11

EL ex marqués, erguido a lomos de su caballo, mantenía las manos apoyadas en el pomo de su silla de montar. Debajo del barranco boscoso en el que se había detenido, un río serpenteaba apaciblemente entre las riberas congeladas. En la orilla opuesta algunos parches de nieve chisporroteaban entre el follaje perenne; de vez en cuando, alguna bestezuela peluda correteaba subrepticiamente, en la perpetua búsqueda de alimento.

Maxim levantó la cabeza hacia una pequeña bandada que se elevaba en el viento. Más allá, el cielo era de azur. Sólo alguna nube ocasional arrojaba su sombra en la tierra, mientras las brisas cálidas del sur agitaban las copas de los árboles y cruzaban praderas nevadas. La mirada de Maxim llegaba lejos, pero no apreciaba gran cosa, pues su mente se había vuelto hacia adentro, sobre un recuerdo. Veía sólo unos ojos de zafiro, encendidos de fuego, y guedejas rojizas que caían en glorioso esplendor sobre el pecho apenas cubierto. Esa belleza lo perseguía; era un hombre sujeto en una trampa de su propia hechura. El calor de una larga abstinencia lo impulsaba hasta el límite mismo del dominio; sólo por fuerza de voluntad había logrado apartarse de ese abrupto precipicio, sofocando el impulso de tomarla en sus brazos para llevarla a la cama. El hecho de haber reaccionado con tanta intensidad, amenazándola con violación, lo llenaba de mortificación

Maxim convocó sus vagabundos pensamientos hacia un tema más de su agrado: su prometida, antes tan amada. ¡Esa sí que merecía atenciones, por su dulzura y su tranquila reserva! Nadie podía discutir que Arabella, por naturaleza, era el epítome de la dama gentil y de la belleza serena. Maxim siempre había hallado alivio al repasar los recuerdos que habían forjado juntos; llegó casi a relajarse, a la espera de que las tensiones desaparecieran.

Pero su mente buscaba en vano las imágenes de sus ojos suaves y grises, la curva sedosa de su cabellera castaño claro. Las visiones eran vagas y poco nítidas. No lograba apresar la curva de sus labios. La forma de su nariz y la del mentón se convertían en un borrón confuso. Lo único que pudo recordar de su reacción, al pedir él su mano a Edward, fue una débil sonrisa de aquiescencia. Y el recuerdo no le agitaba nada en el pecho, mucho menos

en las ingles. ¿Qué profunda sabiduría había permitido a Nicholas percibir esa pálida reacción, cuando él mismo estaba convencido de que actuaba poseído de una pasión devoradora, por la cual valía la pena arriesgarse a la muerte? ¿Era sólo por venganza que había deseado raptar a Arabella, como sugería Von Reijn?

Cauteloso, como si tratara de arrancar una brasa viva entre las ascuas de su mente, Maxim puso a prueba la exactitud con que podía recordar aquellos pechos lustrosos, entrevistos apenas por un momento bajo una descuidada manta de piel. Traicionada por su voluntad, la memoria se amplió en un vasto espectro de imágenes que lo asaltaban desde todos los rincones de su mente. Veía los labios de su pupila apretados en una mueca burlona o entreabiertos en el sueño profundo. Su pelo rojizo se abría como un halo oscuro sobre la almohada. Sus pestañas reposaban como sombras en las mejillas o se desplegaban enmarcando ojos muy azules, oscurecidos por la cólera. Imaginó su mandíbula tensa al regañarlo y la esbelta columna del cuello, erguida ante él para responder a sus objeciones, punto por punto.

Maxim maldijo por lo bajo al caer en la cuenta de lo que provocaban esas impresiones. El enojo y la frustración crecieron con la conciencia del deseo. Luchó contra esa creciente atracción, que lo enfurecía contra sí mismo y lo estremecía por la celeridad con que iba abarcando su vida. ¿Quién era esa descarada doncella, siempre entrometiéndose, siempre poniendo a prueba su paciencia y fastidiándolo? El no necesitaba en absoluto que viniera a enredarle los pensamientos con su cara bonita y sus suaves curvas.

El era un hombre sin patria, un descastado para el mundo; antes de que pudiera reclamar de nuevo su puesto en la sociedad, tendría que poner sus asuntos en orden o morir en el intento. No tenía tiempo para preocuparse por anhelos de animal en celo.

Ella, como presa pequeña y vengativa, no haría sino excitarlo una y otra vez, sólo para rechazar todos sus requerimientos. El corcel negro hizo unas cabriolas con súbita aprensión, como si percibiera el fastidio de su amo. Maxim tocó los flancos estremecidos con los talones y el animal se adelantó con un abrupto torrente de energía, estirándose en un trote fácil que aplacó el torbellino mental de su jinete. Durante un rato siguieron el borde del barranco por su parte alta. Cuando la elevación se perdió, pasaron por un amplio bosquecillo de árboles siempre verdes. El arroyo, liberado del encierro de sus barrancas, prestaba el exceso de aguas a la costa opuesta para formar un estanque lodoso, donde relumbraban altos juntos guarnecidos de hielo bajo los rayos del sol.

