27

LONDRES era una ciudad alterada, sí no antes, lo fue cuando el capitán anseático y sus hombres fueron arrestados y trasladados a la cárcel de Newgate. Y si no toda ella estaba alterada, cuando menos la pequeña porción del muelle en donde Elise puso a Andrew Sinclair en su lugar. Le dio, por cierto, una buena muestra del poco aprecio que le inspiraba, descargando en él su frustración por la atroz injusticia que se cometía en nombre de la protección:

—¡No sois mi guardián y reniego de cualquier reclamación que podáis hacer al efecto! —Sólo se interrumpió para tomar aliento antes de continuar fustigando al atónito marino.— ¡Antes bien, os habéis pintado como detractor de hombres honrados! ¡Y no descansaré mientras el capitán Von Reijn y sus hombres hayan sido puestos en libertad, con vuestras expresas disculpas! Creedme: tengo la fervorosa intención de presentarme directamente ante la reina para que esta afrenta sea corregida. Y aunque sólo me quede aliento para pronunciar mi reclamación, eso será lo último que haré.

Furiosa, Elise apartó el brazo que Sinclair intentaba tomarle para acompañarla a la barcaza y le indicó, áspera:

—Nada quiero de vos, salvo que liberéis al capitán Von Reijn y a sus hombres. ¡Dejadme en paz, pues!

Por falta de un argumento adecuado con que clamar a la dama, Sinclair la entregó a la atención del marinero del bote y guardo un silencio confundido. Mientras tanto, Spence contrataba discretamente a un marino para que llevara a Eddy y a la yegua a los establos de Bradbury; Fitch, por su parte, cargo en la barcaza las pertenencias de la señora. Los dos se pusieron bien lejos de la indignada mujer, sin atreverse a echar más que una mirada al sufriente capitán. A ambos los preocupaba lo que podía ocurrirle si tropezaba con el marqués. En realidad, era una suerte que lord Seymour no hubiera viajado con ellos, pues si el inglés se había tomado tantas molestias para arrestar a un inocente, Su Señoría habría sido arrestado y llevado a la Torre de inmediato.

Algo después, la barcaza se detuvo ante una escalinata que descendía hasta el río; pertenecía a las tierras y a la casa solariega de sir Ramsey Radborne. Se descargo el equipaje, el marinero del bote recibió su paga y los baúles fueron llevados al porche delantero. El capitán Sinclair había logrado informar a Elise que, en la actualidad, su tío residía en la casa solariega con su familia. Ella acepto la noticia con actitud estoica, pero se prometió que, en nombre de su esposo, presentaría sus argumentos a la reina hasta que Maxim recuperara sus honores y el lugar que amaba.

Al acercarse a la mansión, de la que en otros tiempos había huido con tanto miedo, la asediaban sentimientos de aflicción. Los recuerdos de su encarcelamiento allí empañaban momentos más felices, aquellos que había pasado segura y protegida por la presencia de su padre. Si las circunstancias no le hubieran exigido solicitar una audiencia a Isabel, habría viajado a Bradbury Hall sin detenerse en la mansión de su padre. Pese a la protección que le proporcionaba la presencia de Spence y Fitch, no le gustaba dar a Cassandra la oportunidad de volver a apoderarse de ella.

El gran salón estaba iluminado, testimonio de que la casa tenía habitantes. Desde la alcoba grande llegó un murmullo de voces. Por un momento, Elise creyó detectar el habla farfullante de su tío entre la cháchara, pero las palabras eran demasiado débiles y confusas.

—¡Misericordia! ¡Es la señora!— El grito provenía de una anciana doncella, detenida en el tope de la escalera, y anunció la presencia de la recién llegada. —¡Ha vuelto a casa!

Corrieron los sirvientes desde las distintas partes de la mansión. Cuando se acercaron al salón en donde ella estaba, todos se detuvieron a tropezones, vacilantes. Desde los vanos de las puertas, los salones vecinos y los muebles grandes que pudieran ofrecerles reparo, la observaban con timidez, casi con miedo.

Unos cuantos parecían preocupados por su presencia; otros meneaban la cabeza. Ninguno se atrevió a acercársele. Elise, muy extrañada por esa reticencia, cruzó lentamente el salón; sus pasos vacilantes levantaron ecos en el silencio que ahora lo llenaba todo. En la alcoba grande había cesado la conversación. Elise tenía ahora la fuerte sensación de ser observada con cautela.

