a un sirviente que pasaba y no prestó más atención a la muchacha. Se llevó la taza a la boca para echarse un largo trago, pero habría necesitado todo un tonel para calmar el torbellino que le revolvía el vientre.

Elise, insegura ante esas nuevas indicaciones, se apartó de su tío con alguna vacilación. No ignoraba el modo en que una desposada debía recibir a su novio, pero tenía la impresión de que a Arabella le habría resultado más beneficioso el sabio consejo de una mujer casada y mayor. ¿Cómo podía ella tranquilizar a la novia, si también era virgen?

Su mirada paseó lentamente por el salón hasta posarse en la pareja de recién casados. Arabella era tan delicada como una frágil flor: alta y esbelta, de sedosa cabellera castaña y claros ojos grises, acosados por una expresión melancólica. Su temperamento era dócil, como el del junco azotado por el viento. En verdad, a veces parecía no tener fibra para oponerse a los dictados ajenos. Reland, en agudo contraste, era un oso moreno, de ancho torso musculoso que se estrechaba hasta las angostas caderas. Aunque apuesto y educado, mostraba una fuerte inclinación a la irascibilidad y a la terquedad. Su brutal arrogancia lo llevaba a poner a prueba a todo el que se le cruzara en el camino; solía carcajearse de ridículo regocijo cuando sus actos despertaban miedo. En pocas palabras: era un prepotente pagado de sí, hasta que se le cedía la delantera; entonces quizá se dignara abandonar su actitud amenazante para volver a actuar como corresponde a un caballero.

Elise volvió a revivir su primer encuentro con el conde. Había oído comentarios sobre su carácter engreído y sus tendencias autoritarias mucho antes de su llegada, pero supuso que eran, en su mayor parte, rumores malintencionados. Apenas lo había visto desde lejos hasta el día en que el hombre entró en el patio a lomos del negro potro frisio del difunto marqués. El corcel había pasado a la posesión de Reland al entregárselo Edward como regalo de compromiso. Ya en esa primera mirada al jinete, Elise experimentó una profunda aversión por la pomposa actitud que adoptaba en la montura. Percibió que ese hombre disfrutaba con el miedo y el respeto que inspiraba montando en ese animal. Como para justificar la imagen de rudo prepotente que ella se iba formando, Reland se rió con regocijo al ver que los sirvientes corrían para ponerse fuera de su camino.

Elise se detuvo junto a las escaleras del patio para admirar el porte de esa hermosa bestia, sin imaginar que podía convertirse en una ofensa al conde por no huir aterrorizada, como los otros.

Su tranquila actitud, en tanto acariciaba serenamente al gato que tenía en los brazos, enfrió el buen humor de Reland y ahogó su atronadora carcajada. No contento con asustar a los lacayos, las fregonas y los palafreneros, el conde hizo girar a su potro y lo azuzó en dirección a la joven. Elise recordaba ahora su espanto y su alarma al notar que el animal cargaba contra ella; pero ese momento de pánico no había hecho sino incitar al mozo. Su carcajada se convirtió en un rugido ensordecedor, lo cual vino a provocar la indignación de la muchacha. En terco desafío, se mantuvo en su sitio, rehusándose a servirle de gratificación, aunque la monstruosa bestia avanzaba hacia ella como una tormenta. Al verlo avanzar estuvo a punto de perder su débil fachada de coraje, pero resistió al sobrecogedor impulso de huir y esperó a pie firme, sujetando al gato que forcejeaba, despavorido, hasta que el brutal jinete tiró de las riendas y detuvo a su corcel delante de ella, a duras penas. Entonces arrojó al siseante felino contra el caballo. El gato, al caer, clavó profundamente las zarpas en el hocico del potro, tratando de asirse, lo cual arrancó a la víctima un chillido de terror. Como una bestia salvaje y enloquecida, el caballo dio en saltar y debatirse para desprenderse de su atacante, mientras el gato, igualmente aterrorizado, se aferraba a él con tesón.

No pudo decirse lo mismo del jinete. Como ese brusco giro de los acontecimientos lo tomara por sorpresa, Reland voló por los aires, agitando inútilmente los miembros, hasta estrellarse de espaldas en tierra. Perdió el aliento con audible ¡guf! y padeció un momento de intenso pánico, en tanto luchaba por recobrar lo. Una enfurecida maldición, pronunciada a todo pulmón, fue la evidencia de su éxito. Se levantó de un salto, como un volcán de furia en erupción.

Ante esa nueva amenaza, Elise recordó su decisión de iniciar una veloz retirada al interior de la casa. Pero Reland la vio moverse y decidió impedir lo. Irritado porque una simple muchacha hubiera podido desmontarlo, volvió a cargar contra ella, sin tener en cuenta que la joven, tanto más menuda, sería mucho más ágil. Elise oyó su poderosa exclamación y esperó el momento adecuado. Entonces giró apartándose de su trayectoria y se agachó para escapar del brazo extendido. De entre los dientes apretados de Reland escapó un gemido grave, que fue creciendo en volumen e intensidad al no poder detenerse.

Aun antes de que Elise hubiera terminado su giro, oyó un fuerte chapuzón y un alboroto aún mayor. Al mirar tras de sí descubrió a Reland pataleando boca abajo en un estanque cercano

El conde se levantó sobre las rodillas, con movimientos torpes y escupiendo un chorro de agua. Luego se puso de pie, ofreciendo a la servidumbre un espectáculo tan hilarante que las risitas y los bufidos fueron incontenibles. Las plumas mojadas del sombrero le caían hasta la nariz aguileña, haciéndole escupir entre jadeos, según trataba de apartar esos extremos mojados de su boca. Los guantes de montar, con puños de cuero, derramaron torrentes de agua cuando él levantó las manos para quitarse las plumas y el pelo de la cara; mientras tanto, la zamarra de piel chorreaba a mares a su alrededor. Las botas de cuero blando, orgullo de su atuendo, contenían sendas jarras de agua, por lo que piernas y pies parecían hinchados y deformes al salir del estanque.

