6

EL barco entró por la boca del Elba. Mientras los vigías se mantenían alertas a los bancos de arena y a los bloques de hielo, Elise, de pie en cubierta, observaba ansiosamente lo que podía ver de esa tierra en la que sería prisionera. En general, sólo veía pantanos y tierras anegadizas; después, hacia el norte, las orillas comenzaron a elevarse. Una escarcha blanca cubría los árboles, allí donde las densas nieblas de la noche anterior habían formado cristalinos ornamentos de hielo. A lo largo de las costas, mellados salientes de gigantescos picos de hielo bordeaban el agua; en los sitios en que la tierra estaba cobijada por árboles, la manta de nieve se mantenía. Ocasionalmente caían copos de nieve en el silencio del día, más como recordatorio de la estación que como amenaza real de tormenta.

Por fin el barco se aproximó al muelle de Hamburgo; los marineros se precipitaron a arriar las velas y asegurar las amarras. El aire frío se filtraba por las raídas prendas de Elise, que esperaba junto a Fitch y Spence la señal de desembarco. Llegado el momento, fue la primera en cruzar por la plancha, seguida por los hombres, cada uno de los cuales sujetaba un extremo del baúl que contenía su ropa nueva.

Al pisar el muelle, Elise sintió el peso de la mirada del capitán y se volvió hacia él, que la observaba desde la barandilla. El inclinó apenas la cabeza en un único ademán de despedida. Elise respondió del mismo modo, algo confusa ante esa estoica actitud.

El se había mostrado muy evasivo con ella desde la noche en que ella le propusiera el regreso a Inglaterra: exceptuando las breves ocasiones en que había necesitado un mapa o algún elemento similar, se abstuvo de entrar al camarote. Claro que ella no había lamentado esa reticencia ni su distancia, pues el capitán no solía darle oportunidad de aceptar o rechazar su compañía. Sólo que, si hasta esa noche en particular él parecía disfrutar de las conversaciones con ella, resultaba curioso que hubiera cambiado tan abruptamente de actitud.

Elise y su escolta se confundieron con la bulliciosa actividad de los muelles. Alrededor de ellos, los vendedores pregonaban sus mercancías en un idioma que ella no entendía, mientrasansiosos mercaderes regateaban por las cargas traídas. Sin embargo, la leve nevada sofocaba los diversos sonidos, imponiendo una nota más suave al día nublado Fitch, que abría la marcha por entre la multitud, la enfrentó con una explicación

—Tengo que ir a buscar una llave, la de la casa solariega que Su Señoría alquiló para la señora. Ahora sed buena y juradme que esperaréis aquí, con Spence, hasta que yo regrese.

Elise arqueó una ceja interrogante.

—Si Spence se quedará conmigo, lo lógico es suponer que él se encargará de atraparme si trato de escapar. ¿y adónde podría yo ir en este sitio extranjero, si lograra huir? No conozco la jerga que aquí se habla.

Fitch quedó pensativo. Por fin aceptó su lógica y, dejándola al cuidado del otro, partió apresuradamente por una calle. Una vendedora de carne cocida había encendido una pequeña fogata junto a su carrito para preparar su mercancía; las alegres llamas prometían el calor que Elise buscaba. Atraída por el fuego, extendió los dedos helados hacia él. Casi de inmediato recibió el saludo de una alegre y rubicunda mujer. Hablando en una lengua extranjera, la vendedora la instó a tomar una salchicha corta, ensartada en un palillo. Elise no se atrevió a rehusar la compra, temerosa de que se la obligara a apartarse del fuego, y echó una mirada suplicante a Spence, que había depositado el arcón a poca distancia. Pareció satisfacerla de buen grado y puso una moneda en la mano ansiosa de la vendedora, que la recibió con un jovial: "Danke, danke", y entregó a Elise el jugoso bocado. Luego ofreció otro a Spence, que fue prontamente consumido. Alentada por tanto apetito, la mujer la instó a comprar otra salchicha y rió regocijada ante su consentimiento. Elise masticaba tranquilamente su propio embutido, más interesada en el calor del fuego crepitante que en la carne, aunque para ella era un sabor nuevo y suculento.

