20

MAXIM se detuvo en la oscuridad, al pie de la escalera, para apreciar cautelosamente los alrededores. Esos peldaños, que podían llevarlo amenazadoramente cerca del peligro, se iniciaban a poca distancia y ascendían hasta un pequeño descansillo; más allá había otro tramo de escalera, que se continuaba largamente.

Se recostó contra la pared, aspirando en profundidad para fortalecer los nervios. El hombre a quien iba a enfrentarse era el más poderoso de la Liga Anseática, al menos hasta que volviera a reunirse la Dieta, en la primavera. Los miembros, que divergían mucho en cuanto a orígenes, recursos y opiniones, no habían considerado necesario, en la última reunión, expulsar a Hilliard de sus filas.

A menos que ocurriera algo imprevisto, tampoco había motivos para esperar que se lo reemplazara ese año. Por medio de un silencio ceñudo y lleno de altercados, el cuerpo de votantes sancionaba la autoridad de su delegado, probando tácitamente sus métodos brutales. Hilliard, que había tenido éxito como capitán mercante, lo tenía aun más como encargado de hacer cumplir los contratos, las leyes y los acuerdos de la Liga Anseática, que en general interpretaba según le conviniera. Su poder era absoluto; sólo respondía ante la Dieta y bajo ciertas circunstancias.

Con la mano izquierda apoyada en el pomo de la espada, para evitar que se bamboleara, Maxim subió a brincos la escalera, de dos en dos. Tras regresar a casa de los Von Reijn con Elise, se había puesto prendas más sobrias y calzado su espada, pues esperaba lo peor. Si su matrimonio con Elise debía terminar con su muerte, antes de que acabara la noche, estaba al menos decidido a luchar hasta el fin.

Al llegar al descansillo, Maxim giró hacia el segundo tramo de escaleras y llegó pronto a la tercera planta. Sin detenerse, cruzó hasta la única puerta e hizo girar el picaporte.

La puerta se abrió de par en par. Un hombre muy musculoso, que estaba acomodando cartas marítimas en un profundo armario, se volvió a medias para mirarlo. Al ver a Maxim cerró el armario y se desempolvó las manos, acercándose.

—¿Desea algo? Su voz era suave, casi afeminada, pero los hombros y los brazos abultados corporizaban una sensación de fuerza implacable. Las manos nervudas, cruzadas entre sí, parecían descansar con paciencia mientras aguardaba la respuesta.

—Soy Maxim Seymour, a vuestro servicio. Creo que Herr. Hilliard me está esperando.

Maxim buscó en el bolsillo de su chaleco y sacó la impresión del sello, para entregárselo con desenvoltura. El examen fue cuidadoso. Cuando los ojos azules volvieron a elevarse por debajo de las cejas pálidas y despeinadas, habían perdido la expresión de curiosidad, disimulada al menos por una apariencia de respeto.

—Soy Gustave, el... escribiente personal de Herr. Hilliard. —La pausa había sido casi imperceptible. Sin embargo, logró dar la impresión de que el sujeto habría podido elegir entre una vasta variedad de títulos y funciones.— Pasad.

Maxim sujetó sus guantes bajo el cinturón y obedeció a la indicación, estudiando por un instante aquellas manos grandes y musculosas. No era descabellado imaginaria acabando con la vida de un hombre. Por el contrario, parecían muy adeptas a ejecutar esas tareas.

—¿Me permitís el manto?

Maxim se echó la prenda al brazo, rechazando la petición del hombre. Si era preciso partir deprisa, era mejor estar preparado para una larga huida en medio de la noche gélida. Como el hombre acentuara el ceño, él se encogió de hombros y presentó una excusa:

—Si no os molesta, prefiero tenerlo a mano. Cogí frío al venir hacia aquí y podría tener necesidad de abrigo.

—Informaré al señor de vuestra llegada. —Gustave cruzó el cuarto y, después de abrir apenas una puerta, deslizó su cuerpo de tonel por la estrecha abertura, sin brindar al visitante la menor perspectiva del cuarto vecino.

