29

ELISE, sin aliento, pedía cautela entre jadeos de risa, en tanto Maxim la arrastraba tras de sí a toda carrera por los cuidados jardines de Whitehall. Al acercarse a la escalinata del río, Fitch y Spence corrieron a saludar a su señor y lo palmearon ansiosamente en la espalda, desplegando un júbilo y un alivio que apenas podían dominar.

Una vez intercambiadas las felicitaciones, Maxim se desprendió de sus atenciones y alzó a Elise para descender apresuradamente hacia la barca que los esperaba. Se instaló cerca de la proa, con su esposa encerrada en un abrazo exuberante, y cayó riendo en un asiento acolchado. Las risitas femeninas, provocadas por sus besos en la oreja de la muchacha con los que le cubría la cara, hicieron que el juvenil ayudante del marinero del bote arqueara las cejas y los mirara atónito.

El marinero del bote, acostumbrado a una amplia variedad de conductas entre sus adinerados clientes, le mandó ocuparse de sus cosas. Fitch y Spence se instalaron detrás del señor; los dos marineros, después de soltar amarras, se aplicaron a los remos hasta que la barcaza estuvo en medio de las corrientes. Entonces el jefe tomó el timón, en tanto el muchacho izaba la única vela. Pronto la embarcación se deslizó agradablemente por las corrientes, río arriba.

Maxim cedió al impulso que había puesto a prueba su dominio de sí desde que entrara a las habitaciones de la reina. No le importó la presencia de tres hombres y un muchacho muy curioso. Sólo importaba tomar a su esposa en los brazos y besarla largamente, despertando la pasión hambrienta. Apenas respetó los límites de la decencia, pero el hecho de que se la sentara en el regazo bastó para dilatar los ojos del mozo. Pasó largo rato antes de que Maxim levantara la cabeza.

Elise estaba mareada por el beso; el mundo daba vueltas bajo la noche estrellada.

—Vuestros saludos me parten el corazón —dijo en un suspiro, debajo de los labios que la rondaban—, pero ¡cuanto he deseado que lo partierais así!

—Ahora vuelvo a la vida —susurró él, depositando besos ligeros en sus labios entreabiertos para beber el dulce rocío que ella le ofrecía—. En vuestra ausencia temo estar sordo y mudo, como bajo un hechizo. Creía que el corazón se me había detenido.

—Si pudierais sentir el mío, amor, sabríais que corre como enloquecido. —Elise atrapó la mano que se disponía a comprobarlo y sonrió.— Más tarde, amor mío —prometió—, cuando no haya tantos testigos.

—Nadie puede ver dónde pongo la mano —bromeó él, con una sonrisa traviesa.

—Pero escucharían mis suspiros. Cuando me tocáis me convierto en una posesa y mi frenesí no se apacigua hasta que somos uno.

Los ojos brillantes de Maxim sondearon aquellas traslúcidas profundidades azules.

—Esperaré hasta que estemos solos. Y entonces os daré una fiesta de amor como nunca la habéis tenido.

—El corazón se me estremece de expectación —fue la cálida respuesta.

Maxim cambió de posición, reclinándose contra los cojines y estrechándola contra su pecho. Con una mueca perversa, le quitó el sombrero y lo arrojó a un lado.

—Edward puede abandonar Bradbury o quedarse, señora; como prefiráis. Yo sólo quiero mis antiguas habitaciones para ocuparlas con vos.

—Edward agoniza, Maxim. Está en Londres, en casa de mi padre, para tener cerca a los médicos que lo atienden. Es sólo cuestión de tiempo, al parecer.

Maxim frunció el ceño, extrañado:

—¡Pero si estaba muy sano la última vez que nos vimos! ¿Qué ha pasado, amor mío?

—Juro que el solo hecho de casarse con Cassandra puede devastar a cualquier hombre. — Al cabo de un momento, Elise comprendió que esa simple respuesta no era inteligible para su esposo; entonces explicó más detalladamente:— Hace mucho, los sirvientes de mi padre rumoreaban que Cassandra había envenenado a mi madre y, más adelante, a su propio esposo, Bardolf Radborne. Cuando niña yo no comprendía; más tarde, cuando pude entender, atribuí esas historias a los delirios de una anciana medio demente. Ahora estoy convencida de que tenían fundamento. Yo también he llegado a pensar que aun antes de casarse con Edward, Cassandra tenía intenciones de envenenarlo; le hizo firmar un contrato matrimonial que le concede el derecho de heredar todo cuanto él posee. Edward casi no sabe leer y, en general, entiende mal la palabra escrita. Siempre ha tenido la precaución de hacer que Arabella le aconsejara sobre los documentos que debía firmar, pero dudo que ella esté enterada de esto. Me cuesta creer que Cassandra le haya arrancado tantas concesiones estando él consciente de lo que hacía. Probablemente firmó en estado de ebriedad. De lo contrario, habría insistido para que Arabella revisara el documento.