Tuvieron tiempo más que suficiente para dar cuenta de varias salchichas mientras aguardaban el regreso de Fitch. En realidad, la muchacha comenzaba a preguntarse si se habría extraviado cuando lo vio venir hacia ellos, a paso lento. Por su doliente expresión, se podía jurar que cargaba con todo el peso del mundo sobre los hombros.

—Hubo un cambio de planes —anunció, sombrío, al detener— se junto a ellos—. Ocuparemos un lugar diferente, hacia el norte. Necesitamos cabalgaduras para viajar... y provisiones para comer hasta que venga Su Señoría.

Spence frunció el ceño, súbitamente aturdido.

—Pero Su Señoría dijo que había alquilado una casa solariega aquí mismo, en Hamburgo, dejando dinero como depósito.

Fitch dejó escapar un suspiro lento y vacilante, que pareció desinflar su ánimo todavía más.

—Hans Rubert dice que la casa está ocupada. Ya no está disponible.

Spence miró con atención a su compañero, pero el otro mantenía la vista gacha. Con un resoplido de irritación, alargó la mano para tomar la bolsa.

—Iré a buscar caballos y provisiones yo mismo. Tú espera aquí con la niña.

Fitch asintió en silencio y, con otra laboriosa expulsión de aire, se dejó caer en un montón de leña, apoyando la barbilla en la mano con tal desesperación que ni siquiera reparó en la vendedora, quien lo instaba sin pausa a probar sus salchichas. Sólo cuando el aroma pasó bajo su nariz cobró abrupta conciencia de él y se apresuró a sacar una moneda de su chaleco.

Spence tardó un rato en regresar. Por lo que adquirió en la caballeriza del puerto, Elise concibió ciertas dudas sobre sus conocimientos. Los arreos eran gastadas reliquias de una era lejana, y lo mismo se podía decir de los cuatro animales. Eran bestias de patas cortas y largo pelaje apelmazado; caminaban lentamente, sin intenciones visibles de darse prisa. La comida y las provisiones compradas en los puestos del muelle, reunidas en bultos sobre sus lomos, no habrían constituido una carga dificultosa para ningún caballo común, pero los dos machos que las cargaban parecían jadear bajo ellas, como si el peso estuviera más allá de su resistencia.

Elise montó tímidamente en su jaca, con graves dudas en cuanto a su fortaleza. De inmediato, el viento descargó una ráfaga helada que lo hizo temblar bajo su capote de lana. Ciñéndose la prenda flameante, se acurrucó dentro de ella sobre la montura lateral y acicateó a su cabalgadura con el talón, hasta que el animal siguió a Spence de mala gana; éste abría la procesión, también a caballo, y Fitch cerraba la marcha, llevando de la traílla a los dos caballos de carga, mientras vigilaba con desconfianza a su cautiva.

La breve caravana recorrió las serpenteantes calles de Hamburgo, cruzando puentes de piedra sobre canales y estrechas vías de agua, hasta que llegaron a los límites de la ciudad; entonces se desviaron hacia el norte, por una ruta ancha que los condujo a través de un denso bosque. Aunque eran las primeras horas de la tarde, bajos nubarrones de plomo continuaban opacando la luz occidental y acentuaban la penumbra de los árboles. La nieve les golpeaba la cara, dejando rastros blancos en el colchón de hojas que pisaban. Por fin llegaron a un sendero que ofrecía amplio tud suficiente para una carreta, aunque era apenas más que una huella muy transitada. Sin una palabra, sin un gesto, Fitch desvió su cabalgadura por allí. Ascendía poco a poco desde las tierras bajas, por el bosque cada vez más ralo, rodeando grandes cantos rodados que menudeaban cada vez más.

El viento silbaba por un risco bajo, que fortificaba la colina. Con un lamento luctuoso, pasaba bajo ellos por entre los árboles. Ese sonido parecía un eco del horrible humor con que viajaban los tres. Los hombres no parecían conocer el terreno mucho más que ella; a juzgar por las preguntas que intercambiaban, era evidente que los tres compartían la misma curiosidad en cuanto al sitio en donde terminaría la senda. En cuanto a Elise, estaba ansiosa por saber dónde sería el final.

