14

EL sol descendió tras nubes turbulentas, pero al amanecer hizo una aparición brillante, bienvenido alivio a la horrible oscuridad que durante días enteros había envuelto la colina.

Nicholas se presentó en el castillo, tal como Maxim esperaba, después de viajar con una escolta de jinetes por entre los montones de nieve. Trajo consigo elemento de bordado y un bastidor para Elise; para Maxim, un tonel de buena bebida.

Elise se mostró muy atenta durante toda la visita, que duró varios días. Parecía pender de sus palabras, aunque se mostraba fríamente tolerante para con el dueño de casa, quien la observaba con invariable fascinación. Cada Vez que Maxim estaba presente, ella no dejaba de sentir su mirada constante; si le echaba un vistazo, comprobaba invariablemente que su intuición era acertada. La mirada de Maxim era a veces interrogante, a veces desconcertada

o simplemente cavilosa, penetrante; cualquiera fuese su actitud, resultaba difícil ignorarlo. Y aunque ella había jurado mantenerse altanera y no prestarle atención, su continuo fracaso la hacía gruñir, frustrada. Si él obraba así con el propósito de intranquilizarla, lo había conseguido.

Nicholas se despidió ante la puerta principal, asegurándole que en su próxima visita, traería un carruaje para que los tres viajaran a Lubeck. Pese a su verborrea, ella tuvo dificultad en prestarle atención, pues sabía que Maxim, de pie a poca distancia, a su espalda, observaba sin pausa.

Esa misma noche, terminada la cena, Elise pidió a Spence que avivara el fuego en su cuarto. En presencia de Maxim, pidió al sirviente que colocara un cerrojo a la puerta oculta de su habitación; eso alivió un poco su indignación hasta que se enfrentó a aquellos refulgentes ojos verdes.

Se instaló con sus regalos en la intimidad de sus habitaciones, dejando a Maxim frente a su silla vacía, al otro lado de la larga mesa. Hasta entonces a él le gustaba disfrutar de una velada a solas; ahora la soledad le resultaba opresiva. Se había acostumbrado a la compañía de la mujer y, aunque pasaban la mayor parte del tiempo riñendo, era evidente que cada momento era para él un goce.

Herr. Dietrich limpió los trastos de la comida y se retiró a su lecho, mientras Fitch y Spence, comprendiendo que no todo estaba bien entre los señores, se dedicaron a tareas nocturnas sin atreverse a hacer comentarios. En tanto Fitch preparaba las habitaciones de Su Señoría, Spence pasó por última vez, con una brazada de leña destinada a las de la damisela. .

Maxim estudió rápidamente sus posibilidades. Podía pasar el resto de la velada a solas o buscar la compañía de la doncella.

No se detuvo a decidir, sino que se levantó de inmediato. Por la fuerza de la costumbre, tomó la espada que mantenía cerca de su mano y, después de subir a la planta intermedia, siguió a Spence hasta la puerta de Elise. Allí apoyó un hombro contra el marco, mientras el criado acumulaba leña en el suelo, ante la plataforma del hogar.

En la mesa, junto a Elise, ardía un par de velas, arrojando un suave resplandor contra sus facciones. Desde su puesto, Maxim no podía apreciar el rubor que le había invadido las mejillas ante esa observación; sólo sabía que ella se había convertido en un dulce néctar y que ansiaba saborearlo.

El silencio se alargó entre ellos, mientras la muchacha estiraba un paño de hilo sobre el bastidor. Con la bronceada frente arrugada por la extrañeza, él preguntó:

—¿Habéis decidido pasar la velada a solas? ¿Os molesto si me siento aquí?

La fina nariz se elevó en un gesto frío.

—Podéis hacer lo que gustéis, milord. No soy yo quien pueda ordenaros dónde instalaros, si estáis en vuestra casa. —Paseó la mirada por las paredes y agregó, encogiéndose de hombros:— Si así podemos llamarla.

Spence se apresuró a retirarse, echando una mirada de preocupación por encima del hombro. La reticente doncella miraba de soslayo a su visitante;.junto a la silueta alta y musculosa que se recortaba contra la dorada luz del fuego, se la veía pequeña y ligera. Lord Seymour siempre se había conducido como un caballero para con las damas, aunque los dos vivían peleando, era de esperar que el hombre no perdiera los estribos como en el día de su llegada.

Con una leve sonrisa, Maxim acercó una silla al hogar y se instaló en ella:

—Veo que no me habéis perdonado.

—No sabía que desearais mi perdón, milord —respondió ella tiesa—. Por lo visto, vuestros actos os parecieron bien justificados.

El agitó una mano con desenvoltura:

—Cuanto menos, no os arrojé todo el contenido del cántaro.

—¡Hum!

Elise, sin prestar atención a esa lógica, se concentró en clasificar las hebras de colores, que iba atando flojamente al bastidor. Por un momento sus encantadoras cejas se fruncieron ante un hilo enredado. Una luz extraña suavizó los ojos verdes de Maxim, que seguía sus movimientos y sus expresiones con mucha atención.

Ofendida o no, ella creaba una atractiva atmósfera de tranquilidad doméstica. Su presencia le brindaba mucho placer. Y entonces cayó en la cuenta de que, pese al desacuerdo constante, se sentía mejor con ella que con ninguna de las mujeres que había conocido en su vida. El recuerdo de Arabella era apenas una sombra de su pasado. Si esta mujer le abría alguna vez sus brazos, él se vería en dificultades para recordar a cualquier otra.

