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SI alguna vez Maxim había dicho que la bella Elise era una espina clavada en su flanco, Quentin debió de compararla con una afilada estaca. Hizo falta toda su resolución y la mayor parte de su fuerza para dominarla sin provocar alarma en la distante Bradbury Hall. Le soltó la boca con una maldición y se quedó mirando, casi asombrado, la nítida curva de dientes marcada en la parte carnosa. Un instante después ella tomó aliento para gritar. El joven imaginó de inmediato a toda una horda vengativa cayendo sobre él desde la casa, pero su apresurado intento de acallar el grito tropezó con dientes muy activos y una cabeza muy móvil. Por fin logró meterle un pañuelo en la boca y pudo succionarse el nudillo despellejado. Con el largo delantal que la muchacha llevaba puesto, le envolvió los brazos y las manos hasta inmovilizar la. Usó su daga para cortar un trozo del lazo con que el cinturón se ataba y aseguró la mordaza en su sitio para que ella no la escupiera.

Luchando contra su resistencia, Quentin la levantó en brazos a duras penas y avanzó por entre los arbustos. Ella se retorcía como una anguila, poniendo muy a prueba sus fuerzas.

—¡Por Dios, Elise, quédate quieta! —ladró, cuando ella estuvo a punto de caer al suelo.

Era malgastar el aliento. Cuando salió de entre la maleza sofocando un juramento tras haber recibido un golpe contra el cuello, su banda de hombres lo miraron con asombro. Tosía y jadeaba, preguntándose cómo se le había ocurrido ir solo para traer a la muchacha. Pronto descubrió que ponerla a lomos de su yegua no era tampoco sencillo. En cuanto quiso tomar una cuerda para atarla a la montura, la joven se deslizó hasta la hierba, esquivó el cuello del animal y corrió tan deprisa como se lo permitían las ataduras, para gran diversión de los cómplices.

Quentin volvió a levantarla. En esa oportunidad recibió un codazo en la mandíbula. Quedó aturdido por un momento, como si el cerebro se le estuviera sacudiendo, y retrocedió hacia el corcel. Una vez más la puso en la montura. Luego le envolvió las faldas con la soga hasta que a ella le fue casi imposible mover las piernas. Para no correr riesgos, rodeó con la cuerda la cintura de la muchacha y el pomo de la silla, con lo cual la tuvo bien asegurada. Aun así tuvo que enfrentarse alodio irrefrenable de aquellos ojos, que le prometían un horrible castigo en cuanto se presentara la oportunidad.

Quentin tomó las riendas y, después de envolverse la mano con ellas, puso el pie en el estribo de su propia cabalgadura. En ese momento, Elise aplicó un fuerte golpe de talón a su yegua. El confundido animal correteó de costado, con lo que estuvo a punto de arrancar a Quentin por encima del lomo de su caballo. A duras penas recobró el joven su equilibrio y se acomodó en la silla. Luego aplicó un cruel latigazo al hocico de la inocente yegua. Elise, al ver su semblante sudoroso y contraído, comprendió que estaba al borde del derrumbamiento; sería mejor esperar otro momento para actuar.

La cabalgata fue larga. El sol descendía entre las nubes de occidente, esparciendo un fulgor rojizo sobre el campo. Elise sólo sabía que viajaban hacia el oeste. Acamparon al amparo de algunos árboles y volvieron a reanudar la marcha mucho antes del amanecer.

Casi al atardecer de ese segundo día, llegaron a lo alto de un largo barranco, que cerraba un valle sembrado de cantos rodados. A unos doscientos metros del barranco, 1á tierra volvía a elevarse en una lomada, sobre la cual se agazapaban los restos ruinosos de un castillo desierto. A la primera mirada, Elise recordó el castillo de Faulder, pero aquel torreón había retenido cierta grandeza, mientras que éste era apenas una estructura. Una sola torre se alzaba en el lado opuesto, con almenas castigadas por el clima, sobre murallas medio derruidas.

El crepúsculo ya comenzaba a posarse en la tierra cuando se detuvieron entre los dos montones de escombros que delimitaban el sitio en donde, en tiempos pasados, había estado el portón. Dos guardias salieron de sus refugios para desafiarlos con las ballestas preparadas. Quentin se quitó la capucha para identificarse y, al pasar, dejó caer una mano contra el muslo, como si la actitud de sus hombres lo hubiera complacido. Elise, que lo observaba, tuvo la súbita impresión de haber visto un gesto similar en otro sitio, pero la impresión fue fugaz. Entonces volvió la mirada al puñado de hombres agrupados en torno a una fogata. Quentin les dio una seca orden y todos se apresuraron a apagar las llamas y pisotear las brasas hasta borrar toda evidencia.