Llegaron a lo alto del risco. Elise, asombrada, descubrió que el sendero llevaba a un antiguo castillo, alojado en un barranco de poca altura, no lejos de donde estaban. Grises y descoloridos como el cielo de invierno que los cubría, los muros exteriores se elevaban desde un confuso montón de piedras melladas, cerca del meandro de un arroyo congelado, que los atravesaba en distintos lugares. U n puente bajo, construido de fuertes maderos, ofrecía acceso a las oscuras fauces de un portón, al otro lado del foso; una reja levadiza, ya herrumbrada, pendía torcida sobre la parte superior, sostenida allí por una sola cadena que aún sujetaba una esquina. Una puerta de madera, rota formaba un montículo a lo ancho del paso, cubierta con una capa de nieve fresca.

Los tres pasaron rodeando el portón raído y entraron en el patio. Elise descubrió muy poca cosa con qué calmar su aflicción. Los depósitos y las barracas estaban casi caídas contra la muralla del oeste. Por el este había un establo derrengado, al cual Spence llevó a los caballos de carga. El torreón aún estaba intacto, allí donde el muro del este se unía con el del norte, pero casi todas las persianas y algunas ventanas de los pisos superiores necesitaban una pronta reparación. Algunas estaban abiertas, como dando la bienvenida a los pájaros que aleteaban alrededor.

Fitch contempló boquiabierto ese nevado panorama. Por fin, desmontando, se acercó a la doncella, sin atreverse a mirarla de frente. No dijo una palabra ni ofreció una excusa; se limitó a ayudarla a desmontar y la siguió a cierta distancia, en tanto ella ascendía los peldaños que conducían a la puerta en arco del torreón

La pesada puerta estaba abierta de par en par, ofreciendo poca protección contra el fuerte viento que los azotaba. Elise echó un vistazo a la penumbra de los salones y avanzó con cautela. No sabía qué bestia, humana o no, podía estar acechando en las sombras del salón grande; alerta a cualquier movimiento súbito, descendió los dos peldaños desde la entrada. No hubo ningún animal feroz que se arrojara contra ella desde los rincones oscuros. Lo único que le atacó los sentidos fue la mugre de ese lugar. Al parecer, hacía décadas enteras que el castillo no recibía la atención y el cuidado de una mano humana.

Enormes telarañas abandonadas colgaban de las vigas toscas y oscuras que sostenían el cielo raso. Las mismas telarañas cruzaban puertas, rincones y cualquier otro recoveco; en el suelo, diminutas deposiciones marcaban el ir y venir de pequeños roedores. Mientras Elise caminaba por el salón, sus faldas iban levantando el polvo acumulado en surcos a lo largo del suelo de piedra, impulsado por las fuertes ráfagas que invadían el ambiente. Frente al inmenso hogar se veía una mesa grande, tumbada de costado; junto a ella, en montón, varios bancos apilados; algunos estaban en pedazos, como si hubieran sido utilizados para alimentar el fuego en tiempos más recientes. El interior del hogar, cubierto de hollín, hablaba de muchos años de fogatas rugientes y rescoldos vivos. Contra la pared interior se había construido un horno de ladrillo, señal de que el sector se había utilizado como cocina.

Un gran caldero de hierro pendía aún de su soporte, sobre las cenizas; desde una viga alta colgaban cacerolas y utensilios varios, cubiertos por un grueso manto de polvo. Un tramo de escaleras de piedra ascendía hasta el primer piso, con sólidas barandillas de madera a ambos lados. Arriba, el descansillo conducía a un segundo tramo.

—Pobre lugar para acampar —suspiró Elise, fatigada—, pero al menos protegerá del viento.

—Se enfrentó a Fitch, que se había detenido tras ella

—¿Cuánto falta para llegar a la casa de tu amo?

—Perdone la señora —murmuró el hombre, avergonzado—. Mucho temo que ésta es la casa.

—¿La casa? —Ella unió las cejas, confundida.— ¿A que te refieres? ¿Dónde estamos?

Fitch miró a su alrededor, con obvia repugnancia, muy consciente de que ese lugar no era apto para acampar una noche, mucho menos para servir de vivienda a una dama bien nacida.