Por fin fue Clara, la diminuta ama de llaves, que se adelantó renqueando para saludarla.

La muchacha, con cierto alivio, alargó los brazos para saludar a la anciana, recordando demasiado bien que era esa mujercita flaca quien había arriesgado muchas veces su vida para ayudarla, durante el reinado de terror de Cassandra.

—¿Es que me han brotado cuernos y cola? —preguntó Elise, asombrada—. ¿Qué les pasa a todos?

—Es por vuestra tía Cassandra —respondió Clara, en un susurro—. Ahora vive aquí con vuestro tío. Se casaron.

Atónita, Elise se apartó para contemplar la carita arrugada de la vieja criada, con la esperanza de haber comprendido mal. No era posible que Edward Stamford hubiera cometido la estupidez de tomar a Cassandra por esposa.

—Dime que no es verdad, Clara.

—Por desgracia, así es, señora —le aseguró la diminuta ama de llaves—. Vuestro tío Edward y vuestra tía se casaron poco después del secuestro. El caballero vino aquí a hospedarse mientras visitaba a la reina para acusar al marqués Bradbury de vuestra captura y para pedir que se lo encarcelara. Probablemente Cassandra le había echado el ojo. Vino a visitarlo y, después de calcular sus riquezas, parece haber decidido quedarse, porque no tardaron mucho en contraer matrimonio.

Elise conocía mejor que nadie las múltiples facetas de Cassandra. Para una mujer como ella no era muy difícil aplicar sus encantos a un viejo. Aún era hermosa, lo bastante como para seducir a hombres más jóvenes. El solitario viudo no debía de haber tenido muchas posibilidades de resistirse.

La muchacha se puso tensa al oír una risita burlona a su espalda. Al volverse vio la esbelta silueta de su tía, recortada por la arcada de la alcoba grande. En las sombras que se lanzaban atrás asomaban las caras sarcásticas de sus hijos; entre ellos, los relucientes ojos oscuros de Forsworth Radborne.

—Buen Dios, pero si es nuestra pequeña Elise —observó Cassandra, con sonriente sarcasmo, sin hacer intento alguno de acercarse a su sobrina—. ¿Haz venido a hacemos una visita?

Al verse cara a cara con sus adversarios, Elise no pudo respirar. Era como si alguien le hubiera propinado un fuerte golpe en el pecho. Todos los recuerdos atemorizantes del ayer volvían para asaltarla. La estremecía de miedo la posibilidad de que todo volviera a comenzar.

Cassandra sonrió con altanero placer, percibiendo su poder sobre la muchacha y los criados. Era evidente que la muchacha no tenía defensa, pues la timidez de los sirvientes de Bradbury era típica, a juzgar por su desempeño anterior. En ese tiempo habrían huido aterrados ante la autoridad por ella desplegada. A juzgar por la falta de respuesta ante el regreso de Elise, se derrumbarían otra vez ante las fuertes demandas que ella y sus hijos les impondrían. Era cuestión de tiempo: ella arrancaría a la muchacha el escondite del tesoro y establecería las propiedades de Ramsey Radborne como suyas.

Elise reunió sus diseminados pensamientos y tomó la firme decisión de liberar, cuanto antes, su hogar de esa atildada carcelera, para bien de todos. Volviéndose hacia Spence y Fitch, que aún no habían comprendido lo que estaba pasando, les indicó que permanecieran a su lado. Luego ordenó a Clara que hiciera preparar una comida para los tres. Mientras Cassandra lo observaba todo con divertida condescendencia, ella pidió un par de criados robustos que llevaran su equipaje a la alcoba que le correspondía.

—Pero allí está el señor Forsworth —informó apresuradamente una joven doncella, como si la noticia pudiera alterar la orden. Elise elevó una ceja interrogante ante la joven belleza; probablemente, la muchachita tenía más de un motivo para saber dónde dormía Forsworth.

—En ese caso —indicó, seca—, retira la ropa de cama y empaqueta todas sus pertenencias.

—Pero... pero... ¿dónde las pondré? —tartamudeó la doncella. Y echó un vistazo hacia Forsworth, buscando una salida al dilema en el que se encontraba. Puesto que había sido contratada poco antes para atender a la señora Cassandra, ignoraba qué clase de autoridad tenía la recién llegada. La sonrisa tensa y sin humor de Elise reveló su impaciencia.

