15

EL capitán anseático había llegado al castillo Faulder Con su vigoroso humor de costumbre. Posando la mirada en Elise, abrió ampliamente los brazos, lleno de alabanzas hacia el aspecto de la muchacha.

—¡Oh, Oh! ¿Qué tenemos aquí? Una bella damisela a quien el clima del norte vuelve aún más radiante! Decidme, ¿cómo ha podido ser esto? ¿Será acaso el nuevo vestido que luce? —Le brillaron los ojos pálidos al observarla.— Nein, creo que se trata de otra cosa. Juro que el aire helado ha puesto brillo en sus ojos y una flor en sus mejillas. —Se inclinó hacia ella, con una sonrisa provocativa.-

—En verdad, vrouwelin, casi diría que os sentís feliz aquí.

—y yo casi diría, capitán Von Reijn, que estáis dotado con la caprichosa labia de los irlandeses. —Elise contraatacó con una sonrisa encantadora y le apoyó una mano en la manga.— Lo cierto es que este clima frío enrojece las mejillas; además, vuestra buena compañía me enciende el corazón. Os damos la bienvenida al castillo Faulder.

—Sois tan graciosa como bella, vrouwelin.

Maxim no pudo sino acordar silenciosamente con las observaciones del capitán. Se habría dicho que Elise aumentaba su belleza exquisita con cada día transcurrido. Esa tarde se la veía excepcionalmente atractiva; en honor al invitado, se había puesto un vestido de matelassé negro y dorado; un volante de rígido encaje dorado le adornaba el cuello; del que pendía el último regalo del capitán ANSA: cadenas de oro intercaladas con perlas y diminutas piedras preciosas. Las pesadas guedejas rojizas, trenzadas de un modo complicado, se amontonaban sobre la coronilla, prestándole un porte real que parecía imponer respeto a la misma Frau Hanz.

A Maxim lo intrigaba el carácter y el aspecto de Elise, en todos sus detalles. La encontraba absolutamente encantadora y comprendía sin dificultad que tuviera cautivos a ambos pretendientes, aunque permanecía mudo y reacio mientras su amigo la cortejaba con tanto celo. No era un papel del que Maxim pudiera disfrutar, ése de espectador indiferente; pasar por alto las dolorosas punzadas de celos al verla en compañía de Nicholas le resultaba sumamente difícil. Por desgracia, había cometido la tontería de autorizar al capitán a cortejarla, y eso le impedía emprender la misma empresa con fervor.

—Herr. Dietrich ha pasado el día preparando un festín para vuestro placer, capitán. —Elise señaló la mesa con un ademán invitante.— Sólo espera que estéis dispuesto a disfrutarlo.

Nicholas hundió los pulgares en su enjoyado cinturón, con una enorme sonrisa.

—Al parecer, alguien me ha leído los pensamientos.

Elise rió con alegría.

—No era necesario, capitán. Sabemos cuánto os gusta la buena mesa.

Se sirvió la comida y el tiempo pasó amistosamente. Mucho más tarde, los tres abandonaron la mesa y se acomodaron a gusto, mientras Frau Hanz retiraba las últimas bandejas y Herr. Dietrich preparaba unas golosinas para servir con el vino especiado.

Nicholas se repantigó en un sillón enorme, mientras Maxim permanecía cerca de la mesa, medio sentado, medio apoyado en sus sólidas tablas. Desde allí observaba el gracioso porte con que su pupila escanciaba el vino especiado, cosa que, para irritación suya, también parecía hacer el capitán ANSA.

—Hay una belleza exquisita e incomparable en vuestro modo de lucir ese vestido nuevo —ponderó Nicholas. Sus ojos pálidos chispearon de placer al verla danzar en un lento círculo. Miró a Maxim con una ceja interrogante; el amigo se mantuvo cautelosamente estoico—.No sé si puedo confiarla mucho tiempo más a vuestro cuidado, amigo mío. Panorama tan tentador es irresistible para cualquiera.

Elise se enfrentó a la mirada de Maxim con ojos desafiantes, sin poder resistir la tentación de acicatearlo.

—Dudo que Su Señoría repare siquiera en mi presencia. Está demasiado abstraído con sus recuerdos de Arabella.

Nicholas tragó el contenido de su jarrillo y se levantó para llenarlo otra vez.

—Es que no lleva mucho tiempo viviendo en el clima nórdico. Las noches frías tienden a calentar el corazón, tornándolo más vulnerable a los atractivos de la doncella que se tiene cerca. Se convierte en... en... cuestión de supervivencia... Y sin duda alguna, Su Señoría ha demostrado estar dispuesto a sobrevivir.

