5

EL barco hundió la proa en el profundo valle de una ola, levantando dos chorros gemelos de espuma, que fueron atrapados por el viento del noroeste, casi un vendaval, y arrojados contra la cubierta con vengativa energía. Elise ahogó un grito ante la fría ráfaga cargada de agua, que le penetraba hasta la médula misma de los huesos. Cautamente aferrada a la barandilla, avanzó con trabajo por el pasillo hasta el alcázar. Allí estaba Nicholas Von Reijn, con las manos cruzadas a la espalda y los pies separados para resistir los bamboleos del barco. Le dedicó sólo una breve mirada antes de volverse hacia la bitácora, que consultó por encima del hombro del timonel. Elise se ciñó el áspero capote de lana, buscando un sitio cerca de popa donde no molestara y, con un poco de suerte, donde no llamara la atención del capitán. Estaba harta de sentirse prisionera; al menos en cubierta disfrutaba de alguna libertad, aunque su precio era un grave sacrificio de comodidades. Sin embargo, por el momento prefería parpadear contra la llovizna salada y apartar la cara del viento, negándose a rendirse a los elementos.

El capitán Von Reijn estudió los palos tensos y las velas que se henchían en lo alto. Después se apartó del timonel para inspeccionar con cuidado cada uno de los amarres; caminaba por la bamboleante cubierta como si estuviera muy a gusto en la mar movida.

Sus fuertes piernas le sostenían sin trabajo, con pasos algo bamboleantes. Cuando pasó cerca de Elise, ella reconoció el ritmo de su marcha, pues el ruido de sus botas mantuvo una regularidad sin interrupciones hasta que él se detuvo junto a la barandilla.

Aunque Elise, acurrucada bajo su capote, parecía no prestar atención a su presencia, estaba segura de que la miraba intensamente. En verdad, se sentía despojada de toda su ropa. Los ojos implacables del capitán eran una provocación para su genio vivo; en medio de una tempestad de emociones, echó un vistazo por encima del hombro, sólo para descubrir que él estaba estudiando el velamen. Fastidiada, se volvió bruscamente, preguntándose si en verdad aquella mirada de cuervo era pura imaginación suya o si él sabía disimular muy bien dónde había tenido puestos los ojos.

Se puso tensa al oír que sus pasos se acercaban. Cuando él se detuvo a su lado, lo miró con el ceño fruncido. El capitán la estudiaba lenta, impasiblemente.

—¿Estáis bien, vrouwelin? —preguntó. Su voz era grave y serena, apenas lo bastante fuerte como para dejarse oír sobre el viento.

Elise se enfrentó a la mirada inquisitiva con ojos ensombrecidos, que habían tomado el acerado gris del cielo turbulento.

—¡Capitán! —Elevó apenas la nariz para expresar un aire ofendido, con la mandíbula apretada.— Si hubiera en vos una pizca de honor y decencia, haríais girar este navío para devolverme a Inglaterra. —Su sonrisa, tiesa, carecía de toda calidez.— Cualquier punto en el que me dejarais sería igual. Puedo volver sola a casa.

—Mis disculpas, vrouwelin. No puedo hacer eso.

—Por supuesto que no —se burló ella—. Perderíais el dinero que, sin duda, se os ha prometido.

—Por un momento contempló el mar, desafiando la llovizna helada que le castigaba el rostro; luego volvió a elevar la mirada a los ojos pálidos del marino.— Aún no me habéis confiado una respuesta, capitán, y siento mucha curiosidad por saber adónde vamos. ¿Se trata de algún oscuro secreto que me será ocultado eternamente o se me permitirá conocer nuestro destino? Por arriesgar una suposición, yo diría que vamos hacia algún puerto de la Liga Anseática, considerando que vos formáis parte de ella.

Nicholas inclinó apenas la cabeza.

—y acertaríais, Englisch. Cuando hayamos cruzado el Mar del Norte, navegaremos por la boca del río Elba hasta el puerto de Hamburgo, donde a su debido tiempo os reuniréis con vuestro benefactor.