—Por ahora, limítate a desocupar mis habitaciones. Ya discutiremos dónde irá él.

Cassandra se burló.

—¿Y quién eres tú para decidir adónde irá mi hijo? Quien debe decidir es él.

Elise le sostuvo la mirada desafiante y respondió en tono sereno.

—Aunque quieras negar mi autoridad sobre esta casa, Cassandra, sigo siendo la única ama aquí, y mis órdenes serán obedecidas de inmediato. No necesito pedir tu aprobación para nada de cuanto aquí haga. ¿Has entendido con claridad? —Desdeñando la sonrisa presumida de su tía y con renovada irritación, se volvió hacia la boquiabierta muchacha. Le pareció necesario quebrar ese aturdimiento y usó un tono áspero:— ¡Ve a hacer lo que te he dicho! ¡Y date prisa!

La criada no se atrevió a demorarse más. Después de una rápida reverencia, huyó, instando a los otros sirvientes a seguirla en apresurada retirada. Todos preveían una confrontación entre el ama y su tía; era preferible estar bien lejos cuando estallara.

Elise volvió a enfrentarse fríamente a Cassandra, esperando alguna discusión, pero la mujer y sus hijos retrocedieron para permitir que Edward cruzara la puerta. Un momento después, Elise quedaba helada de espanto. Apenas podía creer que ese viejo dolorosamente flaco y medio calvo que se le acercara fuera el individuo robusto y presumido que ella había conocido siempre. La horrorizó ver lo mucho que se había desgastado en su ausencia.

—¿Tío Edward? —inquirió, buscando asegurarse de que era realmente él.

Ante el leve gesto de asentimiento, alargó las manos para tomar la huesuda diestra del anciano. Mirándolo a la cara parecía imposible decir nada más. Ya no existían las mejillas rosadas y redondas, las facciones regordetas de otros años. Los ojos sin lustre se hundían en la cara esquelética, subrayados por gruesas ojeras de un azul oscuro y traslúcido, que ofrecía un fuerte contraste con la piel blanca como masilla.

—Elise, mi niña... —El hizo un valeroso intento por sonreír, pero el esfuerzo reveló una fragilidad aterradora.— Cuánto me alegro de volver a verte. Arabella necesita compañía. Ha quedado viuda...

Esa información volvió a desconcertar a Elise. Lo abrazó con mucha compasión, haciendo que él contuviera un sollozo ante esa muestra de afecto. Rara vez se le demostraba bondad.

—Lo siento muchísimo, tío Edward —susurró Elise—. No lo sabía. Pobre Arabella... ha de estar muy apenada.

Edward aspiró hondo para calmar sus emociones y trató de dominarse.

—Reland apareció flotando en el río, hace cosa de un mes —narró—. Había salido a caballo, ¿sabes? Creo que el caballo se asustó por algo y lo arrojó. Debe de haberse golpeado la cabeza antes de caer al agua, donde se ahogó sin recobrar el sentido.

—¿Y dónde está Arabella? —preguntó Elise, paseando la mirada por el salón—. Me gustaría verla.

—Ha ido a visitar a una condesa amiga suya —respondió Cassandra desde la puerta—. No volverá hasta tarde. Son como gemelas, pero no hacen más que chismorrear.

La cara de Edward se contrajo en un espasmo de dolor. Se aferró la panza, cubierto de sudor. Elise lo tomó del brazo para llevarlo hasta una silla, pero él meneó la cabeza. Al cabo de un momento, el dolor cesó y pudo enderezarse.

—Será mejor que vaya a acostarme. No estoy nada bien últimamente. Me siento horriblemente cansado.

—Tío... debo preguntarte...

Elise lo retrasó por un instante, casi con miedo de preguntar, pues él podía confirmar sus sospechas. Y entonces los horrores del pasado asomarían a la superficie, como un cadáver retirado de su tumba. Cassandra la había maltratado, sí, pero en su infancia. Elise había escuchado relatos ante los cuales su cautiverio parecía casi nada. Hasta entonces había relegado esas historias al fondo de su mente, sin atreverse siquiera a pensar en ellas.

—¿Qué es lo que te enfermó? La última vez que nos vimos estabas sano y fuerte. ¿Qué dicen los médicos?