—¿No compartimos todos esa misma inclinación? —preguntó Elise, con una sonrisa críptica.

—¡Desde luego, vrouwelin! —reconoció el capitán—. ¡Am Leben bleiben! Es un impulso tan fuerte que algunos hombres hacen oídos sordos a la llamada del que se ahoga, a fin de proteger su propia vida.-Escanció un poco más de vino especiado en su jarrito y perdió la vista en la nada por un momento, antes de volverse hacia ellos otra vez.— Nadie sabe de qué es capaz hasta que se presenta el desafío. Enfrentados al peligro, algunos giran en redondo y echan a correr. Otros, en cambio, presentan pelea. Yo siempre me he considerado luchador y tengo muchos enfrentamientos que presentar como prueba de lo que soy; pero también me considero amante de la vida y de las damas. Sólo Dios sabe qué haría si me enfrentara a una muerte segura. ¿Dónde hallar la verdad, pues, hasta que llegue la prueba? —Levantó un brazo para señalar al marqués.— Mi amigo es diferente: se ha enfrentado al enemigo y lo ha derrotado.

Una sonrisa irónica curvó los labios de Maxim.

—Yo también he huido para conservar la vida. Hasta podrías decir que los guardias estuvieron a punto de quitármela antes de que lograra escapar a sus tiernos cuidados.

Nicholas se reclinó en el asiento, con los dedos entrecruzados sobre el pecho.

—Veo que restas importancia a tu valor, amigo mío, y bromeas sobre tu fuga. Sin embargo, muy pocos han escapado de los guardias de Isabel y vivido lo suficiente para jactarse de ello.

—No exageres tanto —Maxim se encogió de hombros.-Además, si alguna reputación gané sirviendo a Isabel, ahora la he perdido. He sido despojado de hogar, honor y pertenencias.

—De hogar y pertenencias sí, tal vez. —Nicholas estudiaba a su anfitrión con una sonrisa pensativa.— Pero creo que de honor, no.

—Temo que mi pupila no estaría de acuerdo contigo —comentó Maxim secamente, echando un vistazo a la joven—. Esta convencida de que no hay honor entre ladrones y otros tipos de vagabundos.

—Sin duda alguna, milord. Piratas, ladrones y secuestradores no merecen más estima que la ralea más baja. —Elise se aproximó lentamente a la mesa, provocándolo.— Pero como no puedo asegurar, por experiencia propia, a qué extremos puede llegar un hombre por amor, quizá con el tiempo descubra qué provoca a cada uno y cambie de opinión. Tal como habéis demostrado claramente, vos seríais capaz de muchas cosas por tener a Arabella a vuestro lado.

Con disimulada deliberación Y un dejo de audacia, Elise tomó la bandeja de dulces que Herr. Dietrich había puesto en la mesa, acercándose tanto a Maxim que sus faldas cubrieron a medias las botas del caballero. Clavándole una mirada coquetamente interrogante, se atrevió a provocarlo:

—Vuestra devoción por ella fue el motivo de ese plan de secuestro, ¿verdad, milord?

Maxim sintió el acicate de sus palabras y, al mismo tiempo, el palpitar de la sangre acelerada por su presencia. En los últimos días había acabado por descubrir que ella podía despertarle lascivos deseos con una mirada, un contacto o una simple sonrisa, sin que pareciera comprender lo que provocaba en él. ¿O acaso era simple ingenuidad de su parte pensar que esa mujer no había nacido con las astucias de la seductora?

Elise lo observaba con aire extraño, sin dejar de provocarlo:

—¿Habéis perdido la lengua, milord? ¿No podéis hablar? ¿Estáis ofendido?

El sonrió con lentitud, con un fulgor bastante perverso en los ojos verdes, pero no hubo palabras que abrieran sus labios.

—Oh, sí que estáis de humor peculiar —comentó ella.

La frente del marqués se arrugó de costado, traicionando un divertido escepticismo:

—Es extraño que vos me lo digáis.

Elise respondió con una suave risa y un gesto descarado.

—En verdad no sé por qué lo decís, milord —manifestó, fingiendo inocencia. y le ofreció la bandeja—. ¿Tomaríais un dulce?

Maxim le sostuvo la mirada, sin hacer intento alguno de elegir un bocadillo. Sabía que la muchacha era traviesa, pero no lograba determinar si lo fastidiaba por diversión o si adoptaba la eterna actitud de doncella enamorada ante el pretendiente preferido. Valía la pena poner a prueba su sinceridad.