Maxim sofrenó a Eddy hasta ponerlo al paso y se concentró deliberadamente en la cacería. Hizo que su potro cruzara un vado gélido, donde una serie de ondulaciones delataban la existencia de una base rocosa que permitiría cruzar. Al llegar a la ribera opuesta, desmontó y amarró al caballo a un viejo roble que extendía sus ramas desnudas sobre un pequeño claro. Tomando el arco que llevaba a la espalda, apoyó el extremo contra la cara interior de la bota y, con un movimiento fácil, estiró la cuerda. Después de cargarlo con una flecha roma, avanzó con paso práctico y silencioso hasta el estanque, donde un graznido apagado delataba la presencia de una bandada de gansos tardíos. La flecha voló hacia la meta, sin fallar. El ave recibió el proyectil, aleteó una sola vez y quedó flotando, con las alas lentamente extendidas, en la superficie del agua.

Maxim cobró la pieza y, después de atarle las patas con un cordel de cuero, la amarró detrás de la cantimplora. Entre los árboles, al otro lado del arroyo, un movimiento atrajo su atención. Al estudiar la maleza que bordeaba el agua divisó a un venado, quizás en su tercera temporada, que salía cautelosamente a beber.

Los torrentes luminosos del sol, al elevarse, iluminaron las nieblas del helado claro, agregando color y sonido al momento culminante. Maxim hincó una rodilla en tierra y eligió una flecha afilada, de punta ancha, para dispararla cobijado tras el cuello de Eddy. El venado tosió ante el impacto, con el corazón atravesado, y dio un brinco hacia adelante. Luego se derrumbó de rodillas, acabado con un solo golpe.

Maxim estudió la presa caída, caviloso y melancólico. Si no se andaba con cuidado, él también podía caer ante las crueles flechas de esa tentadora zorrita. Ella era muy capaz de llevarlo de la nariz como él hacía con ese gran tonto de Von Reijn.

—Con eso, sino caer en los rocosos peñascos de la frustración o quedar flotando entre los arrecifes de la desesperación.

Elise, con los brazos en jarras en el gran salón, tamborileó los dedos contra la cadera. Se había preparado para aplicar todo el peso de su lengua al pomposo orgullo del amo y señor de ese ruinoso castillo. Resultaba una verdadera desilusión encontrarse con que no estaba allí.

—Donde se ha metido lord Seymour esta mañana? —preguntó a Fitch.

—Su Señoría salió a cazar. Tiene que llenar la despensa de carne fresca para el cocinero-explicó el hombre. En el tiempo que llevaba junto a la muchacha había aprendido a reconocer sus momentos de fastidio. Tratando de alegrarla, señaló la gran mejoría de que gozaban—. Sí, la señora puede estar segura de que mientras Su Señoría esté aquí, no pasaremos hambre. En cuanto a vos, señora, el amo me ha ordenado deciros que, en cuanto él regrese, os llevará a Hamburgo. Será alrededor del mediodía, y pidió que tuvierais la amabilidad de estar lista.

—Como Su Señoría mande —respondió ella, con mal fingida mansedumbre.

Ante esa brusca respuesta, Fitch se cuidó de poner a prueba su paciencia. Se apresuró a disculparse y buscó la seguridad del establo.

Allí se dedicó a acicalar a la yegua de la señora, como había indicado el amo. Era de esperar que, al mejorar el aspecto de esa jaca, lograra levantar el ánimo de la doncella, evitando así otra confrontación entre ella y Su Señoría.

Elise no tenía grandes deseos de volver inmediatamente a su alcoba para ponerse las ropas elegantes. El marqués aún tardaría un rato en volver y ella tenía gran necesidad de un respiro; se desentendería del torreón para vagar por la colina a voluntad.

Mientras se ponía el capote la asaltó el recuerdo de lo soñado en la noche anterior. No podía confiar en las divagaciones de su mente; tampoco era posible aceptar el sueño como revelación mientras no pudiera analizarlo bien. No tenía pruebas de que su padre hubiera sido apresado por los anseáticos, pero la posibilidad de una coincidencia semejante estaba dentro de lo posible, puesto que él había viajado con frecuencia a las Stilliards en los meses previos a su secuestro. Elise tendría que mantenerse alerta

Después de echarse la capucha de lana sobre la cabeza, Elise salió a la escalinata y miró a su alrededor. Aunque brillaba el sol, reflejándose en las ventanas y en los parches de nieve, los vientos enfriaban el aire, tornando muy gélida esa mañana de diciembre. Descendió cautelosamente y cruzó el patio. Después de cruzar el puente sin ruido, siguió un sendero que rodeaba el foso, protegido por la muralla del viento frígido.

En una lomada llena de sol, Elise encontró el sendero bloqueado por densas zarzas. La nieve aplastaba el pasto que crecía junto a los espinos; por mucho que miró a su alrededor, no detectó señales de la senda. Puesto que nada la tentaba a continuar, giró para desandar el trayecto, pero un agudo pinchazo en el tobillo la obligó a detenerse. Al levantar las faldas se encontró con un abrojo clavado en lo alto de sus zapatos. Lo arrancó, haciendo una mueca ante el escozor provocado por el diminuto dardo en la yema de su pulgar, pero al contemplar la punta del dedo su mente comenzó a vagar por un curso perverso. Una sonrisa maligna se le ensanchó en la cara. De pronto se preguntaba cómo reaccionaría el poderoso señor del torreón si encontraba abrojos en su lecho. ¡Oh, qué dulce venganza! Y no tenía por qué arriesgarse ni temer que él la alcanzara en la huida: ella estaría bien encerrada en sus habitaciones, protegida contra cualquier intromisión.