—¡Hum! —bufó Edward, despectivo—. Se rascan la cabeza. Este dolor en el vientre... empezó pocas semanas después de que te secuestraran. Mi dulce Cassandra me atiende desde que enfermé. Los médicos me han dado una pócima horrible para que beba. Mi buena esposa asegura que me hará bien, pero cada vez me debilito más. y se fue arrastrando los pies, con los hombros caídos y la piel arrugada.

—Pobre niña, ha de ser una fuerte impresión para ti ver a Edward tan consumido —comentó Cassandra, adelantándose por fin. Alargó la mano para darle una palmadita en la mejilla, pero la sobrina se apartó con asco. La tía continuó, limitándose a sonreír y con exagerada aflicción:— Estamos todos muy preocupados por él. —Miró por encima del hombro, buscando el apoyo de sus hijos.— Hemos hecho lo posible por ayudarlo.

—Todo lo posible —concordó Forsworth, con una sonrisa ladina, mientras apoyaba el hombro contra el marco de la puerta—. Nada se nos podría criticar

Cassandra se encogió de hombros, indolente.

—Es improbable que pase este año.

—y no dudo que estás preparada para su fallecimiento —atacó la muchacha.

Por los labios de la mujer pasó una sonrisa presumida.

—Oh, desde luego. Edward firmó un contrato matrimonial a mi favor. Por él acordaba pagar todas mis deudas hasta la fecha y, a su muerte, dejarme toda su fortuna y sus propiedades. Si el pobre muere seré bastante rica.

La sonrisa de Elise expresaba desaprobación.

—No dudo que gozarás mucho del acontecimiento.

—Quedaré destrozada —se lamentó la mujer, fingiéndose triste.

—Sin duda alguna —manifestó Elise, sarcástica.

Cassandra inclinó la cabeza para contemplarla.

—Vaya, querida, cómo has cambiado. Hasta diría que se te vez más hermosa. ¿O tal vez hayas madurado?

—Posiblemente he aprendido a cuidarme de tus costumbres, Cassandra —respondió Elise, con serenidad.

La mujer continuó como si no hubiera oído el comentario.

—Corren tantos rumores sobre ese rufián de Seymour que sería descabellado suponer que estás indemne. En verdad, a juzgar por su reputación, me siento tentada a creer que se aprovechó de tu cautiverio. —Cassandra sonrió al ver que la otra se ruborizaba. Optó por clavar las garras un poco más.— Un hombre tan viril, con una joven doncella... Es imposible pensar que nada ocurrió.

Elise recobró su aplomo y respondió con destreza:

—No sabía que te movieras en los mismos círculos que lord Seymour, tanto como para saber cómo es él en realidad. Por lo que he sabido, el marqués siempre fue muy exigente para elegir amigos y conocidos; nunca se relacionó con ladrones ni asesinos.

—¡Hum! Ese hombre debería haber sido ahorcado por sus delitos —contraatacó Cassandra, sonriendo sin perder su seguridad—. No dudo que la reina pondrá precio a su cabeza. No te preocupes, querida mía: lo ahorcarán.

—No necesito tus consuelos, Cassandra. Por el contrario, me ofenden.

La tía alzó las manos fingiendo inocencia.

—Sólo expresaba mi opinión sobre el marqués —se excusó—. Hombres como él no merecen compasión.

—Bajo la protección de lord Seymour se me trató con infinito cuidado. —Elise recorrió todo el salón, pensativa. Luego se enfrentó a su adversaria con una mirada cargada de expresión.— Sin embargo, recuerdo un tiempo pasado en esta misma casa en que tuve motivos para temer por mi vida.

—En verdad, Elise deberías disciplinar mejor a tus sirvientes —la amonestó Cassandra—. Con los errores que cometen sin cesar, cualquiera puede morir de un susto.

Elise sabía desde hacía tiempo que era inútil discutir con esa mujer. Cassandra tenía la habilidad de volver cada palabra a su favor; cualesquiera fuesen sus culpas, las descartaba con un encogimiento de hombros y arrojaba la acusación hacia otro, sin el menor remordimiento. La muchacha cambió de actitud para volverse hacia Fitch y Spence. Con voz muy clara, para que su tía comprendiera, indicó:

—Armaos con cualquier arma que os parezca útil y cuidad de mí en todo momento mientras esta mujer y sus hijos... —Hizo una pausa efectiva para señalar la presencia de Forsworth y sus hermanos.—...estén en mi casa.