El viento frío agitó el capote de Elise, implacable, pero ella suprimió cualquier estremecimiento para preguntar, con un dejo de sarcasmo.

—¿Se trata de otro alemán como vos, capitán?

—Tal vez sí, tal vez no. —Nicholas se encogió de hombros, indolente.— El tiempo os lo dirá todo, Englisch.

—Sí, y el tiempo se encargará de que todos vosotros seáis ahorcados por bandidos, que no sois otra cosa —contraatacó ella.

—Eso también está por verse —murmuró él, con una sonrisa sin afectación. Y después de una profunda reverencia, pidió permiso para retirarse y volvió junto al timonel.

Elise habría clavado en su espalda una mirada flamígera, pero una ráfaga helada la estremeció, obligándola a acurrucarse bajo el abrigo. No le ofrecía mucha protección; tuvo que apretar los dientes para que no le castañetearan.

La nave continuó su curso vacilante hasta llegar al extremo septentrional del canal. Allí el viento arreció, tornándose casi insoportable. Elise soportó la intemperie hasta que cada salpicadura de agua la dejó sin aliento, hasta que cada ráfaga la atravesó de frío, dejándola trémula e incómoda. Terca siempre hasta la imprudencia, comenzaba a descubrir la necesidad de ceder al sentido común. Lo inadecuado de una decisión tonta no caía fuera de su comprensión, y a cada momento la tentaban las comodidades del camarote. Cuando los pies y las manos se le entumecieron por el frío ya no le fue posible seguir desoyendo la lógica y la razón. Tratando de disimular su prisa, abandonó la cubierta para bajar a tropezones hasta el camarote. La puerta se cerró con brusquedad tras ella, al sacudirse el barco en otra ola. Elise se apoyó contra la mampara para recuperar el equilibrio, saboreando el abrigo del alojamiento, mientras se quitaba lentamente el capote empapado. Nunca en su vida había tenido tanto frío; mentalmente hizo otra marca contra los que habían perpetrado ese delito.

Durante su ausencia habían llevado al camarote un gran arcón con correas de cuero, que descansaba cerca del estrecho camastro. ¿Qué finalidad tendría? Elise se lo preguntó con desconfianza, pues recordaba otro baúl de parecida enormidad en el que había sido rudamente transportada. Como ése estaba bien cerrado con llave, la muchacha se acurrucó bajo los pesados edredones de la litera, aguardando el momento de descubrir para qué era ese objeto.

Se acercaba el mediodía. A la puerta se oyó un toque suave, pero antes de que ella pudiera responder, el barco dio un tumbo hacia adelante y el grumete entró tambaleándose, haciendo malabares para no perder la bandeja que portaba. Se disculpó con una rápida reverencia y, después de murmurar algo en una lengua extranjera, depositó su carga en la mesa. Elise señaló el arcón, segura de que el mismo jovencito lo había traído.

—¿Qué es esto y qué hace aquí?

El muchacho se encogió de hombros para expresar que no comprendía y, a manera de ayuda, ofreció un nombre:

—Kapitan Von Reijn.

Era de suponer que cualquier pregunta sería respondida por el nombrado, algo que E1ise ya había previsto. El jovencito le dedicó una mirada inquisitiva; a manera de respuesta, ella le indicó por señas que podía retirarse, permitiéndole huir a toda prisa.

De la mesa llegaba un sabroso aroma que la atrajo hacia la bandeja. Pero olvidó el contenido de aquella pequeña fuente cubierta al notar que el jovencito había colocado allí un par de cuencos de peltre e igual número de cada utensilio. Por lo visto, no comería a solas. Sólo una persona tendría el descaro de invitarse a compartir su almuerzo. y ése, desde luego, era el buen capitán. La asaltó un súbito enfado.

—Ese asno desvergonzado está bien loco si espera hallar en mí una compañera bien dispuesta.

