21

EL sol se fue ocultando poco a poco, hasta reducirse a un fulgor borroso en el cielo occidental, que recortaba las altas cúpulas y los agudos tejados contra el horizonte. Era como si el viento se detuviera para tomar aliento, dejando que descendiera un crepúsculo quieto y sofocado. Pero pronto llegaron desde el norte fuertes ráfagas que, con su intenso frío, se bebieron los últimos pasos del color que el día había logrado infundir. El cielo pasó de un gris desangrado a un negro indistinto; después se inició una fina nevada. Dentro de cada panel de vidrio se iba formando un intrincado diseño de escarcha, siempre distinto, que esparcía sus cristales en complejos dibujos. El aire se tornó más frío; las barbas blancas crecieron en todas las superficies capaces de sostenerlas.

Un primer golpe de viento se abrió camino entre las hileras de edificios, convirtiéndose en un torbellino de nieve que danzaba como un derviche por el centro de la calle desierta, frente a la calle de los Van Reijn; por fin se disolvió abruptamente en un estallido blanco que se asentó poco a poco sobre el resto. La única prueba de su paso fue la desaparición de los rastros y las huellas que habían quedado en la nieve esponjosa.

Elise se apartó de la pequeña ventana de su alcoba. La escarcha se apresuró a cubrir el círculo que ella había limpiado. Los delicados trazos de telaraña que se formaban ante su vista la hipnotizaron por un instante. Luego el vidrio se estremeció, sacudido por otra ráfaga. Un leve murmullo "gimió en las vigas, donde el viento creciente jugaba a correr por los ángulos del tejado y los aleros.

Elise dejó escapar un largo suspiro y se paseó por los estrechos confines de su cuarto. Afuera, las ráfagas arremolinadas barrían la nieve de las calles, batiendo los copos en un vuelo frenético, hasta que una densa niebla blanca oscureció los caminos familiares.

A medida que el viento arreciaba, la fortaleza de la joven iba dejando paso a la aflicción; una banda de hadas malignas parecía bailar en los tejados, en infructuosa búsqueda. Los sombríos comentarios de Nicholas habían causado en ella un intenso miedo a aquel hombre a quien no conocía. Al parecer, Karr Hilliard podía disponer de la vida de Maxim como juzgara apropiado, acabando con toda la felicidad de la existencia. No se sentiría tranquila mientras no tuviera a Maxim a su lado. Y aún entonces tendría que entenderse con Nicholas. Había tomado la decisión de informarle personalmente sobre su boda, pero la oportunidad parecía eludirle, pues tampoco él había vuelto a la casa.

Las persianas continuaban golpeándose ante cada ráfaga, en tanto el viento parecía empeñado en sacudir la casa hasta los cimientos. Y Maxim no volvía. Elise, cerca de la ventana, mantenía círculos abiertos en la escarcha de los vidrios para buscar en la tormenta los anchos hombros que ansiaba ver. Pero ¡ay! ese momento de júbilo no llegaba.

Un súbito clamor sacudió el tejado, seguido por un instante de silencio. Luego, en la calle se oyó un estruendo atronador. Otro golpe de viento aullante sacudió la mansión con renovado empeño, haciendo que Elise, dominando apenas la prisa, bajara al salón, en donde Therese y Katarina bordaban sus respectivos tapices.

Justin entró casi pisándole los talones.

—El viento parece haber arrancado una teja del techo, Tanle Therese —comentó.

La anciana aplicó atentamente la aguja a un punto.

—¡Y el ruido casi enloqueció del susto a la pobre Elise! —Apretó una mano a su propio corazón acelerado. Luego, recobrado el aplomo, agitó un dedo ante el divertido Justin.— Mañana subes y te aseguras de que eso no se repita.

—¡Sí, sí! ¡y les doy a las tejas una buena azotaína, también!

—¡Ejem! —Theresa lo miró con una ceja en alto.— ¿Debo mostrarte cómo se hace?

—Nein, Bille —suplicó él, riendo, con las manos abiertas en ademán de rendición—. Ya me has enseñado muy bien.

Satisfecha, Therese volvió a su costura. El muchacho se acercó a Elise, que se había instalado cerca de una ventana, tratando de penetrar con la mirada el velo de nieve que envolvía la calle.

—No debéis preocuparos tanto por Nicholas, Elise. El conoce la ciudad tanto como su barco.

Aunque Justin interpretaba mal su preocupación, la muchacha logró sonreír. Aunque el capitán también podía encontrarse en aprietos, el peligro que corría Maxim parecía mucho más real e inminente. Con el correr de los minutos, su aflicción se tornaba más y más insufrible.

Justin se inclinó hacia un vidrio y despejó un espacio más grande: una sombra difusa, en la calle, había tomado el aspecto de un hombre envuelto en su capote, que se acercaba a la casa inclinado contra el vendaval.

—¡Hola! Creo que vamos a recibir a un visitante que ha desafiado a los elementos para vernos.

Al decir eso, Justin sorprendió la silenciosa pregunta de Elise y leyó en su frente arrugada toda la preocupación contenida. Una punzada de piedad lo hizo volver a la ventana y pasar de vidrio en vidrio para ver mejor. Por fin enderezó la espalda y se encogió de hombros.

—Es sólo un desconocido, Elise.

Ella suspiró y, cruzando las manos con fuerza, echó un vistazo al reloj instalado en la mesa. Iban a ser las ocho. Maxim ya habría tenido tiempo suficiente para liquidar sus asuntos con Hilliard y volver.

—Abre la puerta, Justin —indicó Therese—, antes de que ese pobre hombre muera congelado.

El joven corrió a la entrada y abrió la puerta de par en par, en el momento exacto en que el visitante iba a golpear con los nudillos.

El sorprendido hombre lo miró por un momento con la boca abierta. Luego carraspeó, asumiendo una actitud más digna. Después de echar hacia atrás la capucha cubierta de nieve, se dio a conocer.

—M-me llamo She-Sheffield Thomas, señor —tartamudeó, con los labios amoratados por el frío—. V —vengo a hablar con la s-s— señora Elise Rad...borne por cierto a-a-asunto. Lord Seymour me hizo decir que había debido atender un asunto de gran importancia con Hilliard. Supuse que iría a buscarme después a la posada, pero como no acudió, pensé que podría haber regresado a esta casa.

—Lord Seymour no esta aquí en estos momentos, pero la señora Radbome sí. ¿Queréis pasar y calentaros junto al fuego mientras voy a buscarla?

El hombre entró. Justin, después de hacerse cargo de su capote, lo condujo a una pequeña antecámara, donde un fuego radiante le dio la bienvenida.

—Si os dignáis esperar aquí, iré a decir a la señora que habéis venido.

Sheffield sacó un gran pañuelo de su bolsillo y lo aplicó a su roja e hinchada nariz. Al oír pasos levantó los ojos acuosos hacia la puerta, donde una esbelta silueta femenina avanzaba con gracia, exhibiendo una belleza que él no había visto en mucho tiempo. El hombre se apresuró a limpiarse los ojos con el pañuelo hasta poder divisarla con claridad. La visión era increíblemente real.

—Buen señor —dijo Justin, disimulando una sonrisa ante la expresión boquiabierta del desconocido—, permitidme presentaros a nuestra huésped, la señora Radborne.

El envejecido transeúnte logró inclinar su cuerpo rígido en una breve reverencia.

—Es un placer, señora. ¡Es todo un placer!

—¿Tenéis información para mí, señor? —preguntó ella, con suavidad.

Su voz, aunque afectada por la tensión, hizo que Sheffield recordara cierto sitio cercano a su casa, en Inglaterra, donde un arroyuelo caía melodiosamente sobre un lecho rocoso. Se sentía inclinado a pensar que todo era una fantasía. Después de todo, los vientos helados eran tan entumecedores que bien podía haber pasado al paraíso sin saberlo.