—Es el castillo Faulder, señora. Está donde el agente me indicó.

La extrañeza de Elise no disminuía. Le costaba comprender el significado de esas palabras. Ese torreón semi derruido no podía ser el sitio en donde iban a vivir.

—¿Quieres decir —preguntó, con tono seco y frígido— que tendremos que hospedamos en esta... porqueriza?

El sirviente dejó caer la cabeza y frotó con la punta del zapato un montículo de polvo.

—Sí, señora. Al menos hasta que llegue Su Señoría.

—¡Bromeas! —Pero la voz de la muchacha era débil y no pudo poner fuerza en sus palabras.

—Perdone la señora. —Fitch se quitó el sombrero para retorcerlo entre las manos, preocupado. Luego carraspeó, como si temiera que las palabras se atascaran allí.

—Temo que no bromeo. Esto es el castillo Faulder, sin duda alguna.

—¡Pues no pretenderéis que viva aquí! —exclamó Elise, incrédula.

De pronto se sentía cansada hasta los huesos y agobiada por la desesperación ante la necesidad de buscar el más íntimo refugio en semejante pocilga—.

—¡Esto no es adecuado ni para los cerdos! —Un enfado lleno de indignación comenzaba a arder en ella, dando a sus palabras el escozor del desdén.-

—Aunque vuestro amo es rico y poderoso, capaz de comprar la lealtad de gentes como vosotros... y hasta el capitán de un barco anseático, para no mencionar cuántos más... ¿me diréis que no puede proporcionarnos mejor alojamiento? ¿Es preciso que nos establezcamos entre las sabandijas? —Movió una mano hacia las huellas de pequeñas patas que cruzaban el polvo y miró a su alrededor, despectiva y burlona.-

—Ha de tener un extraño sentido del humor para enviarnos a este montón de ruinas. Apostaría a que esta covacha fue abandonada por Carlomagno o por algún otro señor que vagaba por estas tierras en épocas remotas.

Fitch seguía retorciendo el sombrero, en tanto buscaba disculpar a su amo.

—Esto no es culpa de Su Señoría, señora. El pagó alquiler por una casa solariega de Hamburgo. Quien cometió el error fue el agente, Hans Rubert. Oyó decir que habíamos naufragado y entregó la casa reservada por Su Señoría a una pobre hermana viuda.

Elise, furiosa, hizo rechinar los dientes.

—y supongo que el buen Hans Rubert te dio este torreón por dos céntimos.

Fitch bajó la cabeza con un murmullo afirmativo; parecía costarle hablar del tema.

—Sí, por dos céntimos, cuanto menos.

Elise puso los brazos en jarras.

—¡Pues te diré, buen hombre, que has pagado dos céntimos más de lo que vale! —Abarcó todo el ambiente con un ademán del brazo.— Mira a tu alrededor y dime, si puedes, cómo haría alguien! para subsistir en esta mugre.

Fitch acabó de arrugar el pobre sombrero entre las manos regordetas:

—¿y si hiciéramos una buena limpieza?

La muchacha quedó boquiabierta. Por fin arqueó una delicada ceja, preguntando.

—¿Qué dices, Fitch? ¿Estás ofreciendo tus servicios? ¿Te pondrás de rodillas para fregar los suelos hasta que reluzcan? ¿Repararás las puertas? ¿Restregarás el hogar?

Ante esa andanada de preguntas, el hombre retrocedió, desconcertado, pero Elise lo siguió, insistente:

—¿Eres capaz de arreglar ventanas, de sujetar las celosías, de deshollinar la chimenea, limpiar las vigas y trenzar juncos frescos para cubrir estos suelos de piedra?

Fitch se detuvo abruptamente, de espaldas a la pared, moviendo las manos en ademán indefenso.

—No hay mucho que elegir, señora. Hasta que llegue Su Señoría, no tendremos un centavo para alquilar una casa mejor.

—¿Hans Rubert no te devolvió la diferencia? —preguntó ella, adivinando la respuesta.

Fitch, tímido, meneó la cabeza.

—No, señora. Hans Rubert dijo que Su Señoría tenía una deuda con él y no quiso discutir la cuestión con un sirviente. Tuve que sacar más dinero de mi bolsa para pagarle esto, y fue lo mejor que pude costear, porque aún debía comprar provisiones.