Un enérgico golpe a la puerta interrumpió sus pensamientos. Elise, dando su renuente autorización para entrar, se volvió con aire estoico, sabiendo de quién se trataba aun antes de que se abriera la puerta. Había acertado: Nicho1as entró quitándose garbosamente la gorra de piel.

—¡Aahh! Este viento nos tendrá luchando contra el Mar del Norte antes de la mañana —atronó, quitándose el abrigo forrado de piel, con salpicaduras de agua y sal, que usaba en cubierta. Después de sacudirlo para desalojar las gotas, lo colgó de una percha, junto al capote de la muchacha, y se frotó enérgicamente las manos para estimular la circulación en sus dedos congelados.

La mirada de la joven fue tan gélida como el mar por el que navegaban. Ella miró con un chisporroteo de humor en los ojos.

—¿Tenéis algo que hacer en este camarote? —inquirió Elise, cruzando los brazos contra el pecho, con expresión de terco desafío.

—Se me ha ocurrido —respondió Nicho1as, jovial— que podríamos compartir las vituallas preparadas por mi cocinero... un amante de la buena comida, como lo soy yo. Creo que Herr. Dietrich ha preparado para vos algo muy especial. Un guisado con ostras de vuestro Támesis Englisch. Me gustaría compartirlo... si no os oponéis, vrouwelin.

—Difícilmente podría yo requeriros que os retirarais —replicó ella—. Sólo puedo desear que lo hagáis.

—Después de que hayamos comido, ¿eh? —rió Nicholas, pasando por alto la disgustada respuesta.

Se acercó a la mesa y llenó de guisado los dos cuencos; los puso en ambos extremos de la mesa y partió en dos porciones la pequeña hogaza de pan. Luego señaló la silla opuesta a la suya con un gesto desenvuelto.

—Si gustáis, Englisch. Os aseguro que no muerdo.

Elise se erizó al percibir la risa en aquella voz. Los ojos de ambos se trabaron en una guerra de voluntades.

—Si sugerís que os temo, capitán —logró pronunciar, con una breve y tiesa sonrisa—, permitidme aseguraros que os considero un bufón lleno de bravatas, al que sólo cabe ignorar. Y podríais haber adivinado que yo no tendría ningún deseo de almorzar con mis secuestradores.

—Si preferís ayunar, sea. —El marino plegó hacia abajo los puños de sus altas botas y se acomodó en una silla. Después de contemplar la estoica actitud de la joven, apoyó un codo en la mesa y se cruzó los labios con un dedo, pensativo.— Si decidierais lo contrario, vrouwelin, disfrutaría mucho de vuestra compañía. Como gustéis, desde luego.

Era imposible ignorar el delicioso aroma que emanaba de la fuente, pero Elise, a fuerza de voluntad, se mantuvo en su sitio mientras el capitán anseático satisfacía su apetito. Poco después vio, con algún fastidio, que el grumete retiraba los platos, sin dejar una miga para que ella saboreara.

—Cuando acabe la vigilia nocturna acortaremos velas por la noche y nos mantendremos fuera del viento —le informó Nicholas, dejando que su mirada descansara nuevamente en ella—. A Dietrich le gusta preparar pequeños festines para la hora de cenar. Espero que entonces me acompañéis.

Elise levantó el mentón en un gesto de implacable tenacidad. Si él pretendía que fuera obediente a sus peticiones, se equivocaba de medio a medio.

—Os ruego que no ordenéis bocados especiales para mí, capitán —respondió, seca— Comprendo plenamente que aquí soy una prisionera.

—Caray, vrouwelin. —Nicholas alzó una mano para interrumpirla.— Es mi propio placer el que busco. Disfrutar de la buena mesa es mi segunda pasión, y sólo os pido que la compartáis mientras soportemos... Ach ¿Cómo decís los Englisch? ¿Esta desgracia común? ¿la? Este viaje no me exige que esté incómodo... y tampoco a foso

Se levantó agitando un dedo.

