17

EL río Trave y las fortificaciones construidas por los habitantes anseáticos, varios siglos antes, habían hecho de Lubeck un puerto fácil de defender. Ante la ciudad amurallada, las fuertes torres gemelas de la Puerta Holsten permanecían custodiadas, con cañones a la vista y con todo dispuesto para desafiar a cualquier enemigo que se atreviera a acercarse. La ciudad, bajo un cielo inflamado por el sol poniente, relumbraba como una joya; sus altos tejados y los pináculos de sus iglesias reflejaban la luz muriente y perforaban la penumbra con astillas de color radiante.

—¡Lubeck! Unser aller Haupt! —exclamó Nicholas, según se acercaban a las puertas a caballo—. Cabeza de todos nosotros. Reina de los ansas. —Sonrió a Elise, que cabalgaba junto a él.— ¿Verdad que es una joya, vrouwelin?

—Es cierto —respondió Elise, muy admirada.

Una vez que hubieron pasado el Holstentor, Nicholas los condujo por un confuso laberinto de calles, hasta detenerse ante una casa grande, con soportes de madera. Dentro de la construcción, un hombre joven se apretó a una ventana para mirar hacia afuera. De inmediato abrió la cara en una sonrisa y desapareció.

Apenas un segundo después, la puerta principal se abrió ante un torrente de gritos, dejando pasar a dos mujeres y al mismo joven, todos saludando con la mano y dándoles la bienvenida a gritos.

Nicholas desmontó con los brazos bien abiertos, rugiendo un saludo, y las mujeres corrieron al abrazo como criaturas entusiasmadas. Mientras tanto el joven asestaba ansiosas palmadas a la espalda del capitán. Por un momento, Nicholas pareció perdido en un verdadero enredo de brazos y manos.

—La familia de Nicholas parece tomarse la vida con tanta exuberancia como él —comentó Maxim, riendo entre dientes.

Levantó a Elise de su silla de montar y la dejó de pie, deteniéndose un momento para mirarla; sus ojos le transmitieron todo un volumen de cosas maravillosas.

Aunque su actitud era exteriormente muy decorosa, ella leyó el ardor en su mirada y fue como recibir una verdadera descarga. Desde la boca del estómago se fue esparciendo por ella un debilitamiento, como mercurio en las venas, seguido por un calor excitante que la invadió por completo. Un pensamiento caprichoso le hizo notar que, si ella lo deseaba, podría llamarlo a su lecho y acabar con esos reparos infantiles, que la dejaban hambrienta. El le enseñaría cuanto hiciera falta saber...

Elise se aplicó mentalmente una sacudida, asombrada de lo que se le estaba ocurriendo, y puso a rienda corta las alocadas divagaciones de su imaginación. Tomó con firmeza el brazo que él le ofrecía y se llevó la sorpresa de sentirse más tranquila con su proximidad. Al recordar que Arabella había olvidado a ese viril ejemplar para casarse con un rufián brutal, se preguntó si su prima estaba hecha de piedra.

—Arabella fue una tonta —susurró, sin darse cuenta de que hablaba audiblemente —me decíais, señora? —Maxim frunció el ceño.— ¿Por qué mencionáis a Arabella.

Elise dejó escapar un suspiro trémulo.

—Dudo que comprendierais, milord. Sólo una mujer podría entender por completo mis pensamientos.

—Os mostráis muy evasiva —acusó él, sonriente.

—Así somos las mujeres. —Ella lo miró de soslayo.— Es nuestra única defensa.

—Es probable que jamás sepa lo que ocurre en esa adorable cabecita. —Los ojos hambrientos le acariciaron la cara, provocándole el rubor, pero sus palabras fueron un susurro.— Quizá no compartís por completo lo que por vos siento, pero yo podría enseñaros muchas cosas...