Elise miraba a su alrededor, cada vez más espantada. Por algún extraño motivo, había imaginado un rico salón, un baño, una buena comida, una alcoba privada y un colchón de plumas en donde podría descansar. Había pasado la noche sin dormir, sabiendo que pronto llegarían.

—En verdad parece no haber alternativas —murmuró, deprimida. Y suspiró con melancolía—. Por la mañana contaremos el dinero que te queda y lo que debemos hacer primero. Por esta noche habrá que conformarse con lograr alguna comodidad.

—Tarea difícil, señora, sin duda —comentó Fitch, horrorizado.

Elise se estremeció, tocada por una helada ráfaga.

—Hace falta encender un fuego. Y tal vez, cubrir con algo esas ventanas que no se pueden cerrar.

—Spence se está ocupando de los caballos. Iré a buscar un poco de leña y a traer las provisiones. Después veré qué se puede hacer con las ventanas y las celosías.

El sirviente salió de prisa, mientras Elise levantaba la vista hacia el piso superior; quizá las alcobas estuvieran en mejores condiciones. Recogiéndose las faldas, ascendió poco a poco los peldaños de piedra hasta llegar al tope. Un breve corredor partía del descansillo. El piso se componía de dos únicos cuartos: uno pequeño, adecuado para la doncella de una dama, y una cámara más grande. La puerta de esta última, entornada, dejaba entrar un rayo de luz que atravesaba la penumbra del pasillo. Los goznes crujieron en herrumbrosa protesta. Con aguda repugnancia, Elise apartó las telarañas para entrar.

Dentro de la alcoba, el suelo estaba cubierto por una fina capa de polvo, que no formaba surcos separados. La luz entraba por varias ventanas altas y estrechas, cuyos paneles inferiores, de forma octogonal y con vidrios coloreados, arrojaban al cuarto tonos multicolores. Algunas estaban abiertas, permitiendo la entrada del viento y los pájaros; más allá, las celosías torcidas se balanceaban por efecto de las ráfagas. El techo estaba sostenido por vigas toscas, de las que pendían gruesas telarañas hasta el suelo, decorando el dosel de una cama. El mueble tenía sólidos paneles de madera tallada en la cabecera y estaba apoyada contra la pared. Sobre las tablas quedaban sólo los fragmentos desgarrados de un colchón de plumas. Otra especie de dosel, construido de cobre y madera, albergaba una gran tina circular de cobre, que ocupaba el rincón entre las ventanas y el hogar. Sus cortinas, en otros tiempos elegantes, estaban reducidas a meras hilachas de paño podrido, que se sacudían a impulsos de las brisas. Escritorios, armarios y sillones con profundas tallas completaban el mobiliario, que sólo había sufrido los efectos del polvo y el tiempo.

Elise comprendió que la distancia y la dificultad de llegar al castillo Faulder eran, cuanto menos en su mayor parte, causa de que el sitio no hubiera sufrido saqueos ni pillaje. Sólo el descuido de muchos años era el culpable de la destrucción. Un par de banquillos, bien cubiertos de polvo y suciedad, se agazapaban delante del gran hogar, en un extremo de la alcoba.

En el mismo muro, cerca de la puerta, un tapiz inmenso pendía desde el cielo raso hasta el suelo, cubriendo un sector de paneles de madera. Los bordados estaban oscurecidos por una capa grisácea; Elise se acercó para examinar cómo había resistido el tejido los embates del tiempo. A ver a su lado un cordón con su borla, tiró de él con intenciones de descubrir su finalidad. Como el cordón se rehusara a ceder ante su pequeño tirón inquisitivo, acabó por tirar con fuerza, exasperada. Un súbito chirrido de clavos herrumbrados, desprendidos de la madera seca, rompió el silencio, haciéndole levantar la cabeza. De inmediato el tapiz, el riel del que colgaban y la madera tallada que cubría la parte superior iniciaron un majestuoso descenso, derramando una capa de polvo sofocante como adelanto de la lenta caída.