—El decreto por el que la reina me devuelve las propiedades echará por tierra las intenciones de Cassandra.

—Ella conoce demasiado bien la importancia de los documentos legales —comentó Elise, fastidiada—. Como mi padre no dejó garantías a mi favor que pudieran ser halladas, desde su desaparición Cassandra está tratando de que sus fincas pasen a poder de sus hijos, asegurando que él ya ha muerto. Si se descubriera que en verdad es así, temo que ella lo obtendría todo. Siempre tuvo olfato para la riqueza y agallas para conseguirla.

—Pediré que se libre una orden real de arresto.

—Se dice que ha huido del país. Tal vez eso debería ayudarme a respirar tranquila, pero temo que algún día retorne para hacernos daño.

—Si alguien lo intenta, se le hará rendir cuenta de sus actos. y si algo me sucede, amor mío, debes saber que ya he entregado un documento a Walsingham, estableciendo que tú serás mi heredera, la marquesa viuda de Bradbury.

—Nada me importan tus posesiones —afirmó ella enfática— Sólo me importas tú... y el bebé.

—¿Qué bebé? —Maxim se retiró lo suficiente para mirarla a la cara.-¿Qué dices?

Elise le sostuvo la mirada con adoración.

—Mi cuerpo gesta gozosamente vuestra simiente, milord. Voy a tener un hijo vuestro.

Maxim la acercó a sí y la cubrió con una manta liviana, para protegerla del frío de la noche.

—Haré lo posible para cumplir vuestro deseo, señora, pues nada deseo más que vivir para vos y nuestro hijo. Aún queda una cabeza en esta Hidra que debo cortar, pero antes buscaremos a vuestro padre.

Un silencio satisfecho se asentó en ellos, en tanto la barcaza continuaba río arriba. La noche salpicaba el cielo de ébano con estrellas titilantes; un fino haz lunar se desprendía de los tejados de la ciudad, trepando hacia el vasto empíreo. Todo estaba bien en el mundo, puesto que Elise descansaba en los seguros brazos de su esposo.

Mucho más tarde caminaron de la mano desde el río hasta la casa solariega de su padre. Pronto se supo que la señora había llegado a casa con su flamante esposo, el famoso lord Seymour.

Hasta la última grieta pareció colmarse de ojos curiosos y caras de ansiedad, en tanto la pareja cruzaba el salón. Era la primera vez que veían al marqués responsable del secuestro. Las doncellas se llenaron de rubores ante la idea de que hombre tan gallardo se alojaría en la casa, pero las sonrisas acabaron en desilusión cuando se reveló que Su Señoría llevaría a la señora a su finca, en el campo, al llegar la mañana.

Maxim aún luchaba con sus sentimientos de enojo y resentimiento hacia Edward, en tanto subía poco a poco la escalera, con Elise a su lado. Se preparó para el momento del encuentro, pero al entrar en la alcoba del hombre dormido, al ver la frágil forma del que en otros tiempos fuera su adversario, cayó en la cuenta de que no hacía falta tanto esfuerzo.

Todo el enojo se evaporó, remplazado por la piedad que tanta renuencia le había inspirado. La compasión lo inundó con facilidad, liberándolo de la amargura que durante tantos meses lo sofocara. Una paz fluida desató los cordones de sus emociones, permitiéndole ver con claridad las supremas bendiciones recibidas gracias al engaño de ese enemigo: a no ser por las acusaciones de Edward, a su vida no habría llegado el goce que ahora conocía con Elise.

Asombrado al captar la extensión de su buena suerte, Maxim rodeó con un brazo los hombros de Elise y le levantó el mentón.

—Al fin de cuentas, mi amor, debo admitir que Edward me hizo un gran favor —murmuró—. He encontrado un tesoro que él desconoce: una mujer digna de todas mis aspiraciones y que responde a mis sueños más elevados.

—¿Seymour?