—¿Tu casa? —chilló Cassandra, siempre confiada-¿Debo recordártelo, mi querida Elise? Eres sólo una muchacha y no puedes heredar las propiedades de tu padre sin autorización de la reina. No existe ningún acuerdo que te dé derecho a sus fincas. Por lo tanto, los únicos herederos de los Radborne son mis hijos. Ellos tienen pleno derecho a todo lo que ves y no dejarán de reclamarlo. En verdad, querida mía, por lo que puedo juzgar eres una indigente... sin casa ni posesiones que reclamar.

Los labios de Elise se curvaron en una vaga sonrisa, pero no hubo calidez en sus ojos al revolver el bolso que le colgaba del cinturón. Sacó el anillo de su padre y lo puso bajo la mirada de Cassandra.

—¿Reconoces esto?

Aguardó a que la mujer asintiera con la cabeza, vacilante.

Luego inició un juego, con toda la intención de averiguar qué sabía su tía sobre la desaparición de su padre.

—¿Recuerdas, sin duda, que nunca se vio a mi padre sin él?

Otra leve inclinación de la bella cabeza la instó a proseguir:

—Te muestro este anillo como prueba de que algo sé de su paradero. ¡Mi padre está vivo! —declaró enfáticamente. Y vio que la consternación cruzaba la cara bella de su tía, que ya comenzaba a envejecer. Su expresión confundida era prueba de su inocencia, al menos en cuanto a ese secuestro—. Puedes tener la seguridad de que no permitirá que tú o tus hijos se apoderen de sus pertenencias. Por lo tanto, sugiero que busquéis otro alojamiento en donde refugiaros... cuanto antes.

—¡Es una triquiñuela! —declaró Forsworth, adelantándose para fulminar a Elise con la mirada. No le había perdonado el garrotazo recibido cierta vez; tampoco tenía cicatrizadas las heridas de su egocéntrico orgullo—. ¡Miente! De lo contrario tío Ramsey estaría aquí, con ella.

Elise lo desafió con una sonrisa apenas tolerante.

—Sigues siendo lerdo de entendederas, Forsworth. ¿Por qué no esperas a que llegue? Así podrá darte la azotaína que mereces.

Los ojos oscuros lanzaban chispas de ira.

—¡Buscona mentirosa! Te vas a tierras lejanas y te abres de piernas para placer de un traidor. —No reparó en las señales de advertencia que emitían los gélidos ojos azules. Continuó como un tonto delirante.— Siempre quisiste tener un hombre con título. Ahora te has superado, ¡Sí! Un lord del reino, pero traidor. ¡Un marqués, nada menos! —Su sonrisa estaba llena de desprecio.— ¡Es seguro que a estas horas estás cargando un bastardo suyo!

La bofetada resonó en todo el salón. Por un momento Forsworth sólo vio una niebla confusa ante los ojos. Sacudió la cabeza para despejarse y, furioso, levantó el brazo, avanzando hacia la muchacha. De pronto se encontró cara a cara con Spence, que había interpuesto su mole entre ambos.

—No la tocaréis —dijo el criado, tranquilo—. O lo lamentaréis.

—¡Te atreves a amenazarme! —rugió Forsworth, irritado porque un sirviente se atreviera a intervenir—. ¡Sal de en medio!

Spence sacudió la cabeza. Había recibido órdenes de lord Seymour y estaba decidido a cuidar de su señora hasta el último aliento.

—Mi amo dijo que, aunque me costara la vida, no debía permitir que la señora sufriera daño alguno. Y mientras yo esté a su lado, no la tocaréis.

—¿Quién te ha metido en esa estupidez? —acusó Forsworth, retrocediendo un paso.

Spence avanzó otro tanto y le dio una palmada en el pecho, obligándolo a retroceder aun más. Ante desafío tan obstinado, Forsworth perdió parte de su bravía.

—¿Cómo es posible que un plebeyo se enfrente a un lord?

—¿A un lord? ¡Ja! —resopló Elise, adelantándose otra vez para enfrentarse a su primo. No resistía la tentación de desmentir la importancia que se daba—. ¡Si tú eres lord, yo soy prima de la reina!

—¡Pedazo de...! —bramó Forsworth, amenazándola con un dedo—. ¡Ya recibirás lo que te mereces!

—¡Oh, qué valiente eres con las mujeres! —elogió ella, copiando los tonos dulzarrones de Cassandra, aunque el tono burlón desmentía el cumplido. Cómo los ojos oscuros se entornaran, respondía a su vez con una risita.— por mi parte, no sufriré mas tus abusos! ¿Me escuchas? ¡Basta de torturas! ¡Basta de hambre y de palizas! ¡Esta es la casa de mi padre y quiero que salgáis de aquí! ¡Ahora mismo!