—Sí, señora. Lord Seymour me pidió que os revelara cierto incidente que presencié hace algunos meses. Tengo entendido que él no está aquí.

—Se ha demorado —murmuró la muchacha, esforzándose por olvidar sus preocupaciones.

Ese desconocido podía tener noticias de su padre. Ese momento habría debido estar cargado de esperanzadas expectativas, pero le costaba descartar sus temores con respecto a Maxim.

Justin cerró la puerta e invitó al hombre a sentarse.

—La señora Radborne me ha pedido que esté presente en esta entrevista. ¿Tenéis algo que objetar, señor?

—No, por cierto.

Sheffield rechazó la silla para acercarse al hogar, donde se acomodó para mirar a los otros ocupantes del cuarto. Con las manos cruzadas a la espalda, a fin de calentarlas, empezó a relatar.

—Soy mercader inglés. Hace algún tiempo traje mi barco a Bremen y continué viaje hasta las ferias de Nuremberg y Leipzig, para comprar mercancías de países lejanos. Karr Hilliard me pidió que viniera a Lubeck y viera sus preciosos artículos antes de retornar a Inglaterra. Por eso llegué a Lubeck, hace una temporada y media; para comerciar con ese hombre. Había reunido una carga muy rica, con tesoros capaces de despertar la codicia de un rey. Estaba seguro de que Hilliard y yo haríamos buenos tratos Pero ¡ay! mi barco se quemó en el puerto, la noche del mismo día en que descargué algunas muestras para que él viera—. El hombre hizo una leve pausa. Luego continuó: —Perdí a mi capitán y a doce marineros encargados de la custodia. Estaban todos bien armados, pero por la mañana sólo quedaban los restos chamuscados de un mástil asomando en el agua. El jefe de puertos tuvo que hacerlo retirar y destrozarlo con ganchos de amarre para despejar el sitio, que era uno de los mejores—. Un ligero almíbar de burla goteaba en sus palabras. —Ni un palmo de esos maderos quemados me resultó familiar —apuntó, clavando un dedo en la palma de la otra mano, para acentuar el punto—. Y desde entonces ni un jirón de esas lujosas mercancías ha surgido a flote. Es como si los bandidos me hubieran robado el barco para remplazarlo por un casco vacío, al que prendieron fuego-.

Súbitamente perdido en sus pensamientos, Sheffield clavó la mirada en el hogar y acercó las manos a las llamas. Luego giró en redondo y continuó con su relato, como si no hubiera pasado un segundo.

—A la mañana siguiente, todo el resto de la tripulación despertó de una tremenda borrachera, en una roñosa taberna. Entre ellos reinaba el estupor; ninguno recordaba nada de la noche pasada. Eran muy pocos los que podían resistir más alcohol que mis hombres. Sin embargo, cuando interrogué al burgomaestre de Lubeck, barbotó un montón de excusas con tanta celeridad que me dejó mareado. Aseguró que había investigado, pero hasta ahora no he recibido señales de mi barco ni de mis hombres. Desde entonces he aprendido a hablar mejor la jerga que se habla en el puerto. Aquí y allá he escuchado relatos de marineros ingleses encadenados y obligados a caminar por la plancha de algún barco perteneciente a Hilliard. —Se encogió de hombros con una mirada distante. Su relato tenía cautivados a los dos oyentes.-Cuando trato de interrogar a alguien al respecto, se me escurren sin decir una palabra más.

—Lamento saber que habéis perdido tanto, maese Thomas —dijo Elise con amabilidad—. Pero ¿qué relación tiene eso con mi padre?

Maese Thomas iba a responder, pero tosió con fuerza y se dirigió a Justin con aire afligido:

—Por favor, caballero, tengo la garganta reseca e irritada. ¿Tendríais la amabilidad de darme un sorbo para aliviar el frío?

—Desde luego.

Justin abandonó su sitio para acercarse a un aparador, donde hizo sonar una campanilla. Un momento después entraba una criada con su bandeja, en la cual traía, para horror del visitante, una tetera humeante y tres tazas. Justin, sonriendo ante la desilusión del hombre, llenó una taza hasta la mitad y la enriqueció liberalmente con el contenido de un botellón que sacó del aparador.

Sheffield aceptó con ansias la infusión. Después de olfatear su perfumado vapor, echó un sorbo largo y ruidoso.

—Ah —suspiro—, este calor es maravilloso para la garganta.

Sorbió otra vez y dejó la taza vacía en la bandeja. Después de otra declaración complacida, reanudó su relato en tono algo más fluido.

—Fue hace varios meses. Se me ocurrió vigilar los barcos de Hilliard, a medida que llegaran a puerto o recibieran carga, por si acaso reconocía alguna mercancía de mi propiedad. Y al hacerlo vi algo extraño. En un primer momento tuve la seguridad de que involucraba a uno de mis hombres.

Elise sorbía su té, tratando de no pensar en que Maxim podía estar tratando con un hombre como Karr Hilliard. El relato de Sheffield no le devolvía, por cierto, la tranquilidad.

—El Grau Falke, el gran barco de Hilliard, acababa de llegar desde las Stilliards, en Londres —recordó Sheffield—. Desde cierta distancia vi que de él bajaba un hombre, bajo custodia y cargado con tantas cadenas como podía sostener.

—El hombre a quien visteis, ¿era inglés? —preguntó Elise, cautelosa.

—Sí, señora.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Justin.

—Más tarde, estando en una taberna, reconocí a uno de los guardias. Después de invitarlo a unas cuantas cervezas, le pregunté por ese hombre. —Sheffield rió entre dientes al revivir la escena.— Supe que tuvisteis un motín, le dijo. Y el tipo casi me degüella con los ojos.

—Todo el mundo lo dice, insisto. — Si hasta trajisteis a uno de esos bandidos para ahorcarlo! Al menos, así me dijeron. Pues no quería revelar que había estado espiando el barco. "Y él me dijo, con su rara jerga: 'Te dijeron una mentira. En los barcos anseáticos no hay motines. ¡Nunca jamás! Fue sólo un inglés al que Hilliard sorprendió espiando en las Stilliards y yo. Sí, ya os atraparán Orake y sus perros si apresáis a ingleses en su propia tierra. Y él se burló, reuniendo sus monedas: Bah, nadie sabrá que ha desaparecido' No me dijo nada más. Se fue.

Elise encaramada en el borde de la silla, se sintió alentada por ese relato.

—¿Qué podéis decirme del hombre encadenado. ¿Era alto, delgado, moreno y de facciones regulares?

Ante cada una de esas palabras, Sheffield hacía un gesto afirmativo. Las esperanzas de Elise se fortalecían.

—Decidme: ¿notasteis, por casualidad, si ese hombre lucía en el dedo índice un anillo grande, ónice y oro?

Sheffield hizo una pausa para pensar. Por fin meneó la cabeza.

—No lo sé, señora. Estaba encadenado con las manos hacia adelante, pero hasta donde recuerdo no tenía anillo alguno.

Elise dejó caer los hombros, luchando contra la desilusión. El anillo habría sido una manera segura de identificar a su padre, pero de ese modo no podía saber con certeza quién era ese hombre.

—Si tenía ese anillo, sin duda se lo quitaron —señaló Justin.

—Claro está —concordó Sheffield, que deseaba volver a ver la chispa de esperanza en los ojos de zafiro.

—Si mi padre está realmente aquí... y si aún vive —pronunció Elise lentamente, como luchando contra las dudas que la invadían—, sólo pueden tenerlo en las mazmorras de la Liga.

—Tal vez Nicholas pueda ayudar a hallarlo —sugirió Justin.

Los ojos azules se entornaron, cautos. Maxim le había advertido que no convenía informar a Nicholas. Era preciso andar con cuidado para no alentar a su primo en esa empresa.

—¿Hay algo más que podáis decirme, maese Thomas?

