22

AQUELLO parecía un mundo apartado de la realidad, congelado por el tiempo y los elementos, donde los velámenes y los palos cubiertos de hielo no guardaban semejanza alguna con las formas terrestres, sino que tomaban aspectos fantasmales y constituían extrañas esculturas allí donde los vientos del norte habían petrificado la llovizna y la espuma. Una fina capa de nieve cubría la cubierta de aquel velero de cuatro palos, disimulando traicioneramente su gruesa capa de hielo. Los altos palos se elevaban en el vientre de la noche, con los extremos perdidos en una opacidad confusa. Largos carámbanos barbados pendían de los cordajes, provocando un tintineo incesante al ser arrancados por las brisas. El sonido vagaba por el silencio como las zarpas heladas de alguna salvaje bestia invernal que acechara en la cubierta. Confundida con la espectral melodía, un chirrido casi imperceptible marcaba el sitio en donde el agua abierta se encontraba con elhielo insidioso.

Maxim abrió la cautelosa marcha por la cubierta; Elise lo seguía de cerca y Justin cerraba el desfile. La superficie resbalosa exigía andarse con cuidado, pues un paso en falso podía acabar con un hueso roto. Como solidarizándose con ellos, las suaves ráfagas barrían la superficie, prometiendo borrar toda marca de su paso.

Al entrar bajo cubierta, Maxim tomó a Elise de la mano para guiarla por la oscuridad. Pese a toda la cautela, el frío del interior reveló que no había siquiera un centinela a bordo.

Avanzaron a oscuras, pero se detuvieron abruptamente cuando Maxim dio de cabeza contra una lámpara de sebo que pendía de las vigas. El marqués hizo un comentario despectivo sobre los fabricantes de barcos, que parecían anormalmente bajos de estatura, y descolgó la lámpara. Pese a su incomodidad, sonrió en la penumbra al oír la suave voz de Elise, a su lado.

—Obviamente es un problema que afecta a muy pocos, milord. A mí nunca me ha molestado.

Maxim sacó de la lámpara una pequeña caja de yesca, en tanto contestaba

—Os aseguro, señora, que en mi caso bastó para hacerme abandonar la navegación.

Por fin encendió la mecha. La diminuta llama vaciló a impulsos de la brisa que cruzaba el pasillo. Al cerrar la portezuela, la luz se tornó más potente y llegó a los alrededores con su magro resplandor.

—Bromeáis, sin duda — susurró Justin, divertido—. Uno de mis sueños es recorrer los mares, pero jamás me incorporaría a la Liga anseática para hacerlo.

—Yo pasé algunos años en el mar —comentó Maxim, indiferente—. Hasta llegué a comandar un pequeño galeón, por un tiempo. Pero ¡ay! la marina de Su Majestad no era para mí. Inclinó la cabeza a un lado, con una sonrisa de suave memoria.— Mis padres disfrutaban de su vida matrimonial. Por mi parte, tengo intención de pasar todo el tiempo posible con mi esposa. Sus ojos adquirieron un cálido fulgor. Los de zafiro brillaban con una luz amorosa propia que lo deslumbró.

Maxim levantó la lámpara y continuaron avanzando por el pasillo. Abrió con cuidado una puerta a la izquierda. Parecía ser una pequeña cocina, instalada junto al camarote del amo. De una barra, sobre la mesa, pendían todos los adminículos que necesita un cocinero. En un extremo se veía un enorme hogar abierto, consistente en tres lados y el suelo cubiertos de ladrillo. En él pendía un gran caldero, sobre los restos chamuscados de varios leños. Arriba, una reja de hierro permitía la salida del humo, pero ahora estaba cubierta de paja. En el interior del hogar, en el mamparo más próximo al camarote principal, se abría una portezuela de hierro. Maxim la abrió para echar un vistazo y se encontró con otro idéntico cerrando el lado opuesto del muro del hogar.

Continuaron por el pasillo hacia el camarote principal, cuya puerta crujió levemente al ser abierta. Aun sin ayuda de la lámpara, los ojos de buey permitían entrar la luz de las estrellas, suficiente para verificar que el compartimiento estaba desierto

Para asegurarse de que la luz interior no se filtrara hacia el mundo, los hombres se apresuraron a correr los gruesos cortinajes de terciopelo.

Elise, estremecida, contempló los lujos que abundaban en ese amplio camarote. Pero de poco servían contra el frío que había invadido el barco. Aquello era como una gélida tumba, desprovista de la menor tibieza.

—Se diría que Hilliard no teme en absoluto a los ladrones —comentó Justin, lacónico.

—En efecto —concordó Maxim—. Si alguien se atreviera a robarle, no dudo que los habitantes de Lubeck harían rápida justicia.

—¡Que lo ahorquen!, gritarían —se burló Justin—. ¡Cuánto me gustaría oír un grito similar y ver a Hilliard balanceándose por el cuello!