Elise retrocedió ahogando un grito, sin reparar en la puerta que hasta entonces permaneciera oculta por el tapiz, pues todo el peso de la tela estaba cayendo contra ella. Un momento después el aire se colmó con el aleteo de pequeñas bestias gorjeantes que revolotearon alrededor de su cabeza, en rápidas zambullidas. En el horror del ataque, Elise dejó escapar un grito ondulante, retorciéndose hacia todos lados; aquellos vuelos de flecha parecían atacarla desde todas partes.

En el pasillo sonaron pasos rápidos. Fitch irrumpió en la alcoba, llevando en alto el hacha pesada. Al parecer, venía dispuesto a combatir con cualquier atacante que hubiera molestado a la señora, fuera oso o lobo.

—¡Murciélagos! —aulló, deteniéndose bruscamente en el centro de la habitación, que casualmente era el centro de la bandada. Cien leyendas sobre esas horribles criaturas le vinieron a la mente. Blandiendo el hacha en grandes movimientos circulares, dejó escapar un rugido de advertencia.

—¡Huid, señora! ¡Poneos a salvo! ¡Yo los detendré!

La gruesa hacha zumbaba al hender el aire, pero no parecía causar gran efecto. Los faldones del chaleco volaban en torno de Fitch, que giraba en un solo pie, blandiendo el hacha en redondo.

Elise había tenido la buena suerte de caer al suelo. Desde allí elevó la mirada y notó que su defensor, a fin de impedir que esas feroces bestias le atacaran los ojos, los mantenía fuertemente cerrados. La muchacha reconoció el peligro y avanzó a gatas hasta la puerta.

Una vez recobrado el aliento, vio que Fitch había logrado limpiar el ambiente de animales alados, con tanta eficacia que no quedaban señales de los murciélagos: ni un ala amputada, ni un cadáver destrozado.

Entonces ordenó al enloquecido derviche:

—¡Detente, Fitch! ¡Te has ganado el día!

El hombre se detuvo abruptamente, con los pies bien separados y el hacha lista para atacar. Luego se tambaleó y los ojos le dieron vueltas en las órbitas. Por fin recuperado el equilibrio, segura de que no quedaban enemigos, Elise juzgó que podía levantarse sin peligro y sacudirse las faldas.

—¡Mira, Fitch! Huyeron de ti como demonios del ángel vengador.

—Sí, señora —jadeó él, entre bocanadas de aire—. Y muy bien hicieron en huir. Debo de haber matado... —Al buscar a su alrededor las pruebas de su destrucción, quedó algo confuso ante la ausencia de huellas.— Cuanto menos... cien o...

—¡Sí, Fitch! —rió ella, en tanto el sirviente se limpiaba la frente sudorosa y se apoyaba, exhausto, contra el mango del hacha—.

—Pero temo que la potencia de tus golpes los arrojó a todos por las ventanas. —Señaló con la cabeza los paneles de vidrio.

—Para mayor precaución, será mejor que cierres para que no vuelvan.

—¡Sin duda! —reconoció Fitch, de buen grado, y se apresuró a cumplir con la orden para evitar cualquier nueva amenaza.

—Habrá que limpiar muy bien este rincón —observó ella, señalando la suciedad dejada por los murciélagos.

En verdad prometía ser una tarea monumental. Habría que raspar el guano dejado en los muros y en el suelo; después, lavar el rincón con cepillos duros yagua jabonosa; sólo entonces se podría habitar la alcoba. En cuanto el tapiz, requería una limpieza más cuidadosa.

Elise contempló subrepticiamente la puerta antes oculta tras el tapiz. Sentía mucha curiosidad por saber adónde llevaba, pero si dejaba que Fitch adivinara su interés arruinaría sus planes: quizás esa entrada le proporcionara más adelante una manera de escapar. Sería mucho mejor investigar sus secretos cuando estuviera sola.

Pero no era ella la única en tener esas ideas. Fitch estaba tomando sus propias notas mentales. Le convenía establecer allí un refugio bien fortificado, para que Su Señoría no lo regañara más adelante. y por eso pensó que era necesario bloquear de algún modo esa puerta, por si abriera a algún pasadizo secreto y la señora tuviera la ocurrencia de abandonar el castillo en alguna fecha posterior.