El susurro trabajoso provenía de la cama. El inválido trató de incorporarse, pero el esfuerzo resultó demasiado para su debilitada constitución. Con un suspiro resignado, se dejó caer contra el colchón. Quedó muy sorprendido al ver que Maxim lo levantaba para acomodar varias almohadas detrás de su espalda.

—Recé por que vinierais... —susurró el frágil anciano.

Maxim echó un vistazo a Elise, que expresó su propio desconcierto con un leve meneo de la cabeza.

—¿Por qué rezabais por mi retorno, Edward? —preguntó, frunciendo un poco el ceño.

—Tengo... la urgente necesidad de calmar... mi conciencia —jadeó el anciano—. Os eché la culpa... para ocultar las pruebas de mis propios actos. Yo mismo fui responsable de la muerte del agente.

—¿Sabéis lo que estáis diciendo, Edward? —Esa confesión en el lecho de muerte no era lo que Maxim esperaba.— ¿Cómo lo matasteis?

—¡Escuchadme! —pidió el inválido—. Yo no lo maté, pero fui responsable de su muerte. A no ser por mí no habría sido asesinado.

—Explicaos —le instó Maxim—. Quiero saber lo que ocurrió esa noche.

Los ojos opacos se elevaron entre los párpados hinchados y azules. Al cabo de un momento, Edward reunió fuerzas para la dura prueba. Su voz tomó un tono nasal, casi monocorde y gimiente.

—Yo había tomado la costumbre de seguir a Ramsey... para ver en qué andaba. Había oído decir que estaba ocultando su fortuna y quería verlo con mis propios ojos. Pero la idea de ir a esa horribles Stilliards me daba escalofríos. Así que esperaba aquí, en el río, vigilando, hasta que él volvía con su barcaza... casi siempre con un arcón.

Pasó un momento lleno de pánico, en tanto Edward trataba de llenar los pulmones de aire" como si estuviera a punto de expirar. Maxim lo incorporó un poco más para ayudarlo a respirar y le llevó un vaso de agua a los labios descoloridos. Después de tomar un trago, Edward hizo un gesto de gratitud y se hundió débilmente en las almohadas. Con más facilidad, continuó su relato.

—El agente de la reina me vio esperando varias veces; más adelante, cuando vino a Bradbury para hablar con vos, me reconoció y se enfrentó a mí, acusándome de haber estado espiando, de participar de la conspiración para asesinar a la reina. Dios sabe que no era cierto, pero el estúpido no quiso escuchar. Me tomó del brazo, con una fuerza de oso, y me hizo girar las cuencas, pidiéndoles que comprendieran.

—Lo empujé; tropezó con una alfombra y cayó como una piedra, golpeándose contra el hogar. Sangraba como una gallina degollada. Y en ese momento oí que vos, Seymour, veníais por el pasillo. Entonces escapé al porche.

Edward hizo una pausa y se quedó contemplando el edredón, allí donde sus pies formaban picos gemelos. No podía mirarlos a los ojos; se limitaba a mover la cabeza distraídamente:

—Sí, fui yo mismo el que provocó aquello.

—Pero el hombre estaba con vida cuando yo me arrodillé a su lado —explicó Maxim—. ¿Por qué decís que fuisteis responsable?

—Si no hubiéramos forcejeado, o si yo no hubiera huido al oíros, tal vez no lo habrían apuñalado. Parecía muy capaz de cuidar de sí mismo... y si vos hubierais estado junto a él tampoco lo habrían matado. Yo fui el responsable, sí.

—Si buscáis absolución por el pecado de asesinato, Edward, no es carga que debáis soportar —lo tranquilizó Maxim—. Dijisteis una mentira contra mí para quedar libre de cargos, pero lo que hicisteis con mala intención se ha vuelto en mi favor, de modo que todo está perdonado. Sólo me cabe pensar que una mano mucho más sabia que la mía y que la vuestra dirigió los acontecimientos, y siempre estaré agradecido por lo que ocurrió.

—¿Qué haréis ahora? —jadeó el anciano.

—La reina me ha devuelto el título y las propiedades. Por la mañana retornaré a Bradbury.

—De cualquier modo, yo no viviré para disfrutar de esa finca —Edward soltó un profundo suspiro, aliviado por haber limpiado su conciencia en todo aspecto. Luego hizo una mueca y se apretó el vientre con las dos manos—. ¡Oh, Cassy, Cassy...! —Se volvía de un lado al otro y su voz sonaba tensa de dolor.— ¿Dónde está mi bella Cassandra? ¿Por qué no ha estado conmigo en estos últimos días?