El siguiente aullido de ira hizo que el nervioso potro resoplara y se alejara bailoteando; como si se preguntara qué nueva amenaza le esperaba, miró a su alrededor con cierta aprensión hasta distinguir al gato, sano y salvo en lo alto de un muro de piedra, a poca distancia. El felino, obvio vencedor de la refriega, se lamía una pata, peinándose el pelaje revuelto en lánguida actitud de reposo.

Reland clavó en los espectadores una mirada fulminante que los redujo al silencio; luego se enfrentó a la insolente muchacha que con tanta audacia desafiara su autoridad. Elise le sostuvo la mirada con serenidad, sonriendo con suave y enigmático humor, consciente de que él pensaba arrinconar la contra el muro del patio, al avanzar a grandes pasos.

Elise retrocedió hasta sentir la piedra a su espalda. Luego se preparó a enfrentarlo antes de que la fuerza y la corpulencia del hombre pudieran dominar la. Reland, gruñendo una grosería, la asió por el cuello de la vestimenta y la levantó en vilo para sacudirla con violencia. La muchacha reaccionó con el mismo furor del gato, convirtiéndose en una zorra enfurecida: arañó, mordió y le clavó los dedos en los ojos, como bestia salvaje, hasta que el poco galante conde dejó escapar un aullido de dolor

—¡Maldita zorra! —aulló Reland, levantando una mano para abofetearla.

—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó Edward, desde la galería—. ¿Qué pasa aquí?

Espantado por lo que veía, Edward bajó la escalinata a tropezones y, con ayuda de los sirvientes, separó a los contrincantes, no antes de que su sobrina diera un duro puntapié a la espinilla de Reland.

—¡Maldito hijo de bellaca orejuda! —bramó ella, con vehemencia muy poco digna de una dama—. ¿En qué agujero caíste?

—Elise! —exclamó Edward, horrorizado ante los insultos que la joven dirigía al conde—. ¡Cálmate, niña! —y explicó, afligido:— Estás hablando con el prometido de Arabella...

—¡Pobre Arabella! —bufó Elise—. ¡Lo más probable es que expire con los abusos de este torpe patán!

—¡Chitón, niña, chitón! —Edward se estrujaba las manos, alteradísimo, tratando de aplacar a su futuro yerno. Nunca se había encontrado en una situación que exigiera tanto dominio de su propio mal genio. No podía volverse contra su sobrina sin arriesgarse a perder una fortuna. Tampoco podía interrogar al conde por miedo a provocar su ira.— Por favor, Reland, perdonad a esta muchacha. Está fuera de sí. Es una familiar mía que apenas acaba de llegar. Ya veis que tiene mucho por aprender. Os lo ruego, calmad vuestro fervor y solucionemos esto como buenas gentes.

—¡Esta mujer ha baldado mi corcel! —Reland agitó un guante empapado para señalar a su cabalgadura, esparciendo un arco de gotitas brillantes; eso asustó una vez más al potro, que agitó la cabeza. Finos hilos de sangre manchaban el tierno hocico; allí donde la lujosa brida lo cruzaba, las gotas brillaban al sol como diminutos rubíes ensartados.

—¡Tendrá esas marchas hasta la muerte! —Como si la idea acabara de ocurrírsele, Reland se apretó la cabeza dolorida, gimiendo de dolor:— Y estuvo a punto de vaciarme el cráneo contra los adoquines.

—No tenéis que temer, milord —contraatacó Elise, sardónica—. Ya estaba vacío antes de la caída.

Reland, iracundo, agitó el puño ante ella:

—¡Muchacha idiota! Sin duda vienes de los pantanos, puesto que ignoras que Eddy habría podido matarte. La próxima vez dejaré que te pisotee en el lodo.

Ella respondió con despectivo sarcasmo.

—Puesto que ahora os conozco, milord, la próxima vez tendré en cuenta lo que pueda ocurrírseos ordenar a vuestro corcel.

—Reland, perdonad a la niña —intervino Edward, apresuradamente—. Es que no sabe, Acuérdate de estos nombres, muchacha —gruñó el conde, pasando por alto las súplicas del anciano—. Escóndete cuando sepas que han llegado Reland Huxford, conde de Chadwick, y su Gran Eddy. Te doy buen aviso.

—Eddy... el Gran Eddy... Eddy Reland... Reland el gran Eddy...

Elise movía la cabeza como un niño canturreando un versículo, en tanto mezclaba deliberadamente los nombres, para demostrar que el hombre, su título y su amenaza le inspiraban menos respeto que el potro.

—Es una buena cabalgadura la que se os ha regalado, conde. Demasiado buena para vos, por lo visto. Me esmeraré en recordarla.

La cara de Reland se oscureció hasta un rojo purpúreo.

Ella le clavó una mirada desafiante, como instándola a atacarla; otra vez. Edward se apresuró a cortar la inminente erupción y tomó al joven por el codo:

—Venid, mi futuro yerno —barbotó, preocupado—. Vamos en busca de una buena copa de cerveza para descansar junto al fuego. Hizo un gesto desesperado a un sirviente, encomendándole atender al empapado conde. En cuanto se lo llevaron, giró dos ojos llameantes hacia la pecadora Elise, en una obvia promesa de ajuste de cuentas. Eso llegó cuando Reland se perdió de vista.

—¿Haz perdido él seso? —acusó—. ¿Quieres arruinar el enlace de Arabella con éste? —Edward alzó las manos al cielo, en muda súplica. Luego se ensañó otra vez con su sobrina.— ¿O acaso quieres arruinar mis asuntos avergonzando a este buen hombre en mi propia casa?

—¡Fueron sus bufonadas las que provocaron la refriega! —aclaró Elise, en su propia defensa—. Estuvo a punto de arrollarme con ese animal. —Señaló con una mano al potro, que se alejaba llevado por un mozo de cuadra. El palafrenero le acariciaba afectuosamente el cuello, como si la bestia fuera un amigo por largo tiempo perdido. El corcel respondió con unos hocicazos; ya no parecía tan amenazante.— ¿Acaso no te importa que Reland sea un lunático prepotente?