Tratando de franquear el abismo que los separaba, Maxim hizo varios intentos de entablar conversación, pero Elise se mantuvo en un terco silencio. Por fin él abandonó el esfuerzo; era obvio que la muchacha mantenía una actitud poco amigable; se haría la ofendida hasta que le diera la gana de perdonarlo.

Vigilado por una mirada de soslayo, Maxim reclinó la cabeza contra el respaldo y estiró las piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, para apoyar el taco de una bota en la plataforma del hogar. Después de depositar la espada envainada sobre sus muslos, se cruzó de brazos y cerró los ojos, trayendo a la mente detalles del momento en que, de pie junto a la tina, había podido contemplar su desnudez. Aunque ella se negara a dirigirle la palabra, él no estaba dispuesto a encerrarse en sus habitaciones ni a volver al salón, cuanto menos por el momento. Obtenía más placer viéndola rabiar en silencio que si no la veía.

Elise continuó separando las hebras, en tanto contemplaba subrepticiamente a ese hombre, a quien había llegado a considerar un torturador. Era el que había enviado a sus secuaces a secuestrarla, el responsable haberla llevado a un suelo extranjero, donde ella apenas comprendía el más simple de los saludos; por añadidura, se entrometía brutalmente en su baño a manera de venganza. Y aun así su presencia agitaba en la mente de la muchacha un millar de sueños confusos, despertándole una excitación extraña cuando quiera que la mirara.

Poco a poco notó que la respiración de Maxim se había tornado profunda y regular. Sabía que Nicholas lo había mantenido en pie por la mayor parte de las noches anteriores, sin permitirle dormir gran cosa. Aun así, la idea de que tuviera la audacia de dormir en su presencia empeoró su humor. Eso la ofendía y la irritaba. Y cuanto más estudiaba aquellas cinceladas facciones, las ascuas de su resentimiento se avivaban hasta despedir chispas.

Apartó su labor para levantarse y cruzó el cuarto a grandes pasos por detrás de él.

—Este rufián no puede ser un verdadero señor —se dijo, mientras se echaba un chal sobre los hombros—. ¡Basta mirarlo! Se siente cómodo en cualquier covacha, como si nunca hubiera conocido nada mejor.

Elise giró lentamente, analizando los penumbrosos límites de su prisión. Altas sombras ondulaban en los muros y el techo, lanzadas por la diminuta llama de la vela. En el hogar se asentaron los restos de un leño, despidiendo una lluvia de chispas por la chimenea. La fogata perdió vigor; fue como si un frío insidioso invadiera la alcoba a oscuras.

—¡Patán pretencioso!

Las palabras escaparon de sus labios tensos. Se acercó al hogar para arrojar nuevos leños a las brasas ardientes. Mientras las llamas jóvenes lamían febrilmente la madera seca, ella subió a la plataforma y, de espaldas al calor, se recogió las faldas para calentarse el trasero.

Mientras tanto lo analizaba con atención. Hasta ahora nunca había tenido esa oportunidad. Sobre las botas, dobladas por lo alto, se extendían los muslos, largos y esbeltos; ella deslizó la mirada hasta el calzón acolchado que le cubría las caderas estrechas. El hombre vestía bien y con sobriedad, sin duda, no como otros de su sexo, que preferían los bordados lujosos y calzones enjoyados, como si estuvieran exhibiendo su virilidad... o haciendo mucha bulla por nada. Claro que, en verdad, a este hombre no le faltaba nada. Su cara y sus facciones eran las más hermosas que ella había visto jamás. En cuanto a estatura, se medía con los más altos. Bien podía ofrecer material para los sueños de cualquier muchacha.

Elise se regañó mentalmente por la dirección de sus pensamientos. Irguió la espalda, dominando las emociones y endureciendo el corazón. ¡Había que enfrentarse a ese hombre de una vez por todas! Rencorosa y ofendida, levantó el pie y barrió los de Maxim de la plataforma. La celeridad de su reacción la dejó petrificada: él plantó rápidamente los pies en el suelo y en el cuarto resonó un gemido de acero. La vaina cayó al suelo, en tanto una luz perversa titilaba en la hoja desnuda. Maxim ya estaba de pie. Una veloz mirada a todos los rincones le hizo comprobar que la esbelta doncella era la única amenaza presente. Entonces arrojó la espada a un lado y se plantó ante ella. Elise, que estaba subida a la plataforma del hogar, descubrió que sus ojos quedaban apenas a la altura de los de Maxim.

—¿Queríais hablarme, señora? —La voz sonaba suave, pero inexpresiva.

Elise no pudo dejar de preguntarse qué pensaba, aun mientras luchaba por recordar su propia ira. Tal vez lo mejor era enfrentarse a él con la dulce razón.

—¿Cuento ahora con toda vuestra atención, milord?

—Con toda la que podría prestar a cualquier doncella —juró él—. Bien podéis lamentar el día que os la brindé. —Sus ojos le sostuvieron la mirada hasta hacerla ruborizar.— Conozco a algunas damas de alcurnia cuyos modales se habrían beneficiado un poco si yo les hubiera aplicado disciplina sobre mis rodillas. Aunque nunca levanté la mano ante ninguna de ellas, muchas veces he sentido la fuerte tentación de hacerla.