Maxim giró lentamente, estudiando la habitación en la que se encontraba. Era a un tiempo sencilla y vulgar, pero extrañamente confusa. Había sobre una cómoda larga montones de manifiestos, cartas de embarques y otros documentos. Aunque los papeles parecían estar en desorden, Maxim adivinó que cualquier cambio en su disposición sería fácilmente detectado.

El ruido de unos pasos pesados que se aproximaban a la puerta interior precedió a la aparición de Gustave.

—El señor desea que lo esperéis aquí.

Maxim entró y dejó caer su manto en el respaldo de la silla que Gustave le indicaba, acomodando su larga estructura entre los cojines, con la espada cuidadosamente dispuesta a su lado. Gustave se retiró al otro cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. Aunque Maxim esperaba oír el ruido de la llave al girar en la cerradura, no se produjo. Habría exhalado un suspiro de alivio, pero sabía que era demasiado pronto para alegrarse. El enfrentamiento de voluntades aún no había comenzado; en su transcurso determinaría si él podría marcharse a paso tranquilo o si debería huir para salvar la vida.

Con la cabeza recostada hacia atrás, Maxim dejó que sus ojos se entre cerraran, en tanto examinaba los lujos que lo rodeaban; sin embargo, todos sus nervios se estremecían con la sensación de que se le observaba atentamente.

La habitación constituía un completo contraste con la contigua. Dondequiera se posara la vista había costosos recuerdos de muchos viajes. Cada mueble, cada cortina, cada alfombra eran de la mejor calidad, testimonio de la riqueza y la importancia alcanzadas por Hilliard. El fuego ardía en un hogar adornado por una compleja repisa de mármol. A poca distancia, un sillón grande, tapizado de piel oscura, se erguía tras un monstruoso escritorio de satinadas maderas. Era, a ojos vista, el apartamento de un hombre adinerado, pues excedía en lujos a muchos despachos reales.

Pasado un largo y silencioso rato, la puerta se abrió casi sin ruido y Karr Hilliard se dignó hacer su entrada. Se adelantó con paso de pato para saludar a su huésped.

—¡Ah, lord Seymour! ¡Qué amable habéis sido al venir!

Maxim se levantó cortésmente, arqueando una ceja en altanera interrogación.

El amable habéis sido vos al invitarme, Herr. Hilliard

Las risitas del hombre parecieron estremecer toda esa mole.

—Dudaba que os acordarais de mí.

—¿Cómo podría no recordaros? Sois el señor de los anseáticos, ¿verdad? —El ligero mohín de sus labios se podía interpretar como sonrisa, pero sólo Maxim sabía la burla que ocultaba tras ella.

—Me halagáis, lord Seymour, pero no se me puede considerar-rey de nada. Soy lo que, en Inglaterra, llamaríais un campesino común. —Empero, como si la idea mereciera más discusión, hizo una pausa a la espera de nuevas protestas, que no se produjeron. Algo desilusionado, dejó escapar un suspiro. —Soy un simple sirviente de la Liga.

Maxim ofreció una pequeña muestra de lo que el hombre buscaba.

—Al parecer, un sirviente que se ha ganado mucho respeto.

—Eso es cierto —reconoció Hilliard, de buen grado—. Soy uno de los delegados más efectivos de nuestra Dieta.

—Eso es algo que nadie se atreve a discutir —declaró Maxim, sabiendo que la verdad de su declaración rozaba el insulto.

Hilliard, con la vanidad más aplacada, rió con buen humor y señaló a Maxim el sillón.

Mientras el ex marqués instalaba toda su estatura entre los brazos tallados del asiento, el otro movió su voluminosa mole hasta una especie de armario, construido dentro de la abertura de una ventana. Dentro del compartimiento se había "firmado un barril con espita.

Alrededor de la abertura había una grilla de madera, cubierta por una lona impermeabi1izada que se podía levantar o bajar desde adentro. De ese modo el armario, sometido al frío exterior, permitía que se enfriara el contenido del tonel y los jarros de peltre que se guardaban en él. Las puertas, firmemente cerradas, impedían que el frío invadiera la habitación, al tiempo que aislaban el tonel del calor de las llamas.