—¡Chitón! —Edward lanzó la orden antes de arrojar una mirada ansiosa por encima del hombro, para asegurarse de que el conde no escuchara.— ¿No comprendes, muchacha? —La sujetó del codo para susurrarle:— Esta puede ser la última esperanza de Arabella.

Elise se desasió de un tirón y se frotó el brazo, respondiendo con ira apenas contenida:

—¡Mejor morir solterona que acostarse con alguien como ése!

Girando sobre sus talones, recogió sus faldas y huyó por la escalinata antes de que su tío recobrara el uso de la lengua. Aunque él la llamó, continuó corriendo por la galería sin prestarle oídos; abrió bruscamente la puerta que daba a un vestíbulo interior y la cerró tras de sí con violencia, haciendo repiquetear las ventanas contiguas con la potencia de su paso.

En los días subsiguientes, el tío le había pedido repetidas veces que presentara sus disculpas al conde, pero Elise se empeñaba en jurar, apretando los dientes, que prefería acostarse en un lecho de clavos antes de ceder a esa demanda. Edward no sabía qué hacer, puesto que ella parecía capaz de conductas absurdas. Por fin había optado por ceder y no presionarla más y así estaban las cosas. Elise seguía experimentando una fuerte repugnancia por Reland. La tarea que se le había asignado era como la de prestar ayuda en el sacrificio ritual de una virgen, ofrecida a una bestia asesina. En realidad, aborrecía al rufián y sentía una gran compasión por su prima.

Se apresuró a borrarse la expresión de asco, pues Arabella acababa de volverse hacia ella. Como convocada por una voz misteriosa, paseó los ojos por el salón hasta hallar a su prima menor. Elise le sostuvo la mirada y respondió con una vacilante inclinación de cabeza, pues había adivinado una pregunta muda en los claros ojos grises. Por la suave faz de la novia cruzó un leve fruncimiento de cejas; luego se volvió para decir una palabra a su flamante esposo. Reland sonrió con lascivia y la siguió con la vista al retirarse ella; lanzó a sus compañeros una mirada de presumido triunfo, agitando en Elise el recuerdo de la misma expresión satisfecha, al que le había visto en su primer encuentro. Era casi como si Arabella se convirtiera en otra pertenencia que usar como látigo para pavonearse ante otros.

Algunos de sus ruidosos amigos le gritaron bromas groseras. Con cada rasgo de humor, las carcajadas eran más y más escandalosas. Arabella se abría paso por entre los vocingleros invitados con tranquila dignidad, luciendo apenas un esbozo de sonrisa. Se mantuvo en silencio hasta que comenzó a subir, en compañía de Elise, la escalera de piedra que conducía al ala oeste.

—Estoy asediada por la estupidez —murmuró, fastidiada.

Elise miró a su prima con fijeza, preguntándose qué había logrado enemistarla con sus circunstancias. Arabella siempre se las había compuesto para mantener una actitud reservada, pese a los conflictos y la confusión, aun bajo las estrepitosas parrafadas de su padre; hasta había demostrado cierta ansiedad por casarse con el conde. Hasta donde Elise podía asegurarlo, nunca hasta entonces se había quejado de Reland, aunque a veces expresaba su descontento por las tragedias padecidas. Tenía tendencia a la melancolía y a largos períodos de depresión, que hasta Edward trataba de calmar. La doliente mujer había recibido muchas atenciones de todos, en un intento de sacarla de sus tristezas, pues nadie dudaba que tuviera buenos motivos para lamentarse.

—¿Qué te aflige, Arabella? ¿Por qué dices esas cosas? —preguntó la menor.

—Oh, Elise, trata de comprender. Reland es un noble caballero... y hasta un hombre apuesto...

Elise captó la incertidumbre de su prima; comprendía muy bien la afligida inquietud que Reland podía provocar en una joven desposada. Es verdad, si los papeles se invirtieran, si hubiera sido ella la casada con el conde, a esas horas ya habría dado rienda suelta a un millar de quejas

—Me acosa una cruel maldición —continuó Arabella, en tono apagado. Se detuvo en un peldaño para apoyar la cabeza contra el muro de piedra, nerviosa, sin que le importara aplastar el rico tocado que adornaba su cuidadoso peinado.

—Hasta ahora, cada hombre que ha solicitado mi mano me ha sido arrancado por alguna tragedia cruel. ¿Dónde están ahora los que en otros tiempos me dieron palabra de matrimonio? Todos cayeron en un destino horrible, doy fe. Cada uno me abandonó en aras de la muerte o de alguna gran catástrofe. Cuando los dos primeros sucumbieron a una enfermedad desconocida, me pareció simple coincidencia; luego, el tercero perdió la vida en las calles, atacado por ladrones. Hace apenas tres años, durante la Pascua, la tierra se estremeció y dio tumbos hasta que las piedras de una iglesia comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, matando a mi pobre William; hacía quizás una semana que estábamos comprometidos, y así deprisa me fue quitado. El quinto pretendiente fue secuestrado por bandidos, y estoy convencida de que algún día hallaremos sus huesos. Y luego el sexto...

Delicadas cejas se unieron en interrogante asombro ante el melancólico suspiro de la recién casada. Con suavidad, Elise preguntó:

—¿No era acaso el marqués de Bradbury?

Arabella asintió lentamente.

—Sí... Maxim... fue el sexto.

Elise dejó caer una fina mano en la mano en la manga de su prima y arguyó, gentil:

—No podéis llorar por un traidor asesino.

Arabella continuó su ascenso sin responder y avanzó por el pasillo hasta cruzar las puertas de su alcoba. Cruzó la antecámara y se detuvo ante el hogar del dormitorio; allí se quitó el velo para descartarlo sin mayor cuidado.

—Sí, es cierto. Los crímenes del mayor eran peores que los otros. Acusado de asesinato y conspiración con María Estuardo contra la reina, merecía ser perseguido y ejecutado. No pudo haber hecho más para ganarse mi odio.