El muchacho desmontó y, después de arrojar las riendas a uno de sus hombres, se acercó a Elise para liberarla de sus ataduras. En el momento en que la puso de pie, las rodillas se le doblaron. El tuvo que sostenerla. Tenía intención de alzarla en brazos, pero ella bramó su negativa a través de la mordaza. Con terco esfuerzo, se apartó de él para apoyarse contra el flanco de la yegua. Quentin sonrió con indulgencia y alargó la mano para quitarle la mordaza.

—Compórtate bien —la instó, pese a su mirada fulminante—.

No tengo intenciones de hacerte daño. Sólo quiero que me hagas compañía por un tiempo, mientras tu esposo nos trae el tesoro.

—¿Dónde está mi padre? —Las palabras surgieron trabajosamente de la boca reseca.

—Cerca —le aseguró Quentin—. No tienes por qué preocuparte. Y está... eh... razonablemente bien. Elise desdeñó su blanda sonrisa.

—No sé cómo se te ocurrió hacer algo tan horrible, Quentin.¡Pensar que eras mi primo favorito! Al parecer, no sé juzgar muy bien el carácter de las personas.

—Ya sabes que yo también te tengo cariño, Elise. —El encogió los hombros en un gesto indolente.— Si no fuera por mí, Hilliard habría matado a tu padre en cuanto lo sorprendió espiándonos en las Stilliards. Yo argüí que valía la pena dejarle vivir, por el tesoro que tenía escondido; entonces lo arrojaron a uno de los barcos de Hilliard y lo llevaron a Lubeck. A no ser por mis amenazas de suspender la conspiración contra la reina, probablemente estaría aún allá... o muerto. Hilliard no era muy paciente. Ramsey no habría resistido por mucho tiempo sus torturas.

—Si en verdad salvaste la vida a mi padre, debo estarte agradecida —respondió Elise, tiesa—. Pero has llamado al desastre al retenerlo prisionero y secuestrarme a mí.

—Conozco la reputación de tu esposo —reconoció Quentin—. Sólo un hombre tan audaz pudo haber arrancado a Hilliard de su bien custodiado nido. Pero yo soy más cauteloso. No tengo intenciones de hacerle saber dónde estoy ni quién soy.

—Lo averiguará. Puedes estar seguro...

—En ese caso, el Juego se tornará peligroso para ambos. El tiene lo que yo quiero. Y yo —sonrió melancólicamente— tengo lo que quiere él. Se impone un buen intercambio. De lo contrario pagarán los inocentes, y para eso no tengo estómago.

—¿No tienes estómago para asesinar? —inquirió ella, arqueando una ceja en señal de duda—. ¿Qué me dices de tu amante? ¿O de Hilliard?

Quentin emitió un laborioso suspiro.

—Cuando mi vida corre peligro debo tomar ciertas medidas para garantizar mi seguridad, pero en verdad van contra mi modo de ser. Aun así, me costaría hacer contigo lo que he hecho con otros.

—Pero me matarías, si fuera necesario —provocó ella.

—Vamos —pidió él, tironeando un poco de la cuerda—. Ya he respondido a demasiadas preguntas.

—No te saldrás con la tuya, Quentin. Si haces daño a mi padre los tendrás contra ti...

Quentin dio un brusco tirón a la soga, haciéndola tropezar contra la piedra, y jaló de ella hacia la torre.

—En verdad, Elise, todas esas horribles advertencias no servirán de nada. Me cansan.

Se detuvo en el interior de la torre para tomar una antorcha de su soporte de hierro. Luego hizo un gesto hacia la escalera de piedra, que iniciaba un descenso circular hacia las mazmorras.

—Sígueme con cuidado —advirtió—. Podrías caer. Y abrió lentamente la marcha, con la antorcha en alto. Las escaleras mohosas eran traicioneras; Elise, con los brazos inmovilizados por el delantal, tenía dificultades para mantener el equilibrio. Entraron en las cavernosas profundidades de la torre, iluminadas por antorchas; después de pasar junto a una rejilla abierta en el suelo, vieron a un puñado de guardas reunidos en torno de una sólida mesa, donde se amontonaban bandejas sucias y restos secos de muchas comidas pasadas

Uno de los hombres apartó los restos con un brazo al ver Quentin, murmurando:

—Esta porquería me carcome la panza. Daría cualquier cosa por hincar el diente a una comida sabrosa. Aquí hace falta un cocinero. —Dio un codazo a su vecino y siguió a Elise con una mirada lasciva.— Tal vez la dama quiera cocinar para nosotros.