—Trazáis un límite muy fino entre lo decoroso y lo que no lo es, milord —advirtió ella, bravucona—. Amenazáis con castigarme por mi ofensa, pero no respetáis la intimidad de mi persona ni de mis habitaciones, como si tuvierais derechos de amo en este torreón.

Maxim reparó en el pulso que palpitaba en el blanco cuello; luego desvió la mirada hacia el sitio en donde el vestido se moldeaba contra los pechos maduros. Luego volvió a mirarla a los ojos, con una ceja arqueada:

—¿No hicisteis vos lo mismo al atacarme mientras dormía?

Ella levantó la cabeza con aire descarado y dio en pasearse por el borde del hogar, sin sospechar la visión que le brindaba: el fuego recordaba su esbelta silueta, convirtiendo su cabellera en una llama brillante. Por fin se detuvo frente a él, estudiándolo con la cabeza inclinada:

—¿En verdad ansiáis darme unos azotes, como si yo fuera una chiquilla desmandada? —

Sus dedos tironearon de los lazos que ataban la camisa del marqués, acariciando como por casualidad el pecho. Sentía deseos de ver si él sería tan susceptible como Nicholas a un toque suave, a una palabra gentil.— ¿Tanto he abusado de vos?

Maxim había aprendido a desconfiar de esa doncella y la observó con cautela, preguntándose qué se traería entre manos.

—¡Sí! y fue un verdadero abuso, lo juro.

Los párpados de la muchacha descendieron con coquetería; ella desvió un poco la cara, ofreciéndole una expresión entristecida.

—¿Es vuestra agonía insoportable, milord? ¿Deseáis aplicarme castigo al pellejo hasta que vuestro enojo ceda?

Esa no era la zorra a la que él había llegado a conocer. Aunque Maxim sintió que se le aceleraba el pulso al tenerla reclinada contra sí, la cautela le impedía dejarse conducir a otra trampa.

Consciente de la tentadora presión de aquellos suaves pechos contra su torso, luchó contra el impulso de estrecharla contra sí y ahogar sus preguntas en besos fervientes. Dio su respuesta en un susurro áspero.

—Nunca he deseado haceros daño, Elise.

—¿Qué estáis diciendo? —Ella irguió la espalda como si hubiera recibido un aguijonazo, con los ojos encendidos de cólera.— Si es así, vuestros tiernos cuidados, milord, me hacen sentir muy maltratada. —Lo golpeó directamente en el pecho con un puño pequeño. El retrocedió un paso, sorprendido ante tan brusco cambio.— ¿No me hicisteis secuestrar en la casa de mi tío, milord? ¿No me hicisteis arrastrar por entre la chusma de Alsatia, encerrar en una caja mohosa, llevar contra mi voluntad a través del mar hasta una tierra extranjera, donde se me mantiene prisionera entre desconocidos? —Bajó de la plataforma y continuó golpeándole el pecho con ambos puños, sin cesar en su torrente de preguntas.— ¿No me habéis convertido en vuestra esclava?

Maxim trató de retroceder, pero se vio abruptamente detenido por la cama. Se sentó pesadamente, pero su adversaria no le daba cuartel. Instalada entre sus piernas abiertas, le clavó un dedo sobre el corazón, pinchándolo con la uña allí donde se abría la camisa. Pronunció sus palabras en frases cortas, como si estuviera regañando a una criatura no muy inteligente.

—¿Por quién me tomáis, señor? ¿Por un soldado del reino? Por Dios que no estoy de excursión por el campo. Tampoco me gusta esta ruina donde vos parecéis sentiros tan cómodo. Soy resistente como la que más, pero no me agrada el frío que se filtra en todas las habitaciones. Cada mañana me acurruco en mi cama y no hallo deseos de levantarme. —Más sosegada, habló con voz algo más suave.— En verdad, señor, preferiría una cama abrigada, seguridad y, si fuera posible, una mujer que me ayudara con la limpieza.

La silueta leve y sombreada se apartó de él. Elise, cayendo en un estado melancólico, pasó largo rato contemplando el fuego. Por fin lo enfrentó otra vez. Sorprendido, Maxim detectó en sus ojos el brillo de las lágrimas.

—No os pido los lujos y las comodidades que habríais proporcionado a vuestra queridísima Arabella —murmuró, pasado el enojo—. No he vuelto a pediros que me enviéis a casa antes de la primavera. Sólo pido que tratemos de vivir en paz mientras permanezcamos aprisionados en este sitio.

Azorada por su propio estallido, Elise fue a ponerse junto a la puerta.

—Os ruego ahora que os marchéis, milord —dijo, con voz débil—. Os deseo buen descanso.

Maxim se levantó; por el cerebro le cruzaba un verdadero torbellino de pensamientos. Levantó la espada y, después de envainarla, se acercó a la puerta. Se detuvo junto a ella, buscando palabras que se le escapaban de la lengua, pues si negaba sus sentimientos por Arabella parecería estar mintiendo. A su pesar, se marchó sin decir nada. Los goznes crujieron al cerrar Elise la puerta detrás de él.

La muchacha dejó escapar un suspiro y apoyó la frente contra la suave superficie de madera. La soledad del cuarto pesaba sobre ella; en ese instante se sentía muy cansada y completamente sola. Al parecer, cada vez que pasaban un rato juntos ella terminaba actuando como una bruja vengativa. No podía pasar siquiera una hora con él sin terminar riñendo. Era como si él la enemistara consigo misma.