—Tío Edward... —Elise le apoyó una mano en el brazo.— ¿No sabes aún lo que te ha hecho?

—¡Si que lo sé! —El hombre se retorcía de dolor, sudando por todos los poros. Se frotó la frente con los nudillos huesosos, pronunciando las palabras por entre dientes apretados.— Ella me sostenía la cabeza contra el seno cuando estos cuchillos del infierno me desgarraban el vientre. Aliviaba mis dolores y hasta me trajo un buen tónico. ¡El tónico, sí! —Estiró un brazo flaco para señalar una pequeña redoma de color verde oscuro, que estaba en la mesilla de noche.— Dame el tónico, niña.

Elise alzó la diminuta botella hacia la luz para contemplar el licor denso y amarillento que se arremolinaba en el interior. Retiró el corcho para olfatearlo con cautela y lo apartó de sí, con la nariz arrugada por la repugnancia.

Maxim dio un paso hacia ella y tomó la redoma de sus manos. Después de aplicar un dedo en el pico, la dio vuelta por un instante e inspeccionó la gota dejada en el dedo. Luego la tocó apenas con la lengua. Hizo una mueca de asco y entregó la botellita a su esposa, para pasarse un paño por los labios y la lengua. Por fin se inclinó hacia el rostro pálido del enfermo, observando el tinte azulado que le rodeaba los ojos; también le examinó las manos y las puntas de los dedos, que tenían el mismo color.

—Aunque hubierais sido eruditos en las obras de Aristóteles y Plinio el Viejo, Edward, nada habría cambiado: dudo que hubierais sabido lo que esta redoma contiene. Los cristales que componen esta amarga pócima suelen encontrarse en las minas de hierro de Alemania. He oído decir que algunas mujeres beben un preparado de ese elemento para tener la piel pálida y blanca, pero es algo peligroso, que puede causar la muerte.

—¡Que la peste os lleve a los dos! ¡Mi dulce Cassandra no sería capaz de...! ¡Si hasta jura que ese mismo tónico fue el que tomó su primer esp... —Edward calló poco a poco al recordar el destino corrido por ese primer marido. Quedó boquiabierto. Hasta su mente simple era capaz de atar esos cabos.— Pero, ¿por qué?

Elise le apoyó una mano en el brazo, frotándoselo en un gesto consolador.

—¿Recuerdas haber firmado un contrato matrimonial el día en que te casaste con ella?

Las cejas hirsutas se unieron en un gesto de perplejidad.

—Recuerdo vagamente haber puesto mi nombre en los votos nupciales, pero no hubo ningún contrato entre nosotros.

—Cassandra asegura tener un documento en su posesión. Debes de haberlo firmado sin darte cuenta.

—¿y qué dice? —preguntó él, dolorosamente consciente de haber pasado por ebriedades de las que había despertado sin memoria de lo hecho.

—Da a Cassandra el derecho de heredar todo lo que posees —le informó su sobrina, simplemente.

—¡Condenación! ¡No heredará nada! —El anciano sujetó el brazo de Elise, tratando de levantarse.— ¡No soportaré semejante engaño en mi familia!

Maxim apoyó una mano en los flacos hombros para obligarlo a acostarse.

—Tratad de conservar vuestras fuerzas por el bien de Arabella, Edward. Tendréis que redactar un testamento, nombrándola única heredera de vuestras propiedades.

—Traed a un notario —suplicó Edward, débil—. Y que sea pronto. —Con el esfuerzo quedó caviloso.— Pero no tendré un centavo para dejar a mi hija vos recuperéis vuestras

fincas. —Hizo un leve gesto.— No tengo porque preocuparme. Ella tiene fortuna propia. Reland le dejó todos sus tesoros, La verdad es que se portó bien con ella.

Maxim y Elise se retiraron a sus habitaciones, con la puerta bien cerrada tras ellos. Recostado contra la madera, él la encerró en el círculo de sus brazos para besarla con todo el fervor de sus pasiones contenidas. Le soltó la cabellera, que se volcó en rizos flojos alrededor de los hombros. El vestido y las enaguas cayeron con un susurro de sedas. Elise, con una sonrisa coqueta, retrocedió de la lujuriosa sonrisa que veía brillar en los ojos de su marido. Mientras él se desvestía apresuradamente, dejó caer el verdugado y caminó tranquilamente hacia la lámpara.