—Con toda seguridad, señora. Hace ya tiempo que lo deseo.

Elise dominó cuidadosamente sus reacciones, aunque la invadía una deliciosa calidez. El parecía mirarla hasta lo más profundo de su ser, y el significado sutil de su respuesta no pasó desapercibido.

—¿Cuál preferís, señor?

—El que os plazca darme será el más dulce —murmuró él. Y su voz fue como una caricia que provocó el rubor en las mejillas de la muchacha. Aunque la respuesta era lo bastante simple como para pasar desapercibida a Nicholas, era el atrevimiento de su mirada lo que la tornaba muy sugestiva.

Elise eligió una diminuta tarta de frutas y se la ofreció entre los dedos.

Una vez más, Maxim no hizo ademán alguno de tomarla. En cambio sus ojos continuaron clavados en los de ella, ardientes; por fin se inclinó apenas hacia adelante y abrió la boca para recibir el bocadillo. Elise se lo puso entre los labios; al cerrarlos sobre la golosina, él le rozó apenas el dedo con la lengua, acelerándole el corazón. Era la más sigilosa de las caricias, pero la llevó a dudar de su prudencia al empeñarse en esos juegos infantiles con él. El marqués no era un muchachito ingenuo, al que se pudiera tentar y mantener luego a raya con un simple gesto negativo. Como lo demostraban los enfrentamientos anteriores, era capaz de contestar de manera muy provocativa.

—¡Pero no estoy atendiendo a nuestro invitado! —exclamó, sofocada. Se apresuró a apartar la vista de aquellos ojos verdes y dio un paso hacia Nicholas, logrando reír—. ¿Qué escogeréis, capitán? ¿Un confite, quizá?

Nicholas tomó uno, pensativo, y lo comió con su placer habitual. Al cabo de un momento se enfrentó a su anfitrión con una sonrisa astuta, levantando el jarrillo:

—Aunque todavía llores la pérdida de Arabella, amigo mío, a mí me cabe agradecer que tus planes hayan resultado de este modo. De lo contrario yo no habría conocido a Elise, para gran desgracia mía. En cuanto a tu fracaso, amigo, brindo porque con el tiempo te dé tanto placer como a mí.

Maxim levantó su copón a manera de respuesta e inclinó la cabeza para agradecer el brindis.

—Que la providencia sea generosa con todos nosotros.

Nicholas tragó el vino con un simple giro de muñeca y, dejando a un lado el recipiente vacío, suspiró con gran placer.

—En realidad, la providencia ha sido muy generosa conmigo, en estos últimos tiempos. —Sacó de su bolsillo unas hojas medio marchitas y las hizo girar por el tallo.— Ved aquí, amigos míos, lo que he conseguido gracias a un inglés que estuvo en Hamburgo.

Elise se acercó un poco para contemplar la ramilla, extrañada.

—Pero, ¿qué es eso?

—Muérdago —respondió él, simplemente.

—¿y para qué sirve?

—Para muchísimas cosas, según me han dicho. —Ya obtenida la curiosidad de sus compañeros, Nicholas ató aparatosamente una cinta al tallo. Luego subió a un banquillo Y ciñó la banda de tela colorida a una viga de madera, disponiendo la ramilla de modo tal que pendiera libremente. Después de bajar del banco, luciendo una ancha sonrisa, se cruzó de brazos ante la mirada perpleja de los otros dos.— Los druidas aseguraban que el muérdago tenía gran valor medicinal, sobre todo como remedio contra los venenos.

—¡Vaya idea, Nicholas! —lo regañó Elise, ofendida—. No es posible que penséis en venenos en esta casa, sobre todo después de hartar os con la comida de Herr. Dietrich.

—En absoluto, vrouwelin —le aseguró él. y explicó, levantando una mano hacia la ramilla—: En realidad, cuando uno se pone de pie debajo del muérdago, suele sufrir una experiencia embriagadora.

Elise se instaló bajo las hojas, observando al capitán con grandes dudas.

—¿Estáis seguro de que no habéis caído en mano de un charlatán, Nicholas? No detecto cambio alguno.

—No quedaréis desilusionada —le aseguró Nicholas— ¡Pero si el mismo Plinio el Viejo escribió sobre sus benéficos efectos, hace muchos años! —Se detuvo para preguntar, curioso:— ¿Sabéis algo de él, por casualidad?

—¿Estáis seguro de que haya existido, siquiera? —contraatacó ella, con humor—. Quizá su existencia fue tan fantasmal como sus afirmaciones.

Maxim se adelantó tranquilamente.