—No, señora. —Sheffield meneó la cabeza, entristecido por desilusionarla.— Ojalá pudiera llenar vuestras velas con un viento más potente, pero temo que os he ofrecido muy poco.

—Si me hubierais dado un vendaval, señor, lo habría seguido hasta el confín de la tierra. —Elise irguió la espalda y lo miró a los ojos.— Pero ¿hasta qué confín? —Movió la mano de un lado a otro.— ¿Está aquí o allá? He dirigido mi búsqueda en diez direcciones diferentes, sin resultado alguno. Ahora me ofrecéis una nueva. No me veo peor que antes, sin duda, y me habéis dado esperanzas de que mi padre esté cerca —deslizó la mano bajo un pliegue del vestido y retiró el puño cerrado, que ofreció al hombre.

Sheffield se quedó mirando aquella diestra, con una ceja elevada a manera de pregunta.

—Tomad, tomad —insistió ella, abriendo los dedos. El soberano parecía muy grande en esa manita.— Es sólo algo por el tiempo y el trabajo que me habéis dedicado. Por haberos aventurado a salir en una noche tan horrible.

—Ah, no, señora. Me avergonzáis. Haría muy mal si aceptara un céntimo por acercar a un padre a su hija. Sólo os he brindado los posos de una pequeña esperanza. Me habéis ofrecido el calor de vuestro fuego y me habéis permitido escuchar la voz inglesa más dulce que llegara a mis oídos desde que perdí a mi buena esposa. Os deseo buenas noches, señora, gentil caballero. Debo continuar mi camino.

Justin lo acompañó a la calle. Al regresar se apoyó contra la puerta de la antecámara.

Elise contemplaba el fuego, sin sentirse observada, mordisqueándose el labio inferior. Tenía las manos cruzadas y frotaba un pulgar contra el otro. Casi era posible ver cómo forcejeaba su mente contra una marea de frustración y desesperanza.

—¿En qué pensáis, Elise?

La pregunta, muy suave, apenas cruzó la distancia que los separaba. El muchacho había cobrado cariño a esa joven y quería verla feliz.

Elise levantó la mirada hacia él. Por primera vez descubrió, bajo la fachada de despreocupación y alegría, a un hombre joven, lleno de intereses y preocupaciones. Rió por lo bajo, tratando de disimular las propias.

—A veces, Justin, una mujer tiene que reservarse sus cavilaciones.

Sin más demostraciones de inquietud, le volvió la espalda y cruzó las manos en el regazo. Justin, que la observaba, comprendió que analizaba fragmento a fragmento las informaciones recibidas de Sheffield Thomas. Atento a sus propias meditaciones, se acercó al fuego y perdió la mirada en las llamas.

—Una vez más —suspiró mentalmente para sus adentros—, la reputación de Hilliard toma un color más negro que el de la medianoche: secuestro, robo y piratería. ¿Qué derecho le asiste para hablar con tanta acritud de las andanzas de Drake? Lo que Drake gana en alta mar, en medio de la batalla, Hilliard lo adquiere mediante traiciones y asesinatos.

Sheffield Thomas lo había visto con tanta claridad como cualquier que se enfrentara al mismo problema. Hilliard, a través de la Liga Anseática, ejercía un poder absoluto sobre los funcionarios de Lubeck. De nada servía buscar justicia en ese flanco:

Justin lo había descubierto mucho antes. Había dejado de imaginar a Hilliard pendiendo de la horca o bajo el hacha del verdugo, pero ahora tenía otra aspiración: con cada día trascurrido crecía en él el deseo de ver temblar de miedo la gran papada de Hilliard, cuando él le deslizara la espada en la clavícula, buscando su malvado corazón.

Elise abandonó sus cavilaciones para observar al joven un rato, sin decidirse a interrumpirles. Justin mantenía una postura gallarda, con el peso apoyado en una pierna y la otra rodilla algo flexionada, las manos cruzadas a la espalda. No quedaban en él rastros del muchacho descarado y jocoso; se lo veía más alto, más ancho de hombros, más viril que un momento antes.

Por un momento fugaz distinguió una levísima sonrisa de satisfacción en sus labios. Entonces recordó el súbito interés que él había demostrado al oír el nombre de Hilliard en boca de Sheffield. Se le ocurrió que Justin, al mostrarse como un joven despreocupado, desviaba efectivamente la atención y las sospechas de sus mayores; eso lo dejaba en libertad de vagar por donde deseara.

Sus conocimientos de la Liga Anseática eran notables, al menos en el aspecto local. También sobre Karr Hilliard sabía más de lo que podía haber averiguado por simple curiosidad pasajera. Antes de que sus pensamientos se resolvieran en una pregunta, Justin se volvió hacia ella fingiendo un interés casual.

—¿Por qué creéis que Maxim ha visitado a Karr Hilliard? ¿Pudo ser para hacer averiguaciones sobre vuestro padre?

Elise se encogió de hombros; su intención era desempeñar, a su vez, el papel de joven sin muchas luces; trató de no revelar su desconfianza.

—Tal vez, pero no puedo asegurarlo. No me dijo sus motivos y yo no consideré que debiera hacerlo.

Justin detectó su leve reproche y sonrió tras la mano con que se frotaba la mejilla. Al parecer, había tocado un punto sensible.

—Mil perdones, Elise. No quise ser grosero. Es que Hilliard sólo brinda su tiempo y sus favores a quienes puedan beneficiarlo. ¿En qué puede Maxim serle útil?

—En muy poco, me parece —replicó ella, cauta—. Maxim no puede disponer de sus propiedades ni de su fortuna. Está virtualmente sin un centavo y, hasta donde yo sé, libre de compromisos, salvo el de recuperar su honor.

—Sin embargo, Hilliard lo ha mandado llamar. No puede haber llamado a Maxim a su madriguera sólo para responder a sus preguntas con respecto a vuestro padre. No: sin duda fue por otra cosa.

Elise arqueó las cejas, alertada por esas intromisiones. Ese descarado jovencito parecía sugerir que Maxim tenía algo que ver con semejante hombre, pero se llevaría una sorpresa.

—Tal vez queráis iluminarme, sir Justin. Al parecer, conocéis muy bien a Karr Hilliard. En vuestra opinión, ¿qué motivos pudo tener para llamar a Maxim?

Justin acercó una silla y apoyó los codos en los brazos de madera, cruzando los dedos en gesto pensativo. Pasó un largo instante observando la actitud altanera y cautelosa de la muchacha.

—Últimamente Hilliard ha estado rabiando porque Orate se apodera de sus barcos e Isabel autoriza la piratería en alta mar y ahora llama a un inglés a sus habitaciones. Claro que éste es un aristócrata depuesto... pero conoce la corte inglesa. Os pregunto a mi vez, Elise, ¿qué interpretación daríais a esa entrevista?

La joven levantó el mentón, ofendida por ese razonamiento, y preguntó dominando la voz:

—¿A qué se debe que conozcáis tan bien a Karr Hilliard Justin? ¿Cómo podéis sacar esas conclusiones, a menos que tengáis cierta intimidad con él?

Justin. Percibiendo su creciente desdén, sonrió con calma. Su belleza lo había impresionado desde el primer momento, pero también percibía una fuerte atracción entre la doncella y el marqués. Esa reacción confirmaba sus sospechas de que estaba enamorada del inglés. Pero la cuestión seguía en pie. Maxim, acusado de traidor, ¿podía estar involucrado en algo mucho peor de lo que cualquiera de ellos imaginaba?

—Conozco a Karr Hilliard porque llevo algunos años observándolo con atención. Ciertas circunstancias vinculan a Karr Hilliard con la muerte de mi padre. En realidad, creo que él o Gustave, su cómplice, son directamente responsables de ese asesinato.

El escudo que Elise había levantado como protección contra sus preguntas descendió con esa información.

—En ese caso comprenderéis que esté preocupada.