—Mi sola presencia a bordo de este barco me llena de indignación —replicó ella—. No sé qué me aguarda y vuestra cháchara simple no me reconforta. He sido arrebatada de mi hogar y arrojada a bordo sin garantía alguna de llegar al final del viaje. Desgracia común, decís? Decidme, señor, por si yo estuviera ciega: ¿cuál es vuestra desgracia? La experiencia me resulta muy singular.

Se irguió ante él con los brazos en jarra, imagen de fuego y belleza. Pese a su triste atuendo, era capaz de calentar la sangre de cualquier hombre. Ella recorrió con los ojos, apreciando cada uno de los detalles, allí donde la prenda de lana se moldeaba a las curvas femeninas. Elise habría podido esperar ese escrutinio de cualquier hombre, pero en este caso no pudo pasarlo por alto: era su prisionera y no tenía sitio alguno adonde huir si él decidía permitirse una inspección más íntima.

El capitán, arrugando mucho el ceño, desvió su atención al torbellino gris del mar y las nubes que se veían por el ojo de buey, como si luchara con algún torbellino interior. Luego pasó junto a ella para acercarse al arcón, hundiendo dos dedos en el bolsillo de su chaleco de cuero, del que sacó una llave grande, que introdujo prontamente en la cerradura. Después de levantar la cubierta, hincó una rodilla ante el mueble y, entornando los ojos para una cuidadosa contemplación, volvió a estudiar la de pies a cabeza.

—¡la, ja! Creo que es la talla correcta. Lo hicimos bien.

Elise, sofocando su leve curiosidad, lo observó pasivamente. El sacó dos grandes bultos envueltos en tela del baúl y los puso en el suelo, a su lado, para retirar otro de tamaño algo menor; Luego un cuarto, más pequeño todavía. Por fin dejó caer la tapa y se levantó, dejando los bultos en la litera para beneficio de la muchacha.

—Sin duda, esta noche estaréis más cómoda con estas ropas, Englisch, y es mi deseo que os las pongáis. —Se apartó abruptamente.— ¡Ach!. No puedo demorarme un momento más. Mis deberes me reclaman. Pero volveré cuando oscurezca.

Se encasquetó el sombrero y volvió a prepararse para otro recorrido de la cubierta. Luego se marchó, dando un portazo detrás de sí.

Elise, intrigada, tardó sólo un momento en abrir los dos paquetes de mayor tamaño. En ambos halló un tesoro de prendas cuidadosamente plegadas, de terciopelo azul real; el primero era un manto de rica belleza, totalmente forrado de pieles plateadas; el segundo, un vestido que tenía una golilla blanca en el cuello, bordeada de encaje plateado, y largas mangas abollonadas en los hombros, con intrincados bordados de plata. Otro bulto con tenía la ropa interior: un verdugado, una camisa y delicadas enaguas; en el cuarto encontró un par de zapatillas plateadas, cuyo tono hacía juego con el vestido. Sin duda alguna, esas prendas eran demasiado lujosas para cualquier prisionera. Elise acarició las suaves pieles y el terciopelo azul, casi deslumbrada, presa de un súbito deseo. Aunque habían pasado pocos días de su secuestro, tenía la sensación de llevar siglos sin sumergirse en un baño perfumado y sin disfrutar de ropas tan finas como ésas. Una brusca arruga le partió la frente al recordar el escrutinio del capitán; entonces volvió a plegar y a envolver las prendas.

No conocía sus propósitos, pero esos regalos debían de tener una finalidad, un motivo que probablemente no sería de su agrado. El bien podía tomar la por la fuerza; pero si tenía alguna esperanza de convertirla en compañera ardiente y bien dispuesta gracias a sus comidas exquisitas y sus ropas lujosas, estaba muy equivocado. Ella no vendería sus favores a ningún precio.

Se acercaba la oscuridad; los palos y el velamen crujían sin cesar por sobre el camarote, con una tensión diferente. El incesante bamboleo del navío fue cediendo poco a poco, y Elise comprendió que Nicholas Von Reijn, fiel a su palabra, había alterado el curso para navegar con el viento a popa. Ya no tardaría en presentarse.

