Prologo

EL hombre era relativamente joven; tal vez tendría unos treinta y cinco años; sin embargo, las arrugas dejadas por la fatiga y las privaciones recientes se acentuaban por efectos de una incipiente barba, que le erizaba las mejillas y el mentón, envejeciendo su apuesto rostro. Estaba sentado en un gran bloque de piedra, de forma cúbica, que había caído de las ruinas amontonadas a su espalda. En una manta tendida cerca de sus pies, una pequeña de unos dos años tironeaba, inquieta, del pelo de lana de su muñeca. Parecía observar y esperar.

El hombre echó la cabeza atrás para captar el calor del sol de mediodía; aspiró profundamente las brisas frescas que le traía el salvaje aroma de los brezos, desde el otro lado de los páramos.

La cabeza le palpitaba, haciéndole cosechar las consecuencias de sus recientes excesos, que la prolongada noche pasada en vela no había aliviado en absoluto. Sus manos pendían sobre las rodillas laxas; en el pecho le dolía el peso del tormento. Al cabo de un rato, las palpitaciones de la nuca comenzaron a menguar; el alivio le arrancó un suspiro. Había ido a ese sitio en busca de algún recuerdo de tiempos más felices; en aquel entonces eran tres y correteaban, dichosos, por esa misma cuesta, Elise, la niña, no tenía edad para comprender lo definitivo de la pérdida. Sólo sabía que, en ese mismo lugar, una persona cálida, suave y risueña había jugado con ella riendo de júbilo al rodar ambas por el pasto perfumado. Cargada de expectativa, aguardaba que apareciera ese amado ser; pero el tiempo volaba sin que nadie viniera.

Las nubes se agolparon en lo alto, ocultando el sol. El viento giró hacia el norte, tornándose súbitamente frío. El hombre volvió a suspirar; de pronto abrió los ojos enrojecidos, ante una leve caricia que le rozaba el dorso de la mano. Su hija se le había acercado y lo miraba, inquisitiva. Sus ojos revelaban tristeza, como si también ella, a su manera infantil, hubiera acabado por comprender que el recuerdo jamás volvería a la vida y que no había motivos para permanecer allí.

El hombre detectó en esos ojos intensamente azules, en el pelo rojizo oscuro, en la forma delicada de la barbilla y los labios suaves, expresivos, una sugerencia de la mujer a la que había amado tan definitivamente. Envolvió a la niña en sus brazos y la estrechó contra sí, aspirando profundamente para sofocar los sollozos que amenazaban con sacudirlo. Aun así no pudo impedir que las lágrimas se agolparan tras los párpados, cerrados con fuerza. Poco a poco lo corrieron por las mejillas, hasta caer en los suaves rizos. El hombre tosió, apartando de sí a la niñita. Una vez más, sus ojos se encontraron.

Y en ese largo instante nació entre ellos un vínculo que nada en este mundo podría jamás cortar. Por siempre jamás compartirían cierto toque, que cubriría la distancia entre ambos, cualquiera fuese, cada vez que recordaran a la que ambos habían amado tanto....