Ella levantó la cabeza, sorprendida, con el súbito miedo de que él pudiera leerle la mente. Fue un inmenso alivio que una joven de cabellos rubios, de unos veinte años, se apartara del grupo para acercarse a Maxim, con una exuberante sonrisa.

—Sin duda sois lord Seymour —lo saludó, en perfecto y fluido inglés—. Nicholas me ha hablado tanto de vos que tenía muchos deseos de conocer os. Soy Katarina Hamilton, su prima... —Hizo una pausa y se corrigió riendo:— En realidad, mi madre y la suya eran primas lejanas, por lo cual somos apenas parientes.

Volvió a reír, como si la idea le encantara. Maxim respondió con una cortés reverencia.

—Es un gran placer conoceros, Fraulein Hamilton, os lo aseguro.

—y vos debéis de ser Elise —adivinó Katarina, apreciando la belleza de la joven. Aunque su corazón no se sintiera muy aliviado, bien podía ver por qué el capitán estaba tan enamorado de la doncella—. Nicholas nos escribió diciendo que os traería de visita. ¿Tuvisteis buen viaje?

—Muy grato, gracias —respondió Elise, con gracia. El momento de pánico había quedado atrás, al menos por el momento—. Es un gran alivio poder conversar con alguien. Temía no comprender una palabra de lo que se dijera aquí.

—Debe de ser difícil vivir en un país extranjero sin conocer el idioma. Pero se os ve muy bien. Es obvio que Nicholas y lord Seymour os han protegido debidamente.

—Hasta no hace mucho tenía la sensación de que se me vigilaba demasiado —comentó Elise, echando hacia Maxim una mirada acusadora.

El inclinó apenas la cabeza, acusando recibo de la pulla.

Como Katarina frunciera el ceño, algo desconcertada por el comentario, la joven se apresuró a evitar cualquier pregunta haciendo una:

—¿A qué se debe que dominéis tan bien nuestro idioma?

—Mi padre era inglés; al casarse con mi madre decidió permanecer aquí —explicó Katarina, de inmediato—. Mi hermano Justin y yo éramos casi niños cuando ella murió. Al morir mi padre, bastante después, la madre de Nicholas nos recibió en su casa y nos trató como si fuéramos sus propios hijos— —Se encogió de hombros en un gesto desenvuelto.— Me he aburrido mucho desde que el capitán se marchó. Confieso que os envidio.

—¿A mí? —se extrañó Elise—. ¿Por qué?

—Verse rodeada por tantos hombres gallardos es la fantasía de cualquier doncella. Con una escolta como la vuestra, abandonaría Lubeck en un segundo. Pero ya veis que sólo soy una solterona envejecida.

—¡Katarina! ¿Qué pensará lord Seymour de ti? —pronunció una voz, con fuerte acento alemán. La anciana regordeta que había saludado a Nicholas se adelantó del brazo del capitán, moviendo una mano ante los ojos de Maxim, como para borrar todo lo que su sobrina había dicho—. ¡Nein, nein! No tengáis en cuenta las palabras de Katarina, mein He". No sabe lo que dice.

—Oh, pero Katarina siempre ha sabido expresarse —interpuso Nicholas, con los ojos centelleantes de buen humor.

—¡Y tú! —exclamó la anciana, tirándole de la manga al regañarlo—. ¡Es una vergüenza que la impulses! Desde que murió su pobre Valer y vino a vivir con nosotros, le has llenado la cabeza de ideas raras. Si no fueras hijo mío te prohibiría pisar esta casa.

Justin se apresuró a unirse a las bromas.

—la, si no fuera por el primo Nicholas, Katarina y yo seríamos dos perfectos santos. El nos pone ideas raras en la cabeza.

—¡Bah! —bufó la tía—. Vosotros dos no tenéis ninguna necesidad de que os pongan ideas raras en la cabeza, Justin Hamilton. Os bastáis solos para eso.

Justin, muy sonriente, le retorció la nariz.