La más joven, sin saber qué replicar, recorrió con la vista aquella amplia alcoba, con sus ricos adornos, preguntándose qué había inducido al hombre que en otros tiempos habitara ese lugar a concebir tan poco saludables alianzas. ¿Qué lo había vuelto contra la reina, la misma reina que afectuosamente lo comparara con aquel otro Seymour, al que ella conociera en su juventud? Si Tomás Seymour se había ganado su cariño, ¿era posible que Maxim Seymour mereciera su odio?

—No puedes estar maldita, como supones, Arabella —la consoló—. Antes bien, se diría que has tenido suerte al librarte de un matrimonio con quienes no te merecían.

—¿Cómo puedo hacerte comprender, querida niña? Eres tan joven... y yo he llegado a sentirme tan cansada... y vieja...

—¿Vieja? —repitió Elise, asombrada—. ¿A los veinticinco años? No, Arabella: todavía eres joven y tienes toda la vida por delante. Esta es tu noche de bodas... y debes prepararte para recibir a tu esposo.

Vio que en los ojos de plata se agolpaban las lágrimas. El tormento era visible en la débil sonrisa, pero no había modo de aliviarlo. No había nada que una u otra pudieran hacer.

—Necesito algún tiempo a solas —susurró Arabella, con súbita desesperación—. Demora la fiesta de esponsales hasta que envíe a un sirviente a llamar los.

—Tu padre me pidió que te atendiera —murmuró Elise, suave—. ¿Qué le diré?

Arabella miró el semblante preocupado de su prima y se apresuró a tranquilizarla.

—Suplícale que me conceda algunos momentos de soledad, para que yo pueda prepararme mejor. Sólo un ratito... hasta que me haya tranquilizado. Luego podrás volver a ayudarme.

—Reland tiene apostura. —Elise ofreció el comentario con la esperanza de animar a su prima.— Sin duda, serás la envidia de muchas doncellas.

Arabella respondió, distraída:

—No es tan apuesto como otros que he conocido.

Una arruga huidiza cruzó el ceño de la más joven.

—¿Suspiras por un hombre muerto, Arabella?

Los ojos grises le devolvieron la mirada, con mansa curiosidad.

—¿Por un muerto? ¿A quién te refieres, Elise?

—Al marqués de Bradbury, desde luego —estableció la muchacha—. ¿Aún penas por él?

—Oh, en verdad era hombre capaz de conmover el corazón de una doncella. —Arabella tocó un cortinado con aire distraído, acariciando el terciopelo como entre dulces recuerdos.— Muy audaz... y hermoso. Todo un caballero, siempre... —Se arrancó de sus ensueños.— ¡Pero basta de esto! Necesito estar sola. —Apoyando las manos en los hombros de su prima, puso a Elise frente a la puerta y, ante su vacilante resistencia, pronunció:— Sólo quiero un poco de tiempo para mí misma antes de que llegue mi esposo. Sólo eso te pido.

—Informaré a tu padre —accedió Elise. Y salió, contra su voluntad. Mientras cerraba suavemente la puerta a su espalda se preguntó cómo enfrentarse a Edward sin arruinar primero su misión.

Si lograba cruzar una mirada con él sin llamar la atención de otros hombres, para hablar con él en privado, quizá él se mostrara más accesible; pero si estaba rodeado por un público de ruidosos invitados, su orgullo requería un trato más sutil.

Las escaleras de piedra giraban en ángulo cerrado a cada tramo alrededor de un poste cubierto de complejas tallas. Al pasar, Elise hacía vacilar la llama de las velas en sus candeleros amurados, y una multiplicidad de sombras bailaban delante de ella, hasta casi marearla con lo móvil de la luz y aquellos giros incesantes. Aunque llevaba prisa, se concentró con cuidado en los peldaños, por temor a que una de sus zapatillas de seda resbalara, provocando un descenso más veloz pero infinitamente más penoso.

Abajo la música de los tamboriles, las arpas celtas y los laúdes se mezclaban con las ruidosas carcajadas y los gritos lascivos de los invitados. Eso disimuló el sonido de los pasos que ascendían por la escalera hasta que fue demasiado tarde. El apresuramiento del hombre era más ágil que el de ella; en el último instante, ambos levantaron la vista y trataron de desviarse, sólo para dar un paso en la misma dirección y chocar. Elise, despedida por aquel pecho sólido e inamovible, se tambaleó precariamente en el borde de un escalón. Dejó escapar un leve grito al comprender que parecía destinado a precipitarse de cabeza por la escalera, pero en ese momento un brazo duro como rama de roble le rodeó el cuerpo. Por un breve instante, Elise se apoyó contra aquel cuerpo fuerte, aliviada. Después, unos largos dedos ciñeron su fina cintura y se vio elevada un peldaño más alto, sana y salva.

Al abrir los ojos, que había cerrado sin darse cuenta, reconoció con súbito asombro la áspera chaqueta de Taylor, el sirviente. La capucha había caído hacia atrás; lo que estaba a la vista no era el tipo de cara que ella hubiera esperado ver. No se encontraba ante un rostro bestial, cubierto de horribles cicatrices, sino ante un hombre llamativamente hermoso, de melena leonada con vetas claras y aristocráticas facciones, ocultas a medias bajo una barba desigual.

Un ligero gesto de preocupación manchó el ceño de hombre, que preguntó con su entonación vulgar:

—¿Está bien la señora?

Elise asintió vacilante, mientras hacía lo posible por superar su momentánea confusión; un momento después, su cintura quedó libre y el hombre continuó subiendo por la escalera. La mente de la muchacha se despejó en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Un momento! ¿Adónde vas? ¿Qué te lleva a los cuartos de arriba?

—El hombre se detuvo en un peldaño y giró Sobre sus talones con deliberada lentitud, permitiendo que la luz cambiante de una antorcha cercana le iluminara las facciones. Los ojos verdes parecieron atravesarla; su mirada era tan audaz y directa que la joven contuvo el aliento por un instante, petrificada ante esas pupilas de acero.

