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UN clamor extraño, resonante, cruzaba todo el valle. Con el correr de la tarde, el persistente ruido se fue acercando a la lomada en la que se elevaba el torreón de Kensington. Poseídos por la curiosidad, los ocupantes de la torre se agolparon cerca de las ruinosas murallas para otear la campiña. Por fin divisaron a tres hombres que se acercaban a caballo.

Quentin no soportaba el suspenso. Ya estaba furioso, pues el regreso de sus parientes había acabado por completo con su descanso. En esta oportunidad se habían mostrado más tenaces que él, hasta que, por poner fin a las discusiones y las protestas, les había permitido quedarse. Con algunas maldiciones dichas por lo bajo, montó a caballo y salió al encuentro de aquellos tres lentos jinetes. Pronto descubrió que el ruido provenía del último caballo, cargado con todo tipo de utensilios de cocina. A la vanguardia iba un anciano arrugado y medio calvo, de hombros encorvados. Al acercarse, Quentin vio que el viejo tenía una contracción nerviosa del ojo derecho. El segundo jinete era más fuerte y joven, pero llevaba una ancha venda en los ojos; el anciano llevaba a su cabalgadura por las riendas.

—Buenos días, Señoría —saludó el anciano.

—¿Qué hacéis aquí? —acusó el frustrado Quentin. Se apresuró a descartar la posibilidad de que esos pobres seres harapientos tuvieran algo que ver con los hombres de Maxim. Pero aun así era preciso andarse con cautela. Bien podían ser ladrones dispuestos a robar lo que hubiera a mano.

Los hombros encorvados se levantaron por un instante.

—Pasamos, tan solo. No le hacemos mal a nadie, ¿eh?

—¿Cómo que pasáis? ¿No pensáis deteneros en el Torreón?

—Quentin Radborne tenía sus sospechas.

—No le veo la utilidad —respondió el harapiento.

—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?

—Pues... ése es mi nieto. —El anciano señaló por encima del hombro al que le seguía.— El pobre muchacho quedó ciego hace algunos meses, en una riña con un corpulento irlandés. —Luego el viejo levantó la cabeza y miró de soslayo al último.— y ése es mi sobrino. —Se tocó la sien con un dedo.— Pero es medio lerdo. No sabe hablar, no. ¡Pero cómo cocina!

—¿Cocina? —Hasta Quentin se había convencido de que necesitaban comida pasable.— ¿Anda a la busca de trabajo?

—Bueno, Señoría, puede ser... Si estáis dispuesto a dejar que yo y mi nieto nos quedemos por un tiempo, para enseñarle lo que deseáis... Porque sólo entiende mis gestos de manos.

—¡Sea! —aceptó Quentin. Pero agregó:— Si habéis mentido con respecto a su habilidad para cocinar, tú y el resto; de tu familia seréis expulsados a puntapiés antes de que caiga la noche. Mis hombres no están de humor para bromas y bien pueden haceros pedazos si no cumplís con lo prometido.

—¿Me explico?

—Quedad tranquilo, Señoría, que Deat los tendrá contentos —aseguró el anciano, lleno de confianza.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Quentin.

—Justin, me llaman: Y mi nieto, Sherb.

Quentin señaló la torre con la cabeza.

—Pasad. Uno de mis hombres os guiará hasta la cocina. No es gran cosa, pero bastará.

—Deat no necesita mucho, Señoría. Ya veréis.

El caballero los siguió con la vista hasta que hubieran cruzado los portones. Luego dio un amplio rodeo por los barrancos que rodeaban el torreón, para asegurarse de que esos tres no formaran parte de un grupo más numeroso que pudiera haberse escondido entre los árboles.

Cuando hubo comprobado que no era así, volvió al castillo, donde los sorprendió agradablemente el delicioso aroma que ya invadía el recinto. Entró con la boca hecha agua. El anciano y su sobrino ya estaban dedicados a cocinar y a limpiar las mesas. El ciego, sentado junto al fuego, sorbía el contenido de un tazón.

—¿Queréis un poco de té especiado, Señoría? —ofreció Justin—. Lo traíamos con nosotros.

Quentin aceptó un jarro y saboreó por un largo instante el aroma; luego disfrutó del líquido caliente. El cocinero le entregó un trozo de pan aplanado, que había cocido en un caldero de grasa. Ello agradeció con la cabeza; sólo ahora caía en la cuenta de lo hambriento que estaba tras haber rechazado el engrudo grasiento e insípido que constituía la comida principal de sus hombres. La dificultad no estaba en la falta de provisiones, sino de alguien que supiera cocinar.