—Tal vez así sea algún día. O mejor aún: es posible que se enfrente al hacha del verdugo —replicó Maxim, perdido en sus pensamientos, mientras contemplaba la litera.

Una abundancia de pieles prometía una gran comodidad y protección contra el frío, pero la presencia del joven prohibía cualquier esperanza de consumar los votos matrimoniales.

—Es obvio que vos no trabajáis para Hilliard —comentó Justin, buscando apaciguar su curiosidad—. ¿Sois espía?

—¿Espía de quién? —se mofó Maxim—. ¡Por favor! No deis lustres de caballerosidad a lo que hice. Soy un hombre sin patria-y evitó cualquier otra pregunta dedicándose a investigar el mamparo de estribor.

Los muros del camarote estaban cubiertos de ricos paneles de madera, salvo en un sitio, a medio metro de la puerta. En ese lugar, un saliente de hierro protegía la cubierta, por debajo de una portezuela negra instalada en el ladrillo. Al abrirla, Maxim comprobó que abría al interior del hogar instalado en la cocina.

—Astuto, ese Hilliard. Diseñó este barco de modo de tener una pequeña cocina privada al lado, a fin de satisfacer su glotonería. De ese modo nos ha proporcionado un medio de calentarnos mientras disfrutemos de este buen alojamiento.

—¿Os parece que podríamos encender fuego? —preguntó Justin, preocupado por la posibilidad de ser descubierto.

—N-no podemos prescindir de él —tartamudeó Elise, a quien le castañeteaban los dientes—. Me e-estoy congelando.

—Siempre que abandonemos el sitio antes del amanecer, dudo que haya nadie en el muelle para percatarse —replicó Maxim—. No veo motivos para sufrir más incomodidades.

—Debo dejaros por el momento —les informó Justin. De inmediato cobró conciencia del interés que el otro centraba en él—. Cuando Hilliard sepa que fuisteis vos quien mató a Gustave, es seguro que pondrá a la ciudad patas arriba hasta hallaros. Mi intención es regresar a casa de Tonte para preparar vuestro equipaje; así podréis abandonar la ciudad antes del amanecer. Si me decís dónde reunirme con vuestros dos amigos, haré que preparen el trineo y lo lleven a los límites de Lubeck, hasta que yo pueda traeros vuestras cabalgaduras Y conduciros a través de la ciudad.

Maxim puso los brazos en jarras y lo miró con atención.

—¿Tan digno de confianza sois?

Justin se irguió en toda su estatura, con los ojos llameantes de enojo y una mano en la empuñadura de su daga.

—He hecho el papel de tonto ante los anseáticos durante bastante tiempo —dijo, con los dientes apretados—. He vagado por Lubeck con diez disfraces diferentes, burlando veinte veces a los maestros. No soportaré que se ponga mi honor en tela de juicio.

—Calmaos —advirtió Maxim—. La cólera suele ponernos en ridículo.

—¿Tan malos he servido esta noche que aún dudáis de mí?

—Nos habéis servido bien —admitió el mayor—. Pero aún tenéis mucho que aprender en cuanto a responsabilidad.

—¿De veras? —Justin echaba chispas de indignación.— ¿Qué, por ejemplo?

—Por ejemplo —Maxim se permitió demostrar cierta irritación—, que hicisteis mal al llevar a Elise al salón comunal, sabiendo que allí corría peligro. ¡Maldito seáis! Si algo le hubiera ocurrido...

—Escuchad, Maxim, por favor —suplicó Elise—. Fue culpa mía, de verdad. Yo lo seguí. Si él no me hubiera ayudado, yo habría tratado de entrar por mi cuenta.

—Sí, señora, pero no habríais podido convencer al centinela sin el sello anseático, que Justin sin duda tenía...

—Ahora que recuerdo —interrumpió el joven, clavando en Maxim una mirada atenta—: ¿cómo lograsteis entrar?

El marqués volvió un semblante estoico hacia el joven. No tenía motivos para revelarlo, pero ya estaba hecho y nada se perdía satisfaciendo la curiosidad del muchacho.

—Ya que lo preguntáis, dije al guardia que éramos mercaderes de Novgorod y que habíamos sido personalmente invitados por el mismo Karr Hilliard. Sirvió de mucho mostrarle un documento que tenía la impresión de su sello.

—¡Conque por eso os vestisteis así! —exclamó Justin, que empezaba a comprender el razonamiento del inglés—. Sabíais que el centinela aceptaría fácilmente vuestra declaración, porque Hilliard está interesado en comerciar con los orientales. —Entornó los ojos, en busca de nuevas respuestas.— ¿y cómo conseguisteis esas prendas?

—En mis años de viajes hice algunos amigos. Como también detestan a Hilliard, estuvieron dispuestos a ayudarme.