—Lo comprendo muy bien, por desgracia. —Justin bajó la vista, luchando con el nudo que tenía en la garganta. La muerte de su padre aún lo afligía, después de tantos años.— Rara vez Hilliard puede obtener utilidad de un inglés vivo. Cualquiera que sea la intención de Maxim, camina sobre terreno resbaladizo.

Elise, que ya no disimulaba su aflicción, se retorció las manos.

—¿Decís que podría estar muerto?

—Encontraron a mi padre metido en un tonel de vino-informó Justin, mohíno. Su curiosidad aún perduraba, pues un posible traidor y asesino no le inspiraba simpatía. ¿Qué interés tenía Maxim por Hilliard? ¿y por qué el jefe de la Liga se interesaba por él?— Sheffield Thomas también podría encontrarse en una situación parecida, si no se anda con cuidado. ¿Quién sabe qué destino puede correr Maxim?

—¡Callad! —exclamó Elise, levantándose de un salto. Le clavó los ojos llenos de lágrimas—.. ¡Parece que os complace asustarme cuando no sé dónde están mis seres queridos! ¡No lo soporto!

—Piedad, Elise —suplicó Justin, acercándose con intenciones de echarle un brazo consolador sobre los hombros—. Perdonadme. No era mi intención ser tan cruel.

—¿Qué voy a hacer? —sollozó ella, apartándose del insinuado abrazo, en tanto se acercaba peligrosamente a la oscura caverna del miedo total—. Nicholas dijo que esta noche habría reunión de la Liga. Sin duda Hilliard tiene planeado estar allí. A estas horas ya habrá terminado sus asuntos con Maxim.

Justin dejó caer el brazo, ofendido por ese mudo reproche. Ese Maxim era muy audaz con la muchacha, pero ¿qué se traía entre manos? Descontando las divagaciones de Nicholas, nada sabía de ese hombre. La implacable fidelidad de Elise le inspiró una punzada de celos, pero otra idea le escocía en la conciencia. Hilliard solía convocar a reunión en el kontor con la única finalidad de gratificar su vanidad. Le gustaba atribuirse el poder de un soberano sobre los capitanes de la Liga. A veces se jactaba de sus planes, velándolos hasta dar les un aspecto de inocencia. Con frecuencia buscaba la tácita aprobación de los capitanes locales sobre diversos asuntos, halagándolos hábilmente en tanto disimulaba sus verdaderas intenciones. Más adelante, si se armaba un alboroto por algún acto malévolo, le bastaba con declarar que solo había actuado como agente de la Liga y bajo indicaciones expresas de sus capitanes. Esa noche bien podía tener la intención de presentar al ANSA alguna excusa para contratar al inglés. Bastaría con adivinar el lado oscuro de sus intenciones.

Una breve reverencia ante la doncella acompañó la súplica:

—¿Me disculpáis, Elise? Debo salir por un rato.

—Pero ¿adónde vais? —preguntó ella, preocupada. Ningún hombre en su sano juicio podía salir en noche tan fría, a menos que el asunto fuera muy urgente.

Justin se detuvo a pensar una respuesta. No podía explicarle que necesitaba infiltrarse en el kontor ni que, de algún modo, quería enfrentarse a Maxim y descubrir las intenciones de ese rufián. Por eso contraatacó con otra versión de lo que ella había dicho algo antes.

—Hay ciertas cosas, mi querida Elise —respondió, con una sonrisa leve y tensa—, que un hombre no puede decir a una mujer.

Elise escuchó sus pasos que se retiraban hacia su improvisado cuarto. Luego volvió la mirada al fuego, con una pequeña arruga en la frente. Tenía la fuerte premonición de que la partida del muchacho no beneficiaba a Maxim. Era obvio que él desconfiaba de su esposo. Tal vez hasta tenía intenciones de perjudicarlo.

Elise recogió sus faldas y voló por las escaleras, descuidando su elegancia. Estaba decidida y no se dejaría detener. Aunque se equivocara con respecto a Justin, no tenía otra alternativa que seguirlo y averiguar qué se traía entre manos.

En la alcoba que ocupaba Maxim había visto un arcón lleno de viejas ropas del muchacho; elegiría unas cuantas para usarlas. Se apresuró a quitarse el vestido y lo escondió en el baúl de Maxim, con sus prendas interiores. Luego se vendó los pechos, aplastándolos cuanto pudo, y se cubrió apresuradamente con una camisa holgada y una chaqueta de lana. Dos calzas gruesas y un par de calzones abolsados ayudarían a disimular las curvas femeninas de sus caderas, además de protegerla del frío. Después de esconder sus trenzas bajo un sombrero de cuero, ató los cordeles bajo el mentón, asegurándolos bien. Sus botas viejas servirían: con trapos de lana escondidos adentro mantendría los pies calientes y daría suavidad a su paso.

El ruido de una puerta que se abría en la antecámara hizo que quedara petrificada. Escuchó con atención los crujidos del suelo bajo los pasos cautelosos del intruso. No podía tratarse de Maxim; él no tenía motivos para entrar sigilosamente en sus habitaciones.

Con mucho cuidado, se deslizó hasta la puerta que separaba los dos cuartos y abrió apenas lo suficiente para espiar. Lo que vio la dejó sin aliento: un hombre anciano, con tiesos mechones de pelo gris que brotaban por debajo del sombrero. Cuando el viejo giró para dejar una vela en la mesa, ella reconoció el perfil familiar de Justin recortado contra la luz. Una mancha de color rojo oscuro le cubría la mejilla izquierda, desde la sien hasta la mandíbula, y de allí parecían brotar mechones de pelo gris. La misma barba rala le oscurecía el mentón y el labio superior, torcido en una mueca perpetua. Se movía con una leve renquera en la pierna izquierda. Su paso y su actitud no se parecían en nada a la del ágil muchacho, a quien el disfraz agregaba muchos años.

Justin retiro un cofre de madera del armario y lo apoyó en el escritorio. Abrió la tapa con una llave que extrajo de su chaqueta y, con un suspiro, retiro de la caja un sello del color del bronce. Contemplo el disco por un instante. Luego lo arrojo por los aires, atrapándolos entre los dedos. Con un garboso ademán, se echó sobre los hombros un capote de lana y abandonó la habitación.

Elise sacó un capote algo más corto del baúl de Justin y se apresuro a seguirlo de puntillas. Desde el descansillo vio que el joven volaba escaleras abajo. Sus botas blandas descendieron con la misma prontitud, pero en el segundo descansillo tuvo que detenerse; desde el cuarto de Therese surgía un murmullo de voces. Tuvo el tiempo necesario para retroceder hacia las sombras, antes de que Katarina saliera del cuarto de la anciana y cruzara el pasillo hacia sus propias habitaciones. Elise dejo escapar un suspiro de alivio; cuando espió por encima de la balaustrada, vio que Justin se deslizaba sin ruido hacia la puerta principal. Tras echar un vistazo afuera, desapareció.

La muchacha descendió con cautela y se aproximó a la puerta. Después de salir subrepticiamente, se detuvo por un momento en las sombras, estudiando la calle. El viento había cesado y no había señales de Justin, salvo las leves huellas que se alejaban de la casa en la nieve fresca.

Elise, que en otros tiempos se había aventurado por Alsatia y las Stilliards, sabía cómo pasar desapercibida en las calles de una ciudad oscurecida. Corrió como un duende noctámbulo, siguiendo el rastro caliente de su presa; las viejas botas de cuero crudo emitían solo un susurro en la nieve blanda. Temerosa de ser vista, procedió con cautela, corriendo hacia las esquinas para mirar cautelosamente al otro lado antes de cruzar. Aun así, Justin parecía mantener una buena ventaja. El único rastro de su paso eran las huellas dejadas en la nieve.

Por fin, al echar un vistazo por una calle lateral lo vio detenerse y mirar a su alrededor, antes de perderse por otro callejón. Ella contó lentamente hasta cinco; luego corrió a través de la calle y lo siguió.