Riendo en voz alta, Elise se recogió las faldas, desató un cordel y se quitó la enagua. El modo más sencillo de juntar abrojos era agitar un trozo de tela sobre los matorrales, permitiendo que las espinas se adhirieran a la tela. Era, por cierto, menos doloroso que recogerlos por separado. En pocos segundos tuvo lo suficiente para satisfacer sus propósitos y, con la prenda convertida en una bola para protegerse de los pinchazos, volvió apresuradamente al castillo. Maxim regresaría en cualquier momento.

Una vez segura de que Fitch y Spence no estaban en el torreón, subió a su alcoba en busca del peine que Maxim se había dignado a darle. Luego continuó hasta la planta superior. Quitó de la cama pieles y sábanas para dedicarse a su labor. Primero retiró los abrojos de la enagua, utilizando el peine, y los esparció por el colchón, cubriendo generosamente toda la superficie. Hecho eso, volvió a tender las sábanas y acomodó las pieles tal como estaban antes.

Luego avanzó en puntas de pie hasta la puerta y abandonó cautelosamente las habitaciones de arriba. Ya era hora de prepararse para el viaje a Hamburgo. Lo hizo sin pérdida de tiempo, pues su ánimo había tomado un aire travieso. Cuando Maxim tocó a su puerta, algo más tarde, se sentía feliz y avispada.

—Ya voy —anunció de inmediato.

Después de recoger su manto, abrió la puerta de par en par. Esperó bajo la mirada del señor, que la recorría de pies a cabeza, apreciando todos los detalles, y se enfrentó a él con una ceja interrogante:

—La próxima vez que me desvistáis, milord, dejadme al menos la camisa —regaño—. En este pasillo hace bastante frío.

—Me limitaba a admirar el traje —se disculpó Maxim. "Y todo lo que hay adentro", acusó su conciencia.

—Comprendo que pensabais entregar estas ropas a Arabella —lo acicateó Elise, deliberadamente—. Pero no creo que se moleste, dadas las circunstancias: ella tiene esposo que le compra atuendos costosos.

Maxim frunció el ceño. Le inquietaba acordarse de Arabella, pero no por los motivos que cabía esperar. Era una sensación de culpa, como si hubiera vuelto la espalda a todas las promesas que en otros tiempos hiciera a su futura esposa... y sin embargo, era ella quien había aceptado a otro pretendiente, muy poco después de que se diera a su prometido por muerto. Pensándolo bien, no lo había llorado durante mucho tiempo, no.

Maxim señaló secamente las escaleras con la cabeza.

—¿Vamos?

Elise pasó junto a él e inició el descenso, mientras Maxim la observaba con cierta confusión, desconcertado por tanta prisa. La alcanzó sin dificultad, pero Elise no se dignó mirarlo. En realidad ella temía que en su rostro se pudiera leer algo semejante a la admiración: el marqués estaba muy apuesto con su chaleco de cuero verde y su calzón corto. Tenía sobrados motivos para odiarlo, pero él era el hombre más gallardo de cuantos viera en su vida.

—Permitidme. —Maxim se detuvo ante la puerta principal para acomodarle el manto sobre los hombros. Luego alargó la mano y abrió, ejecutando una breve reverencia.

Elise, desconcertada por tanta galantería, se sintió algo intranquila. Resultaba fácil mostrarse altanera cuando él gritaba y se mostraba autoritario. Cruzó el umbral con un pequeño gesto de agradecimiento y se detuvo en el tope de la escalinata, al abrigo

del viento. Maxim la siguió un momento después, con su capote puesto.

Fitch ya tenía listo a Eddy y entregó las riendas a Su Señoría. Luego corrió en busca de la cabalgadura de su señora. En respuesta a su leve hocicazo, Maxim frotó con afecto el aterciopelado testuz del animal. Sus dedos se detuvieron al detectar pequeñas heridas a ambos lados del hocico: cuatro líneas finas, paralelas, como las que podía hacer una bestezuela pequeña con las uñas al atacar.

—¿Con qué te has topado, muchacho? —preguntó, como si interrogara al corcel—. Se diría que te enemistaste con un gato.-

Eddy puso los ojos en blanco y Elise tuvo la sensación de que se dirigían a ella, acusadores. Descartando la idea, inició el descenso de la escalinata, en tanto se ponía los guantes. Oyó que Fitch se acercaba con su cabalgadura Y se volvió, sólo para quedar atónita ante el espectáculo. La yegua blanca, peluda y achaparrada, a la que llamara Angel, habría sido un palafrén vergonzoso para cualquier dama bien nacida, sobre todo en contraste con el poderoso corcel negro. Pero así, con su festivo adorno de campanillas y cintas coloridas enredadas a las duras crines, resultaba totalmente ridícula.