—¡Vos! —tartamudeó, debatiéndose contra esa mirada dolorosa, hipnótica, al comprender que se había dejado engañar por el pretendido sirviente. El barbado semblante se recortaba con toda claridad en su conciencia haciendo aflorar el recuerdo de cierto retrato arrumbado en el ala este. Supo entonces con certeza que el pintor era, en verdad, muy hábil: Maxim Seymour, marqués de Bradbury, era un hombre magnífico. Y allí estaba, ante ella, en carne y hueso.

—¡Vos... y estáis vivo!

Por un breve instante, el ceño del hombre se oscureció; de inmediato su actitud cambió con la decisión de una fuerte voluntad. Hubo un súbito centelleo de blancos dientes en una sonrisa. Cuando habló, la jerga gutural había desaparecido, remplazada por la pronunciación clara y precisa del caballero bien educado

—Me obligáis a actuar antes de lo que deseaba, bella niña. Creo que me conviene estar ya en plena acción antes de que deis la voz de alarma.

El marqués arrojó una mirada melancólica hacia el tope de la escalera y suspiró, como si lamentara la elección a la que se veía obligado. Luego giró para avanzar hacia ella y le sujetó un brazo al pasar, arrastrándola consigo en un descenso veloz, que la dejó sin aliento.

—Disculpad, pero no puedo permitir que vaguéis en libertad hasta el momento debido —dijo-Cuándo se sepa la noticia, podréis seguir vuestro camino... que era hacia abajo, ¿no?

—¡Deteneos! ¡Por favor! —jadeó Elise, tratando de no perder pie con tanta prisa—.

—No puedo...

Lord Seymour se detuvo. Le pasó un brazo tras los hombros y el otro tras las rodillas, para levantarla contra su pecho. Así la llevó abajo, ligero, como si ella sólo fuera un montón de sedas y encajes. Al abandonar la escalera, hizo su entrada en el salón atestado, que desde la partida de Elise se había tornado extrañamente silencioso. Reinaba allí un profundo letargo. Los sirvientes habían vuelto a la cocina, para aguardar el momento en que los invitados a la boda invadieran la alcoba nupcial. Pero en el salón los huéspedes parecían cabecear en un estupor lánguido y soporífico, como si esperaran que se produjera algún gran acontecimiento.

Algunos tenían vaga conciencia de lo que ocurría; a otros parecía divertirlos distraídamente la actitud de ese hombre toscamente vestido.

Maxim se encaminó hasta la mesa más próxima y, sin ceremonias, sentó a Elise en una gran silla de respaldo alto. Luego se inclinó para blandir un dedo ante su delicada nariz; sus ojos verdes se clavaron en los de la muchacha como una morsa implacable:

—Os conjuro a estaros quieta, señora. Lo que vais a oír será una sorpresa.

Giró en redondo y, sujetando un extremo del largo mantel que cubría las tablas de la mesa, barrió con todo cuanto descansaba encima, provocando un estruendo espantoso.

—¡Escuchad, buenos huéspedes de Bradbury Hall! —gritó—.Ya habéis comido bien y bebido aun mejor. Ahora llega el entretenimiento.

Los invitados giraron a mirarlo con estúpida lentitud, los ojos inexpresivos y sin señales de reconocer a ese forastero mal vestido. El salón quedó en silencio en tanto los comensales trataban de analizar la novedad, pero sus mentes torpes no lograban comprender lo que ocurría, ni siquiera reconocerlo como una realidad.

Por fin un hombre sentado a poca distancia logró pronunciar un grito agitado:

—¡El! ¡Es él! ¡Ha vuelto del infierno!

La confusión se acentuó. Una oleada de preguntas no muy interesadas corrió por el salón:

—¿Qué dices? ¿A quién os referís?

El que había hablado levantó los brazos, incrédulo, y trató de increpar a los apáticos huéspedes:

—¿A quién me refiero, preguntáis? ¡Santa madre de Dios!

—¿No conocéis a este tizón del infierno? ¡Es el marqués de Bradbury en persona!

—¿Lord Seymour? —barbotó un hombre, dominando apenas su lengua. Y esbozó una lenta sonrisa antes de caer hacia adelante, hundiendo la cara en una bandeja llena de comida. De entre los otros escaparon exclamaciones sobresaltadas. La atención general se concentró en el marqués, cuya sonrisa no vacilaba. Levemente divertido, recorría las mesas con la mirada, en busca de la cara de su principal acusador.

—¡No, no, no puede ser! —argüía una voz gangosa—. ¡EI marqués ha muerto! ¡Lo mataron!

Una suave carcajada fluyó por la habitación, provocando escalofríos en Elise. A juzgar por ese sonido, bien era posible creer que' a Maxim Seymour le hubieran crecido cuernos para completar su satánica actitud.

—Conque me creíais muerto, ¿eh? —Maxim descolgó una espada de la pared y subió de un salto a la mesa de caballetes.— Dulces señoras y caballeros: si me creéis muerto: apretad los pechos contra mi espada, confiados en que ningún fantasma podría haceros daño. Venid a sentir mi hoja —instó.

Como nadie se adelantara a hacerlo, emitió entre dientes una risa desdeñosa. Su mirada audaz y acusadora barrió el salón; no fueron pocos los que sintieron que se les erizaba el pelo de la nuca.

—No os he abandonado... como algunos preferíais creer... Al menos, no de ese modo. Es cierto, quizá, que desaparecí de la vista. —Levantó sus anchos hombros en un gesto breve y despreocupado, en tanto recorría a paso tranquilo toda la longitud de la mesa.— Y también es ciervo que esos patanes del puente, al tratar de impedir mi fuga, me hirieron de gravedad. Pero caí al arroyo y quiso el destino que pasara... como llevado por los ángeles... a manos de ciertos amigos que me rescataron de las lodosas profundidades.

—¡Miradme y oíd mi voz, buenas gentes! Y esparcid la voz de que Maxim Taylor Seymour ha venido a cobrarse venganza del ladrón que se apoderó de sus propiedades con una mentira y entregó a otro hombre a su prometida. He venido a reclamar lo que es mío y a ver que se cumpla la justicia. ¿Me oyes, Edward Stamford?