Una vez más, Forsworth levantó el puño y trató de descargarlo contra la cara de la muchacha, pero quedó atónito al descubrir que una mano, mucho más fuerte que la suya, le sujetaba la muñeca. No bastaba con haber sido brutalmente enfrentado por un sirviente: un paso detrás del alto, el gordo hacía sentir su presencia

—Mi señora dice que os vayáis, de modo que haríais bien en poneros en camino —indicó Spence al arrogante muchacho y levantó la vista: los hermanos de Forsworth se acercaban subrepticiamente; de inmediato aceptó la pistola que Fitch le ofrecía. Antes de abandonar el barco, el gordo había tenido la presencia de ánimo necesaria para ocultar dos armas similares bajo la chaqueta... por si acaso. Y la oportunidad se presentaba antes de lo esperado. Spence juzgó muy apropiado utilizar todo lo que tuviera a mano para disuadir a esos dos; puesto que una pistola era muy efectiva para decidir el resultado de una discusión, apunto la mira hacia los tres hermanos.

—Haré un agujero al primero que dé un paso adelante —les advirtió, gruñón—. Y poco me importa cuál sea. Cassandra trató de acercarse, pero Fitch no le tuvo más consideración que a sus hijos. El cañón de la segunda pistola giró hacia ella.

—Tened la bondad de conservar distancias, milady — rogó amablemente—. No me gustaría ensangrentar las alfombras de mi señora.

—¡Esto es una vergüenza! —balbuceó Cassandra, furiosa, girando para enfrentarse a Elise—. ¡Soy tu tía! ¿Vas a permitir que me amenacen así?

Una sonrisa blanda tocó la boca encantadora.

—Creo recordar que, en otros tiempos, autorizaste a tus hijos a atormentarme. No llevamos la misma sangre; si así fuera, yo la desconocería. Di a estos hombres autorización para hacer lo que juzguen necesario para protegerme de ti, de tus hijos y de gente similar. No sé cómo lograste que mi tío se casara contigo, pero es obvio que su salud está ahora en grave peligro... y puesto que no haces nada por disimular tus intenciones, bien puedo creer lo peor. Hace mucho tiempo, cuando era niña, oí a los criados murmurar sobre algunos acontecimientos extraños. Una mujer, bien entrada en años y a la que se consideraba entontecida, divagaba sin pausa, diciendo que te había visto envenenar a mi madre y después a tu esposo.

Elise vio que su tía daba un respingo de sorpresa. Una expresión de miedo desfiguró sus facciones.

—Al parecer —continuó—, ahora es Edward quien sufre por tus atenciones. Por lo que has hecho, me ocuparé de que se te lleve ante los jueces de este país y se te juzgue por asesinato.

Cassandra se irguió con trémulo orgullo.

—No permaneceré un instante más en esta casa, donde se me acusa de cosas tan horribles. Es una ofensa que no voy a soportar.

—¡Sí! ¡Harás bien en huir! —la provocó Elise, algo aliviada ante esa idea—. Huye por tu vida, pues lanzaré a los galgos sobre tu rastro. Y tal como olfatean la sangre de una liebre herida y la aplastan contra la tierra, así te acorralarán para derribarte, como a una bestia salvaje. ¡Vete, vete de aquí!

Cassandra, en un deslumbramiento aturdido, dio unos pasos tambaleantes y movió débilmente la cabeza, indicando a sus hijos que la siguieran deprisa. Había perdido la altanería de momentos antes y sólo deseaba escapar de esa muchacha amenazadora y vengativa, que de algún modo había conseguido una firmeza inconmovible; ahora resultaba una feroz y peligrosa enemiga.

En medio de un gran alboroto, la familia Radborne arrojó sus pertenencias en algunos baúles y abandonó la casa por los medios disponibles. Tras su partida la mansión quedó silenciosa, como si hubiera aspirado hondo para expulsar un mal invasor de sus entrañas.

Los criados volvieron para saludar debidamente al ama y, con gran alivio, se apresuraron a preparar sus habitaciones y desempacar sus pertenencias.