Una penumbra gris señaló el comienzo de la mañana. Elise despertó bruscamente ante el ruido de una puerta, que se abrió y se cerró en algún punto del torreón. Después de asomar la nariz sobre las pieles, reparó en los cielos plomizos. Temía que volviera a nevar, pues el torreón, en lo alto de la colina, se estaba convirtiendo en una fortaleza de blanco impenetrable. Tiró de la camisa y el vestido para ponérselos debajo de las mantas y, así protegida del frío, se levantó.

Después de deslizar los pies helados en los zapatos de cuero crudo, se abrigó los hombros con un chal y correteó por la habitación dedicada a restaurar el nutritivo calor del fuego. Poco después, con las manos y la cara rosadas por la higiene y el pelo recogido en un grueso moño sobre la cabeza, Elise salió de la alcoba e inició el descenso de la escalera. Se sentía levemente contrita por la furia que había desatado contra Su Señoría. Más aún: se resistía a enfrentarse a él, cuando recordaba los golpes de puño descargados contra el vientre de roble. "¿Qué ha de pensar de mí?", gimió, angustiada. "Arabella nunca hubiera hecho semejante cosa."

Spence estaba sentado en la plataforma del hogar, mirando con ansiedad a Herr. Dietrich, que iba retirando panecillos del horno instalado en la pared. Al acercarse ella, el criado se levantó de un salto para retirarle la silla de la mesa. Era raro ver a Spence sin su compañero, y Elise no dejó de mencionarlo.

—Parece que has venido sin Fitch, Spence. ¿No estará enfermo?

—No se preocupe la señora. Está con Su Señoría. Salieron rumbo a Hamburgo antes del amanecer.

A espaldas del cocinero, el criado arrebató un panecillo de la plancha de hierro y escapó al trote, justo a tiempo para evitar el cazo que Dietrich le arrojaba. Respondiendo con una sonrisa al petulante cocinero, se acomodó en un banquillo, al otro lado de la mesa, donde no pudiera sufrir daños.

—¿A Hamburgo? —pronunció Elise, con voz enronquecida por el espanto. ¿y si Maxim se había cansado de sus ataques y había decidido abandonar el torreón?— ¿Volverá...? Quiero decir: ¿volverá pronto?

—No lo sé, milady. Su Señoría no me dijo una palabra.

—Bueno, no importa —suspiró ella, dejando escapar una risita—. De este modo tendré un poco de tiempo para mí.

Spence, que comía con apetito el panecillo robado, no reparó en su inquietud.

—Sí, probablemente eso pensaba él cuando se marchó.

Elise logró sonreír.

—Será una suerte si puede regresar antes de que el tiempo empeore. Ese cielo gris es un mal presagio.

Como para justificar esas palabras, por la tarde se asentó en la campiña una densa niebla que oscureció las colinas distantes, hasta que todo se convirtió en sombras difusas. A veces las siluetas desaparecían por igual, consumidas por una masa de gris blancuzco.

Elise, que miraba desde las ventanas, tuvo la extraña sensación de que ella y el torreón estaban atascados en un peñasco neblinoso, en un lejano universo, y que jamás volvería a gozar el consuelo de estar en Inglaterra y en su casa. Con un esfuerzo de pura voluntad, apartó de sí ese humor sombrío y se dedicó a una vigorosa limpieza en las habitaciones de Maxim. Ordenó su vestidor y, al guardar las zamarras de terciopelo, se permitió acariciarlas con las manos. Aunque el diminuto cuarto no estaba exactamente desordenado, era obvio que su ocupante estaba habituado a dejar esos menesteres en las manos de un sirviente.

De vez en cuando Elise captaba una leve melodía que provenía de abajo, donde Herr. Dietrich hacía oír su voz. Desde los establos, Spence agregaba el ritmo de un vigoroso martillo. Esos sonidos la tranquilizaron. Sin embargo, las horas se hacían lentas sin Maxim y llenarlas se le antojaba trabajoso. La intrigaba esa sensación de vacío que invadía el torreón, como si la presencia del marqués diera vida al edificio.

Aunque se esforzaba en llegar a sus propias emociones, comenzaba a comprender que se había habituado a su compañía y, cuando él no estaba, lo echaba de menos.

Ya avanzada la tarde, Spence apareció en la puerta de la entrada, con cara de preocupación. Cruzó el salón sin decir nada y fue en busca de su arco y su carcaj.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elise, súbitamente aprensiva.

—No hay por qué preocuparse, señora —le aseguró él—. Es que oí voces extrañas en la senda y me pareció mejor estar preparado. Con los ladrones y los vagabundos que rondan por estas colinas...

Spence indicó a Herr. Dietrich que echara tranca a la puerta cuando él saliera; luego echó a correr por el patio. Mientras el cocinero aseguraba la entrada, Elise corrió a su alcoba y abrió una ventana; Spence estaba trepando a la muralla, junto al portón.

A lo lejos resonaban crujidos y el repiqueteo de muchos cascos, que subían por el sendero nevado. Luego, una llamada sorda, en nada parecido a la que habrían podido emitir dos jinetes solitarios. Si eran asaltantes los que vagaban por las colinas desnudas, resultaba obvio que el solitario defensor del castillo necesitaría ayuda para afrontar su ataque.