Así continuo aquello. Zorro y galgo. Siempre adelante, siempre con cautela. Elise no sabía cuánto habían caminado, pero calculaba que la distancia era considerable. No sabía donde estaba ni por qué Justin había escogido esa dirección en especial; de cualquier modo, en aras de su tranquilidad interior debía seguir sin perderlo de vista. De lo contrario se perdería para siempre en la ciudad envuelta por la noche.

Sus temores más grandes se convirtieron en realidad cuando, al salir de un callejón oscuro, notó que el rastro se había perdido. Llena de repentino pánico, miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría Justin. Ya afligida, volvió sobre sus pasos. Había varios senderos estrechos que se alejaban de esa calleja, pero ninguno mostraba señales de haber sido recorrido poco antes. Era como si el joven hubiera desaparecido en el aire.

Con el corazón en la garganta, notó que tres sombras entraban en el callejón, bloqueándole la retirada. Retrocedió a tientas, buscando un sitio donde esconderse. De pronto una mano se apretó a su boca, tirando de ella hacia atrás, hacia una negrura total. Presa del pánico, forcejeó para liberarse, pero un susurro urgente le resonó en el oído:

—¡No hagáis ruido! Aquí corremos peligro.

Era la voz de Justin. Los temblores de Elise cedieron al relajarse contra él. Los tres hombres se aproximaron, en tanto ellos esperaban en sofocado silencio, sin atreverse a un solo movimiento, petrificados por el miedo a ser descubiertos. El que llevaba la delantera se detuvo en el centro del callejón, con los brazos en jarras; presentaba una silueta temible y magnífica contra la luz distante. Sus ropas y las de sus acompañantes eran extrañas: Un largo abrigo de piel de cordero, ceñido a la cintura con un cinturón de cuero ancho, del que pendía una espada en su vaina. Tenía el cuello levantado por atrás; las solapas tiesas se abrían por adelante, descubriendo una chaqueta oscura. El sombrero estaba bordeado por abajo con el mismo vellón de cordero, pero la parte alta, de lana, caía hacia un costado, donde se sujetaba con un broche enjoyado. Los faldones del abrigo, que se ampliaban hacia abajo, le llegaban a medio muslo y cubría unos voluminosos calzones de la misma longitud, metidos dentro de las botas negras. La noche ocultaba sus facciones, pero Elise creyó ver la sombra de un largo bigote oscuro, que le caía por las comisuras de los labios, y una cicatriz en la mejilla. El hombre pareció aguzar el oído por un momento; luego continuó la marcha. Se oyó el suave crujir de sus botas contra la nieve al pasar junto al sitio donde los dos jóvenes se agazapaban.

Elise retrocedió con el mayor cuidado hacia la oscuridad circundante y contuvo la respiración. Le dolían los pulmones por la necesidad de aire, pero se mantuvo tan quieta como un ratón a la espera de que el gato se fuera.

El hombre llegó al extremo del callejón y allí se detuvo. Los otros dos se reunieron con él. Desde allí se alejaron hasta salir a una calle más amplia.

En el silencio siguiente, Justin soltó un pro quedado bien atrás.

—Orientales de Movgorod —informó a su compañera, en un susurro apagado—. Se comenta que en las últimas semanas ha llegado toda una orden de ellos. Hasta el momento sólo he visto a dos o tres, siempre en el Kontor. Son hombres fieros, que no alternan sino entre sí. Hasta Hilliard les teme. Se dice que fueron exiliados de Novgorod por Iván, que asoló la ciudad hace algunos años. Desde la muerte del zar, acaecida el año pasado, buscan abiertamente restablecer su poderío en Novgorod. Los puertos del Báltico están bien dispuestos a reanudar el comercio con ellos y se cuidan de ofenderlos. —Señaló con la cabeza la silueta más alta.— Si ese no es un príncipe, no sé qué puede ser. Parece capaz de haber escapado de Novgorod a estocada limpia.

—y ahora ¿adónde van? —susurró Elise.

—Al salón comunal del kontor... sin duda para observar y escuchar.

La insinuación era sutil, pero quienesquiera que fuesen esos hombres, si Hilliard iba a hablar de cierto inglés, la intención de Justin era estar presente.

—¿Vos también vais allí? —preguntó ella.

Justin la ayudó a levantarse.

—Esa es mi intención, pero no puedo abandonaros sola aquí ni tengo tiempo para llevaros a casa. ¿Qué voy a hacer?

—¿No podéis llevarme con vos... o al menos dejar que os siga, como antes?

—Jamás entraríais sola al kontor. Y si os dejara, alguien podría tomaros por un espía-Justin se frotó la frente con la mano, acosado por la indecisión, pero una idea iba cobrando asidero. ¿Qué mejor modo de que la doncella se enterara de las andanzas de Maxim? ¡Por boca del mismo Karr Hilliard!— Al parecer, no puedo hacer otra cosa que daros gusto. —Le tironeó del brazo.— Vamos.

Los dos corrieron hasta el extremo del callejón, donde volvieron a agazaparse. Los tres orientales se estaban aproximando a una gran construcción, de fachada simple, con amplios escalones que llevaban a una puerta grande. Un corpulento guardia vigilaba esa entrada; aun desde su escondrijo, Elise creyó detectar en él un respeto casi temeroso hacia el alto extranjero, que fue el primero en subir: de inmediato el centinela irguió la espalda y se apartó para darles paso, sin echar más que un somero vistazo al sello que se le presentaba.

—El guardia suele ser mucho más minucioso cuando inspecciona mi sello —protestó Justin, agrio. Miró a Elise de soslayo—. Si alguien os lo pregunta, decid que sois el aprendiz de Du Volstad, pero mantened la cabeza cubierta con la capucha y los ojos bajos. No sois muy convincente como varón.

Elise levantó la nariz, altanera. Podía enseñar un par de cosas sobre disfraces a ese jovencito. Por ejemplo: el que él se había creado era muy efectivo en cuanto a disimular su aspecto, pero resultaba repulsivo y, sin duda, ahuyentaría a la gente.

Lo último que Justin deseaba era que el centinela pudiera ver con claridad la cara de su acompañante. Era demasiado femenina para sobrevivir a una inspección detenida. Por lo tanto, desempeñó una comedia para beneficio del centinela, en el momento de presentar el sello. Como adentro sonaban gritos y ruidosas carcajadas, Elise tuvo la mala idea de mirar a través de las puertas. Justin aprovechó para darle un coscorrón, aunque suave, y llenarla de insultos en alemán, al tiempo que le aplicaba un puntapié en el trasero.

La muchacha estuvo a punto de entrar de cabeza, para diversión del guardia, que hacía gestos de aprobación. No sólo no prestó atención a la doncella, sino que apenas echó un vistazo al sello, dedicado a ridiculizar a la nueva generación de aprendices.

Elise, frotándose la retaguardia, fulminó con la mirada la espalda de Justin, que se había adelantado hacia el salón, atestado de hombres. La asaltaron olores a carne asada, humo, sudor y cerveza fuerte. Renuente, colgó su manto junto al de Justin, sin atreverse a levantar la vista; con los hombros agachados, se mantenía muy cerca de su acompañante, que empezaba a mezclarse entre la multitud. Ante las mesas de caballete todos bebían y comían en abundancia; otros hombres se reunían en numerosos grupos vocingleros o buscaban compañía más tranquila y discreta.

En una plataforma elevada, un grupo de hombres corpulentos comía ante una larga mesa de caballetes.

Elise nunca había visto a Karr Hilliard, pero lo identificó de inmediato; ocupaba el centro, la silla más grande. Ejercía su rango, su poder, su autoridad, con despreocupada arrogancia. Del pecho le pendía una gruesa cadena de oro con la insignia de su cargo: el escudo de la Liga Anseática.