—No la apaguéis —pidió él, arrojando a un lado el chaleco y la camisa—. Quiero refrescar la memoria.

—¿Tanto habéis olvidado? —bromeó Elise.

Una sonrisa traviesa tironeó de los labios de su marido.

—Vuestra imagen está grabada a fuego en mi memoria para siempre, señora. No temáis que jamás os olvide. Y marchó a paso decidido para detenerse ante ella.

La cama esperaba. Los labios de ambos se fundieron en tanto él la acostaba debajo de sí. Ella recibió de buen grado su ardor y respondió a sus viriles embates con todo el vigor de una mujer apasionada.

La noche se colmó de aventuras similares. Cuando se encendió la primera luz de la mañana, Elise escondió la cabeza bajo una almohada y se negó a responder a los golpecitos que sonaban en la puerta,

—¿Señora? ¿Estáis despierta? Me pedisteis que os despertara temprano, para poder partir hacia Bradbury antes del mediodía. Os he traído el desayuno.

Elise ahogó un gruñido contra el colchón. Maxim, riendo por lo bajo, la cubrió con el edredón y se puso una bata para abrir personalmente la puerta. Después de aceptar la bandeja que le ofrecía la criada, cerró la puerta con el hombro.

—Venid, amor mío —instó, apoyando la bandeja en la cama entre los dos—. Ansío estar en el hogar. Podéis dormir en la barcaza, mientras viajemos río arriba.

Dio unas palmaditas cariñosas al cubrecama, allí donde seguía la curva del femenino trasero. Los recuerdos de las horas precedentes lo hicieron sonreír. Muchas mujeres tendían a cumplir a regañadientes con sus deberes conyugales, pero Elise estaba demostrando ser tan vivaz como él para explorar los límites expansivos del amor. Se sentía muy cómoda en la intimidad; hasta demostraba una tendencia a la audacia, que no hacía sino aumentar el deseo y el placer de su marido. En verdad, ninguna amante habría podido capturar tan diestra y seguramente su corazón. Estaba totalmente embobado con su joven esposa.

—Venid, amor. Después de semejante noche necesitáis alimentaros —bromeó—. Hay salmón marinado, natillas, crema y panecillos. —Levantó una esquina de la almohada para mirar abajo.

Un solo ojo se clavó en él, a través de enredadas guedejas. El rió al oírla gruñir otra vez.

—Qué vergüenza, señor —protestó Elise—. Después de seguiros en vuestras correrías durante toda la noche, no tengo fuerzas para comer, vestirme y partir. Os ruego que no seáis tan cruel. Dejadme dormir algunos momentos más, hasta que haya recobrado la voluntad. ¿No pensáis que estoy gestando un hijo vuestro? ¿Eso no merece consideración?

Maxim acarició las redondeces, cubiertas por el edredón, sonriente.

—Ese argumento me ha convencido. No hay nada que pueda decir contra ellos. Por lo tanto, señora, tendré gran placer en dejaros dormir mientras me visto. ¿Os molestaría que pidiera un baño?

—Me encantaría —rezongó ella, escondiéndose otra vez bajo la almohada.

Maxim dejó aparte la bandeja, prefiriendo esperar hasta que pudiera compartir el desayuno con ella, y cerró los cortinajes del lecho para dar cierta intimidad a su esposa. Luego pidió a los criados que subieran agua para un baño. Muy pronto estaba disfrutando de los frutos de ese trabajo.

Elise logró por fin despertarse un poco. Se levantó de la cama, soñolienta, y se acercó a la tina, apartándose largos mechones de la cara. La belleza de su desnudez, bañada por el fulgor Rosado de la mañana, concentró toda la atención de Maxim, que la rodeo con un brazo mojado para saborear un largo beso.

De pronto, sin previo aviso, la puerta se abrió de par en par, dejando paso a la excitada Arabella, que anunció su presencia con un torrente de palabras.

—¡Acabo de enterarme, Elise! ¡Mi querida amiga vino muy temprano para decírmelo! ¡Maxim ha regresado y...!

Se le apagó la voz. Quedó petrificada al reparar en la pareja. Totalmente pasmada ante la escena que tenía ante sí, sólo pudo tartamudear, aturdida y confusa. Elise estaba demasiado sorprendida para moverse. Maxim, con una sonrisa melancólica, se enfrentó a la mirada horrorizada de Arabella.

—Creo que hice mal al no echar el cerrojo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó la mujer.