El grumete entró a preparar la mesa para la cena; la adornó con un mantel fino, cuchillos con mango de esmalte, vajilla de plata y capones del mismo material— Cuando todo estuvo listo, sirvió un festín de palomas con salsa de moras, salmón marinado y varias guarniciones. Cuando el jovencito hubo salido, dejándola para que esperara la llegada de su amo, Elise se puso tensa ante la perspectiva de lo que podía acarrear le esa velada.

Claro que el buen capitán, tan amante de la buena mesa, no se distraería mucho mientras la comida estuviera servida. No tardaría en llegar. Y con cada momento que pasaba la muchacha cobraba mayor conciencia de sus aprietos. Si se negaba a ceder, él podría recurrir a la fuerza, y no habría en el barco un solo marinero que la protegiera. Aunque Fitch y Spence aparecían de vez en cuando, lo hacían muy afligidos por los movimientos de la embarcación. Tampoco se los habría podido considerar paladines dispuestos a ayudarla, aun cuando hubieran sido más fuertes y resistentes. Por lo que ella había podido apreciar, obedecían ciegamente las órdenes de Von Reijn y no se atreverían a intervenir si él les ordenaba retirarse.

Pese a su habitual tenacidad, Elise no estaba preparada para la inminente batalla. Los consejos del hijo de la fregona no se podían aplicar a ese dilema. La abrumadora fuerza física de su adversario era un obstáculo insalvable, cualesquiera fuesen el momento y el lugar. Sólo podía confiar en su propio ingenio, que parecía bastante disminuido por la preocupación.

Ante el fuerte toque a la puerta, Elise hizo una pausa para recobrar su serenidad. Después de alisar la tosca tela de lana que la cubría, se instaló cerca del escritorio, donde tendría el garrote a mano; luego, respirando profunda y lentamente para disponerse al combate, se enfrentó a la puerta como una heroína a la espera de un poderoso y feroz ataque.

Ante su permiso, Nicholas abrió la puerta, pero se detuvo con el ceño fruncido. Deliberadamente la estudió de pies a cabeza, sin ocultar su enfado por el hecho de que ella no hubiera lucido sus regalos.

—¡Bueno, Englisch! Veo que habéis decidido representar el papel de pobre y asediada cautiva.

—¡Caramba, capitán! ¿No es eso lo que soy? —Levantando el mentón con espíritu recalcitrante, Elise se atrevió a enfrentarse al ceño fruncido y ominoso.

Nicholas entró en el camarote, ricamente ataviado con finas ropas. Sobre el chaleco de terciopelo pardo oscuro, bordado con hilos de oro, lucía una rica zamarra forrada de piel, de la misma tela. Diminutos cordones de seda y oro bordeaban las aberturas de sus calzones acolchados; bajo ellos se había puesto calzas apretadas y zapatos de capellada baja. Sus lujosas prendas ofrecían un fuerte contraste con el atuendo de la muchacha; con un carácter distinto, Elise se habría sentido incómoda por su propio aspecto, pues su imagen era la de una mendiga en presencia del príncipe.

—¿Pensáis hacer que cene solo otra vez? —preguntó él gruñón.

Elise no encontró motivos para matarse de hambre.

—Será un placer participar de vuestra comida, capitán.

—¡Wunderbar! —exclamó Nicholas. Y le hizo una breve reverencia. Después le ofreció el brazo para acompañarla a la mesa y le acercó la silla. Llegó la comida y el capitán le dedicó toda su atención durante largos minutos, en tanto apaciguaba su apetito. Elise apenas pellizcó los deliciosos bocados que llenaban su plato, preguntándose cuándo estallaría la tormenta. Había tenido ocasión de presenciar una áspera reprimenda del capitán a un marinero torpe; aunque no había comprendido una palabra de su arenga, era obvio que no cabía envidiar al muchacho, quien difícilmente volviera a cometer el mismo error.

Innecesario es decir que esperaba lo peor cuando Nicholas deslizó la silla hacia atrás para contemplarla por un largo instante, con aire de intriga.