—Entre ellos debe de haber un príncipe oriental, a juzgar por vuestro atuendo. Supongo que hasta domináis su lengua. —Si Justin esperaba que ese sondeo sutil obtuviera más respuestas, el rápido ascenso de una ceja bronceada le aseguró que no obtendría más informaciones.-A vos os cabe decidir si me aceptáis o no como amigo de confianza, por supuesto —le acicateo—. De lo contrario, podéis esperar a que los hombres de Hilliard os hallen. Si regresáis a la casa de Von Reijn, pondréis en peligro a toda la familia, cosa que no voy a permitir. Será mejor que aprendáis a confiar en mí, tal como yo he aprendido esta noche a confiar en vos. No tengo intenciones de hacer un favor a quienes asesinaron a mi padre. Porque Hilliard, si no lo hizo personalmente; dio la orden.

Elise apoyó una mano en la manga de su esposo.

—Creo que se puede confiar en él, Maxim. No nos desea ningún mal.

Un gesto afirmativo y una sonrisa le transmitieron la gratitud del joven.

—Sois muy amable, Elise.

Maxim lo contempló por un momento más. Luego dijo:

—Respetaré la confianza que os tiene la señora. Pero si demostráis ser indigno de ella, me encargaré de que recibáis de inmediato digno castigo. No olvidéis mis palabras.

—Lo comprendo perfectamente, milord —declaró Justin—.Debo admitir que, hace algunas horas, yo no os tenía tampoco en gran estima. —Una sonrisa breve le tocó los labios.— Espero que tengáis sitio para otro huésped en vuestro castillo. Cuando Hilliard acuda a visitar os necesitaréis a tantos defensores como podáis conseguir, y yo no querría perderme el evento.

Maxim caminó hacia el escritorio y, pluma en mano, garabateó una nota en un trozo de pergamino. Al entregarla al joven preguntó:

—¿Conocéis el Lowentatze? —y ante el gesto afirmativo de Justin:— Allí esperan noticias.-Sacó una moneda del abrigo y se la dio con nuevas instrucciones:— Debéis darle la nota y mostrarles esta moneda con el perfil de Isabel. Así confiarán en vos.

Justin guardó la nota en sitio seguro.

—No os desilusionaré.

—¡Bien!

La voz de Maxim tenía una nota de preocupación, pues era preciso ser precavido. Tanto él como Kenneth y Sherbourne estarían librados a sus propios recursos hasta que los puertos quedaran libres de hielo, y tenían a su cargo a otras personas que sufrirían si Hilliard imponía su poder.

Justin caminó hacia la puerta, anunciando en tono leve:

—Retiraré la paja de la rejilla y encenderé fuego en la cocina antes de irme. —Hizo una pausa ante la puerta, con un destello travieso en los ojos.— Será mi regalo de bodas.

Elise quedó sorprendida.

—¿Cómo lo sabéis?

Una sonrisa presumida marcó los labios de Justin.

—Sir Kenneth dijo algo que me dejó pensando. El resto del acertijo se resolvió mientras veníamos hacia aquí. ¿Se puede saber cuando pronunciasteis los votos?

—Apenas esta mañana —murmuró Elise, refugiándose en los brazos de Maxim, que le rodeaban los hombros...

—Por lo visto ¿no habéis dicho nada a Nicholas?

Lo último fue una pregunta. Justin esperó hasta que la doncella negó lentamente con la cabeza.

—En ese caso, bella Elise, tened la seguridad de que tampoco lo sabrá por mí. —Iba a franquear la puerta, pero se volvió una vez más.— Sabéis, desde luego, que si Hilliard conserva el poder estaréis en peligro mientras permanezcáis en este país. Deberíais organizarlo todo para huir a la primera oportunidad, en cuanto los barcos puedan volver a zarpar. Tal vez hable con Nicholas sobre vuestra partida. Sin duda me estará esperando en casa para interrogarme. —Suspiró, como si la idea le resultara tediosa.— En todo caso, tened la certeza de que Hilliard no cesará mientras no haya calmado su orgullo herido. No sé qué cuentas debéis ajustar con él, pero no le gusta quedar como un tonto, sobre todo por culpa de los espías.

Maxim frunció el ceño y el joven sonrió por un instante, agregando:

—Aunque lo negáis, milord, no hallo otra explicación. Pero guardaré silencio. Además, os advierto que Hilliard tiene seguidores y sus propios espías están en todas partes.

—Tendré cuidado —le aseguró Maxim—. Gracias por traernos aquí.

—Podría decir que ha sido un placer, milord, pero en verdad creo que el placer será todo vuestro. Y con un suspiro melancólico que sugería su propio desencanto, Justin se tocó la frente en un saludo de despedida, cerrando la puerta detrás de sí. Maxim aseguró la puerta y colgó en el hogar un caldero lleno de trozos de hielo. Luego preparó la litera.

Arriba se oían los pasos de Justin; luego entraron en el cuarto vecino.

Maxim se quitó el bigote y limpió casi toda la tintura de su rostro. Con la ayuda de un licor fuerte, se quitó del labio la sustancia pegajosa que había servido para pegar el postizo.