—¡Estupendo! —declaró, entusiasmado. Era lo único en varios días que merecía su aprobación.

El viejo carcajeó de alegría y le guiño un ojo.

—Quería daros una muestra antes de tratar el salario de Deat.

—Fijadlo vosotros. Si es justo, lo pagaré —concedió Quentin, magnánimo.

Valía la pena pagar a un buen cocinero, siquiera por el breve tiempo en que él estaría allí. De cualquier modo, para cuando llegara la hora de pagar el salario, él ya iría camino de España con su tesoro. y con un cocinero para alimentar a sus hombres no tendría que enfrentarse a un motín.

—Podéis dormir aquí, en la cocina —indicó. De pronto reparo en una caja larga, que los recién llegados habían puesto junto al hogar—.

—¿Qué traéis allí?

—Oh... eh... son los cuchillos de Deat, Señoría —respondió Justin, con voz ronca. Renqueo hasta la caja y levantó la cubierta para mostrar la capa superior. Eran largos cuchillos de hoja ancha, dispuestos en una bandeja plana con separaciones—. Los usa para cortar las carnes, ¿sabéis?

Quentin se lamió los dedos, sin hallar motivos para inspeccionar el resto de la caja. Después de todo, un cocinero sin cuchillos no servía de nada.

—Tengo abajo algunos huéspedes que se sentirán mucho mejor si se les sirve algo rico. Os acompañaré abajo cuando tengáis la comida preparada. —y acallo cualquier pregunta con una pronta excusa:— Son prisioneros de la corona; se los retiene aquí hasta que los hombres de la reina puedan venir a buscarlos.

No tratéis de liberarlos, si no queréis ver muy acortada vuestra vida. Además... —Sacó la llave de su chaleco y la hizo bailar ante los

ojos de los otros.— La única llave está en mi poder. Nadie entra o sale de esa celda si no estoy yo allí para abrirla.

—No es de mi incumbencia a quién tenéis encerrado. —Justin se encogió de hombros, indolente.— Yo sólo he venido a conseguir un buen empleo para mi sobrino.

—¡Bien! ¡Nos entendemos!

—¡Quentin!

El grito quejumbroso provenía de una pequeña alcoba del piso alto, que en otros tiempos estuviera reservada al caballero. —¿Dónde estás, hijo? ¡Tengo hambre!

El nombrado puso los ojos en blanco, como en muda súplica; luego apuntó a Justin con un dedo furioso.

—Di a tu sobrino que prepare comida suficiente para satisfacer a ese montón de llorones. Los hallarás en mis habitaciones. ¡Y que Dios se apiade de ti si os demoráis!

Poco después se cumplieron las órdenes de Quentin. En cuanto Justin entró con una bandeja, Cassandra y los tres Radborne cayeron sobre ella en goloso frenesí. Mientras él retrocedía hacia la puerta, se dijo que ese modo de disputarse el alimento con garras y dientes se parecía al de los lobos.

Entre los prisioneros de la mazmorra, la actitud era algo más calma. Elise había estado dormitando en el camastro, junto a su padre, pero la despertaron los pasos que se acercaban. Parpadeó de sueño al oír el roce de la llave en la cerradura. La puerta se abrió de par en par, dejando entrar a un anciano de cabellos grises, que caminaba renqueando. Este dejó su carga en la tosca mesa y la miró de soslayo, mientras limpiaba una gota caída en la bandeja.

El ojo contraído se abrió y cerró en un guiño deliberado, dejando a la muchacha confusa por un momento. De pronto reconoció ese disfraz. Cuando el anciano se marchó por las escaleras, ella ya sabía qué significaba esa presencia: Maxim había averiguado dónde estaban y ya comenzaba a infiltrar a sus hombres en el campo enemigo

El único comentario fue el de Arabella, que se acercó, a los barrotes en el momento en que volvían a cerrarse bajo llave.

—¡Conque vuelves a cerrar la puerta, Quentin! ¡No venías a interesarte por mi comodidad! —¡Oh, no! No has respondido a mis lágrimas ni a mis súplicas. Eres sordo a mis gritos. Y ahora pareces decidido a retenerme prisionera.

—Sólo lo hago para protegerte de mis hombres —se disculpó, Quentin, desenvuelto—. Nadie sabe de qué serían capaces a mis espaldas.

—¡Ja! —resopló su amante—. Me tienes encerrada aquí. Por fin comienzo a comprender que no significo nada para ti.