—Vivió, sí... hace unos mil quinientos años. Su hijo adoptivo fue cónsul de Roma a fines del siglo l.

Nicholas demostró su admiración con una breve reverencia.

—Sabéis mucha historia, amigo mío.

Maxim desechó el cumplido sin darle importancia.

—Mis preceptores solían utilizar las cartas de Plinio el Joven para darme una visión histórica de Roma. Pero debo confesar que nada sé del muérdago. Sin duda, si sus méritos fueran tan grandes, a estas horas deberían estar bien documentados.

Elise puso los brazos en jarra, divertida:

—y de ese modo yo sabría qué debo esperar.

Nicholas se acercó a ella con una gran sonrisa:

—¿Cómo saber qué debéis esperar si nunca habéis experimentado nada parecido? Es comprensible que la verdad se esconda en la superstición. Los druidas han contribuido mucho a numerosas leyendas. Por ejemplo, la agradabilísima costumbre de besarse bajo el muérdago dio nacimiento a la idea de que ese acontecimiento lleva inevitablemente al matrimonio. ¿Prestaríais atención a esas premisas si yo os besara?

Y, sin darle oportunidad de cavilar, Nicholas la tomó en sus brazos para aplicarle un ávido beso en los labios, sin reparar en que Maxim hacía ademán de abalanzarse, para contenerse de inmediato. El capitán la soltó, respondiendo a su atónita mirada con una sonrisa.

—Para mí ha sido una experiencia muy grata, aunque quizá no podáis decir lo mismo, vrouwelin. Pero ¿consideraríais que ahora estamos comprometidos?

Apartándose de él con un rubor de azoramiento, Elise lo amonestó secamente:

—¡No, por cierto! Soy muy capaz de tomar ese tipo de decisiones por mi cuenta, sin necesidad de que se me engañe ni se me lleve a estas trampas... deliberadas.

Nicholas ejecutó una garbosa reverencia.

—Esta es una golosina que puedo llevarme a la almohada para soñar con ella, vrouwelin. Sí, se hace tarde. Debo instaros al reposo, si es que hemos de partir hacia Lubeck antes del amanecer. Necesitaremos estar descansados. Os deseo a ambos Gute Nacht.

Y Nicholas, con un ademán desenvuelto, cruzó el salón a grandes pasos para subir la escalera con celeridad. Elise lo siguió con la vista, meneando la cabeza ante sus travesuras, hasta cobrar conciencia de que Maxim se había acercado a ella por atrás. Contuvo el aliento ante el contacto de unos dedos largos y delgados, que se le deslizaban por el brazo hasta tomarla por el codo con suave firmeza. Con el pulso acelerado se volvió hacia él. Maxim la observaba con una sonrisa extraña e inescrutable.

—Debemos hacer honor a la tradición, ¿no? —propuso en voz baja y señaló con la mirada el muérdago que pendía sobre ellos.

Luego bajó la cabeza y sus labios entreabiertos se movieron sobre los de ella, en una caricia lenta y deliberada que la privó de toda resistencia, quitándole el vigor de los miembros. Los pensamientos de Elise se arremolinaron en un torbellino, evocando todas las ansias que había experimentado cierta vez, en el lecho de ese hombre.

Cuando la boca se apartó de ella, suspiró como si surgiera de un sueño placentero. Al abrir los ojos contempló aquella cara delgada y apuesta, tan cerca de la suya. Colmaba toda su visión, sin retirarse ni avanzar. Por fin ella se alzó en puntillas y le echó los brazos al cuello. Maxim quedó asombrado, pero la experiencia fue muy gratificante. El beso que ella le dio hizo brotar un lento resplandor en su mente, con el mismo efecto de una bebida potente.

Ciñó con los brazos aquella cintura estrecha, saboreando a pleno la pasión de la muchacha. Sentía los pechos blandos apretados contra él y, bajo la tela del vestido, las rígidas ballenas del corsé bajo los dedos con que le acariciaban la espalda.

A poca distancia se oyó un fuerte carraspeo, disparado con desdén. Elise se apartó de Maxim con súbito bochorno. Había olvidado que los sirvientes podían presenciar el beso.

Los ojos verdes arrojaron una fría mirada por encima del hombro, buscando a la culpable. Frau Hanz sintió el gélido reproche, en tanto herr Dietrich chasqueaba la lengua, expresando su fuerte desaprobación ante la actitud asumida por el ama de llaves.

Elise reunió toda su dignidad para enfrentarse a la mujer.