Siempre serás la voz de nuestra conciencia, Tante Therese, sobre todo cuando te enojas y echas chispas.

—A callar, jovencito —advirtió ella, amenazadora. Pero la carcajada desmanteló el regaño.

—Todavía puedo darte una azotaína.

Nicholas rodeó con un brazo los hombros de su madre y los estrechó con afecto.

—¡Meine Mutter! Es ist Wonne sehen Sie —Dejó un beso en la cabeza blanca.-Ach, pero me he olvidado de nuestros invitados.— Levantó una mano para indicar a Elise, que estaba encantada con las bromas de la familia.-Madre, te presento a mis queridísimos amigos, la señorita Elise Radborne y lord Maxim Seymour.

—Me alegro mucho de teneros en casa —declaró Therese, con su fuerte acento, palmoteando con cariño la mano de la muchacha—. Bienvenidos, Fraulein... mein He". —y les hizo un ademán alegre.— Bitte, Kommen Sie ans Feuer... ¡Kommen! Venid a calentaros junto al fuego.

Abrió la marcha hacia el interior de la casa, recogiéndose el ruedo de las faldas, y al pasar por el vestíbulo indicó a una criada que ayudara a los huéspedes. Luego dio una palmada para que otros dos sirvientes comenzaran a servir el festín en el salón contiguo. Con rápida y amable atención, vigiló a los presentes, en tanto se quitaban los capotes y se limpiaban las botas.

Katarina tironeó juguetonamente del manto de Nicholas, que pasaba a su lado. El capitán se detuvo, indeciso entre la necesidad de remplazar a Maxim en la tarea de ayudar a Elise con sus botas y el deseo de responder al travieso desafío de su prima. Postergó lo primero y cedió a la tentación.

Después de quitarse el manto con un garboso revoleo, lo arrojó sobre Katarina, envolviéndola por completo en sus voluminosos pliegues. Un instante después, el salón se llenó de bufidos, gritos y amenazas ahogadas de Katarina, que prometía una horrible recompensa a su brutal primo. Mientras intentaba escapar de la pesada envoltura, Nicholas se la cargó al hombro con gran placer, volviéndose hacia Elise:

—¿Os acordáis de nuestro primer encuentro, vrouwelin?

Elise reía, balanceándose en un solo pie y con una mano apoyada en el hombro de Maxim para calzarse la zapatilla que él sostenía:

—Eso es algo que jamás olvidaré.

Therese se había detenido detrás de los ingleses, pero los dejó para participar de la riña. Después de arrebatar la escoba a la criada que había estado barriendo la nieve suelta, la aplicó sin misericordia al trasero de su hijo, arrancándole una fingida queja,

—¡Sie Scheusal! Sie Schuft! —le espetó. Por si su hijo hubiera olvidado a fuerza de viajes su lengua nativa, lo repitió en mal inglés—: ¡Monstruo! ¡Rufián! Si no la sueltas haré que sientas brasas en los calzones.

Nicholas se puso a buen resguardo y dejó a su prima en el suelo. De inmediato echó acorrer, pues ella se arrojó tras él en cuanto pudo quitarse la envoltura. El juego cambió de dirección cuando Nicholas, después de pasar entre dos criados, apoyó una mano en un poste y giró en redondo, para enfrentarse a su perseguidora con un rugido salvaje. Katarina dio un chillido jubiloso y emprendió la retirada, entre el revolear de sus faldas. Tratando de escapar de la persecución de Nicholas, giró alrededor de Elise, que reía en tanto se calzaba la otra zapatilla. Y en la maniobra, ambas chocaron violentamente a la altura de la cadera.

—¡Ohhh! —exclamó Katarina, viendo que Elise se tambaleaba precariamente en un pie. Avergonzada por su estupidez, que amenazaba acabar en desastre, se llevó una mano a la boca.