Exhausta y agotada por las emociones, Elise no encontró energías para sentarse a comer. Subió a su alcoba, donde se dejó caer en la cama. Aunque Clara le trajo una bandeja con comida y la ayudó a desvestirse, ella sólo pudo murmurar algunas palabras y lanzar un suspiro, tras lo cual se hundió en la comodidad del lecho. Se apagaron las velas y, por un rato, la muchacha contempló el reflejo de las llamas en el techo. Luego se le cerraron los párpados. Su profundo sueño se llenó de imágenes de Maxim, acunándola con reconfortante serenidad.

Mucho más tarde, en las primeras horas de la madrugada, Elise despertó poco a poco. Pasó un rato escuchando, preguntándose qué habría interrumpido su sueño. Pero nada se movía. Todo estaba en silencio dentro de la casa. Su curiosidad seguía en pie, pues no hallaba motivos para haberse despertado.

Después de ponerse la bata, Elise abandonó sus habitaciones para recorrer el pasillo, rumbo a las habitaciones que Arabella había elegido para sí. Llamó levemente a la puerta sin obtener respuesta. Entonces entró, deseosa de saber si su prima había regresado y estaba durmiendo.

El claro de luna se filtraba por el encaje que cubría las ventanas, iluminando una verdadera estela de ropas descartadas en el suelo. Un fino vestido de satén descansaba junto a la puerta de la galería, seguido por enaguas y un verdugado. Junto a la cama, calzones de hilo blanco y medias de seda. Los cobertores del lecho estaban retirados y muy revueltos. Cada una de las dos almohadas tenía un hueco, lo cual despertó en Elise una fuerte sospecha de que su ocupante no había estado sola.

La invadió un recuerdo atemorizante: aunque habían pasado varios meses y la casa era otra, la impresionaba el parecido de ese momento con otro de su pasado. Ya en otra oportunidad, al entrar en las habitaciones de su prima esperando encontrarla allí, se había llevado la sorpresa de no verla. En esa oportunidad nadie saltó de entre las sombras para inmovilizarla, pero las similitudes eran espectrales. Sin embargo, el estado de la cama sugería la existencia de un visitante.

Elise, extrañada, volvió a su propia alcoba. Estaba a punto de quitarse la bata cuando un suave relincho hizo que se detuviera. Combatiendo contra sus aprensiones, corrió a la puerta de la galería. No era extraño que Forsworth y sus hermanos hubieran vuelto para hacer daño a los habitantes de la casa. Abrió con cautela y salió a la galería, manteniéndose entre las sombras. Cuando la luna asomó por detrás de una nube, se detuvo con el aliento petrificado en la garganta. Abajo, en el patio, bajo un suave claro lunar, estaba Arabella, vestida sólo con una ligera túnica de fina transparencia. A lomos de un caballo, a su lado, había un hombre totalmente vestido. La capucha del manto le ocultaba las facciones y los hombros.

Ante la mirada de Elise, aquella sombría silueta se inclinó hacia el abrazo de la mujer; la pareja se besó durante un largo instante. Al erguirse, el hombre se echó el borde del manto al cuello y plantó un puño en el muslo, provocando en Elise un miedo repulsivo. Los movimientos del hombre le recordaban demasiado bien a los amaneramientos exagerados de Forsworth Radborne. Inerte, le vio bajar una mano para acariciar la mejilla de Arabella. Luego aplicó talones a su corcel y desapareció con un repiqueteo de cascos. Con prudencia, Elise se apretó en la oscuridad, en tanto Arabella caminaba hacia las escaleras. Temerosa de moverse, la muchacha se mantuvo en su sitio, atreviéndose apenas a respirar, en tanto su prima subía. Sólo cuando la puerta de la alcoba se hubo cerrado detrás de ella se atrevió Elise a soltar un profundo suspiro de alivio.

La sorpresa de Elise no tuvo límites cuando, a la mañana siguiente, Arabella bajó a desayunar con toda la imagen de una viuda doliente. En realidad, bien lo parecía, pues tenía enrojecidos los ojos grises, rodeados de grandes ojeras; estaba pálida y desencajada. Sin embargo, después de haber presenciado la escena del patio, cabía preguntarse por qué fingía así. Le extrañó mucho que la prima cayera contra su hombro, sollozando y lamentándose por la pérdida de Reland.

—¿No te dije que estaba maldita? —gimoteó entre lágrimas—. Ya ves que me acosa el luto.

Y se dejó ganar por un ataque de sollozos incontrolables. Elise, desconcertada, le daba palmaditas en la espalda, sin saber cómo reaccionar.