La aparición del animal acabó con la compostura de Maxim, arrancándole una jubilosa carcajada, que duró hasta que pudo ver la expresión desconcertada de Fitch. Inmediatamente ahogó la risa, comprendiendo que el sirviente había pasado media mañana trabajando para acicalar a la yegua, haciéndola presentable para la señora.

Elise, por su parte, estaba indignada por tantas risotadas; bien habría podido dar rienda suelta a su disgusto, a no ser porque Fitch había creído hacerle un verdadero servicio. No podía abusar así de tan tierno corazón. Contra quien deseaba descargar su cólera era contra el señor, mucho menos tierno. Por eso clavó en él una mirada fulminante. Luego extendió graciosamente la mano al atónito criado.

Elise se acomodó sobre el lomo de la decorada jaca, ciñéndose el manto. Después de tomar las riendas que Fitch le ofrecía, azuzó al animal con el látigo corto hasta lograr de él la máxima velocidad posible, todo eso sin echar siquiera un vistazo a su acompañante. Los pequeños cascos repiquetearon en el puente, seguido por los más pesados de Eddy, con su trote audaz. Maxim pasó junto a ella, riendo entre dientes, para ponerse al frente; luego aminoró la marcha de su caballo para no dejar atrás a la yegua. De vez en cuando giraba en la silla para apreciar el espectáculo; entonces su risa despertaba ecos en las colinas.

El viento amainó hasta ceder, al igual que las carcajadas de Su Señoría. Alto ya el sol en el cielo, el día se tornó más tibio y confortable. La nieve se ablandó, embarrando el camino bajo los cascos. La cabalgadura de Elise iba chapoteando en las huellas más profundas, por lo que levantaba salpicaduras de nieve lodosa; por fin las patas y el vientre de la yegua dejaron de ser blancos.

El tintineo de las campanillas resonaba en el silencio de bosques y colinas. No resultaba desagradable; por el contrario, fue calmando la irritación de Elise, que poco a poco empezó a disfrutar del paseo. Aunque la fuerte escolta con que llegara Von Reijn le había hecho tomar conciencia de los peligros que abundaban en esos parajes poco transitados, la invadió una extraña sensación de seguridad, cuyo origen no encontraba. Tal vez, tras haber enfrentado a tantos peligros, había acabado por despreciarlos a todos. ¿O era acaso la presencia de su compañero lo que calmaba sus temores?

Tras la silla de montar, en el corcel negro, pendía un fuerte arco inglés y un carcaj con flechas. De la cintura del caballero, una espada. Su actitud y su postura erguida revelaban la atención constante. El mismo caballo negro bastaba para poner prudencia en el corazón más atrevido. Los grandes cascos subían y bajaban con poderosa regularidad, pero también con una facilidad que delataba la fuerza.

Elise centró su atención en el hombre. Aunque parecía sereno, ella notó que giraba lentamente la cabeza como para analizar cada matorral, cada bosquecillo donde pudiera acechar el peligro. Si un pájaro alzaba vuelo, la mirada de Maxim lo seguía. Si se movía una rama, él se aseguraba de que fuera sólo el viento. La muchacha estudió su silenciosa actitud. Parecía tomarse a su pecho la seguridad de su protegida y volvía la cabeza con frecuencia para comprobar que ella estuviera bien.

Elise estuvo a punto de hacer una mueca al recordar los abrojos que había puesto bajo sus sábanas, pero desechó aquel breve remordimiento. Merecía mucho más que eso. Sin duda alguna, al recordar lo que él le había hecho sufrir, se justificaba que ella aguzara el oído para escuchar sus reacciones.

Al cabo de un rato Maxim sofrenó a su caballo a un costado. Cuando ella lo alcanzó, la acompañó al paso por un momento:

—¿Estáis bien, Elise? —preguntó, solícito. Ante la señal afirmativa de la muchacha, insistió—: ¿No tenéis frío? ¿Os sentís cómoda?

Ella volvió a asentir con la cabeza sin comentarios.

—Bien. Pero si tenéis necesidad de algo, no dejéis de avisar.

Como por propia voluntad, Eddy volvió a tomar la vanguardia.

—Asombroso —suspiró Elise para sus adentros, observando a los dos. Hombre y caballo parecían uno solo. Sin embargo, había tenido que acompañar sus órdenes a ese caballo con fuertes tirones de riendas y un marcado uso de los talones. Con frecuencia el conde se equipaba con espuelas y guanteletes pesados, dando como excusa el nerviosismo de Eddy y su renuencia a obedecer.

Se pavoneaba de satisfacción cuando sus oyentes le miraban con respeto. "Hace falta un hombre fuerte, con mano de acero, para mantener a raya a corceles como éste."

Maxim, por lo visto, no compartía la opinión de Reland, pues manejaba al animal con leves toques de riendas. Nunca usaba espuelas, pero el caballo casi parecía bailar entre sus piernas, como si recibiera con placer el peso y su compañía. "Si supiera tratar con el mismo tacto a una mujer, no dudo que ella respondería de buen grado", musitó Elise, con un dejo de regocijo. "Salvo yo, por supuesto", agregó, negando mentalmente cualquier posibilidad. "Estoy harta de harapos, sogas, arcones Y cosas por el estilo. Yo no sería tan susceptible."