Sobre la muralla medio derruida se divisaba una línea difusa, más oscura, allí donde el barranco alcanzaba su máxima altura, varios parches esfumados en donde el sendero lo cruzaba. Una sombra oscura se movía en la niebla, convirtiéndose en la figura fantasmal de un jinete a caballo. Detrás de él apareció otro. Los seguía una forma más grande, que resultó ser una carreta tirada por una yunta de bueyes. La seguía un segundo vehículo.

Elise dejó escapar una leve exclamación al fijar la vista en el corcel que llevaba la vanguardia, pues había reconocido su paso brioso. Al ver la silueta alta y recta de su jinete comprendió, por el revelador latido de su corazón, que experimentaba algo más que un simple alivio.

—“¡Maxim ha vuelto a casa!” El pensamiento ardió en su conciencia, calentándola con su júbilo.

Recogió las faldas y salió a toda carrera. En un segundo estaba quitando la pesada tranca de la puerta principal. Cuando llegó a la escalinata, Maxim y Fitch ya habían entrado en el patio.

Los seguían una carreta cargada de barriles, jaulas con pollos y un par de pequeños cañones. En el asiento, junto al conductor, viajaba una mujerona de complexión cuadrada, envuelta en un manto con capucha. El otro carro venía cargado de tablas, dos grandes baúles, piezas de tela, colchones de plumas enrollados y envueltos.

Una mujer delgada y pulcramente vestida, algo entrada en años, se había instalado junto al conductor; llevaba en el regazo un estuche cubierto por un tapiz. Tras los toscos transportes se veía una estela de animales: una vaca solitaria y un pequeño rebaño de ovejas, al cuidado de un jovencito que llevaba un cayado largo; junto a él correteaba un perro lanudo.

Maxim desmontó y arrojó las riendas a Fitch; luego se aproximó a la escalinata, quitándose los guantes, y se detuvo ante ella.

—Como mi señora lo ordeno. —Con una amplia sonrisa, señaló a los desconocidos con un amplio gesto de la mano:— Albañiles y carpinteros para que reparen las grietas; una mujer para que limpie; otra para que se encargue de las costuras que hagan falta inmediatamente; animales que nos proporcionen alimentos en abundancia, y un muchacho para que los atienda.

Elise estaba abrumada.

—Pero, ¿cómo pudisteis permitiros estos gastos?

—Nicholas me adelantó ciertos dineros, con las propiedades del marqués de Bradbury como garantía —respondió él, con una sonrisa melancólica—. Algunos dirán que cometió una estupidez, pero es obvio que, en su opinión, voy a recuperar la gracia de la reina.

—¿y Edward y sus mentiras? —murmuró ella.

El alargó una mano para apartar un rizo caprichoso de su mejilla.

—Últimamente casi no me acuerdo de él. Tal vez el fuego de mi odio mengua junto a la agradable presencia de su sobrina.

Ella experimentó un impulso cálido hacia él. Sin embargo, al verlo tan acicalado con su manto forrado de pieles, su chaleco de terciopelo y las finas botas de cuero, no pudo dejar de pensar en su propio atuendo, tan simple y tosco. Se frotó tímidamente la mejilla que él había tocado, esparciendo una mancha de polvo asentada allí.

—Os habéis esmerado, milord. Sois muy generoso.

Fitch indicó a las dos mujeres que subieran la escalinata mientras él luchaba con los baúles. En tanto las dos subían los peldaños, Elise retrocedió al salón para abrirles la puerta. La mayor de las mujeres sonrió con simpatía, pero la corpulenta se daba unos aires superiores a los de cualquier dama de alcurnia. Se detuvo a algunos pasos de Elise para mirar a su alrededor, despectiva; luego investigó a la doncella con idéntico desdén.

Fitch se enfrentaba al desafío de introducir por la puerta, al mismo tiempo, su mole y el abultado equipaje. Después de varios intentos abortados, logró avanzar de costado; aun entonces fue como un corcho que saltara de una redoma en fermentación: por mucho que intentó mantener todo junto, baúles y cajas volaron en todas direcciones.

—¡Oh, mira lo que has hecho, torpe! —regañó aquella mujer de proporciones bovinas. Sus palabras tenían un leve acento alemán. En el momento en que Maxim entraba, ella hizo un gesto imperioso hacia Elise, indicándole que ayudara al criado.

—¡No te estés ahí sin hacer nada, muchacha! Ayuda a ese hombre. y después nos indicarás dónde dormiremos la modista y yo.

—¡No, señora! —exclamó Fitch, sacudiendo la cabeza ante Elise—. ¡No os molestéis!

—¿Señora? —la recién llegada, con las cejas arqueadas en agudo escepticismo, miró a Elise de pies a cabeza, provocando en sus mejillas un enrojecimiento de humillación.

Bajo la altanera mirada de desaprobación, la muchacha no halló una réplica adecuada. Era obvio que su aspecto era el de una fregona.

Maxim se ocupó de las presentaciones.

—Frau Hanz, la señora es su nueva ama... la señora Radbome

—Entonces... —La mujer hizo una pausa, observando con desdén el raído vestido de lana.— ¿No es la marquesa?

El caballero sintió cierta irritación al reparar en la expresión despectiva que mantenía Frau Hanz; no cabían dudas sobre las conclusiones que debía de haber extraído.