A poca distancia, un hombre cuyo pecho parecía un barril prescindía de los festejos para vigilar el salón. Su actitud lo presentaba como alguien que detentaba mucha autoridad en cuanto a impedir la participación de intrusos. Del cinturón le colgaban una espada y una daga curva, sobre la cual descansaba la mano.

Un estruendo de címbalos, fuertes risas y cantos llamó la atención de la joven. Al erguirse para mirar por encima de los anchos hombros que le bloqueaban el paso, vio entre ellos a un muchacho de su misma edad, que serpenteaba cautelosamente entre dos hileras de fuertes hombres, armados de cortos látigos de muchas colas. Mientras el joven pasaba entre ellos, los maestros descargaban azotes en su espalda, con gusto y alegría.

Elise se apartó de ese espectáculo, adivinando que era alguna especie de rito para poner a prueba el valor de un aprendiz. Rogó con fervor que no se la sometiera a ese tratamiento, pues pondría a prueba mucho más que su resistencia.

Por temor a ser descubierta, trató de empequeñecerse tras las anchas espaldas que formaban una barrera infranqueable a su alrededor. Echaba miradas nerviosas por cada brecha que se abría en la muralla humana, para asegurarse de estar a salvo.

Al darse cuenta de que Justin no estaba a la vista tuvo un momento de pánico; lo buscó por el limitado espacio que tenía a su alrededor, pero no vio señales suyas. Pero en su búsqueda distinguió a Nicholas, absorto en una solemne conversación con un grupo de maestros anseáticos. Se lo veía pensativo, hasta colérico, y ella se preguntó con melancolía si ese estado de ánimo tenía algo que ver con ella. Un momento después, una espalda le bloqueó la vista en ese sentido. Entonces describió un lento círculo, investigando en otras direcciones.

Aunque el salón estaba en penumbras y lleno de humo, encontró al oriental de alta estatura al otro lado de la congregación, junto con sus compañeros. Se había quitado el abrigo, pero mantenía el sombrero puesto. Por debajo de él, la chaqueta oscura le pendía de los hombros, floja, hasta la estrecha y ceñida cintura. El cinturón tenía una hebilla metálica con piedras ambarinas; la espada que antes llevaba por encima del abrigo le pendía ahora de la cadera. El hombre tenía realmente un porte principesco: erguido como una caña, con los hombros bien cuadrados. Elise no pudo dejar de admirarlo, lamentando no divisar su rostro con más claridad. El largo bigote caído, la sombra casi rasgada alrededor de los ojos, la piel cetrina, le daban un aspecto casi mongólico. Pero... no del todo. Sin que ella pudiera identificar por qué, le despertaba cierta sensación de familiaridad, como si existiera alguien muy parecido entre sus viejas fantasías de niña.

Sufrió cierta alarma al sentir la presión creciente de tantos cuerpos sudorosos a su alrededor. Varias personas más se introdujeron en el magro espacio de que disponía, bloqueándola por todos lados. Se llevó una mano temblorosa al corazón, deseando desesperadamente poder salir de allí. En verdad, si lograba escapar no volvería a intervenir en esas mascaradas; dedicaría el resto de su vida al papel de esposa mansa y amante.

Un codo brutal se le clavó en el medio de la espalda, arrancándole un gruñido de dolor. No pudo evitar el caer con todo su peso contra la espalda del hombre que tenía adelante. Este se tambaleó un poco y giró con un bramido, descargando un coscorrón bien apuntado contra la sien de la muchacha. Elise vaciló, momentáneamente aturdida y viendo estrellas.

—¡Ach! ¡Dummkopf!

Las palabras le resonaron en los oídos como si llegaran desde el otro extremo de un largo pasillo. Luego, una mano ruda le sujetó el brazo con un círculo de acero.

Trató de liberarse, pero sus forcejeos no hicieron sino irritar al hombre, que la llevó a empellones por la habitación, hasta llegar a un sitio abierto. El salón se convirtió en una mancha difusa, en tanto su captor la hacía girar a su alrededor en un amplio círculo. Luego la soltó, con una risa burlona, dejando que se estrellara contra un pequeño grupo de maestros. Un hombre de unos sesenta años la levantó por los hombros. Cuando ella pensaba que él la rescataría de ese bruto, el anciano se limitó a reír y a arrojarla nuevamente hacia los brazos del torturador.

Este bramaba de risa, agitando un látigo de varias colas sobre la cabeza, en tanto la sujetaba por el cuello de la ropa para sacudirla sin ninguna suavidad. De pronto se oyó el ruido de la chaqueta al desgarrarse, junto con la camisa. Un instante después, el salón retumbó con el alarido más horrendamente femenino que se hubiera oído jamás en la Liga Anseática.

De pronto todo quedó en silencio. Todas las caras se volvieron hacia ella, intrigadas, interrogantes. Elise hacía lo posible para evitar que las prendas desgarradas se le cayeran del cuerpo, pero los hombros suaves, blancos, parecían reflejar la magra luz.

Elise se encontró súbitamente frente a los pálidos ojos azules de Nicholas Van Reijn. Estaban dilatados. La mandíbula fue cayendo poco a poco, a medida que iba comprendiendo. Aquella cara pequeña, envuelta en cuero, era demasiado familiar, pero su mente tropezaba en una descabellada búsqueda de motivos. ¿Qué hacía Elise así vestida? ¿Y en ese lugar, por todos los santos? Súbitas dudas le cauterizaron la mente. Era como si una parte de él quisiera rescatarla, pero hacerla así equivalía a disociarse de la Liga. Permanecía petrificado, sin poder moverse, luchando con su conciencia.

El corpulento maestro volvió a sujetarla por el brazo. Elise tuvo que girar en redondo par enfrentarse a sus ojos penetrantes. La mano libre le arrancó el sombrero, dejando escapar un torrente de pelo rojizo. Después de expresar su sorpresa con una exclamación ahogada, bramó, en tonos ensordecedores:

—Was isl das? Eine junges Madchen?

Karr Hilliard se puso bruscamente de pie y se inclinó sobre la mesa.

—Eine Fraulein? —Su cara tomó el rojo de la apoplejía, en tanto buscaba a la muchacha con la vista. Señalándola con un dedo, rugió la orden: —Egreifen ihr!

Incitados a la acción contra esa descarada intromisión en sus dominios, los hombres avanzaron en masa para apresarla. Elise sufrió un ataque de horror, imaginándose descuartizada por los vengativos maestros. Demasiado consciente de lo sola que estaba en medio de la multitud, apretó los dientes para dominar los temblores y, por pura fuerza de voluntad, se preparó para el enfrentamiento, dispuesta a no entregarse sin luchar.

Hundió un pie pequeño en el vientre del hombre que la sujetaba y, aprovechando que éste se doblaba en dos por el dolor, ganó su libertad. Arrojó un brazo hacia atrás, cruzando el cuello de otro, y se debatió hacia adelante, esquivando, retorciéndose en un frenético esfuerzo por escapar de las manos que trataban de sujetarla. Jirón a jirón, fue dejando la camisa y la chaqueta entre dedos más fuertes que los suyos, hasta que sólo quedaron algunos harapos colgando sobre sus pechos vendados.

Notó vagamente que Justin había iniciado un ataque con su cachiporra, en el límite exterior del tumulto, pero sus intentos por llegar hasta ella no tenían efecto contra numero tan grande.

Elise, casi sollozante, sintió que unos dedos le arañaban dolorosamente el hombro desnudo, hasta sujetarle el brazo con un puño de acero. La obligaron a girar otra vez. Una cara abotargada, purpúrea, le llenó todo el campo visual. De pronto hubo un relampagueo frente a sus ojos y, como por arte de magia, en aquella mejilla amoratada apareció una fina línea de gotitas rojas. La reacción del hombre fue lenta y torpe: con los ojos estirados de horror, dejó escapar un ondulante chillido de dolor desde la ancha caverna de la boca.