Maxim, que estaba sentado sobre un talón ante la doncella, vio que Elise se tambaleaba hacia él y se dejó caer hacia atrás, levantando los brazos para sujetarla. Demasiado tarde: ella cayó despatarrada sobre él, aterrizando sin ninguna dignidad entre las piernas abiertas del caballero. Las faldas los cubrieron a ambos, descubriendo una buena cantidad de enaguas y medias, para gran placer de los caballeros presentes. Elise, horrorizada, se incorporó sobre un brazo, sólo para encontrarse con el divertido semblante de Maxim.

—Me abrumáis con tan ardientes atenciones, dulzura mía —aseguró él, fingiendo sorpresa.

Había sido sólo un susurro, pero Elise lo percibió como un grito. Presa de súbito pánico, forcejeó por levantarse, demasiado consciente de lo sugestivo de esa postura. En su prisa por escapar, movió las caderas contra la entrepierna del marqués, arrancándole una mirada de espanto.

—¡Tened cuidado, señora! —advirtió él, con suavidad, mientras sonreía para prolongar el desconcierto de la muchacha—. Estáis amenazando nuestro futuro.

—¡Oh, callad! —protestó ella—. Os oirán.

Nicholas no tenía menos prisa que ella en deshacer el enredo y acudió presto en su ayuda. Con sólo deslizar las manos alrededor de su cintura, la puso de pie con tanta facilidad como a un muñeco. Ella se apresuró a acomodar sus faldas, mirándolo de soslayo.

Maxim volvió a arrodillarse, con un brazo apoyado en el muslo; su sonrisa libidinosa prometía increíbles recompensas.

—Perdonad, Elise —rogó Katarina, casi intimidada—. No era mi intención derribarte.

—Desde luego —le aseguró Elise, mientras recuperaba su magullada dignidad—. Temo que la culpa fue mía, por estar bloqueando el paso.

—¡Tonterías! He sido una inconsciente. Pero os diré... esta familia suele comportarse como una tribu de paganos, algunas veces.

—¡No ofendas, hermana! —intervino Justin, fingiendo altanería—. Sois tú y el renegado de tu primo los que actúan como bestias, querida mía. Por mi parte, soy refinadísimo.

Pero su actitud pomposa desapareció en un momento: tuvo que bailotear hacia un costado para escapar a la escoba de Therese.

—¡Tú eres el peor de todos! —declaró la tía.

Nicholas reía entre dientes. Luego tendió una mano a Maxim, para ayudarlo a levantarse.

—Debería pediros disculpas —reconoció—. Como veis, somos algo desmandados.

—Pues el incidente me ha parecido muy... eh... instructivo.

—Ya me parecía. —El capitán lo miró con humor escéptico.— ¿O tu gesto dolorido fue sólo imaginación mía?

Maxim sonrió lentamente.

—Sólo lamento que hubiera tantos testigos. De lo contrario hubiera disfrutado mucho más del accidente.

La sonrisa de su amigo se tornó penosa.

—Eso temía.

—Nuestros viajeros han de tener hambre —intervino Therese—, si queréis, comeremos ahora mismo, ¿ja?

El marqués preguntó: .

—¿Hay algún sitio donde pueda asearme? Después de pasar el día viajando, no me siento muy presentable.

—Te acompañaré a tu cuarto. —Nicholas señaló la escalera con la cabeza.— Los sirvientes subirán tu equipaje mientras comemos.

—Tal vez Fraulein Elise también quiera higienizarse —sugirió Therese, mirando a la joven con aire interrogante.

—Me gustaría mucho, sí —respondió Elise, aún enrojecida.

—Nicholas puede acompañaros al cuarto de huéspedes.— Therese miró a su hijo con una ceja arqueada.— Pongo a Fraulein Elise en el cuarto de huéspedes. ¿Está bien?

El capitán disimuló con cuidado su reacción e hizo un gesto afirmativo. No podía objetar el hecho de que Elise y Maxim quedaran completamente solos en el mismo piso sin revelar falta de confianza.