—Se os contrató, Frau Hanz, y vuestra función será obedecer todo lo que la señora Radborne os indique. Si os desagrada el trato, podéis volver a la ciudad por la mañana. Haré que mi criado os acompañe.

La mujerona se puso tiesa ante ese suave reproche. Tardó un largo instante en responder:

—Entschu/digen Sie, mein He". No fue mi intención ofender.

—En adelante poned cuidado para no hacerlo —replicó Maxim. E hizo un brusco gesto a Fitch—: Acompaña a las mujeres a sus cuartos.

En el silencio que siguió a esa salida, se volvió hacia Elise, que parecía petrificada por el diálogo.

—Es difícil hallar a buenos sirvientes en tan poco tiempo —murmuró, acariciando con la mirada el rostro vuelto hacia abajo—. Si Frau Hanz no os satisface, se la puede despedir.

Elise comprendió que iba a perder por completo la compostura y tartamudeó:

—Os ruego me disculpéis.

Antes de que Maxim pudiera contestar, apretó un nudillo contra los labios temblorosos y huyó hacia la escalera. Ella siguió con la vista, aturdido por la confusión. No le costaba comprender que estuviera dolida, pero tenía la sensación de que él adoptaba el papel de villano.

Corrió tras ella y la alcanzó en el tercer peldaño. Cuando la hizo girar hacia sí, los ojos de la muchacha vertieron un torrente de lágrimas y se negaron a mirar lo.

—Esto no es un simple fastidio —susurró Maxim—. ¿Qué pasa?

—Me... me avergonzáis, milord —sollozó ella, con suavidad.

—¿Qué? —La palabra estalló en sus labios sin que pudiera contenerla.

Elise se acobardó ante esa réplica y levantó los ojos lacrimosos

—¿No sabéis lo que ella ha pensado de mí?

Maxim aceptó la culpa sin discutir.

—Sé que he comprometido vuestro buen nombre, Elise, pero no puedo remediarlo salvo pronunciando los votos matrimoniales. He hecho lo posible. Frau Hanz puede volver por donde vino. Bastará con que lo ordenéis.

—Me miró... como si yo fuera algo detestable. —Elise bajó la vista a sus ropas y tironeó con asco de la tela raída.— Y tiene toda la razón. Parezco... parezco ¡una fregona! —Sorbiendo por la nariz, se pasó una mano trémula por las mejillas.— ¿Cómo voy a presentarme a los sirvientes que habéis traído con esta pinta? ¡Ni hablar de ir a Lubeck con Nicholas!

Maxim frunció el ceño, disgustado. ¡Conque de eso se trataba! ¡De Nicholas! Ella quería lucir bien ante él.

—Aceptasteis dinero de sus manos para adquirir ropas. ¿Qué tengo yo que ver con eso?

Elise alzó las manos en una grave súplica.

—Cuando me trajeron, traía dinero propio escondido bajo mis faldas. Lo entregué a Nicholas para que lo invirtiera por mí. Nunca he recibido de él sino eso y tampoco he usado vuestro dinero. La bolsa que me disteis fue invertida en préstamos a interés. Nicholas os puede rendir cuentas de todo.

Maxim cruzó las manos y la observó con aire enigmático, como si se guardara un secreto hasta el último instante.

—Oh, las mujeres —murmuró—. Jamás lograré entenderlas. Podríais haberme explicado esto, pero me dejasteis creer que aceptabais dinero de ambos.

—Dejadme ir a mi alcoba antes de que regrese Frau Hanz —rogó Elise, angustiada—. No quiero que nos vea juntos, así.

—Un momento más, Elise, os lo ruego. Quiero haceros notar que, cuando frau Reinhardt considera a una persona digna de sus servicios, también le otorga una notable prioridad. —

Como viera que la muchacha fruncía el ceño, confusa, se permitió sonreír.

—Vuestros vestidos estaban listos, aunque les faltaba la última prueba, y los he traído conmigo. En vuestro lugar, me encerraría en mi alcoba para recibirlos.

Lo interrumpió una brusca aspiración. Un momento después, Elise se erguía en puntas de pies para arrojarle los brazos al cuello. Maxim, agradablemente sorprendido, sintió un rápido roce de labios contra la mejilla.

—Oh, gracias, Maxim, gracias —le susurró ella, al oído.

Antes de que él pudiera ceñir con los brazos su estrecha cintura, la muchacha se liberó y huyó por la escalera.

—Frau Reinhardt envió a su costurera para que diera los últimos toques —llegó a decirle, antes de que se oyera el portazo y el ruido del cerrojo.

Maxim volvió abajo y se acercó al hogar para calentarse las manos. El recuerdo de aquella cara radiante le brindaba más calor que el fuego. La idea de formar un hogar temporal en el castillo Faulder empezaba a resultar le grata. Mientras no pudieran volver a Inglaterra, el torreón sería un refugio para ambos.

Elise despertó súbitamente, bañada en sudor frío. Los restos de una pesadilla, en la que había visto a su padre prisionero en un sitio oscuro Y horrible, aún perduraban en su mente. Lo había visto amarrado de pies y manos por largas cadenas, que repiqueteaban lentamente mientras él recorría el suelo de piedra con los pies descalzos. Los límites de su prisión estaban marcados por barras de hierro amuradas a la piedra de la pared. Dos ojos de proporciones paquidérmicas, transparentes como un velo fino, se superponían a la imagen; ella tuvo la sensación de que la habían observado durante todo el tiempo, con profundas y aflictivas ansias.