—¿Cuál es vuestro parecer? —Maxim señaló la tina con un ademán, como si hiciera falta dirigir la atención de Arabella.— Estoy tomando un baño y mi esposa está a punto de compartirlo.

—¿Vuestra esposa? —La mujer estuvo a punto de gritar al decirlo.— ¡Pero si vos me amabais! ¿No regresasteis el año pasado para llevarme con vos?

—En efecto —admitió Maxim—. Pero mis hombres capturaron a Elise por error.

Arabella, recobrando el pudor, se cerró la bata sobre el pecho, pues la desnudez exhibida bajo aquella larga cabellera rojiza le hacía cobrar brutal conciencia de su propia delgadez, que en los últimos meses se había acentuado. La belleza floreciente de su rival era innegable. Para ella fue un alivio que Elise se cubriera con un peinador. Aun así, se negaba tercamente a aceptar que el amor de Maxim hubiera desaparecido por un tonto error.

—Ya sé lo que sucedió, pero supuse que respetaríais vuestro amor por mí y me seríais fiel en vez de tomar a esta... a esta...

—Tened cuidado con lo que vais a decir, Arabella —le advirtió Maxim, con el ceño fruncido—. La culpa es mía. No quiero oír ningún reproche contra Elise, que en todo esto fue inocente.

—¿Inocente? —protestó Arabella, adelantándose con furia—. Pues parece que esta inocente pilluela cayó de muy buen grado en vuestra cama!

Sus ojos se posaron en los hombros anchos y descendieron audazmente en el agua, buscando una visión más completa, pues de pronto le era evidente que, junto a la corpulencia de su difunto esposo, Maxim Seymour era tan bello como un dios.

Maxim elevó una ceja desafiante, posando una mano entre los muslos, y advirtió:

—Todo lo que encontréis, Arabella, pertenece ya a Elise.

Esa declaración la impulsó otra vez contra su prima:

—¡Ella me robó! ¡Ocupó mi lugar! ¡No tenía ningún derecho!

—¿y qué derecho tenéis vos a acusarnos? —ladró Maxim, irritado por ese razonamiento.

Buscó una toalla para protegerse de esa mirada escrutadora e implacable. Después de salir del agua, se la ató a la cadera.

Arabella lo miraba boquiabierta.

—Pero yo era vuestra prometida.

—¡Qué pronto olvidáis, condesa! —apuntó él, pronunciando el título con desdén—. Ahora sois la viuda de Reland Huxford. Al casaros con él anulasteis cualquier acuerdo que hubiera entre nosotros. Os permitisteis un par de días de duelo por mí y, en menos de una semana, estabais comprometida con otro.

—Vuestra muerte fue uno de los muchos dolores que he debido sufrir —se lamentó Arabella, con tristeza—. ¡Soy una mujer atormentada por la desgracia! Todos mis pretendientes, trágicamente perdidos. Y en este mismo instante mi padre agoniza en el lecho.

Maxim la estudió durante un largo instante, cobrando una nueva perspectiva de su temperamento. Recordó que muchas veces ella había comentado deliberadamente que estaba condenada a soportar tragedias; tendía al dramatismo cuando otros le expresaban su solidaridad, cuando alguien le recordaba sus desgracias. Eso siempre le había molestado. Con frecuencia, ella conseguía de su padre lo que deseaba fingiendo histeria o depresión, aunque de ambas emergía siempre de muy buen ánimo.

—Sospecho que habéis llegado a regodearos con esas tragedias, Arabella —respondió él, por fin—. Cuanto menos, con la atención que lográis con ellas. Nunca os vi más feliz que cuando os mimaban y consentían para ayudaros a soportarlas. Vuestra necesidad de llamar la atención es extraña, pero calmarla ya no me corresponde.

Encerró a Elise entre sus brazos y clavó en la destrozada mujer una mirada serena, agregando:

—Lo que hubo entre nosotros, Arabella, está ahora tan muerto como tus pretendientes. Elise es la única mujer a quien he prometido amar hasta que la muerte nos separe. Hacerlo es sencillo. Será la madre de mis hijos y la honraré cada día de mi existencia. Juntos nos esforzaremos por olvidar esta escena.

Casi deslumbrada, Arabella abandonó la habitación y se alejó por el corredor, dejando que Maxim cerrara suavemente tras ella. Meneó la cabeza; aún le tenía pena. En verdad, esa mujer; tenía una ansiedad que ningún hombre podría apaciguar.