Levantó la vista desde la cola al vuelo de Eddy a los anchos hombros de su jinete. "Maxim parece más a gusto cuando se enfrenta al peligro", caviló, "que cuando debe entenderse con una simple doncella. Si al menos pudiera entender mi..."

Su mente se detuvo con un chirrido. "¿Maxim? Es la segunda vez en el día que pienso en él con tanta familiaridad. ¿Qué pasa? ¿Me traicionan los pensamientos? ¿Acaso mi corazón se está ablandando ante él?" A manera de prueba, Elise se imaginó ricamente ataviada, entrando a un salón de gran lujo del brazo de él, ataviado de gala.

Oyó mentalmente los murmullos de la multitud, en tanto las miradas se volvían hacia ellos y las damas le envidiaban la compañía.

La invadió una fuerte emoción que tiñó de verde sutil el azul de sus ojos. Adivinó la respuesta aun antes de sentir el calor en la cara; temerosa de demorarse más en la idea, la expulsó de su mente antes de que pudiera florecer en palabras.

Algo azorada, desvió la vista hacia una bandada de pájaros que acababa de alzar vuelo. Con toda deliberación, recordó los abusos sufridos, puliendo cada uno de los incidentes hasta sentir el familiar enfado, ahora bienvenido. Sólo una vocecita ínfima, dentro de su conciencia, le advertía que era menester andarse con cuidado. Ese odio apasionado requeriría mucha atención para sobrevivir. Si quería que él recibiera su justo castigo, lo mejor era no entretenerse mucho con esas cavilaciones.

Llegaron a las afueras de Hamburgo; pocos momentos después entraron en la bulliciosa actividad de la ciudad. Maxim se puso a su lado para recorrer las calles cenagosas. Por fin se detuvieron frente a un pequeño grupo de tiendas. Elise se resistía a desmontar, por miedo a arruinarse las zapatillas y ensuciar el ruedo de su vestido. La nevada de la víspera y el sol de ese día habían convertido la calle en un pantano de nieve medio fundida. En esos momentos, un par de chanclos altos le habría solucionado el dilema, pero no quedaba más alternativa que desmontar con toda la gracia posible. No era cuestión de chapalear descalza por allí.

Se demoró todo lo posible, en busca de un lugar más seco, y clavó en Maxim una mirada de preocupación cuando él apareció tras el cuello de la yegua.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó él, con una sonrisa divertida.

El semblante de la muchacha reveló desconcierto.

—¿Me la ofrecéis?

—En efecto, señora.

El fastidio desapareció:

—En ese caso, la acepto con gusto.

Maxim se quitó el sombrero para hacerle una galante reverencia.

—A vuestro servicio, hermosa doncella.

Sus dientes blancos centellearon en una súbita sonrisa; luego volvió a ponerse el sombrero con elegancia y le deslizó un brazo tras la espalda, otro bajo las rodillas, para retirarla en vilo de la silla de montar. Cargándola contra su pecho, dio varios pasos tambaleantes hacia atrás, luchando contra el lodo que retenía sus botas.

Elise contuvo el aliento, con los ojos cerrados con fuerza, temiendo quedar inmersa en esa nieve barrosa en cualquier momento. Pero el mundo volvió a su sitio y todo se aquietó. Al abrir los ojos, cautelosa, se encontró con dos pupilas verdes que la miraban desde muy cerca. Maxim sondeó esas profundidades de zafiro con tranquila exactitud. Sólo entonces notó ella que había enlazado los dos brazos al cuello de su acompañante, en un gesto de pánico. Al detectar su rubor, Maxim hizo un leve gesto con la cabeza y la abochornó aún más diciendo:

—Es un placer, señora: os lo aseguro.

Elise retiró el brazo derecho de su cuello, pero no había dónde poner el izquierdo, salvo donde estaba. Contra la carne sentía la firmeza de sus costillas y la seguridad férrea de los brazos musculosos. Una imagen de cierta mañana pasada vino a su mente sin que se la convocara. La muchacha enrojeció perceptiblemente.

Cuando llegaron a la puerta de la tienda, Maxim retorció el brazo bajo ella para operar el picaporte y abrió con el hombro.

Una vez adentro, la depositó en el suelo con una prolongada suavidad que acabó por confundir los sentidos de la doncella. Elise apartó la vista por un momento, hasta que por pura fuerza de voluntad recobró la compostura, fragmento a fragmento. Su intención era clavar le la mirada altanera de siempre, pero también eso falló cuando él le puso en las manos una bolsa de tamaño considerable.

—Con esto podréis vestiros razonablemente por ahora —murmuró.

Aunque Elise estudió con atención su cara, no pudo leer en ella nada que agitara su resentimiento. Ausentes estaban la sátira y el desdén que esperaba. En verdad, los ojos sonrientes se mostraban suaves, hasta tiernos, en tanto él encerraba entre sus manos la que sostenía la bolsa.

—Por el momento debo rogaros que os limitéis al contenido de esta bolsa. Más adelante espero poder costearos un guardarropa más exquisito.