—No estáis prisionera aquí, Englisch —comenzó, en tono casi de sermón.

Elise levantó un poco la nariz para expresar silenciosamente su opinión contraria.

—Os cedo las comodidades de mi alojamiento y, dentro de lo posible, la libertad de mi navío. —Alargó una mano para rozar la manga del vestido.— Sin embargo, insistís en actuar como una pobre cautiva, malamente vestida y siempre desconfiando de mis intenciones.

Los ojos de zafiro se mantuvieron fijos en él. Elise mantenía su rígida postura de altanería. El preguntó Con suavidad:

—¿Acaso no os gustan las ropas?

—Por el contrario, capitán —respondió el1a, con voz serena y mesurada—. Son muy hermosas. Pero aun no me habéis dicho cuál será su precio. —Hizo una pausa para lograr efecto.— Sin duda alguna, prendas tan lujosas tienen un costo que difícilmente podré pagar en las circunstancias actuales. O tal vez un precio que yo no esté dispuesta a pagar.

Nicholas la miraba con fijeza, con una arruga en la frente. Por fin utilizó el aguamanil lleno de agua de rosas para lavarse las manos.

—Si sabéis que soy de la Ansa, debéis saber también que nuestros capitanes mercantes pronuncian un voto de celibato hasta que hayan alcanzado cierta cantidad de riquezas.

—Los votos tienen poca importancia para algunos —replicó el1a—. Podéis afirmar que sois honorable, pero yo veo pocas evidencias de ello. No os conozco, pero sé lo que habéis hecho.

El ahuecó los labios, estudiando esa acusación. Luego ofreció un argumento distinto.

—Interpretáis mal mis intenciones, vrouwelin. Los regalos no son míos, sino de vuestro benefactor. El ha pagado el costo de las ropas y, ¿no es correcto que os reponga el vestido que perdisteis cuando se os capturó?

Elise, pensativa, deslizó la punta de un dedo por el borde de su copón, mientras pensaba en voz alta.

—Me inspira curiosidad el motivo de mi secuestro; me pregunto si mi cautiverio tiene alguna relación con mi padre. ¿Es posible?

Nicholas alzó sus anchos hombros para expresar su falta de conocimiento.

—Si me pedís que adivine, Englisch, me aventuraría a decir que ja, pero no sé de seguro qué tiene un hombre en el corazón. Sois una presa digna de ser cazada y no sería extraño que alguien estuviera deslumbrado hasta ese punto.

—¿Deslumbrado? —Elise frunció las cejas, cada vez más confundida.— ¿Qué estáis diciendo, señor?

—¿Os parece tan asombroso que un hombre pueda estar enamorado de vos, vrouwelin?

—¡Sí! —afirmó ella, secamente, pues ninguno de los pretendientes que rivalizaran hasta entonces por sus favores habrían parecido tan ansiosos como para poseerla por esos métodos.

—Creedme, Englisch, que es bastante sencillo.

Elise se enfrentó a su mirada, sorprendida ante la expresión extraña, casi anhelante de los ojos claros. Si lo que veía era pasión, tenía un aspecto más suave que cuantas había visto hasta entonces. Desviando la cara, respondió con rigidez:

—Después de cuanto he sufrido, diría que quien ordenó mi captura alberga hacia mí un odio profundo.

—Nell, no es así. Yo no os llevaría a él si creyera que su intención es atormentaros.

—¿Por qué os demoráis en decirme quién es?

—Su Señoría desea que su nombre sea ocultado hasta que él mismo pueda daros explicaciones. Piensa que es mejor que no lo odiéis antes de que él pueda defenderse.

—Os aseguro, capitán, que ha fracasado —estableció ella francamente—. Cualquiera sea su nombre, el odio que le tengo será igualmente profundo.