La punta de la espada volvió a hundirse, ahora con más lentitud, para que los ojos pudieran seguirla en su curso. Se apretó amenazadoramente a la gruesa papada del hombre, obligándola a empinarse timoratamente sobre la punta de los pies. La mirada de Elise voló, asombrada, a lo largo del acero, por un brazo enfundado en negro, hasta llegar a la cara del alto oriental.

Una exclamación murió sin brotar de su garganta al reconocer aquellos ojos verdes, traslúcidos, clavados en el hombre. ¡Era Maxim! y en su voz se notaba un tono despectivo, burlón:

—Wenn du deine Freunde heute nicht zu deinem Begrabnis einladen wilst, wurde ich vorschlagen, dab du die Dame so schnell wie moglich freigibst, mein lieber Freund.

El hombre obedeció, sin deseo alguno de que sus amigos vistieran de luto. Con muchísimo cuidado, apartó las manos de la doncella, sin perder de vista la espada. Temeroso de moverse por si la punta perforara una vena vital, permaneció muy quieto, en tanto la damisela obedecía a una señal del extranjero Y se deslizaba tras él. Los dos compañeros del oriental completaron el círculo protector en torno de ella, con las espadas en ristre.

Se produjo una oleada hacia adelante al responder los maestros anseáticos a la invitación. Las espadas abandonaron sus vainas. Las hojas de los orientales cantaban, tejiendo una telaraña de acero alrededor de la doncella; picaban aquí, se hundían allá, haciendo que los maestros retrocedieran siempre y ensangrentando a más de uno.

Nicholas, que observaba la refriega, se maldijo por su falta de decisión. Por fin, tardíamente, se prometió no permitir que Elise cayera en manos de la Liga ni de los orientales. Abriéndose paso por entre aquella masa agitada, fue arrojando a los costados a todos los que se le interpusieron. Los maestros caían bajo la ira de ese agresor, que los iba levantando uno a uno para apartarlos de su camino. Quitó la espada a una de las últimas víctimas y la alzó ante sí, preparándose para enfrentarse al ataque del más alto de los orientales. Pero se detuvo ante aquellos ojos verdes, atónito.

—¡Maxim!

—¿Qué dices, Nicholas? —lo desafió la voz grave y ronca de su amigo—. ¿Tú también quieres matarme?

—¡Ah, maldito seas! —gruñó el capitán, frustrado. Era obvio que había perdido la partida amorosa ante un competidor más digno—. ¡Sácala de aquí! —exclamó, levantando la espada.

Maxim detuvo la fingida estocada con su propia arma y se la hizo volar por los aires. En el momento mismo en que el acero resonaba contra el suelo, otra silueta corpulenta se adelantó a la primera fila. Los maestros anseáticos retrocedieron apresuradamente, mientras Gustave entrechocaba los talones y saludaba a Maxim con su hoja.

—Conque volvemos a vemos, Herr. Seymour —saludó, despectivo, pues había escuchado a Nicholas—. Estoy seguro de que a Herr. Hilliard le interesará saber que se trata de vos, pero no se lo diré todavía. —Gustave sonrió, lleno de fe en sí mismo, mientras movía la espada en una serie de zumbantes cruces.— Fuisteis un tonto al descubriros por la Fraulein. Esto será vuestra muerte.

En el salón retumbó el sonido de los aceros al entrechocarse. Elise ahogó un grito de miedo al ver que Maxim retrocedía un paso ante aquel poderoso ataque. Los maestros del ANSA se codearon entre sí, sonriendo y divertidos, en tanto ampliaban el círculo para dar más sitio a Gustave, quien tendría el privilegio de decidir el enfrentamiento por su sola cuenta. En muchas ocasiones había quedado confirmado que Gustave, entre sus talentos, contaba el de ser muy buen espadachín. Sin duda alguna, acabaría muy pronto con ese oriental advenedizo.

Elise, encogida de miedo, vio que Gustave avanzaba constantemente. Se preguntó si Maxim podría defenderse, ya que no obtener la ventaja. Al parecer, no hacía más que parar estocadas. ¿Bastaría para soportar ese fuerte y agresivo ataque? Gustave continuaba avanzando con altanera arrogancia, obligándolo siempre a retroceder. Los maestros, ansiosos de presenciar el combate, se iban apartando, con lo cual despejaban sitio para la retirada.

Elise vio entonces que Nicholas apretaba el brazo de Justin, a poca distancia. Después de murmurarle algo, señaló la entrada.

El más joven pareció cobrar ánimos ante las palabras del capitán y empezó a abrirse paso hacia la puerta. Recogió de las perchas sus capotes y los abrigos de los orientales. Un momento después, Elise le vio huir por la puerta de entrada. Entonces Nicholas estiró la cabeza para clavar la mirada en los dos hombres que flanqueaban a la muchacha. Con el ceño fruncido, señaló la puerta con la cabeza. Elise comprendió esa señal: debían escapar con ella inmediatamente.

—No —gimió, cuando uno de ellos la tomó del brazo—. No puedo irme sin Maxim.

—Por favor, señora —susurró el hombre—. Debemos salir ahora mismo... por el bien de vuestro esposo.

Ella meneó la cabeza entre sollozos, resistiéndose.

—¡No! ¡No puedo abandonarlo!

Maxim se apresuró a darle una seca orden por encima del hombro:

—¡Vete, mujer! ¡Sal de aquí!

Sin discutir más, Elise obedeció de mala gana esa indicación, permitiendo que los hombres la llevaran hacia la puerta.

Con una sonrisa burlona, Gustave aplicó varias estocadas contra la hoja de su adversario, ganando más terreno.

—Vuestra fiebchen puede irse, Herr. Seymour, pero no escapará. Tampoco vos. Vuestro fin esta muy, pero muy cerca.

—Quizás, Herr. Gustave. Pero también podríais estar equivocado.

Después de echar un vistazo atrás para asegurarse de que sus compañeros estuvieran ya junto a la puerta, Maxim adoptó una postura cómoda. Con una desenvoltura y una elegancia que hasta entonces habían permanecido ocultas, lanzó su ataque. Ya no se limitaba a parar: su espada se había vuelto amenazadora.

El semblante de Gustave mostró una fugaz sorpresa al verse repetidamente obligado a desviar el cuerpo para esquivar las estocadas. Tuvo la súbita sospecha de que habían estado jugando con él. Se veía obligado a moverse cada vez más deprisa para mantener su defensa. En cuanto se demoró un momento en contestar al relámpago de su adversario, sintió que la punta del acero le desgarraba la mejilla.

—Sólo un pequeño trofeo, Gustave. Nada de qué preocuparse —le aseguró Maxim.

Elise, que se había detenido momentáneamente en la puerta a observar, quedó atónita ante el cambio experimentado por el duelo. Maxim llevaba ahora toda la ventaja; jugaba con su adversario como el gato con el ratón. Comprendió entonces que su retirada había sido sólo una maniobra bien ejecutada, para lograr que sus compañeros llegaran a la puerta sanos y salvos. Nicholas y los otros habían sabido adivinar de inmediato sus intenciones.

—Milady, debo instaros a partir. Lord Seymour no querría que presenciarais esto.

Elise se estremeció, comprendiendo que Gustave no sobreviviría a los instantes siguientes. Justin ya los esperaba en la calle, después de haber eliminado al centinela, y le echó el manto a los hombros.

Dentro del salón, la frente de Gustave se iba cubriendo de sudor. La astuta espada enemiga era un borrón en movimiento, que penetraba siempre bajo su defensa, aplicando dolorosas punzadas. Ya tenía la ropa ensangrentada por el implacable ataque y comenzaba a cansarse. Al ver una abertura en la defensa de su adversario, se lanzó con el brazo en alto, aplicando toda la fuerza de su brazo. Su estocada chocó con un estruendo que resonó en todo el salón. Por los labios de Maxim cruzó la más leve de las sonrisas.