Maxim saltó a otra mesa y la recorrió de extremo a extremo, arrojando al suelo bandejas de comida y copones de vino con su bota de cuero blando. Los estupefactos huéspedes se retiraban en aturdido pánico; algunos tropezaban y caían. Otros miraban a su alrededor, enceguecidos, sin lograr liberar la mente del trance en el que habían caído. Demasiado nerviosos y aturdidos como para huir, se acurrucaban en los asientos o en el suelo.

—¡Apresadlo! ¡No lo dejéis escapar! —gritó Edward, desde la puerta. Había salido un momento antes para aliviar la vejiga y, al volver se encontraba que sus invitados huían de un hombre al que había creído muerto. Ahora buscaba con fervor el modo de acabar con él-¡Derribadlo, os digo! ¡Atravesadlo! ¡Es un asesino! ¡Traicionó a la reina! ¡La corona os recompensará por su muerte! —Con un gesto de la mano, el caballero rural señalaba a los caídos y les azuzaba el miedo:— ¡Mirad y preguntaos! Estas almas sencillas ¿fueron inutilizadas por bebidas embriagadoras...?

—Su mirada flamígera parecía exigir una respuesta.— ¿... o es la obra de un odioso enemigo? ¿Acaso nos ha envenenado a todos?

Los gemidos y las exclamaciones aterrorizadas atestiguaron la propensión de los huéspedes a dar crédito a esa última sugerencia. Elise rebuscó en su mente, tratando de recordar qué había estado haciendo el marqués en el tonel antes de que ella lo interrumpiera. La memoria le devolvió la imagen de las dos jarras que el hombre había usado para servir el vino. Entonces lo miró con nuevos temores, casi convencida de que su tío estaba en lo cierto.

Varios hombres se adelantaron, tambaleantes, buscando venganza por aquello tan horrible a lo que se les había sometido.

Pero Maxim Seymour mantenía las manos apoyadas en la empuñadura de la espada y los esperaba con calma, riendo entre dientes. Con gran seguridad, meneó la cabeza, regañándolos:

—Pensad bien, caballeros. Es cierto que estáis muy aturdidos por la poción que agregué a vuestras copas, pero no es cicuta lo que ha probado vuestra lengua ni el destino de Sócrates el que os espera. El mayor daño que os hará la bebida es ayudaros a dormir largamente esta noche. Pero si probáis vuestra habilidad contra mi espada quizá no os vaya tan bien. Ahora os pregunto: ¿malgastaréis vuestra vida por los clamores de este Judas?

—¡Apresadlo! —aullaba Edward Stamford, cada vez más aprensivo—. ¡No podéis dejar que escape!

Uno de los huéspedes se abalanzó con la espada en ristre. Maxim detuvo con facilidad la estocada. Otros tres se precipitaron a medir sus armas contra el marqués, sólo para alejarse derrotados, tambaleantes. La destreza con que él detenía todo ataque disuadió a muchos de obedecer a los reclamos del anfitrión. Después de todo, habían acudido a Bradbury Hall para hartarse de comida y disfrutar, no para combatir con un espadachín bien adiestrado.

—¿No habéis provocado aún bastante dolor a esta casa? —exclamó Elise, levantándose de un brinco. La irritaba que ese hombre pudiera mantener a raya a todos los presentes en cumplimiento de sus planes—. ¿Es preciso que arruinéis la noche de bodas de Arabella con más pena Y lamentaciones?

Los ojos verdes adoptaron una dureza de acero al posarse en ella.

—Esta era mi casa y ésta podría haber sido mi noche de bodas, a no ser por las mentiras de este fullero. ¿Qué debería yo hacer en vuestra opinión, doncella? ¿Dejarlo todo en manos de gente como Edward Stamford sin presentar combate? —Una risa sardónica descartó la posibilidad.— ¡Observadme Y veréis si soy capaz de eso!

El creciente pánico llevó a Edward a la desesperación.

—¿No hay aquí un valiente capaz de apresarlo? —bramó— ¡Es un traidor! ¡Merece morir!

Reland, el novio, había brindado con más liberalidad que nadie; lento y torpe, apoyó sus manazas en la mesa y se levantó con trabajo. De inmediato los invitados se diseminaron, despejando un camino entre los dos hombres: por fin aparecía un rival digno del Marqués.

—¡Arabella es mía! —tronó Reland, con un rugido grave. Y trató de enfocar en el otro su vista borrosa. Sacudió la cabeza para despejar las telarañas que la nublaban y descargó el puño contra la mesa—. ¡Mataré a quienquiera que pretenda robármela!

Edward se apresuró a indicar con un gesto a un huésped que buscara la espada de Huxford. La recibió con sus propias manos para entregar la a su flamante yerno

—Sorprendedlo desprevenido, si podéis —aconsejó—. El marqués es ladino.

El conde miró burlonamente al hombrecito.

—¿Quieres que derrame sangre por ti, pequeña comadreja?

La frente de Edward se cubrió de súbito sudor. Sus labios formaron unas cuantas palabras sin sonido, en tanto buscaba una respuesta aceptable.

—Yo... eh... no puedo defender... a mi hija, Reland. Mi destreza con la espada es demasiado débil para medirla con Su Señoría. —Inclinó la cabeza en dirección al marqués.— Es un lobo Reland, y bien sabéis que ninguna comadreja puede superar a un lobo. Vos sois más adecuado para enfrentarlo. El oso contra ello: así debe ser.

Aplacado, Reland dio un paso vacilante y se detuvo, con; las piernas bien separadas, para mirar a su alrededor con ojos soñolientos. El marqués lo esperaba con la espada en mano.

Aunque sólo restaba entre ellos una breve distancia, Reland tuvo la sensación de mirar a su adversario a lo largo de un infinito y estrecho corredor. Imperceptiblemente, todo a su alrededor oscurecía; por fin sólo quedó un leve destello en el lejano extremo en donde estaba su enemigo, y aún esa luz disminuía sin pausa. Se sentía muy cansado, exhausto. Sus miembros eran demasiado peso para levantar. Necesitaba descansar un momento, sólo un momento...