Inquieta, abandonó el suave colchón de plumas y reacomodo las limpias sábanas, junto con las pieles, para preservar todo el calor posible. Luego se puso una larga bata de terciopelo sobre el cuerpo desnudo Y se calzo un par de zapatillas. Poca atención le merecían los lujos de que ahora disfrutaba. ¿Qué podían importarle, si su padre quizá sufría terribles privaciones?

El fuego estaba a punto de apagarse; después de echar algunos leños más, arrastró una silla y apoyó los pies en la plataforma del hogar. La pesadilla había arrojado su mente en las estepas de alguna tierra extranjera; aunque buscaba por doquier, no hallaba sitio reconfortante en el que posar sus pensamientos. Por fin se obligó a repasar minuciosamente las últimas semanas. Los recuerdos de Maxim pronto se impusieron a la tristeza. Tanto en modales como en encanto, se superaba a sí mismo, cortejante irresistible. La mimaba y protegía, despertándole sensaciones maravillosas. Por primera vez en su vida recibía las atenciones de un hombre lo bastante maduro como para saber lo que deseaba y reconocer sus poderes de persuasión. Un leve roce de sus dedos en el brazo o en la mejilla evocaba oleadas de placer, mareándola de deleites.

Las fiestas navideñas habían quedado atrás sirvientes y encumbrados disfrutaron por igual. Hasta Frau Hanz había reído un par de veces, al escuchar los cuentos humorísticos que se narraban en torno del hogar; a todos les tocó el turno de entretener. En privado, Maxim le había obsequiado una caja con incrustaciones de piedras preciosas con voz grave y sensual, le recomendó reservarla solamente para los corazones que conquistara. Elise recordaba demasiado bien sus cálidas sensaciones al recibir en los dedos su gracioso beso.

Por un tiempo ambos estuvieron ocupados con distintas tareas; ella debía dar instrucciones a la criada; él, dirigir las reparaciones necesarias. La costurera se había encargado de coser las cortinas para las alcobas y las camas con dosel, que impedirían el paso de las corrientes de aire. Se pusieron alfombras en los sitios donde solían sentarse y los sillones fueron provistos de mantas para las rodillas.

La alcoba de Elise había tomado un aspecto acogedor. Los cortina dos de terciopelo en las ventanas y la cama agregaban una invitadora calidez al refugio; resultaba casi placentero acurrucarse bajo los edredones de plumas. Hasta la tina de cobre relucía en su rincón, tras una buena pulida.

En ella se iba asentando una sensación de seguridad, gracias a la mejoría experimentada por las condiciones del torreón. Ya no tenía miedo a la noche. Los pequeños cañones traídos por Maxim estaban ya instalados en los muros frontales. La reja levadiza, puesta en servicio gracias a una cadena, se bajaba al caer la oscuridad, detrás del portón reparado.

Aun así, Elise descubrió que las semanas transcurridas habían sido un desgaste para sus emociones. Las numerosas horas pasadas con Maxim en el encierro del castillo iniciaban la erosión de sus defensas, antes sólidas. La actitud suave y cálida del caballero comenzaba a provocarle ciertos cambios, que presagiaban un debilitamiento de la voluntad. No reconocía las ansias crecientes que la asaltaban. Nunca en su vida había sentido la necesidad de buscar la compañía de un hombre, como ahora le ocurría con respecto a Maxim. Disfrutaba cuando estaba con él y recibía sus atenciones. Ella tocaba despreocupadamente, pero ella aún no había logrado responder de la misma manera.

Había sido una verdadera sorpresa, la mañana en que por casualidad lo vio sin camisa, el ataque sufrido por sus sentidos: no le fue nada fácil apartar la vista de esa expansión musculosa. Con frecuencia bajaba las pestañas por disimular su fascinación, pero su imaginación se negaba a detenerse en el atuendo exterior de ese hombre: ella lo había visto todo y lo que deseaba era volver a verlo.

Elise se apartó del hogar para pasearse lentamente por la alcoba. Sus ansias no eran, por cierto, un problema singular, pues Maxim había dejado en claro que la deseaba como hombre. Pero ella se negaba a dar satisfacción a los deseos de ambos, aplastándolos bajo el firme talón de su dominio. Sin embargo volvían para acosarla. En noches como esa no hallaba reposo.

Sus ojos volvieron al tapiz, como si algo los atrajera. Ahora sospechaba adónde conducía esa puerta. Mientras contemplaba la obra de artesanía, en ella empezó a crecer una profunda curiosidad. ¿Qué mejor momento para explorar ese misterio, puesto que Maxim dormía y no sabría nada de sus andanzas? Encendió una vela y, muy decidida, se deslizó detrás del tapiz. Nada le impediría su propósito: ni siquiera los murciélagos que antes habitaran esas sombras. Deslizó suavemente el cerrojo que Spence había atornillado a la puerta y abrió con cautela.

Elevando la vela para desalojar la oscuridad, entró en el pasillo y avanzó con cautela hasta la empinada escalerilla. Por allí ascendió, con lento cuidado. En el descansillo encontró una puerta, con un cerrojo a baja altura. Depositó la vela donde pudiera iluminar ese punto y descorrió con cuidado el adminículo. El panel giró sin hacer ruido alguno. Al franquear el umbral, distinguió la respiración lenta y pareja del hombre que dormía profundamente en la cama.