Un momento después, la espada recta se deslizó por debajo de la suya, hasta hundírsele en el pecho. Pareció apenas un dolor rápido en las costillas, pero comprendió que la hoja se había hundido profundamente.

Maxim dio un paso atrás, retirando la espada cubierta hasta la mitad de un rojo opaco, oscuro. Gustave retrocedió un paso, tambaleante, con la vista clavada en la flor que se le extendía poco a poco en el pecho. Parecía tener el aliento encerrado dentro del torso. Aunque trató de levantar el arma, permaneció inmóvil como una piedra. Un lento murmullo se extendió por el salón.

En la penumbra creciente, vio que su adversario retrocedía con la espada en alto, listo para enfrentarse a quienquiera que se interpusiese. Entonces pudo vaciar los pulmones en un soplido gorgoreante. La espada se le cayó de los dedos insensibles. Clavó la mirada en aquel hombre alto y principesco. Un momento después se derrumbó.

Maxim retrocedió rápidamente, mientras la multitud asombrada miraba al campeón caído. Con un último paso, cruzó la puerta y cerró las grandes hojas detrás de sí. Echó el pasador por fuera, sabiendo que no resistiría el empuje de la muchedumbre por mucho tiempo, pero permitiría que él y sus compañeros tuvieran unos cuantos segundos para huir.

El centinela, recobrada la conciencia, se levantó tambaleante, justo a tiempo para recibir el golpe que Maxim le propinó con la empuñadura de la espada en el mentón. El hombre volvió a caer, con un suspiro débil, y quedó tendido en el suelo sin protestar.

Maxim saltó por sobre él, envainando la espada, y voló por los escalones, bajándolos de tres en tres. Pronto estuvo junto a sus compañeros. Sin detenerse, cogió el abrigo que Justin le arrojaba y se lo puso a la carrera. Al pasar junto a Elise la tomó de la mano, haciéndola volar a su lado.

Justin chillaba desde atrás. Cuando Maxim miró por encima del hombro, el joven le señaló un callejón que no habían cruzado anteriormente. Todos corrieron a refugiarse en su oscuridad, en el momento en que un fuerte ruido destrozaba el silencio de la noche: era la gran puerta del Kontor al caer. La noche se llenó de gritos, en tanto los miembros de la Liga pasaban por sobre el portón caído y se diseminaban en diferentes direcciones.

—¡Por aquí! —susurró Justin, con urgencia, mientras señalaba otra— callejuela estrecha—. Por aquí los perderemos antes

La oscuridad se acentuaba al quedar atrás la zona iluminada del kontor. Los cinco eran como fantasmas en la noche: silenciosas siluetas que huían entre las sombras. El único ruido era el crujir ocasional de la nieve helada. Corrieron por entre las calles serpenteantes de Lubeck, recorriendo un laberinto interminable, que desembocaría en un sitio conocido sólo por Justin.

Elise hacía lo posible por seguir el paso largo de los hombres, pero por fin no pudo más. Al entrar en un callejón oscuro, dio unos últimos pasos vacilantes y se dejó caer contra un muro de piedra, ya sin aliento. Justin, a poca distancia, se detuvo también, con las manos apoyadas en las rodillas, tratando de contener los jadeos. Maxim se adelantó algunos pasos para ver qué había en el extremo de la calle. Luego volvió para apoyarse en la pared, junto a Elise.

—¿Que decís, sir Kenneth? —jadeó, mirando a uno de sus compañeros—. ¿Tenéis idea de dónde estamos?

—Sí, milord —respondió el caballero, igualmente sofocado—. Adivino lo que estáis pensando y estoy muy de acuerdo. Es mejor que nos separemos.

—En ese caso, id con Sherbourne. Yo necesito de Justin para que me indique el camino. Nos veremos más tarde, en el torreón.

Sir Kenneth se adelantó un paso y le alargó la mano.

—Si ocurriera un percance y uno de nosotros no pudiera llegar al castillo, sabed que he considerado un honor el trabajar con vos. Buenas noches tengáis. —Se tocó la frente con los dedos ante Elise.— He tenido un gran placer al conoceros, milady. Os deseo larga vida, a vos y a lord Seymour.

—Gracias... por todo —murmuró Elise, suavemente. Mientras seguía con la vista a los dos caballeros que se alejaban corriendo, lanzó un suspiro triste, con la sensación de haberlo arruinado todo.

Justin había observado esas despedidas con mucha atención. Los comentarios de sir Kenneth le resultaban muy extraños, y ahora miraba a la pareja como esperando una explicación.

Maxim no le dio tiempo a estallar en un torrente de preguntas: tomando a Elise del brazo, la condujo por el callejón, dejando a Justin atrás, con el ceño fruncido y la expresión inquieta.

—¿Por qué vinisteis? susurró Maxim, sosteniéndose con una mano puesta contra el muro, junto a la cabeza de la muchacha—. ¿Qué os hizo poneros esas ropas y filtraros en el kontor? ¿No teníais noción del peligro? Hilliard desprecia a las mujeres, sobre todo a las inglesas.

Elise echó una mirada hacia Justin y bajó la vista, sintiéndose tonta y avergonzada. Su presencia había puesto en peligro la vida de Maxim y la de sus compañeros; cualquier explicación sonaba débil.

—Estaba preocupada por vos. Quise asegurarme de que estuvierais bien, de que nadie os hiciera daño.

El se inclinó un poco hacia adelante. Su voz fue como un aleteo en los oídos de la muchacha.

—Amor mío: os juro que vuestro rostro estuvo siempre ante mí. Mi único deseo era volver a vuestros brazos para pasar esta noche con vos, como marido y mujer. —Irguió la espalda, y quitándose la chaqueta, le tendió la prenda.— Sostened esto un momento, amor mío. Os daré mi camisa.

Elise alisó con la mano el vellocino de cordero, temerosa de preguntarle por qué se había vestido de ese modo.

—Estuve a punto de no reconoceros —confesó.

Por debajo de la camisa sonó una risa sofocada.

—Tampoco yo os reconocí en seguida, señora.

Maxim echó una mirada inquisitiva a Justin, adivinando su curiosidad, y se interpuso entre el joven y Elise, mientras ésta se quitaba el manto. Estremecida de frío, se pasó rápidamente la camisa por la cabeza, aspirando el olor limpio y viril de su esposo.

Una vez más buscó el abrigo de su manto. Sólo entonces Maxim hizo señas a Justin para que se acercara.

—Debemos continuar —dijo—. Hilliard no descansará mientras no nos halle.

—Pero, ¿adónde iremos? —preguntó Elise—. No podemos volver a casa de los Von Reijn. Pondríamos en peligro a la familia. En cuanto a las tabernas y las posadas, ¿no creéis que Hilliard las hará revisar por si alojaran extranjeros?

En verdad, la noche no era apropiada para andar en busca de escondrijos. Elise se estremeció ante la brisa que le agitaba los pliegues del manto.

El semblante de Justin se iluminó de pronto.

—Conozco un sitio donde estaréis seguros. —Les indicó por señas que lo siguieran.— Seguidme. A nadie se le ocurrirá buscaros allí.

Maxim no estaba seguro de poder confiar en esa sonrisa ladina, pero obedeció sus indicaciones por no rechazar un plan antes de conocerlo.

La niebla se hacía más densa a medida que se acercaban a los muelles. El silencio de la noche cedió paso al grave crujido de los grandes mástiles y de los cascos encerrados en el hielo, protegidos en la línea de flotación por fuertes vigas.

Los tres se acercaron al amarradero con cautela, mirando en su derredor. Por fin Justin los instó a darse prisa y echó a correr por el muelle helado que tenían frente a ellos. Envuelto en las sombras de la noche, se agazapó junto al navío más grande de la zona y, con una gran sonrisa, señaló el nombre.

¡Era el Grau Falke de Hilliard!