Por la mañana el viento había amainado un poco, pero sobre ellos se cernía un frío intenso, como para castigarlos por la audacia de desafiar el Mar del Norte con el invierno casi al llegar. Deseosa de que nadie la creyera frágil o débil, Elise volvió al alcázar. La nariz y las mejillas no tardaron en ponérsele rojas; aunque buscó un sitio en donde mantener las manos abrigadas, una vez más se le entumecieron los dedos. Nicholas se le acercó como el día anterior, mirándola con fijeza, con los labios lentamente extendidos por una sonrisa que le suavizaba el rostro, también enrojecido por el viento.

—Os alabo el coraje, Englisch. Se dice que el marino que navega por el Mar del Norte después de San Martín está tentando a Dios. Y yo afirmo que la dama capaz de salir a cubierta con este clima es digna de ser esposa de un capitán.

Elise le clavó una mirada fríamente interrogante.

—¿Es eso una propuesta matrimonial, capitán?

Nicholas sacudió la cabeza con una carcajada.

—Nem, Englisch. Aunque sois una tentación, estoy atado por mi palabra de honor.

—¡Pues me alegro! Así me ahorraré el trabajo de rechazaros —replicó ella, cáustica y se alejó, sin una palabra más y sin pedir excusas, dejando a Nicholas asombrado y divertido.

Pese a lo raído de su atuendo, caminaba con la dignidad de una gran dama, sin dar muestras de incomodidad, aunque debía sufrirla de modo considerable.

—Buen espíritu, Englisch —murmuró para sí.

Esa noche, mientras Elise se preparaba para la cena, pensó en el destino corrido por sus propias ropas y se puso el vestido de terciopelo azul. Parecía justo que el responsable de esa pérdida se lo reemplazara. Demasiados abusos había sufrido ella por su culpa. Bien podía disfrutar de los pocos lujos que se le proporcionaban.

Reconociendo la calidad de esa ropa, se vistió con cuidado y arregló sus cabellos en un peinado alto, utilizando una bandeja de plata a manera de espejo. Si alguna duda le inspiraba su aspecto, pronto se disipó cuando Nicholas entró en el camarote. Su sonrisa se ensanchó y sus ojos relucieron, en tanto hacía lentos ademanes de aprobación.

—El vestido os sienta maravillosamente, vrouwelin.

—Es una prenda lujosa —comentó ella, por falta de algo mejor que decir. No sabía cómo reaccionar ante mirada tan cálida.

—Mi benefactor, como lo llamáis, ha de ser muy rico para poder pagar algo semejante.

Nicholas rió entre dientes.

—Aún no ha recibido la factura.

Elise enarcó una ceja interrogante.

—¿No fue él quien tuvo la idea de encargar el vestido?

—Por cierto, pero dejó los detalles por mi cuenta, pues le faltaba tiempo para ocuparse. —El capitán se encogió de hombros.— Yo me limité a pedir a una costurera que hiciera algo muy abrigado y bello para cierta dama, utilizando las pieles que adquirí comerciando con los Novgorod. Han cerrado sus puertos a los Ansas, pero de vez en cuando logro hacer negocio Con alguno de sus capitanes. La ropa fue creación de la modista. Yo no especifiqué un límite para el costo.

—Puede que mi benefactor se enoje por vuestra dispendiosidad.

—Le bastará miraras, vrouwelin, para olvidar cualquier pequeña irritación.

Elise dejó pasar un momento el silencio, estudiando al marino. Era hombre de considerables conocimientos y no parecía presentar las características de alguien capaz de asociarse con una banda de delincuentes, menos aún para secuestrar a una mujer indefensa. La muchacha sintió curiosidad por saber qué lo había impulsado a ello.

—Como capitán mercante de este navío, sin duda obtenéis grandes ganancias de vuestros viajes.

—Tal vez una moneda o dos —respondió Nicholas, encogiéndose de hombros sin comprometerse.

Elise replicó con una risa breve e incrédula.

—Os ajustaríais más a la verdad si hablarais de una fortuna o dos.

—Los anseáticos somos mercaderes responsables —reconoció Nicholas, preguntándose hacia dónde apuntaba ella.