Elise, con los nervios tensos, se acercó al lecho. No podía confundir aquella cabeza bronceada y revuelta: la del señor del castillo Faulder. Yacía sobre el costado izquierdo, de espaldas a ella, y las mantas de piel apenas le cubrían las caderas estrechas. Una fea cicatriz purpúrea quebraba la suave simetría de su espalda. Eso explicaba las muecas que ella le había visto hacer a veces, estirándose como si algún dolor le molestara.

La asedió una súbita compasión al pensar en el tormento que él debía de haber sufrido, arrancado por Fitch y Spence a las lodosas profundidades del río y transportado, en medio de la noche, a aquella posada de Alsatia. Era una verdadera suerte que no hubiera muerto.

Elise contuvo el asiento al ver que él se movía en sueños, inquieto, hasta quedar de espaldas. El durmiente dejó escapar un largo suspiro y puso un brazo por sobre la cabeza, girando un poco la cara hacia el lado opuesto. Ella no se atrevía a moverse ni a respirar, pero sus ojos lo recorrían todo, aunque el rubor la inundaba ante lo osado de esa inspección. La sombra oscura de una cicatriz subía por las costillas, en el lado izquierdo. Curiosa por conocer su extensión, ella se inclinó hacia la cama.

De pronto largos dedos se ciñeron a su brazo. Súbitamente alarmada, Elise se sintió arrastrada hacia el hombre. Maxim se tendió de costado, obligándola a ponerse contra él, y la retuvo allí con un brazo ceñido a la cintura. Durante un momento de estupefacción, la muchacha lo miró con ojos dilatados. Vio el resplandor de blancos dientes junto a ella y, pese a la oscuridad, pensó que se parecía a una mueca lasciva.

—¿Qué pasa? ¿No hay cántaro de agua fría para arrojarme?-Su voz sonaba suave y cargada de humor.— ¿Qué decís? ¿No habéis traído nada para clavarme a mi colchón?

—¡Soltadme! —jadeó Elise, aplicando una mano al torso desnudo para empujar, forcejeando por incorporarse.

—Creo que todavía no —susurró Maxim y pasó el brazo izquierdo bajo la cabeza de la joven. Levantándose apenas sobre él hasta que la cubrió con su sombra. Al ver que bajaba la cabeza, Elise apartó la cara, pero él curvó el brazo alrededor de su nuca y la aprisionó en un suave abrazo. Sin prisa, deliberadamente, fue aplicando besos ligeros como plumones a sus labios, agitando con insidia su pasión de mujer.

Elise comenzó a perder el miedo. Poco a poco él entreabrió la boca y comenzó a arrancarle el dulce néctar en suaves caricias, degustándola poco a poco, hasta que ella empezó a sentirse casi embriagada. El fervor de Maxim crecía con sus respuestas positivas, consumiéndola con un apetito difícil de calmar. Un suave suspiro escapó de Elise, en tanto los labios viriles vagaban por su cuello. La bata se apartó de sus pechos desnudos bajo aquella mano exploradora; Elise contuvo el aliento ante el ardiente placer evocado por la boca húmeda y caliente, por las caricias flamígeras que cruzaban los dóciles picos.

En el hogar se derrumbó un leño, despidiendo un estallido de chispas que sobresaltó a Elise hasta devolverle la cordura. Abrió súbitamente los ojos y, con un brusco empellón, apartó de sí al hombre desnudo. Se arrastró encima de él para escapar de la cama, sin importar le que su pudor pagara el precio total, puesto que la falda de su bata se había abierto por completo. Con toda urgencia, huyó de la alcoba y cerró tras de sí. Su rápido descenso por la escalera hizo que la diminuta llama de la vela danzara como enloquecida, casi hasta apagarse. Elise emergió por la puerta de su alcoba y la aseguró detrás del tapiz. Luego depositó la vela en su sitio y, fue a arrodillarse ante el hogar, trémula. Pero no era el frío de la habitación lo que la hacía temblar, sino el saber hasta dónde la había llevado su pasión.

Un suave rasguido, en la puerta oculta, le arrebató el aliento.

—¿Elise? —le llegó la súplica apagada—. Abre la puerta.

Ella se deslizó por debajo del tapiz y apoyó la frente contra la madera.

—Por favor, Maxim, vete.

—Te deseo. —Era sólo un susurro contra el papel, pero sonó como un grito en la oscuridad.— Te necesito.

Pese al frío que sentía bajo el pesado paño, un fino rocío le cubría la piel. Le temblaban las manos que apretó a su boca trémula.

—Vete, Maxim. Déjame en paz. Olvida que subí.

Una risa breve Y desdeñosa atestiguó la dificultad de la tarea. —¿Olvidar que tengo un corazón imposible de calmar? ¿Una mano que no cesa en sus temblores? ¿Un deseo de hombre que no se sacia'? ¿Quieres que busque a otra para satisfacerlo?

—¡No! La respuesta estalló en sus labios sin que pudiera contenerla. Elise rompió a llorar. Le dolía el corazón ante la súbita amenaza de sus palabras, pero no podía ceder a la urgencia de sus pasiones. Aún no. Aún quedaba mucho que decir entre ambos.