Un ratito después, en el interior del hogar ardía un fuego vivo, que enviaba su calor al camarote principal. En el barco se hizo el silencio, pero la pareja apenas se percató de ello. Aunque el calor tardaba en remplazar el frío del camarote, ambos se quitaron las prendas exteriores y las arrojaron a un lado.

Elise rió infantilmente al degustar el licor en el labio de su esposo.

—Debo andarme con cuidado —suspiró—. Esto podría ser una triquiñuela para embriagarme.

—No lo pienses, amor mío —susurró Maxim, acariciando con la boca abierta sus labios trémulos—. Lo haría si te mostraras remisa y yo quisiera actuar lascivamente. Pero quiero disfrutar en plenitud de tu respuesta, que sea una verdadera unión de cuerpos y corazones.

Elise se empinó sobre la punta de los pies para echarle los brazos al cuello.

—Tal vez deberías quitarte el tinte negro del pelo y el bronceado de la piel. Temo creer que estoy haciendo el amor con un desconocido.

—Después —susurró él, deslizándole las manos bajo la camisa para desatar la venda que le aplastaba los pechos.

Una leve exclamación respondió a su audaz posesión de esas redondeces. Con los ojos encendidos de pasión, Elise se perdió alegremente en su abrazo.

—Pensándolo bien —susurró—, creo que no me quedarán dudas.

La boca de Maxim buscó la suya en un frenesí de pasión. Pareció transcurrir una eternidad antes de que él se apartara con un suspiro, dejándola exhausta y sin aliento. Como si librara algún combate interior, él levantó la cabeza para contemplar la calidez de aquellos ojos azules. Los suyos estaban encendidos de fiera pasión.

—Podría perderme en esos estanques, señora. —Aspiró hondo, vacilante.— Para mí es una hazaña contenerme, permanecer tierno y paciente, cuando mi apetito por vos me ha llevado al borde de la muerte por hambre.

—Tened en cuenta que no soy una rosa, milord. No me magullaréis por estrecharme y acariciarme. Os aseguro que soy bastante resistente. Y muy curiosa. En verdad, amor mío, ¿no se te ha ocurrido que ansío esto tanto como tú? Quiero complacerte, pero el conocimiento que necesito me es ajeno. ¿Es aceptable que una mujer dé placer al hombre?

—¡Por cierto!

—Entonces enséñame a hacerte el amor. Dime qué te complace. Deja que sea tu amante, que remplace a todas las que puedas haber codiciado.

Con una sonrisa provocativa, tironeó del cinturón que rodeaba la cintura de su esposo. Luego deslizó lentamente las manos por su amplio pecho, maravillándose ante la firmeza de sus músculos. Por la expectante inmovilidad con que él aceptaba la caricia, comprendió que el juego le agradaba. Alentada así, deslizó las manos hacia la parte baja de su espada y se estrechó contra él.

Excitado e intrigado por esa reacción, Maxim le quitó la camisa de los hombros; Elise se liberó de ella con un movimiento y la prenda cayó a cubierta, en tanto los labios del marqués descendían por la pálida columna del cuello. Sus pechos redondos relucían a la luz del fuego, tentadores, y Maxim levantó la cabeza por un instante para beber con la mirada su perfección. Después de encerrar esas suaves curvas perfumadas entre las manos, se inclinó para acariciarlos con la boca. Elise echó la cabeza hacia atrás, sintiendo un incendio que le consumía el cuerpo. En su entrepierna comenzó a latir un pulso extraño que se extendió hacia arriba. Su respiración se convirtió en exoticas exclamaciones que interrumpían el ritmo acelerado. Se sentía consumida por un placer que amenazaba fundir todas las fibras de su ser, sin dejar más que una reliquia estremecida. Aunque estaba hecha de materia fuerte, ni en sus más locos sueños había imaginado las cumbres a las que podía catapultarla el toque de un amante.

Cuando Maxim comenzó a quitarle la ropa, una fiebre se apoderó de ella y sus dedos colaboraron hasta quedar desnuda. A su vez, tironeó de la atadura de los calzones de su marido, frotándole seductoramente los pechos contra el torso.

Maxim la llevó consigo a la litera y allí se sentó para quitarse las botas. Cuando volvió a levantarse, desató el último cordón que sostenía los calzones en su sitio y dejó caer la prenda al suelo.

La sorpresa dejó a Elise sin aliento por un segundo; una súbita timidez le hizo levantar la mirada a la leve curva interrogante que formaban los bellos labios viriles.

—¿Asustada?

Elise caviló por un momento y lo miró con más audacia. Era como sentirse recorrida por arroyuelos de entusiasmo, cuando volvió a mirarlo a los ojos murmuró, con una sonrisa desafiante:

—Curiosa, quizá.

Desde el primer encuentro, su fascinante mezcla de inocencia y audacia no cesaba de asombrar a Maxim. Cada característica suya era intrigante y maravillosa; nunca se había sentido más consciente de su enamoramiento que en ese instante, a punto de entrar en la intimidad conyugal.