El Gran Señor Mercante, rey de la Liga Anseática (ése era el título que Hilliard se daba a sí mismo), se acercó con un jarro escarchado, lleno hasta los bordes de cerveza espumosa, y lo ofreció a su visitante.

—¿Me acompañaríais con un refresco, Herr. Seymour?

—Con mucho gusto, Herr. Hilliard. Gracias por el ofrecimiento.

Maxim aceptó la bebida fría y echó un largo trago; estaba muy de su agrado.

—Esta mañana hablé con el capitán Von Reijn —informó Hilliard, depositando su corpachón en una silla sólida. Abriendo la boca a la manera de los peces, probó la cerveza antes de continuar:— él me reveló vuestro deseo de trabajar como... ¿mercenario?

Lo último sonó a pregunta, como si no estuviera seguro de la exactitud del término. Maxim respondió con un ademán afirmativo.

—Lo he estado pensando, sí.

Hilliard lo estudió por un instante, como si tratara de sondear la inteligencia oculta tras aquella hermosa cara.

—¿Habéis trazado algún plan definitivo al respecto?

Maxim hizo una pausa, como si estuviera por beber un poco, y miró al hombre de soslayo.

—¿y si así fuera?

Hilliard rió brevemente, con lo cual temblaron sus papadas.

—No ericéis vuestro plumaje, Herr. Seymour. Si me entrometo es con motivo. Para mí sería de gran interés saber a qué país venderíais vuestros servicios.

—Es cuestión de lógica —respondió Maxim, simplemente—. Sería al que me ofreciera más dinero, desde luego.

—Nicholas me habló de vuestras necesidades.

Maxim curvó sus labios en un gesto despectivo.

—Como aún no estoy en la miseria, puedo tomarme mi tiempo.

Hilliard percibió que había herido al hombre en su orgullo. Tal vez herr Seymour estaba más cerca de la pobreza de lo que deseaba reconocer.

—¿Y si alguien estuviera interesado en obtener vuestros servicios a cambio de una buena cantidad de oro? ¿Lo escucharíais?

—Sería un tonto si no lo hiciera. —Maxim sostuvo tranquilamente la mirada de los ojos grises, sombríos, que lo sondeaban.

—¿Os importaría qué país os contratara... o contra cuál fuera preciso combatir?

Maxim soltó un leve bufido.

—Por si mi amigo Nicholas no os lo ha dicho todo con respecto a mí, debo aclararos, Herr. Hilliard: soy un hombre sin patria; en otros tiempos era leal a determinadas personas, pero fue una pérdida de tiempo. Ahora sólo me sirvo a mí mismo.

Los ojos grises se entornaron, tratando de analizar aquel carácter.

—¿Qué me decís de Isabel? ¿Aún le sois leal?

Una sonrisa desdeñosa distorsionó los bellos labios masculinos.

—Su mano me ha despojado de mi título, mis propiedades y todas mis pertenencias— Maxim soltó las palabras con cáustico veneno.— A vuestro modo de ver, ¿qué lealtad debo guardarle?

—Yo no le guardaría ninguna.

—Justamente.

Hilliard pasó una uña larga y sucia por el borde de su jarro.

La respuesta del marqués era directa; considerando las circunstancias en que se hallaba, era muy creíble que el hombre se hubiera convertido en un tenaz enemigo de la reina inglesa.

—Os lo preguntaré con franqueza, Herr. Seymour: ¿consideraríais la posibilidad de volver a Inglaterra bajo el reinado de María?

La respuesta fue cautelosa.

—Si ella me devolviera mi título y mis propiedades, sí.

Hilliard se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos gordos contra su propia carne. Eligió sus palabras con cuidado.

—¿Habéis pensado en ayudar para que la reina María pudiera escapar?

La risa abortada de Maxim dejaba bien en claro sus dudas.

—¿y qué milagro haría posible ese acontecimiento? Soy un solo hombre. ¿Qué podría hacer a solas?

—Tened la seguridad, Herr. Seymour, de que no estarías solo en eso. En Inglaterra tenemos gente que os ayudaría. Por añadidura, otros piensan que sería más sencillo asesinar a Isabel antes de liberar a María.