—Tengo entendido que Reland había salido a cabalgar —murmuró—. ¿Iba solo?

Arabella sorbió por las narices y se aplicó un pañuelo a la fina nariz.

—Habíamos salido juntos, pero él se alejó, como solía hacer, y yo tuve que volver sola a casa.

—¿Dónde ocurrió eso?

—Cerca de Bradbury.

—¿Hace un mes?

Arabella asintió, vacilante, y se apretó el pecho con una mano pálida; su rostro amenazaba contraerse otra vez. La atención de Elise se fijó, casi hipnóticamente, en el collar que la prima llevaba puesto: era inconfundible. Arabella, al reparar en la dirección de su mirada, se quitó la joya.

—Lo he estado usando porque me recordaba mucho a ti, Elise. —Sin dejar de llorar y sorberse las narices, rodeó con él el cuello de su prima.— La noche de mi boda, cuando volví a mis habitaciones, encontré las hebras rotas y las perlas sembradas por el suelo. Estuve a punto de morir cuando comprendí que te habían secuestrado. No sabía si estabas viva o muerta. Por eso hice arreglar el collar y desde entonces lo he usado como recuerdo tuyo.

La mujer se disolvió otra vez en lágrimas. Aquello duraba tanto que Elise temió no poder desayunar sin que la comida se le agriara en el estómago. Las lamentaciones empezaban a cansarla; ansiaba estar sola para poder serenarse.

Arabella se limpió las mejillas y asumió una actitud sufriente, pero valerosa, contemplando a la más joven con aire subrepticio.

—¡Qué horrible, lo que debes de haber pasado! ¡Raptada por la fuerza, de ese modo! Todo el mundo se pregunta qué pasó.

—En realidad, fue maravilloso... y muy romántico —le aseguró Elise, con una sonrisa melancólica.

Arabella sufrió una punzada de dolor al ver aquella expresión distraída. Al parecer, la muchacha languidecía por un amor perdido.

—Me he preguntado muchas veces a quién buscaban los hombres de Maxim, aquella noche. Puesto que te apresaron en mi alcoba, supongo que fue por error. ¿Me equivoco?

Elise notó que la mujer esperaba su respuesta con una ansiedad muy poco acorde con su profundo dolor. Dio la réplica que se esperaba:

—No. El error fue culpa de sus hombres.

—Lo sabía, desde luego. Maxim estaba muy enamorado de mí y nunca puse en duda que había vuelto a buscarme. Supongo que se llevó una horrible desilusión al descubrir que le habían llevado a una muchacha cualquiera en vez de su bienamada. —Arabella dejó escapar un suspiro, como si compartiera ese sufrimiento.— Conociéndolo como lo conozco, adivino que se puso furioso.

Elise desvió la cara para disimular un dolor inconfesable. Tal vez era demasiado sensible, pero estaba casi persuadida de que su prima obtenía algún placer egocéntrico, con la idea de que era a ella a quien Maxim quería conquistar.

—Sin duda, Maxim planea retornar para pedirme perdón.

Los ojos grises recorrieron el delicado perfil de la otra

—¿Mencionó algo al respecto?

—Maxim ha sido condenado por traidor —le recordó Elise—. Si vuelve tendrá que enfrentarse a la amenaza de su ejecución, a menos que la reina lo perdone.

—y en ese caso —murmuró la viuda, con una sonrisa expectante—, pienso aceptar su proposición matrimonial.

Elise abrió la boca para replicar, con intenciones de contarlo todo, pero no dijo palabra. Se sentía atacada por la incertidumbre. Su orgullo herido se negaba a reclamar a Maxim como esposo sin tener antes la seguridad de que eso era lo que él deseaba.

Cuando estuviera otra vez en Inglaterra, cuando viera nuevamente a Arabella, tal vez recordara su amor por ella y se arrepintiera de los votos pronunciados en Lubeck.

—Si Maxim está con vida, sus planes son volver a Inglaterra —informó, con voz débil.

Arabella se llevó una mano trémula al cuello.

—¿Está en peligro?

—¿Cuándo no ha estado en peligro?

—¡Dime que está a salvo! —rogó la otra, sofocada—. ¡Tiene, que estar a salvo!

Elise sonrió con tristeza.

—No puedo asegurarte nada, Arabella. Mucho menos, que él esté sano y salvo.