Maxim la atrajo hacia sí y le levantó el mentón con un nudillo, presionando besos ligeros a sus labios.

—Todo es para compartir, amor. Si tenéis curiosidad, satisfacedla a gusto. Soy bastante sólido y estoy muy bien dispuesto. Tampoco es fácil magullarme.

Elise se estiró de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos. Maxim la levantó en vilo y se sentó en el borde de la litera, instalándola audazmente en su regazo. Su boca se fundió con la de ella, en tanto movía tranquilamente las manos por el cuerpo curvilíneo. Las sensaciones que despertaba con sus besos y caricias, combinados con la sutil presión de su masculinidad, acabaron con el ritmo de la respiración de Elise e imprimieron a su corazón un ritmo frenético. Ya no había frío que pudiera alcanzarla. Presa de un extraño frenesí, el dolor de la penetración fue apenas una fugaz molestia a soportar, en tanto tomaba conciencia de un insaciable impulso. Maxim se reclinó en las almohadas; ella aplicó los labios casi con reverencia a su pecho, mientras él la sujetaba por las caderas. Una indicación susurrada logró inmediata aquiescencia: ella empezó a moverse. El asombro se le grabó en el rostro, en tanto él respondía con vigor a sus movimientos. El incipiente placer de las ingles se intensificó, invadiéndola con la promesa de nuevas cumbres a alcanzar. Echó la cabeza atrás, volcando la cabellera en la espalda, y arqueó la columna para hacer el amor con Maxim poniendo en ello todo su corazón, su mente y su cuerpo.

En el silencio del camarote se oía la respiración jadeante del marqués. Sus manos parecían tocarla por doquier. De pronto el mundo giró sin control. Un arrebatador torrente de luz estalló sobre ella, como si mil lámparas se encendieran en su cuerpo, provocando mil relámpagos de éxtasis. Mujer y hombre. Señora y señor. Esposa y marido. Elise y Maxim. Por siempre uno, fundidos por el calor de las ingles, unidos por el amor.

Con un largo suspiro, Elise se dejó caer poco a poco sobre el pecho de su esposo. Hubo un instante de felicidad en que él la estrechó contra sí, besándole la frente, acariciándole la cabellera y susurrando palabras de amor. Luego su cuerpo empezó a enfriarse y un pequeño estremecimiento la sacudió. Maxim tomó una esquina del cobertor de pieles y, la sujetó contra su cuerpo, rodando hasta quedar sobre ella. Una sonrisa le jugaba en las comisuras

de la boca. Aunque acababa de saciarse, sentía otra vez el despertar de su entrepierna.

—¿Habéis saciado vuestra curiosidad, señora?

Elise se retorció debajo de él, provocándolo deliberadamente, en tanto susurraba, soñadora:

—¿Tenéis algo más que enseñarme, milord?

—¿No estáis muy magullada? —preguntó él, arqueando una ceja.

Ella le sonrió con dulce seducción.

—Estoy completamente a vuestra merced, milord.

Compartieron otro vuelo a las estrellas. Pasó una eternidad antes de que Maxim abandonara, renuente, la litera. Después de verter agua humeante en un aguamanil, estiró los brazos hacia arriba y se desperezó bajo la mirada ponderativa de su esposa.

Luego empezó a lavarse las manchas pardas de la cara y las salpicaduras de sangre del cuerpo. Por fin enjuagó la tintura negra de su pelo y, secándose con una toalla, volvió a la litera. Elise se cubrió la cabeza, riendo, para escapar a las gotitas de agua que él arrojaba al sacudir la cabeza mojada. Como sintiera su peso en el colchón, bajó las pieles para preguntar:

—¿Me habéis dejado un poco de agua?

Maxim sonrió de costado.

—Por supuesto, milady. No quiero perderme el placer de presenciar vuestro baño.

Ella se incorporó, sosteniendo las pieles contra el seno.

—Permitidme decir algo, milord.

—¿Sí, querida mía? —El tono ansioso, expresaba el millar de conclusiones a las que podía haber llegado.

—No puedo bañarme en vuestra presencia —aclaró ella, tímida—. No sería decoroso.

—Ah, pero si ya he disfrutado de un baño vuestro —bromeó él—. ¿Negaríais a un esposo el derecho de admirar a su mujer?

—No, milord. Disfrutaré compartiéndolo... cuando me haya familiarizado más con... todo.

Maxim rió entre dientes y se inclinó para depositar un beso en sus labios cálidos.

—Hay que alimentar el fuego, dulzura mía. Volveré cuando hayáis atendido a vuestras necesidades.

Se puso los calzones y la camisa para salir del camarote. Elise, sin pérdida de tiempo aprovechó el agua que le había dejado.

Después, envuelta en una manta de pieles, comenzó a revolver los cajones del escritorio en busca de un peine. De pronto clavó la vista en un saquito de cuero, guardado en un compartimiento trasero del cajón. Tenía las iniciales RR, las mismas que lucía la bolsa de su padre. Lo sopesó en la mano, palpando el bulto interior. No parecían monedas, sino...