—No tenéis por qué gastar vuestros dineros en mí, señor —respondió Elise, recobrando su altanería—. Una prisionera no tiene derecho a regalos.

Maxim cruzo las manos a la espalda, clavándole una mirada firme.

—A menos que tengáis tendencia a lo extravagante, confío en que los vestidos nuevos no serán un gasto de dinero. En todo ¡caso, vos seréis quien elija y quien sufra las consecuencias de la elección. Cualquier cosa será mejor que los harapos con que os

cubrís en el castillo. Os veré mejor vestida. Unos pasos fuertes se acercaron desde la parte trasera del local. Maxim se volvió para saludar a la mujerona que acababa de aparecer:

—Guten Tag, Frau Reinhardt. Mein Name ist Maxim Seymour. Ich sei Freund mil Kapitan Van Reijn...

—¡Por supuesto! —respondió la modista, en seco inglés. Y carcajeó al continuar, exuberante—: ¡Cuánto me alegro de conoceros! El capitán Von Reijn me dijo hace algún tiempo que podríais venir.

—Von Reijn es de una previsión ilimitada —replicó, graciosamente—. El conoce la calidad y os ha recomendado bien.

La cara redonda enrojeció de placer. La señora Reinhardt, inglesa de corazón, era viuda desde hacía unos tres años, aunque estaba envejeciendo, aún era capaz de reaccionar al encanto de un caballero británico de buena crianza, sobre todo si su apostura era capaz de atraer las miradas femeninas.

—El capitán es muy amable, señor, igual que vos. —Señaló el manto y el vestido que Elise lucía en esos momentos.— Recuerdo el día en que el capitán Von Reijn me ordenó hacer eso. Es un verdadero goce ver esas prendas tan bien lucidas.

—Tras haber visto las pruebas de Vuestro talento, señora, hemos venido para encargaros otros vestidos. ¿Queréis atender a las necesidades de mi pupila? —preguntó Maxim.

—Por cierto, señor. ¿La dama es vuestra...?

La curiosidad inspiró la pregunta, pero el decoro la hizo vacilar. Tonta era la mujer que arruinaba las posibilidades de ganancia dejando correr la lengua. De cualquier modo, esos dos formaban una pareja muy atractiva y a ella siempre la intrigaban los asuntos del corazón.

—Por el momento está a mi cuidado —Maxim carraspeó, examinando una tela expuesta.— Fue... eh... accidentalmente separada de su tío, sin culpa de ella, desde luego. —Tomó la mano de la viuda y le dedicó tal sonrisa que ella comenzó a recordar los momentos más tiernos de su vida conyugal, completamente olvidada del tema.— Por su propia protección continuó en voz baja—, preferiría que la damisela permaneciera aquí, Con vos, hasta mi regreso.

—Por cierto, maese Seymour. En las calles siempre hay peligro para toda joven hermosa que no vaya debidamente acompañada.

Maxim no se atrevió a mirar a su pupila, sabiendo que iba a recibir una mirada acusadora.

—Comprenderéis, pues, la necesidad de vigilarla. A veces se muestra muy caprichosa.

—Por cierto, señor. No os preocupéis.

—Bien. Me marcho, en ese caso.

Maxim se enfrentó a Elise, que había fruncido las cejas en Un gesto ofendido. Era bien obvio que le disgustaban las recomendaciones hechas a esa mujer.

—Portaos bien mientras yo no esté —le advirtió, inclinándose para depositar un beso ligero en su mejilla. Al ponerle una mano en el brazo sintió que se ponía tensa—. Volveré en cuanto me sea posible.

—Ch, no dudo que podremos arreglarnos muy bien sin vos, milord —le aseguró Elise—. No hay motivo para que os deis prisa.

—Claro está, señor —agregó la señora Reinhardt—. Tomaos el tiempo necesario.

Maxim desvió una mirada dubitativa a Elise, intranquilo ante su sonrisa inocente. Abrió la boca para pronunciar una palabra de advertencia, pero volvió a cerrarla; no haría sino agregar yesca a las llamas traviesas que ardieran tras esos ojos azules.

Elise guardó la bolsa de Maxim en su bolso en cuanto la puerta se hubo cerrado. Luego se quitó los guantes, mientras le veía alejarse con Eddy y su lastimosa yegua, privándola de cualquier medio de transporte para alejarse del local.

—Siempre suspicaz —musito—. Cualquiera diría que quiere mantenerme prisionera. — Y se enfrentó directamente a la señora Reinhardt.— Necesito enviar un mensaje al capitán Van Reijn. ¿Disponéis de alguien que pueda ir?

La viuda cruzó las manos con fuerza para no retorcérselas.

La joven hablaba con una firmeza que representaba malos presagios en cuanto a los deseos de maese Seymour.

—Bueno... supongo que puedo enviar al muchacho vecino...

—¡Bien! Le pagaré razonablemente.

Elise se quitó el manto y lo tendió en una silla, mientras la modista se ahogaba en vacilaciones. La muchacha adivinó su indecisión y le apoyó una mano en el brazo, serenándola con una carcajada.