—Así me han dicho... y tal como aseguráis, juran vivir en celibato hasta que adquieran fortuna. —Elise arqueó lentamente una ceja.— ¿Tenéis esposa, capitán Van Reijn?

El meneó la cabeza, con una sonrisa tocándole los labios.

—Aún no.

—De cualquier modo, percibo que vuestra bolsa es más gruesa de lo que admitís, y eso me sugiere que no necesitáis recurrir al vulgar robo ni al secuestro para obtener ganancias. Por lo tanto, deduzco que cobráis muy caro por la parte que desempeñáis en este caso.

Nicholas descartó esa suposición con un ademán despreocupado.

—Lo hago sólo como favor para un viejo amigo, Englisch. Nada más.

—Si se os puede comprar por un precio —insistió ella, pasando por alto la negativa—, ¿cuánto desearíais por olvidar vuestra lealtad y llevarme de regreso a Inglaterra?

El capitán estalló en una carcajada. Aunque la expresión de Elise se tornó fría y seca, su diversión continuó su curso hasta apagarse. Nicholas le sonrió con toda la cara y se encogió de hombros, con un gesto de disculpa:

—Di mi palabra a un amigo, vrouwelin. No puedo sino respetarla.

—¿Qué significa la palabra de honor para un bandido? —preguntó ella, fastidiada. Se apartó de él, seguida por una mirada reluciente de buen humor—. Habláis de vuestro juramento como hombre de honor, capitán, pero ¿os parece honorable haberlo pronunciado? ¿Hay entre los villanos estima tan grande que podáis jactaros de vuestra reputación aun mientras despojáis a vuestra víctima de su bolsa? ¿Mientras lleváis una cautiva a otros climas?

Nicholas abrió la boca para interrumpir, pero Elise giró sobre sus talones y levantó la mano, acallándolo.

—Permitidme expresarme hasta el final, capitán. Puesto que, obviamente, os habéis vuelto insensible a lo que hacéis, todo intento de razonar con vos y señalaros el error de vuestra actitud resultará fútil, sin duda. Aun así pido ser escuchada. Habéis hecho un pacto con el demonio y yo estoy atrapada en él, con vos como guardián. Por inocente que sea, se me arrojará en un foso oscuro, cavado por ese desconocido villano, mientras vos os jactáis de vuestro honor. Y bien, señor: vuestra integridad tiene el feo hedor de la barbarie. Vos y vuestro malvado cómplice os habéis propuesto cometer un crimen de los más perversos. Y vos sois tan culpable como él por llevar a cabo sus órdenes.

—No puedo defenderme —admitió Nicholas, con tranquila sonrisa. Lo intrigaba el destello que aparecía en los ojos de la muchacha cuando se la provocaba—. Soy culpable de todos los cargos.

Elise, que esperaba hacerle cambiar de bando con la lógica de sus palabras, comprendió que había fracasado. Estaba ante un hombre que se había fijado una tarea, con total conocimiento de que era injusta, y no parecía arrepentirse de ella.

Nicholas reflexionaba sobre sus palabras, preguntándose si en el futuro sus acciones parecerían tan viles como ella clamaba o si, por el contrario, quedaría totalmente redimido a los ojos de la muchacha. Aunque por el momento estaba a su merced, aún se la veía inflexible. Seguía conduciéndose con una gracia orgullosa que demostraba una innata dignidad, una energía inagotable y una adaptabilidad de la que pocos hombres podían jactarse. Como el niño caprichoso que trata de pedir disculpas, le tironeó de la manga con suavidad.

—Si dentro de un año lamentáis este viaje —murmuró-podréis hacerme azotar. Confío en que resultará tan beneficioso para vos como para mi amigo.

Elise sostuvo la mirada de aquellos ojos cálidos y brillantes. Por fin, tras una larga pausa, se alejó. Nicholas soltó el aliento poco a poco, dominando el creciente deseo de consolarla y dedicarse a su protección, como campeón y pretendiente. Comenzaba a comprender que un hombre se enamorara de una mujer al punto de olvidar el honor y un juramento pronunciado de buena fe.