Elise, ansiosa, lo vació en la palma de su mano y quedó sobrecogida. Era un anillo grande, adornado con una piedra de ónice bellamente engarzada en oro. Ya estremecida, lo acercó a la lámpara para examinarlo mejor. No cabían dudas: era el anillo de su padre!

Hubo un toque a la puerta, que se abrió a su espalda. Elise giró para enfrentarse a su esposo.

—¡Mira, Maxim! ¡El anillo de mi padre! El prisionero que Sheffield vio debía de ser él, después de todo. Pero ¿por qué? ¿Qué motivos tenía Hilliard para secuestrar a mi padre? —Meneó la cabeza, confundida —Sólo el oro que mi padre había guardado? ¡Hilliard tiene más que suficiente!

—Ese hombre no conoce la palabra "suficiente", amor mío. Su codicia no tiene medida.

—Pues esto demuestra que mi padre está prisionero aquí.

Maxim, meneando la cabeza, la llevó a la litera.

—No, amor. Creo que lo han llevado otra vez a Inglaterra.

—¿Queréis decir que está libre? ¿Que está a salvo allá, mientras yo me muero de preocupación por él? —Cruzó las manos ante sí como si rezara con fervor por esa posibilidad.— ¡Oh, si así fuera, Maxim!

—Temo que no es así, Elise.

Le dolió ver cómo se derrumbaban sus esperanzas, remplazadas por la desilusión. Lo miraba con lágrimas en los ojos, aguardando la explicación. Con un suspiro, él la sentó en su regazo como si fuera una criatura y la meció lentamente, dejando que le mojara el cuello con su llanto.

—Si vais a decirme que ha muerto... Por Dios, Maxim, que no lo aceptaré. No puede 1ceptarlo mientras no haya visto personalmente su cadáver.

—En verdad, Elise, creo que aún vive, pero no creo que esté en libertad. Si Ramsey hubiera cometido el error de revelar a sus secuestradores dónde escondió el tesoro, eso podría haber sido su fin. Su única protección es el silencio.

—No lo dirá nunca —afirmó Elise, convencida, tragándose las lágrimas—. No cederá aunque lo torturen. Es fuerte y sabio.

—En ese caso, ojalá podamos llegar a Inglaterra a tiempo para conseguir su liberación.

Elise levantó la cabeza para estudiarle la cara, maravillada.

—¿Os atreveréis a regresar, milord?

—No me atrevo a permanecer aquí una vez que llegue la primavera. Justin tiene razón. Hilliard descubrirá quién mató a Gustave, si no lo sabe ya, y vendrá a buscarnos con un ejército.

—Tal vez no sea prudente volver al castillo Faulder.

—No tenemos otro sitio adonde ir, pero tened la tranquilidad de que he tomado medidas para defender el castillo, al menos hasta cierto punto. Hilliard no podrá tomar venganza con facilidad. Con la ayuda de Dios, volcaremos la situación en nuestro favor.

Elise volvió a cobijar la cabeza en su hombro.

—Os confío mi vida, Maxim. Nunca creí que pudiera decir esto, pero me alegrará volver al castillo Faulder.

Maxim la besó en los labios y se levantó con ella en brazos. Después de apartar las mantas, la depositó en el nido abrigado. Un momento después se había quitado las ropas para deslizarse junto a ella. Así, abrazados, poco importaba lo que ocurriera en el mundo, más allá del Grau Faulke.

En el subconsciente de Elise se agitó una sensación de maravilla, que la despertó a la cómoda noción de estar en presencia de Maxim. La envolvía un calor delicioso, que irradiaba de su fuerte cuerpo viril, apretado contra su espalda. Sentía su torso contra la espalda y el lento cosquilleo de su aliento contra la nuca. Todo estaba bien en su mundo.

Se acurrucó contra su esposo con un suspiro satisfecho y volvió a adormecerse apaciblemente. Por fin se percató de la leve y lenta caricia de unos dedos en el blando pico de su pecho. Ligeros como un plumón, los labios de Maxim tocaron su cuello y le dejaron un beso en el hombro. Elise giró para mirar lo, disfrutando del fulgor de sus ojos verdes.

No dijeron una palabra, pero en el magro resplandor del fuego sus miradas se entremezclaron en mudas frases de amor, comunicándose los sentimientos más íntimos.

Maxim se incorporó sobre un codo para besar la boca que esperaba, bebiendo el dulce néctar de su respuesta. Eso despertó los sentidos de la muchacha, que cobró conciencia de las audaces caricias y del feroz calor de su cuerpo desnudo. Los labios de Maxim se movieron por su mejilla, apartando los rizos rojos para abrir camino a sus besos, que vagaron sin obstáculos por el cuello pálido hacia abajo, hasta el pecho.