—El asunto es muy simple, señora Reinhardt. Aunque lord Seymour es mi... eh... tutor, por el momento, el capitán Von Reijn está encargado de administrar mis dineros. Para pagar mis compras debo ponerme en contacto con él. Por favor, enviad al muchacho y dediquémonos a seleccionar

La señora Reinhardt, aliviada, salió apresuradamente de su tienda en busca del muchacho, que partió con la promesa de una pequeña recompensa. Al regresar, la modista encontró a su clienta eligiendo telas de una colección privada: la que guardaba en un armario, cerca de la trastienda. Al darse cuente de que había dejado el mueble sin llave, sus preocupaciones se renovaron, pues las telas que la joven examinaba eran las más finas y caras del local.

Sin duda alguna, sólo sus clientes más ricos podían pagarlas. Como dudara de la solvencia de la damisela, sacó varias piezas de material menos costoso.

—Creo que éstas os sentarían de maravillas, querida.

Elise, graciosamente, miró todo lo que la mujer le ponía adelante, pero en cada caso meneó la cabeza con firme decisión.

—Me gustan más éstas —dijo por fin, señalando las finas sedas, los afelpados terciopelos y los brocados encerrados en el armario—. ¿Hay algún problema con ellas?

—Bueno, querida mía, el problema es el precio. Esos tejidos valen muchísimo. ¿Estáis segura de poder pagar?

Elise se volvió a un costado para sacar un pequeño saco de bajo sus faldas y contó unos cuantos soberanos.

—Esto servirá como seña para lo que os encargue —aseguro—. El capitán Von Reijn os dirá si puedo o no pagar el resto.

La modista sopesó las pesadas monedas de oro y, disimuladamente, probó una entre los dientes. Después las contó, sofocada. Todas eran nuevas; no tenían desgaste. Por fin levantó una mirada sorprendida.

—¿Como seña? ¡Pero si con esto pagaríais dos vestidos hechos con esas telas!

—Sé muy bien lo que puedo comprar con esas monedas, señora, pero tengo el deseo de ataviarme mejor. Últimamente he descuidado mi presentación y quiero corregir eso inmediatamente. —Se inclinó hacia adelante, con una sonrisa astuta, y murmuró en tono confidencial:— Comprenderéis: me cortejan dos pretendientes adinerados y no puedo mostrarme con ellos con aspecto de mendiga; de lo contrario dudarán de mi sinceridad.

La declaración era cierta, en su mayor parte. Nicholas era adinerado y quería cortejarla; ella había vestido siempre prendas de calidad, aunque bastante conservadoras; compraba sólo lo que juzgaba necesario y prefería los tonos oscuros; los estilos discretos. Ahora sentía la necesidad de cambiar esa costumbre, principalmente para poder adaptarse a las ocasiones que pudiera presentarse en la búsqueda de su padre. Si Nicholas la presentaba a los miembros más influyentes de la Liga Anseática, precisaría de vestidos adecuados a cada ambiente. ¿Quién sabía qué informaciones podría conseguir en reuniones semejantes?

Pero había motivos más personales para cambiar, motivos que le costaba definir. Arabella siempre había prestado mucha atención a sus atavíos; eso nunca había preocupado a Elise, pero al recordar la pulla del marqués en cuanto a sus posibilidades de reemplazar a la prima, experimentaba una incitante necesidad de hacerle tragar esas palabras. La fastidiaba que él pudiera descartarla con tanta facilidad, como si la juzgara indigna de la devoción de un hombre. Había puesto bien en claro que deseaba utilizarla para sus más bajos placeres, pero reservaba su amor para muy pocas mujeres.

El entusiasmo de la señora Reinhardt crecía con su imaginación. Una joven tan atractiva tendría toda una corte de admiradores; no era difícil que se casara con un caballero adinerado. Y si eso se producía, sería comprensible que el hombre deseara mantener bien vestida a su joven esposa. Eso representaba posibles ganancias para su pequeña tienda.

—¿Os sentís a la altura de la tarea? —preguntó Elise, simpática.

Frau Reinhardt irguió su considerable estatura con orgullo.

—No hay mejor costurera en toda Hamburgo ni en el extranjero.

Elise pasó una mano por la pechera de su vestido.

—Bien sé que tenéis talento, señora. En cuanto a eso no tengo dudas; sólo pregunto si podréis terminar los vestidos antes de fin de mes. Es muy poco tiempo, pero no tengo nada que lucir en las fiestas navideñas.

—Dedicaré toda mi atención a vuestro encargo —prometió la modista—. Tal vez no pueda entregar os todos los vestidos en tan poco tiempo, según cuántos decidáis encargarme, pero no os faltará algo que lucir.

—En ese caso, señora, cuento con vuestro servicio.

—No quedaréis desilusionada, querida.

—Bien, comencemos —sugirió Elise—. Tengo que visitar otras tiendas.

—Pero maese Seymour... dijo que debíais quedaros aquí...

La muchacha dejó escapar una risa divertida.

—Podéis acompañarme si así lo deseáis, señora, pero tengo intención de proveerme de zapatos, sombreros y otros accesorios antes de que acabe el día. No me dejaré disuadir.

La modista se cruzó mansamente de manos, sin discutir más. La muchacha ya había demostrado que era decidida. En verdad, cabía compadecer a los pobres que se empeñaran en torcer su voluntad.