—¿Qué proponéis? —preguntó Maxim, áspero—. ¿Que colabore con la fuga de María? ¿O que asesine a la reina?

Los ojos de Hilliard lo evitaron por un instante. Parecía cavilar en esa última pregunta. Su actitud se tornó ansiosa, como si no estuviera seguro de su decisión. Luego se afirmó en su propósito y levantó su corpulencia de la silla. Se acercó a una pared cubierta por grandes vitrinas cargadas de libros. Después de una pausa lo miró por sobre el hombro; sus ojos se habían llenado de una luz distinta, mezcla de avaricia y extrañas, malignas lujurias.

—Venid. —Sacudió la cabeza para dar énfasis a la orden.— Quiero mostraros algo.

Ocultando el movimiento con el cuerpo, oprimió un resorte invisible y empujó la vitrina.

Para asombro de Maxim, la estantería comenzó a moverse lentamente y sin ruido. Atrás apareció una puerta. Maxim, siguiendo la amplia silueta de su anfitrión, llegó a un alto y estrecho pasadizo, protegido por una barandilla. De unas vigas, próximas a la pared, pendían varias lámparas que formaban islas de luz en la negrura. Aquel cavernoso depósito se extendía casi sin límites, colmado de infinitas cajas de madera, bultos y barriles. Algunas luces móviles revelaban la presencia de guardias que patrullaban lentamente, armados con hachas y picos, llevando lámparas.

Hilliard esperó, permitiendo que su invitado apreciara la inmensidad de ese lugar. Cuando éste lo enfrentó al fin, arqueando una ceja interrogante, el señor de los anseáticos sonrió codiciosamente.

—Lo que veis ante vos pagaría el rescate de varios reyes o, más simplemente, pagaría por la compra de sus reinos. En verdad, así ha sido. —Señaló una porción de lo acumulado.— Allí hay especias, te y sedas de Catay. Más allá, tapices, alfombras y dátiles azucarados de los emires, reyes y sultanes que reinan más allá del Mar Negro. Por allá, una reciente adquisición de pieles, ámbar y miel de los Orientales y los puertos que están a lo largo del Báltico.

Se enfrentó a Maxim; su sonrisa volvió a descubrir los dientes desiguales.

—Mis barcos traen mercancías de todos los rincones del mundo, y yo envío a otros rincones cosas que mucho se desean y necesitan... a cambio de una saludable ganancia, desde luego. —Su cara se oscureció, como acosada por alguna idea vil.— Al menos, así era hasta que ese hijo de puta de Drake se dedicó a entrometerse en mi negocio. Para eso existe la Liga Anseática. Es sólo un grupo de honestos mercaderes que buscan obtener su utilidad donde se pueda.

Maxim siguió al hombre a su apartamento, preguntándose por qué oscuros medios y por cuántos miles de muertos obtenía sus réditos ese hombre.

—y ahora —continuó Hilliard, colérico—, esa zorra de Isabel se hace la inocente, mientras envía al mar a Drake y a sus perros para que se aprovechen de nosotros, que hemos trabajado tanto para fortalecer nuestro comercio. —Dejó caer el cuerpo en la silla, con un resplandor maligno bajo las cejas hirsutas.— Pero atended: hay otros que piensan como nosotros y quieren ver el fin de esa prepotencia. —Se reclinó en el asiento como si estuviera agotado y su actitud se tornó suplicante, manipuladora.— ¡Pero si yo mismo he sido amenazado! No me atrevo a inspeccionar las propiedades que tengo en las Stiuiards por miedo a que se me encarcele por delitos de los que soy inocente. En el negro corazón de Isabel no hay justicia alguna.

Maxim volvió a ocupar su asiento, descartando mentalmente esas ávidas protestas como descaradas mentiras. Apoyó un dedo en la empuñadura de su espada.

—Si teméis a las trampas de Isabel, ¿por qué permitís que os visite un inglés armado? ¿No tenéis miedo de mis intenciones? ¿Y si ella me hubiera enviado?

Hilliard apoyó los codos en los brazos del sillón, formando una pirámide con los dedos regordetes bajo la sonrisa sobredora.