—Lo dudo —replicó Quentin, de mal humor. Y aplastó la risa del hombre con una mirada fría—Si no tratas a ésta con respeto, tendrás que responder ante mí.

—¿Es vuestro nuevo amor? —se burló uno, con una carcajada audaz.

Quentin dejó caer la cuerda, diciendo:

—Espera aquí.

Puesto que no había ningún lugar al que pudiera escapar, Elise obedeció la indicación y giró a medias para observar a Quentin, que seleccionaba un garrote de entre un montón de leña. Después de probarlo contra la palma de la mano, se encaminó hacia el hombre que había cometido la estupidez de expresarse así. Era alto y corpulento; lo miró sonriente, confiado de sí. Como los ojos oscuros se clavaran en él con una pétrea mirada, se encogió de hombros y le volvió la espalda para hacer girar su cerveza. Antes de que pudiera llevarse el jarro a los labios, el garrote descendió. El jarro salió disparado de entre sus manos, despidiendo un remolino de cerveza, mientras el garrote continuaba hacia abajo, hasta golpearle el brazo. El hombre lanzó un alarido de dolor.

—La próxima vez —le advirtió Quentin, casi con suavidad—, cuida tus modales o quedarás sin brazo para llevar la cerveza a tus grasientos labios. ¿Me he expresado con claridad?

El magullado asintió rápidamente. Mientras Quentin se alejaba, barrió con ademán desdeñoso las gotas que le empapaban los calzones. Elise comprendió el mensaje que su primo acababa de transmitir: no debían molestarla en ningún sentido, ni siquiera en ausencia de él. Al menos cabía agradecerle eso. Al pasar junto a ella, Quentin se detuvo para poner la antorcha en un soporte y le hizo señas de que lo siguiera.

—Por aquí.

Elise lo siguió a desgana por un par de amplios escalones de piedra. Caminaron hasta un sitio en donde una fuerte reja de hierro separaba una celda oscura del resto de la habitación. El primo introdujo una llave en la gran cerradura y levantó la tranca para abrir la puerta.

—Vuestras habitaciones, milady.

Elise atravesó cautamente la puerta, sin saber qué podía acechar en el negro vacío, más allá de los barrotes. Se volvió hacia Quentin con alguna indecisión. El alargó la mano para desatarla luego cerró la puerta entre ambos e inclinó la cabeza hacia el rincón de la celda, adonde no llegaba la luz. Elise sólo vio el extremo de un camastro.

—Tu padre despertará pronto. Sólo le di una pócima para ayudarlo a dormir.

Elise, ahogando una exclamación, corrió hacia el Camastro y buscó a tientas hasta hallar una silueta larga y flaca. Le era imposible saber si ese hombre era su padre o no.

—Una vela, Quentin, por favor —sollozó.

—Como milady desee.

El joven tomó la antorcha y la plantó en un soporte cercano.

Elise se sentó cautelosamente en el borde del camastro, contemplando aquella cara barbada. Pese a la espesa mata de pelo, no había modo de confundirlo. Las lágrimas le corrieron por las mejillas en abundancia al reparar en sus facciones flacas y en las manos descarnadas. La respiración apenas le movía el pecho. Casi con miedo, lo sacudió levemente por el brazo. Apenas obtuvo respuesta Quentin ordenó que alguien les llevara una jarra con agua y un estropajo. El que respondió a su llamada se apresuró a llevar a la celda los artículos requeridos.

—Aquí tenéis, milady —dijo el hombrecillo, dejando la jarra en una mesa tosca que había junto al jergón—. Algo para quitar el sueño al caballero.

Elise inmediatamente hundió el estropajo en el agua y, después de escurrir lo, empezó a mojar la cara barbuda. Su padre recobró poco a poco la conciencia. Durante un largo rato no hizo sino mover la cabeza y mirar a su alrededor, como si su mente se arrastrara desde un profundo pozo de oscuridad. Por fin la encontró. Sus labios apergaminados se movieron apenas. Ella se inclinó un poco.

—¿Elise?

—Oh, papá...

El querido apelativo fue como una caricia que lo calmara. Los ojos se le llenaron de lágrimas al suspirar.

—Elise mía...