El mensajero tardó varias horas en hallar a Nicholas Von Reijn. El capitán respondió inmediatamente a la convocatoria y, tras entrar en varios locales, en los que Elise había dejado una estela de propietarios felices, la halló finalmente seleccionando un cuero fino para botas de señora. El zapatero, extático ante el encargo, accedió de buen grado a tenerlas listas cuanto antes y enviarlas al castillo Faulder para la debida prueba.

Nicholas disimuló una sonrisa, en tanto el tendero llenaba de besos agradecidos aquellos dedos esbeltos.

—Le habéis alegrado el día, vrouwelin —comentó más tarde, al salir con ella. Bromeando, pellizcó el borde de pieles del manto azul—. ¡Pobre de mí, convencido de que al fin había encontrado a una mujer capaz de cuidar el dinero en vez de gastarlo en baratijas!

—¡Baratijas! ¡Qué decís, Nicholas! —protestó ella—. Descontando lo que traigo puesto, me ve!? Despojada de todas mis pertenencias. Si no comprara todo esto, pronto me encontraría sin un simple harapo que ponerme.

El capitán inclinó la cabeza perdido en deleitosas imaginaciones. Por ver semejante espectáculo era capaz de cruzar todo el continente.

—Maxim es responsable de vuestro bienestar. Que él os provea de lo necesario.

Elise apretó los dientes con terquedad.

—Quiero comprar mi ropa sin ayuda suya. Ahora que recuerdo... —Revolvió el bolso para retirar el saquito que Maxim le diera.— Me gustaría que invirtierais también esta suma, a buen interés, por un período breve. ¿Sería posible?

Nicholas levantó la palma de las manos, horrorizado.

—Os he echado a perder, vrouwelin.

Elise, con una linda sonrisa, le puso una mano en el brazo.

—Es cierto, desde luego. Nunca imaginé que podría ganar lo que me habéis dado por mi inversión. Me doy cuenta de que habéis sido excesivamente generoso. Si preferís rehusármelo ahora, comprenderé.

—Rehusároslo —murmuró él, cálido, cubriéndole la mano con la suya—. Si me pidierais el corazón no os diría que no, mi querida Elise. Os lo daría con gusto.

Ella se apartó, cruzando las manos. El fulgor de adoración que se veía en los ojos claros la ponía incómoda sin saber por qué.

Durante la visita de Nicholas al castillo Faulder, ella se había sentido extrañamente animada, alentando sus atenciones, pero también con el fuerte deseo de borrar la sonrisa burlona de Maxim, demostrándole que otros hombres podían desearla tanto como él a Arabella. Su entusiasmo había cedido al retirarse Maxim estruendosamente, como si fuera su presencia desafiante lo que provocaba en ella reacciones cálidas.

Nicholas la acompañó a la calle, donde Elise volvió a enfrentarse al problema del lodo.

—Su Señoría se ha llevado los caballos, dejándome a pie. Si trato de cruzar la calle me arruinaré las zapatillas.

—No tenéis por qué afligiros, querida. Buscaré un coche para que os lleve sana y salva a la posada —ofreció Nicholas—. Allí podremos comer juntos mientras aguardamos el regreso de Maxim.

—Sois un ángel, Nicholas —declaró ella, riendo—. La verdad es que me muero de hambre.

—¿Qué? ¿Con mi cocinero? —Nicholas rechazó el comentario con una carcajada.— ¡Nein, nein! En todo caso acabaréis engordando, vrouwelin. —Le chispearon los ojos que trataban, juguetones, de apreciar la silueta escondida bajo el manto.— Pensándolo bien, creo que me traeré a Herr. Dietrich a casa. Podría arruinar el panorama que tanto me gusta.

—¡Qué vergüenza! —lo regañó Elise, con una sonrisa coqueta—, Parecéis un chiquillo indisciplinado, no un monacal capitán ANSA.

—¡Ah, me habéis descubierto! ¿y qué puedo deciros? ¿Qué soy buen juez de la belleza femenina y que vos sois la mejor de todas?

—¿Buen juez? —repitió Elise, sonriente—. ¿No será que os compadecéis de una pobre niña arrancada de su hogar?

Nicholas hundió los pulgares en el cinturón lleno de piedras preciosas y echó la cabeza atrás, con una carcajada que llegó a los cielos.

—¿No tengo ojos para ver que sois el mejor ejemplo de feminidad de cuantos me han honrado con su compañía?

Elise, ruborizada, echó un vistazo a los transeúntes, que se habían detenido a mirarlos, boquiabiertos. El capitán sabía cómo llamar la atención con voz atronadora.

—¿Continuamos, Nicholas? Temo que estamos despertando la curiosidad de todos.

—Los atrae esta rara joya —juró Nicholas—. Su belleza roba el corazón de cuantos la ven.

Elise respondió con una risa suave.

—En ese caso decidme, Nicholas, por qué Su Señoría me odia tanto.

—¡Bah, está ciego. Ansía lo que no está a su alcance y no ve lo que tiene junto a sí. Si tuviera tiempo le enseñaría lo que es una mujer, pero temo que, tratándose de alguien tan terco, sería inútil.