—¡Quejas! ¡Sólo he oído quejas desde que vine a este lugar! —protestó él, señalando la bandeja—. ¡Allí tienes comida! Pruébala. Tal vez te endulce el carácter.

—Lo dudo. —El gélido tono de Arabella negaba esa posibilidad.— ¡y pensar que te he permitido dirigir mi vida durante todos estos años! Padre tenía razón: tú sólo deseabas mi fortuna y...

—¿Tu fortuna? —Quentin se echó a reír, burlón.— ¡Por esa fortuna trabajé yo mucho más que tú!

—¿Qué quieres decir? —exigió Arabella, furiosa—. Mi padre acordó personalmente mis compromisos.

—¡Ese bufón! Se habría conformado con una parte de lo que ahora posees. Yo sabía que tu belleza era digna de un conde, quizá de un duque.

—¿Tú querías que yo me casara con otro? —preguntó Arabella, sorprendida—. ¡Y yo pensaba que odiabas a mis pretendientes!

—¡Claro que sí! —El se encogió de hombros con una sonrisa burlona.— A los primeros, cuanto menos. Tenían poca fortuna y Edward, por pura codicia, estaba dispuesto a aceptarlos, puesto que él tenía menos aún. Deberías estarme agradecida, Arabella. Yo dispuse una alianza mejor.

La mujer sacudió la cabeza, como para liberar la mente de telarañas confusas.

—No comprendo.

Quentin puso los brazos en jarra para explicar:

—¿Creías, preciosa muchacha, que tu vida estaba bajo el poder de una maldición? No, adorada mía: tus pretendientes cayeron bajo una mano más fuerte, excepto uno o dos, quizá, de quienes se encargó la misma fatalidad. Reconozco que Seymour me pareció adecuado, pero cuando el agente de la reina me reconoció como conspirador, tuve que desviar hacia él la culpa de ese asesinato.

—¿Asesinaste al agente de la reina? —se asombró Elise, mientras su padre apoyaba en la suya una mano reconfortante.

—Fue Quentin quien dijo a los anseáticos que yo los estaba espiando —informó Ramsey, en un susurro áspero—. Lo averigüé por el mismo Hilliard. Le divertía pensar que un inglés pudiera entregar a su propio tío a las torturas.

Elise meneó lentamente la cabeza, mirando a su primo.

—Jamás vuelvas a pensar que eres superior a Forsworth, Quentin. Ambos os ahogáis en el mismo cieno.

El pareció divertido por tanto desdén.

—Difícilmente pueda pretender inocencia ante tan noble dama. Juro que se me rompe el corazón ante tu desprecio, mi querida Elise. Lamento de veras desilusionarte, pero mi madre nos enseñó a cuidar de nosotros mismos.

—¡Me utilizaste! —le gritó Arabella—. ¡Siempre me has utilizado!

Quentin volvió hacia su amante una mirada perezosa.

—Te he dicho, Arabella, que iba a casarme contigo. Pensaba hacerlo después de que hubieras heredado la fortuna de Huxford, pasado un tiempo decoroso.

—¿y cuánto habrías tardado en matarme para obtener esa fortuna? —preguntó Arabella, cáustica.

El ahuecó los labios, pensativo; por fin encogió las cejas.

—En realidad eras bastante adecuada para esposa y hasta disfrutaba de nuestros interludios. No habría sido demasiado pronto, querida mía.

—¡Pensar que te ayudé a asesinar a mi esposo!

Elise levantó la cabeza para mirar a su prima, asombrada.

—¿Le ayudaste a asesinar a Reland?

—No, exactamente. —La risa sofocada de Quentin erizó la piel de la muchacha.— Reland estaba bien vivo cuando lo saqué del establo, pero Arabella me creyó cuando le dije que había muerto. En verdad estaba inconsciente. Gracias a eso pude arrastrarlo hasta la carreta y ahogarlo sin que se resistiera.

—¡Eres detestable! —acusó Arabella, cada vez más asqueada.

—¡Basta ya! Tus insultos me cansan.

Quentin terminó así la discusión y se marchó deprisa, haciendo repiquetear sus botas contra el suelo de piedra.

—He sido una tonta —gimió Arabella, horrorizada—. Durante todos estos años creí que me amaba tanto como yo a él.

Elise no tenía palabras de consuelo que ofrecerle, pues su mente ya estaba dedicada a buscar el modo de ayudar a su esposo cuando acudiera a rescatarlos.