En el silencio del camarote, el sonido distante retumbó como el batir de un tambor. El marqués levantó la cabeza para escuchar, inmediatamente alerta. El ruido hueco volvió a sonar, muy parecido al paso lento y medido de alguien que caminara sobre la cubierta helada. Entonces arrojó a un lado las pieles y se puso rápidamente los pantalones. Al notar que los pasos avanzaban con celeridad por el pasillo, se levantó de un salto y se apresuró a atarse la prenda a las caderas. Luego tomó su espada y caminó hasta la puerta, en el momento exacto en que un fuerte golpe sacudía la madera.

—¿Amigo o enemigo? —desafió Maxim.

—Soy Nicholas —respondió la voz familiar—. Justin espera con los caballos. He venido a buscaros.

El marqués descorrió el cerrojo, en tanto bajaba la espada, pero retrocedió cautelosamente en tanto el capitán entraba a grandes pasos. La cara de Nicholas se endureció abruptamente al ver a Elise sentada en la litera, cubriéndose el seno desnudo con una manta. Tenía la cabellera revuelta sobre los hombros. Aunque el marino revisó el camarote con una mirada, no halló otro sitio en donde Maxim pudiera haber dormido. Más aún: el rubor de los amores aún manchaba aquel cutis adorable.

—¡Hijo de puta! —tronó Nicholas, enfrentándose a su amigo.

No le dio tiempo a explicarse: con el puño cerrado, dio un largo paso hacia adelante y aplicó toda su fuerza al golpe. Sus nudillos chocaron contra la sólida mandíbula del marqués, arrojándolo al otro lado del camarote.

El grito de Elise quebró el silencio, en tanto la silueta desmadejada de Maxim quedaba tendida junto a la litera.

Invadido por unos celos furiosos, Nicholas vio que la muchacha se inclinaba hacia él, cubriéndose los hombros con la manta, pero sin prestar atención a lo que exhibía ante el hombre caído. Todo era demasiado obvio: sólo trataba de proteger su pudor de él.

Maxim se incorporó sobre un codo, tratando de sacudirse la niebla. Las conclusiones de Nicholas quedaron confirmadas cuando, al cruzar el camarote para detenerse junto al hombre caído, Elise se apresuró a cubrirse mejor.

—Levántate —gruñó él a Maxim—. Quiero darte más de lo que mereces.

Elise se levantó, balanceando el brazo con una exclamación de furia desatada, y su golpe dio en el bajo vientre del capitán. Nicholas retrocedió a tropezones, asombrado por la energía que esa endeble muchacha podía aplicar a su puño. Mientras Maxim se apoyaba contra el mamparo, probando con cuidado el estado de su mandíbula, ella se envolvió en las pieles y enfrentó a Nicholas con un brillo fiero en los ojos.

—¡Cómo os atrevéis a irrumpir aquí como un potro en celo, resoplando y echando llamaradas! Os entrometéis en lo que no es de vuestra incumbencia, Nicholas. Mi intención era decíroslo con más suavidad, pero vuestra brutal manera de actuar ha acabado con mi buen humor. Maxim y yo nos casamos ayer por la mañana.

Sin parar mientes en su exclamación ahogada, la muchacha continuó, seca:

—No queríamos que sufrierais. Tampoco teníamos la intención de enamoramos, pero... así fue. Y si creéis que Maxim se ha aprovechado de mí, permitidme aseguraros, señor, que sé muy bien lo que pienso y lo que quiero. Estoy muy complacida con Maxim como esposo y trataré por todos los medios de ser una buena esposa para él. Lo mismo habría hecho por vos, si nos hubiéramos casado. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y continuó, con más serenidad:— Os debo muchas disculpas por haber demorado en deciros que mi corazón se había volcado hacia otro. Maxim me pidió que os diera la noticia hace ya algún tiempo, pero yo no quería haceros sufrir. Comprendo que me equivoqué, pues en verdad os he causado un dolor más profundo, cosa que lamento. Desde el fondo mismo de mi corazón, Nicholas, lo lamento.

Un largo suspiro pareció desinflar la erguida postura del capitán.

—Pude haberlo adivinado —murmuró—. Estabais siempre juntos, pero pensé que yo podía superarlo.— Levantó la mano para señalar la puerta con un gesto manso.-Justin os ha traído alguna ropa a ambos. Iré a buscarla. Luego habrá que iniciar el viaje. Os acompañaré hasta el límite de la ciudad para despedirme. Quiero asegurarme de que mi madre y Katarina estén bien antes de partir hacia Hamburgo. Justin me ha convencido de que debéis abandonar el país cuanto antes. Lo arreglaré todo para partir en cuanto el hielo nos permita hacernos a la mar. Cuando esté listo os enviaré un mensajero.

—¿Nos ayudaréis a escapar, Nicholas? —preguntó Elise, preocupada. Y como él asintiera lo contempló con más atención—. ¿y vuestra lealtad a la Liga Anseática?