Los tres subieron juntos al último piso de la casa. Recorrieron un amplio pasillo, cuyos suelos de madera relucían de cera; en él chisporroteaban ventanas de vidrios pequeños, reflejando la luz de las velas instaladas en candeleros de porcelana. Maxim miró hacia el extremo del corredor, tomando nota de la dirección a la que apuntaba la ventana, en tanto Nicholas se detenía ante una sólida puerta. El capitán la abrió sin reparar en la distracción de su compañero y señaló hacia adentro con una mano, invitando a Elise a ocupar aquel cuarto bien caldeado e iluminado.

—Dentro de un momento volveré a buscaros, vrouwelin— anunció.

Elise respondió con un mudo gesto de asentimiento, evitando la mirada de Maxim, pues estaba segura de que la acompañaría la sonrisa lasciva de rato antes. Cerró la puerta a su espalda y dejó escapar un largo suspiro. Si hasta entonces había logrado contener sus vívidos rubores, en ese momento la invadieron hasta calentarle el pecho. Sabía que la idea era ridícula, pero la preocupaba la posibilidad de que los otros hubieran podido ver cierta intimidad de aquella torpe caída. Si no era así, la impresión de ese roce había corrido totalmente por su cuenta, como si sus fantasías hubieran echado alas. Ardía por saber cómo era compartir libremente la intimidad con un ejemplar tan magnífico de la virilidad.

Nicholas condujo a Maxim hasta dos habitaciones comunicadas, amuebladas con lujo. En la pequeña antecámara había estantes cargados de innumerables volúmenes, encuadernados en piel. Había también un gran escritorio de estilo español, con su majestuosa silla, y un armario de complejas tallas, donde se veían numerosos pergaminos enrollados.

—Estas eran las habitaciones de mi padre, en vida de él-informó Nicholas—, Justin las ocupó al enterarse de que a ninguno de nosotros le gustaba subir tantas escaleras. Le gusta estar solo aquí... y aprovecha los libros y los mapas de mi padre, por supuesto. Quizás algún día se convierta en un gran erudito. Bien, amigo mío: estas habitaciones están a tu disposición mientras te hospedes en casa. Justin ocupará un cuartito próximo a la cocina.

—No necesito algo tan grandioso —protestó Maxim, a quien el breve diálogo entre el capitán y su madre no había pasado desapercibido. Le encantaba la idea de estar tan cerca de Elise, pero también tenía conciencia de las tentaciones involucradas, y le parecía más prudente evitarlas antes que abusar de la hospitalidad de los Von Reijn—. Estaré igualmente cómodo en un cuarto pequeño.

Nicholas sacudió la cabeza.

—Mi madre se ofendería si yo instalara a un huésped en ese armario. Justin está habituado a él. No le importa ceder de vez en cuando estas habitaciones, considerando que las ocupa la mayor parte del tiempo.

Maxim aceptó en silencio el alojamiento y los posibles peligros de estar cerca de Elise. Apartándola deliberadamente de sus pensamientos, se concentró en algo menos fascinante, pero de igual importancia. Fue hacia la ventana y apartó las cortinas para mirar hacia la noche.

—Mientras esté en Lubeck, Nicholas —comentó—, debo ocuparme de algunos asuntos. ¿Tu familia se molestaría mucho si yo entrara y saliera a voluntad?

El anfitrión frunció levemente el ceño, preguntándose qué asuntos debía atender en la ciudad ese extranjero.

—Puedes entrar y salir a voluntad, Maxim, pero ten cuidado. En Lubeck es fácil perderse: las calles son un acertijo que ningún extranjero resuelve con facilidad. Si quieres aventurarte más allá de la casa, deberías buscar un guía. De lo contrario corremos el riesgo de no volver a verte.

Maxim aceptó el consejo con una risa sofocada.

—Tendré cuidado.

—Si quieres que te acompañe a algún sitio... —El capitán dejó el ofrecimiento sin concluir.