Reland Huxford cayó de rodillas y así permaneció, con la cabeza gacha, tercamente apoyada en los brazos rígidos. Finalmente cayó de bruces, como un oso mortalmente herido. Edward estaba fuera de sí. Corrió hacia Reland y levantó su espada en alto. .

—¿Quién aceptará este desafío? ¿Quién de los Huxford recibirá la espada de su pariente?

Nadie se adelantó. Devlin reía burlonamente desde la puerta en cuyo marco se reclinaba.

—Vos tenéis la espada, señor. Aceptad el desafío.

Edward lo miró boquiabierto, como si lo creyera loco, pero la sonrisa provocativa del joven le hizo bajar los ojos. Miró con espanto el arma que sostenía, comprendiendo que nadie acudiría a su defensa. Estremecido, vacilante, elevó sus ojos preocupados al hombre al que había tildado de traidor. Aunque la sonrisa incitante del marqués era una burla, no logró reunir coraje para levantar el arma y cargar contra su enemigo Maxim comenzó a reír entre dientes, suavemente, azotando sin misericordia el orgullo del maduro caballero rural.

—Vamos, Edward —canturreó, ridiculizándolo—. ¿Has perdido el gusto por la sangre? Aquí estoy, listo para enfrentarme a tu estocada.

El miedo congelaba el pecho de Elise, deslizando sus tentáculos helados por sus venas. Mientras contemplaba a los dos hombres, su corazón trabajaba contra el frío temible de la emoción, pues adivinaba cuál sería el resultado si el marqués lograba provocar a su tío a una lucha. Era demasiado evidente que Lord Seymour quería matarlo.

La mente de la muchacha gritaba ante tanta injusticia. Súbitamente comprendió que sólo una persona podía cumplir la hazaña de detener a Seymour. y esa persona no estaba en la habitación.

Girando en desesperada prisa, huyó del salón y, con las faldas recogidas hasta las rodillas, subió las escaleras con tanta prisa como le permitía la mareada cabeza. La puerta de Arabella estaba entornada; sin detenerse a tocar, Elise la cruzó con el nombre de su prima ya en sus labios. Pero su voz se redujo a un susurro ante el ataque de confusas impresiones.

Las habitaciones estaban a oscuras. Sólo una magra luz, en la alcoba vecina, iluminaba la antecámara.

Reinaba allí un silencio mortal. Arabella no estaba a la vista y en la alcoba no se oía ruido alguno. Las velas habían sido deliberadamente apagadas. Aún pendía en el aire el olor de la cera caliente. Elise corrió a la alcoba, con un extraño presentimiento. Allí ardía una única vela; en el hogar, las llamas doradas bailaban a lo largo de un tronco chamuscado, arrojando en el suelo sombras alargadas de las altas sillas puestas ante él. Las colgaduras de terciopelo, en la gran cama, permanecían abiertas, exhibiendo el cubrecama ricamente bordado, bien extendido sobre el colchón de plumas. Nada en el cuarto transmitía la cálida bienvenida de una desposada a su novio. .

Elise se acercó a la ventana para mirar hacia el patio, escrutando entre las sombras. Un suave y melódico silbido le llamó la atención. Espió en la penumbra de las lámparas hasta distinguir a Quentin, que caminaba a paso lento hacia el salón. No le había visto salir, pero por su actitud era evidente que ignoraba todo cuanto había ocurrido allí. Y cuando lo supiera tampoco acudiría en ayuda a Edward: su primo no tenía por el anciano más afecto que Maxim Seymour.

Siempre en silencio, Elise se deslizó otra vez en el dormitorio. Si no hallaba pronto a su prima, Edward tendría que enfrentarse al desafío del marqués y éste obtendría su segura venganza.

Sintió en la espalda el calor del fuego, pero un súbito escalofrío la obligó a levantar la vista. Allí, contra el muro opuesto, vio su propia silueta. Pero hacia su sombra avanzaban sigilosamente, desde cada lado, otras dos sombras, grandes y masculinas. ¡Las habitaciones no estaban desiertas!

Elise saltó hacia adelante, eludiendo los carnosos brazos que se alargaban para apresarla. Se oyó un rotundo ton al chocar los dos hombres, demostrando que las siluetas no habían sido mera ilusión. Allí donde ella estaba un momento antes, dos cuerpos voluminosos forcejearon ahora entre sí. Las maldiciones murmuradas por la pareja rompieron el silencio.

—¡Maldito seas, Fitch! ¡Me has roto la nariz! ¡Suelta!

—¡Se escapa! ¡Atrápala!

Una silueta alta se arrojó hacia ella. Ligera como una liebre asustada, Elise giró en redondo, sólo para estrellarse contra una mole en forma de pera. El hombre, tan sorprendido como ella, se tambaleó en un solo pie, tratando de envolverla con sus gruesos brazos, y le hizo volar el tocado. Un momento después, Elise se encontró con la cara apretada entre los pliegues de la áspera chaqueta del bribón. Tenía olor a lana húmeda, mezclado con fuerte hedor a pescado cocido. Los brazos que la encerraban eran fuertes, pero ella luchó con desesperación, temerosa de lo que podía esperarle si los hombres la capturaban. Al dar un manotazo, los dedos se le atascaron en el collar de perlas; tuvo lejana conciencia de las preciosas cuentas y del broche con incrustaciones que rodaban por el suelo, pero la pérdida de esa apreciada joya no le impidió forcejear contra la mano callosa que trataba de ahogar su grito. Fue el hombre el que gruñó de dolor, al hundirle ella los dientes en la palma carnosa. El bandido apartó los dedos, pero en cuanto Elise tomó aliento para gritar se encontró con un trapo anudado metido en la boca.