—Mi querida Elise, tal vez es preciso que los maestros cambien su manera de ser-expresó él, cauto—. Hace mucho tiempo, la Liga se constituyó para proteger a sus miembros de los piratas y otras arpías. Ahora parece proteger en su seno a un verdadero pirata. Llevará algún tiempo pensarlo bien. Tal vez, preocupado por mi propio bienestar, hice deliberadamente la vista gorda a las hazañas de Hilliard. Era fácil no intervenir.

Maxim se levantó con una mueca y se irguió poco a poco detrás de la joven, que se dedicó a refrescar la cara amoratada con un paño frío. Maxim, haciendo una mueca de dolor, miró a su amigo con el ceño fruncido:

—Estuviste en un tris de romperme la mandíbula.

—Esa era mi intención —respondió Nicholas, con una sonrisa divertida—. Ahora estamos en paz. Cuando medíamos nuestras espadas nunca pude vencerte. Gustave fue un tonto al creer que podría derrotarte. Yo comprendí de inmediato lo que estabas haciendo y no me pareció necesario intervenir.

—¡Ya me percaté de eso! En cuanto me reconociste no te tomaste la menor molestia —lo acicateó Maxim—. Comenzaba a sospechar que te habías vuelto por completo en contra de nosotros.

—¡Maldito seas! —resopló el capitán—. Si yo no hubiera sacado a los cabeza huecas de tus compañeros, aún estarías tratando de llevarlos hacia la puerta.

—¿A quién llamas cabeza hueca? —Elise, fingiéndose ofendida, le disparó la pregunta por encima del hombro.— Cuidad vuestra lengua, salvaje, si no queréis oírme.

Nicholas, riendo entre dientes, salió del camarote con la seguridad de que el buen humor reinaba otra vez.

Al rato regresó con un gran bulto que arrojó a Maxim. Luego volvió a marcharse, advirtiéndoles que esperaría afuera hasta que estuvieran listos. Elise recibió de buen grado las prendas femeninas, bendiciendo mentalmente a Katarina y a Therese por haber tenido la previsión necesaria de enviar todo lo necesario: corsé, verdugados, medias y ligas. Cuando hubo logrado ponerse las prendas íntimas, ayudada de vez en cuando por Maxim, él ya estaba completamente vestido.

—Se diría, señor, que habéis estudiado a fondo el atuendo privado de las damas —observó ella, mientras él le ataba el corsé-¿Debo pensar que adquiristeis tanta destreza mediante la práctica repetida?

Maxim, riendo, le dejó un beso en el hombro desnudo.

—Jamás os lo diré, señora, pero muchas veces os he quitado la ropa... con la imaginación.

—¡Cachondo! —acusó ella, coqueta.

—Cuando a vos concierne, señora, sí. —Maxim le ató los cordones y la hizo girar entre sus brazos.— Ahora dad a vuestro esposo un beso que le dure por todo el viaje.

Fue un intercambio feliz, lleno de pasiones agitadas, pero los dejó deseando más. Con un suspiro, Maxim recogió el vestido de terciopelo y, pasándoselo por los brazos levantados, acomodó las faldas sobre las enaguas. Elise apartó su cabellera y se estremeció de placer al sentir la mano cálida que se deslizaba por su hombro, filtrándose dentro de la camisa para capturar brevemente un pecho suave. Se recostó contra él, alentándolo a la caricia, mientras el otro brazo se plegaba en torno a ella, apresando el otro pecho sobre la tela.

—No veo la hora de llegar a Faulder —susurró él—. Estos tiernos campos deben ser explorados con más tiempo.

Elise cubrió con una mano la que jugaba dentro de su camisa.

—Creo que siempre ansiaré vuestra caricia, milord. También para mí será una prueba difícil esperar el momento en que podamos volver a hacer el amor.

—Nicholas nos espera y ya nos hemos demorado mucho. Tomad el anillo de vuestro padre y partamos. Cuanto antes iniciemos el viaje, mediando la voluntad de Dios, antes estaremos en casa.

Maxim acompañó a Elise hasta el muelle, donde Nicholas y Justin aguardaban con los caballos. La montó a lomos de su yegua y, aduciendo que había olvidado algo a bordo, rogó a los dos hombres que iniciaran la marcha con Elise. Ella lo siguió con la vista, preocupada, en tanto Justin conducía a la yegua calle abajo.

Maxim regresó a toda prisa hasta la cocina. Utilizando unas tenazas de mango largo, retiró un leño encendido y lo dejó en el suelo de madera. Luego se apresuró a retirar otro del hogar y lo llevó hasta la escotilla que se abría sobre un hoyo profundo, lleno de estopa, sogas y remos rotos.

Al volver al muelle, sonreía. Eso no dejaría de incitar a Hilliard a buscar lo en el castillo Faulder. El incendio de su barco lo llevaría a toda prisa en busca del hombre que lo había provocado. Si todo marchaba bien, la reina de Inglaterra tendría su venganza.