—Tienes tus propios asuntos que atender. Los míos no son tan importantes. En realidad, no tienen importancia alguna, pero esta ciudad me despierta cierta curiosidad.

Nicholas se frotó las manos como si acusara el frío. No estaba satisfecho con la explicación de su amigo, pero tampoco podía tenerlo prisionero. Además, su ausencia podía hacer que Elise aceptara de buen grado sus atenciones.

—Bueno, ¿estáis listo para cenar? ¡Me muero de hambre!

—Bajaré en cuanto me haya lavado.

Nicholas se detuvo en el umbral para mirar a Maxim. Tras varios intentos fallidos de expresar su preocupación, acabó por barbotar:

—No cometerás la tontería de buscar a Karr Hilliard, ¿verdad?

La respuesta de Maxim llegó acompañada de una actitud contemplativa.

—Tal vez lo haga. Ese hombre me intriga.

Nicholas levantó las manos, exasperado.

—¡Karr Hilliard es peligroso, Maxim! Hombres mucho más ricos que yo le tienen miedo. ¡No te metas con él, por favor! Sólo evitándolo conseguirás sobrevivir.

No tengo intención de hacer que me maten —aseguró Maxim, apartando las preocupaciones de su amigo con una risa—. Créeme que tengo estupendos motivos por los que vivir.

—Si quieres mi opinión, arriesgas demasiado la vida —murmuró Nicholas—. No se puede criticar a Arabella por haber aceptado a otro sin confirmar tu muerte. Era demasiado fácil darla por segura.

Diciendo eso, el capitán se marchó a grandes pasos y cerró tras de sí.

Mientras cavilaba sobre esos comentarios, Maxim vertió agua en un aguamanil para lavarse. Cuando ya no pudo oír voces ni pasos en la escalera, tomó una vela y regresó a la ventana. Después de apartar nuevamente las cortinas, movió varias veces la vela de un lado a otro contra los vidrios oscurecidos. Por fin apagó la llama. En la sombra aterciopelada de la noche, aguardó hasta ver a poca distancia, en un tejado, una respuesta parecida.

Cuando Maxim volvió al piso bajo, Therese dio órdenes para que todos pasaran al comedor.

—Katarina, ¿por qué no acompañas a Nicholas hasta su sitio y te sientas con él mientras yo intimo con los invitados? Quiero saber qué han aprendido Fraulein Elise y Herr. Seymour en sus viajes.

Nicholas, con Katarina del brazo, se acercó a Elise con una amplia sonrisa.

—Si por ventura hubiera en el mundo un cocinero mejor que Herr. Dietrich, vrouwelin, estaría en casa de mi madre. No sabéis lo que estáis a punto de experimentar.

—¿Algo parecido a lo del muérdago? —preguntó ella, riendo de placer—. Me habéis vuelto desconfiada, capitán. Creo que ya no confío en vos.

—Os doy buen consejo. No confiar en Nicholas —apuntó Therese, fingiendo un susurro—. Katarina os lo confirmará: no es buen niño.

—Os lo ruego, vrouwelin —suplicó Nicholas—, no prestéis atención a estas mujeres. Les gustaría tener mi res asándose sobre un buen fuego.

—La idea suena interesante —bromeó Elise—. Ha de ser un pasatiempo muy entretenido. Tal vez lo pruebe un día de estos.

Nicholas gimió, fingiéndose atormentado.

—¿Cómo se me ocurrió traeros a este manicomio?

—Me habéis sorprendido, capitán —replicó ella, con su sonrisa más encantadora—. Ya no os veré como al formidable capitán de la Liga Anseática, separado por mucho tiempo de amigos y parientes. Veo que lleváis a vuestros seres amados muy cerca del corazón, por lejos que estéis.

Los ojos de Therese brillaron de placer:

¡Así es! Nicholas nos recuerda siempre, doquiera esté.