—El hecho de que hayáis estado a punto de perder la vida por órdenes de ella, Herr. Seymour, me brinda alguna seguridad. Aun así soy hombre cauteloso. —Levantó la mano hacia la pared que estaba detrás de su visitante.— ¿Queréis mirar a vuestra espalda?

Maxim giró el torso. Una gran pintura se había movido levemente en su marco, revelando una abertura en el muro. El mar, se recordó entonces el armario en donde Gustave había estado guardando sus planos: estaba en el sitio justo para permitir la vigilancia del cuarto vecino a través de él.

—Gustave tiene una ballesta con una flecha pesada entre los muslos, apuntada hacia vuestra espalda, desde el momento en que entrasteis. Si hubierais acercado la mano a vuestra espada, vuestros amigos no habrían vuelto a veros. —Hizo un ademán pensativo.— Aun en invierno el río se lleva casi todo lo que flota al mar, donde lo hace desaparecer convenientemente.

—y Gustave, desde luego, es vuestro fidelísimo sirviente —comentó Maxim.

—Sería más adecuado llamarlo ayudante. —Hilliard sonrió, pagado de sí.— Le gusta deshacerse de mis adversarios. Ya me comprendéis, por supuesto.

—He tomado debida nota de vuestras precauciones, Herr. Hilliard —replicó Maxim, volviendo a relajarse en la silla—. Sin embargo, mi pregunta aún no tiene respuesta. ¿Qué ha de ser: asesinato o fuga?

—Lo que más convenga. —Los ojos grises tomaron cierto brillo por sobre la sonrisa astuta.— Aunque me atrevería a decir algo obvio: aun si María pudiera huir, no llegaría a reina mientras la otra no desapareciera o mientras sus partidarios no cambiaran de bando. Ciertamente, os beneficiaría que Isabel pereciera.

Maxim hizo una mueca desdeñosa...

—Sí, Y en el momento en que yo pusiera el pie en el mismo sitio que Isabel, sería arrestado y llevado a la Torre para mi postergada ejecución. Perdonad, Herr. Hilliard, pero prefiero conservar la cabeza puesta. De nada sirve el oro al hombre muerto.

Hilliard planteó cuidadosamente una pregunta:

—¿y si alguien os ayudara a entrar en el castillo sin ser visto?

—Si disponéis de un hombre así en el castillo, ¿qué necesidad tenéis de mí? Vuestro agente podría asesinar a la reina y escapar sin ser detectado.

Hilliard dejó escapar un suspiro de fastidio.

—He aquí la médula de la cuestión. Una dama de compañía no tiene fuerzas para blandir una espada.

—No, pero sí para manejar el veneno de una redoma. —Maxim se inclinó hacia adelante, mirando al fondo de aquellos ojos grises.— ¡Vamos, Hilliard! Si disponéis de alguien tan cercano a la reina, lo vuestro es cosa hecha. No me necesitáis.

—Ojalá fuera tan sencillo. —Hilliard puso su papada a tremolar con un meneo de cabeza.— La señora no es capaz de hacerlo. Es leal a la reina. Si os permitiera la entrada, debería ignorar vuestro propósito.

—En ese caso, ¿por qué me dejaría entrar a las habitaciones de la reina? ¿Qué confianza podría tener en mí?

—Es sólo una pieza sin valor en el juego.

—Pero ¿por qué me dejaría entrar? —insistió Maxim.

Los hombros pesados se alzaron hacia las orejas.

—Está envejeciendo. Sólo piensa en el amor.

—¿Y?

Por una vez en la vida, Hilliard comprendió que se medía con alguien al menos tan fuerte como él mismo. Todo su poder no le impidió retorcerse bajo esa centelleante mirada esmeralda. Su respuesta fue casi un gimoteo:

—La mujer tiene un amante.

Maxim se reclinó en la silla con una sonrisa astuta, juntando las yemas de los dedos.

—y la dama, por supuesto, no cree a su amante capaz de un acto tan horrible. —Los ojos verdes centellearon, entornándose.— Decidme, pues: ¿por qué no pagáis a su amante para que asesine a la reina?