—Frau Hanz: vuestro desempeño aquí me ha desilusionado, en cierto modo. He preparado una lista de las cosas que deberíais hacer en nuestra ausencia. Espero verlas realizadas a mi regreso. De lo contrario tendréis que buscar empleo en otra parte.

Si Frau Hanz esperaba que el amo del torreón impusiera su autoridad sobre la orden de la muchacha, se llevó una gran desilusión. Por medio de su silencio, Maxim prestó apoyo al ultimátum. Al no hallar socorro en él, la mujer se enfrentó a Elise, con la espalda rígida de orgullo.

—Como la señora mande.

—Espero que nos hayamos entendido —replicó Elise, serena—. Pero aún queda algo por discutir.

Frau Hanz le clavó una mirada pétrea.

—¿Cuál es?

—Vuestros modales —respondió la joven ama, secamente—.Son detestables.

La mujer mantuvo intacta su tiesa actitud.

—Siempre he tratado de conducirme como corresponde a mi puesto, señora —resopló, altanera—. Si os he ofendido, lo siento.

Elise se enfrentó tranquilamente a su frígida mirada. .

—Os aconsejaría que buscarais la manera de mejorar en nuestra ausencia. Si no halláis la necesidad de hacerlo, tendremos que prescindir de vuestros servicios.

—¿Habláis en plural? —Frau Hanz clavó una mirada interrogante en el marqués.— ¿Estáis de acuerdo con esto, milord?

—Por supuesto. —El casi sonreía.

—¡Bien! —La palabra fue casi un bufido.— Supongo que, sino hay alternativa, debo satisfacer los deseos de la señora para no ser despedida.

—Así parece, Frau Hanz —concordó Maxim.

El ama de llaves inclinó apenas la cabeza.

—Si eso es todo, milord, permitidme volver a mis tareas... para ser de alguna utilidad.

Maxim miró a Elise, como cediéndole la autoridad. Ella respondió con un leve gesto afirmativo, agradeciendo su apoyo. Frau Hanz volvió a su trabajo. Apenas un momento después descargó su rencor contra Herr. Dietrich, dándole secas instrucciones con respecto a la cocina. El hombre, que no aceptaba de buen grado las críticas, se prestó a una discusión ruidosa y demostrativa, en la que resonaron cacerolas y fuertes exclamaciones en la lengua teutónica; la cosa terminó cuando el cocinero encaró a la mujer, agitando el índice bajo su nariz con actitud amenazadora.

—¿Qué he hecho? —se lamentó Elise.

Maxim rió por lo bajo.

—No temáis, señora. Herr. Dietrich es muy capaz de defenderse.

—Eso espero. —La muchacha dejó escapar un suspiro de abatimiento.— Será mejor que me vaya. Podría ceder a la tentación de ordenar a Frau Hanz que volviera a Hamburgo mañana mismo.

—No penséis más en esto —le aconsejó Maxim—. Mientras no estemos aquí tendrá tiempo para meditar. Si a nuestro regreso no ha mejorado haremos que se vaya.

—Os doy las buenas noches, señor. —Elise sonrió a los ojos verdes, centelleantes.— Nos veremos antes de que rompa el día.

El respondió con una fina reverencia.

—Que la bendición de la noche os dé un suave sueño, dulce doncella.

Varios minutos después, Elise cayó en la cama con un suspiro soñador. Se abrazó a la almohada, mientras los recuerdos evocaban extraños apetitos en sus ingles. Había sentido la audaz caricia de aquella boca en el pecho y, desde entonces, el recuerdo persistía en su memoria, entrometiéndose en sus pensamientos cuando estaba con él o, peor aún, en presencia de Nicholas. Era posible saber si él adivinaba el motivo de los rubores que le subían a las mejillas, pero a veces, cuando él la miraba con esos ojos ardientes, Elise tenía la seguridad de que estaba recordando lo mismo.

Sus sueños se llenaron de fantasías. Se vio arrebatada por dos brazos fuertes, vigorosos. Al principio, una niebla de visiones confusas se arremolinó a su alrededor. Por un momento sofocante, la necesidad de escapar fue imperiosa. Se debatió entre esos brazos membrudos, ante una cara rubicunda y dos pálidos ojos azules que le colmaban la mente. De pronto, como por milagro, la piel tomó un tono bronce y los ojos se oscurecieron maravillosamente, hasta tomar el color intenso de las esmeraldas. El corazón de Elise alzó vuelo, en espera del beso que la colmaría de éxtasis.

La respuesta llegó. Aunque la mente de la muchacha vagaba por las oscuras cavernas del sueño, ella supo cuál era: el amor había llegado sigilosamente a su vida. Jamás volvería a ser la misma.