El duro tacón de su zapatilla descendió con fuerza contra el pie del hombre, que calzaba una bota blanda. En el mismo instante pujó con toda su fuerza contra el vientre abultado. Súbitamente notó que estaba libre. Puesto que no era dada a desmayar ni a ceder sin una buena defensa, puso toda su intención en la huida inmediata. Sin embargo, antes de que su pie precipitado hubiera podido dar un paso, se vio sofocada por los pliegues de un cortinaje, arrancado a la ventana. La gran pieza de tela fue rápidamente enroscada a ella, de pies a cabeza. La frustración y el miedo se fundieron en cólera; Elise estalló en una furia de manotazos y puntapiés arrojados a ciegas.

Un brazo grueso se cerró alrededor de su cuello, apretándole la tela a la cara hasta no permitirle aspirar el aire necesario. Cuanto más se debatía, más se ceñía el abrazo. Cuando cesaba en sus forcejeos, la restricción también se aflojaba. El mensaje era evidente: sería capturada, de una manera u otra.

—Spence, ¿dónde estás, hombre? —clamó el llamado Fitch—. Vámonos de una buena vez.

Pasos apresurados se acercaron desde atrás.

—No hallo el manto de la señora.

—Tendrá que arreglarse con lo que tiene puesto. Vámonos de aquí antes de que alguien venga

El grueso cordón que se utilizaba para recoger la cortina fue empleado para atarle el paño alrededor. Luego, unos brazos fuertes la levantaron para cargarla sobre un ancho hombro. Amordazada y amarrada como un ganso indefenso, Elise se vio reducida a expresar su protesta con gemidos y leves movimientos, en tanto la llevaban por la escalera exterior hasta el patio. Una vez que llegaron abajo, los dos hombres parecieron dejarse llevar por la urgencia. Su robusto secuestrador trotó por un rato, dejándola casi sin aliento, y luego se escurrió por un seto que bordeaba el patio. De pronto Elise se sintió arrojada por el aire. Estuvo a punto de sofocarse con el alarido que le arrancó en el pecho, sin poder surgir debido a la mordaza. Cayó con un rebote; por suerte, había aterrizado en un montón de paja. Hubo movimientos confusos: un caballo sobresaltado, que despertaba con pasos nerviosos, hizo comprender a la muchacha que se la había arrojado dentro de una carreta. La voz apagada del conductor tranquilizó al animal, en tanto sobre ella se amontonaban fardos de paja. Por fin el carro emitió tintineos y crujidos: los dos hombres estaban trepando. Ambos se tendieron sobre la paja, combinando su peso para aplastarla; apenas podía respirar; ni moverse por asomo. El caballo, acicateado, inició la marcha lenta, firme, decidida. Elise perdió el ánimo; tenía pocas esperanzas de ser rescatada.

El conductor del vehículo describió una amplia curva que los llevó al frente de la mansión. Aunque Elise llevaba muy poco tiempo viviendo en Bradbury, pudo discernir el momento exacto en que las ruedas de madera estuvieron en el sendero de entrada, pues inmediatamente el viaje se tornó más suave. Fue entonces cuando deseó con fervor poder gritar para alertar a los de la casa sobre su secuestro. Pero era un deseo inútil, pues los hombres se habían asegurado de su silencio. Por encima de los crujidos de la carreta se oyó el gorjeo de un ruiseñor. A ella le pareció extraño que, en tan fría noche de invierno, el pájaro estuviera tan cerca.

Maxim Seymour se detuvo e inclinó levemente la cabeza al escuchar el suave gorjeo. Su gesto fue más mental que visible. Contemplando la cara brillante y sudorosa de Edward, murmuró con una sonrisa sardónica:

—El lobo te dará una tregua, comadreja. Ahora yo tengo lo que vine a buscar y por eso pagarás muy caro.

Se alejó de un brinco y echó un rápido vistazo al salón.

Había allí apenas una veintena de hombres en condiciones de perseguir lo, pero algunos de ellos no estarían bien dispuestos a hacerlo. Los que eran leales a Edward se reunieron ante el grito del anciano:

—¡Se escapa! ¡No dejéis que huya! ¡Es traidor a la reina!

Maxim arrancó un cortinaje de terciopelo y lo hizo girar a su alrededor, golpeando la cara de quienes lo seguían. En tanto ellos forcejeaban por desenredarse de la tela, él levantó la mesa por una esquina y la tumbó sobre la masa que se debatía. Luego brincó a otra tabla y desde allí los bombardeó con bandejas de comida y jarras de vino. De muy buen humor, al parecer, corrió a la puerta y allí se detuvo para saludar con la espada a Edward.

—Es hora de deciros adiós, señor. Confío en que vos y vuestros amigos no lloréis demasiado mi partida.

Su brazo voló hacia arriba y la espada fue a clavarse de punta en la madera del techo, donde quedó temblando en estremecimientos cada vez menores.

—Adiós, señor —pronunció él, con una profunda reverencia—. Os dejo un recordatorio de que volveré. Preparad vuestra ingle para ese día o huid donde creáis que no podré encontraros.

Edward alzó los ojos, como hipnotizado por el destello de la luz que reflejaba la hoja estremecida. El movimiento fue cesando poco a poco. Cuando pudo apartar la mirada, su enemigo ya no estaba allí. ".

—¡Tras él! —gritó.

Como no hubiera respuesta inmediata a su orden, echó a su alrededor una mirada llameante.

—¿Queréis que la reina os crea cobardes por culpa de un solo hombre? Si no hacemos nada por detenerlo, ella pedirá la cabeza de todos nosotros.

La pesada mesa fue trabajosamente apartada. Los hombres, ridículamente manchados de salsas o coronados por mirlos asados, hicieron lo posible por ponerse de pie. Con remilgado asco, apartaron los glóbulos pegajosos y partieron a tropezones detrás de Edward, que se había arrojado hacia el portal.

Cuando salieron, un repiquetear de cascos atrajo la atención general hacia el frente de la mansión. Bajo un dosel de ramas despojadas por el invierno, la oscura silueta de un hombre huía a lomos del corcel negro. Edward maldijo en voz alta al ver al veloz jinete. Luego se volvió para gritar a quienes lo rodeaban:

—¡A los caballos! ¡A los caballos! ¡No podemos permitir que escape!