Hilliard estuvo a punto de lanzar una carcajada de desdén.

—Ese hombre es valioso a su modo, pero no tiene coraje. Asesinaría subrepticiamente, pero no frente al peligro.

—Es decir: es un cobarde —aclaró Maxim, directamente.

Hilliard meneó la cabeza sin comprometerse. El marqués, que lo observaba con atención, le tendió un cebo:

—Un alemán sería más valiente.

—¡Un alemán, sí! Pero ése es sólo un inglés debilucho. —Los labios salientes se curvaron hacia abajo, evidenciando el desprecio de Hilliard por el mencionado.

Maxim lo instó a continuar.

—y no os atrevéis a descartarlo por no perder vuestro acceso a la reina. Hasta es posible que lo consintáis.

Un gruñido grave rechinó en la acolchada garganta.

—Lo he hecho, sí, y me ha costado una fortuna en oro. En verdad jamás sabré cuánto he dejado de ganar por su causa.

Maxim sorbió su cerveza, cavilando sobre esas divagaciones.

—El oro es difícil de conseguir. Tonto es el que lo deja escapar.

Hilliard se inclinó otra vez hacia adelante, desolado.

—Lo tenía casi en las manos, pero ese maldito hijo de puta amenazó romper con la dama. Tuve que ceder a sus exigencias.

—Obviamente, necesitáis a ese hombre para que la dama sea dócil a vuestros planes. Sin embargo, percibo que, si pudierais acabar con él, lo haríais.

Hilliard encogió los labios en una mueca, mientras sus manos se movían como retorciendo algo.

—Si pudiera —juró, aspirando entre dientes— lo mataría con mis propias manos.

Maxim estudió el ademán; casi era posible imaginar el chasquido de su propio cuello al quebrarse entre esas zarpas carnosas.

Sin embargo no podía desviarse del curso que se había trazado.

—Decidme, Herr. Hilliard. ¿Tenéis algún plan concreto para asesinar a la reina? ¿O es acaso algún sueño esperanzado que no llegará a plasmarse?

Los ojos grises se iluminaron en inmediata cólera.

—No temáis, Herr. Seymour. Tengo mis planes trazados y se llevarán a cabo. Si no lo hacéis vos, será otro.

—¿y cuál es la suma que ofrecéis?

Hilliard sonrió Con presunción, descansando la cabezota en los gordos pliegues de sus hombros.

—¡Pardiez! Vuestras fincas, vuestra riqueza y vuestras propiedades por supuesto. ¿No son bastante recompensa?

Maxim bebió los posos de su cerveza y se levantó. Después de recoger su manto, miró al otro desde arriba.

—Es suficiente, si podéis darme garantías.

—Asesinad a esa perra de la Tudor y liberad a María Estuardo de la prisión, y lo tendréis todo.

—Necesitaré, desde luego, un poco de dinero para mantenerme hasta que pueda volver a Inglaterra. —Maxim sonrió con calma.— Tomadlo como una demostración de vuestra confianza en mí.

Hilliard salió del cuarto y volvió con un arcón asegurado Con flejes de hierro. Maxim reconoció en él una versión más grande del que había visto en manos de Van Reijn. El jefe de la liga sacó una llave de su abrigo, la aplicó a la cerradura y retiró una pequeña bolsa, que arrojó a su visitante. Luego hizo una impresión en cera de su sello y la entregó a Maxim.

—Eso os ayudara a identificaros si se presentara la necesidad, aunque en Inglaterra hay pocos que no conozcan al marqués de Bradbury.

—¿Vuestro hombre se pondrá en contacto conmigo? ¿O deberé buscarlo por cuenta propia?

—El se pondrá en contacto con vos a poco de vuestra llegada.

Maxim se detuvo un momento ante la puerta.

—Si Nicholas os hiciera preguntas sobre esta visita, me incomodaría mucho que le revelarais este acuerdo. Cree conocerme como nadie y prefiero mantenerlo desinformado.

—No se le dirá nada.

Maxim hizo un seco gesto de despedida y se marchó. Al verse lejos de Karr Hilliard y su ayudante Gustave dejó escapar un largo suspiro de alivio.