Elise salió al pasillo y miró hacia arriba, preguntándose qué alojamiento proporcionarían los cuartos del último piso y qué hallaría allí. Como aún no estaba dispuesta a enfrentarse a una aventura como la que acababa vivir, prefirió llevar escolta.

—Ven —indicó a Fitch—. Custódiame mientras exploro el resto del torreón. Si nos enfrentamos a otras bestezuelas, prefiero contar con tu fuerza.

Fitch se acomodó el chaleco, pavoneándose ante sus palabras de confianza.

—Sí, señora —concordó de buen grado—. Es mejor que continuemos juntos.

Elise lo siguió por la escalera de madera, que giraba en un tramo largo hasta el pasillo del último piso. A la izquierda, el corredor se ceñía al muro exterior, con ventanas estrechas estratégicamente abiertas cada pocos metros en la piedra sólida. A la derecha, como abajo, había un par de puertas, la mayor de las cuales pendía de sus goznes. La más pequeña abría a un cuarto obviamente destinado a un sirviente. Sus simples muebles y sus pequeñas dimensiones apenas superaban los de un vestidor y una letrina.

Fitch trataba de mostrarse desenvuelto, pero Elise notó que el hacha lo precedía. Antes de empujar la puerta medio caída, la movió cautelosamente con el arma. Por fin asomó la cabeza. Al no divisar ningún peligro inmediato, aplicó el hombro a la gruesa tabla y abrió espacio para que Elise entrara sin dificultad. Al parecer, aquéllas habían sido las habitaciones del señor, pues se componían de un inmenso dormitorio, un vestidor y una letrina. El dormitorio habría sido habitable en otros tiempos, pero un agujero abierto en el tejado permitía ver una buena porción de cielo entre las tejas torcidas. La nieve formaba un pequeño montículo en el suelo, debajo de la abertura, y su forma helada explicaba el frío intenso que reinaba en la alcoba.

Después de inspeccionar el cuarto, Elise comentó, irónica:

—Teniendo en cuenta lo que puedo elegir, ocuparé el dormitorio del piso intermedio. Tal vez a tu señor le guste el aire frío de este clima. A mí, no.

Fitch quedó boquiabierto, comprendiendo que no había alternativa: Su Señoría no mostraría ningún placer cuando viera las habitaciones. Perdido en sus pensamientos, olvidó seguir a Elise, que giraba para salir, y murmuró para sus adentros:

—Spence y yo tendremos que arreglar el techo en cuanto podamos.

La tensa sonrisa de Elise expresó cuán poco le importaba la comodidad de Su Señoría.

—Habrá que hacer otros arreglos primero, para que podamos vivir aquí —presiono—.

—El techo puede esperar, puesto que tu amo no llegará inmediatamente. En primer término debemos instalarnos cómodamente nosotros tres.

Fitch arrojó una mirada afligida al agujero, sin saber con certeza cuál era el orden de prioridades. Pero Elise no le dio tiempo para cavilar.

—Lo urgente primero —aseguro—. Vamos. Tenemos mucho que hacer antes de que pongas manos a la obra aquí arriba.

Ella siguió por el pasillo, de mala gana y murmurando para sí. Le extrañaba que esa menuda niña se hubiera hecho cargo de las órdenes domésticas.

—Comenzaremos por barrer, quitar el polvo y fregar. Es de esperar que no oscurezca antes de que hayamos mejorado un poco este sitio.

El capote de lana alzó vuelo a su alrededor, levantando nubecillas de polvo en los escalones. Descendía tan de prisa que Fitch le costaba seguirle el paso. Cuando se detuvo, sin previo aviso, el sirviente estuvo a punto de pisarle los talones y se detuvo tambaleante.

—¿Hay algún pozo del que podamos sacar agua? —pregunto ella.

—Sí, señora. En el patio. Y otro en el establo.

—Bien. Necesitaremos torrentes de agua para limpiar este montón de piedras. —Le hablaba por encima del hombro, continuando el descenso.— ¡Necesitamos elementos para la limpieza! ¡Buscad, hacedlos o pedidlos prestados! ¡Escobas, cántaros, jabón, estropajos! —Cada palabra parecía brotar en una sacudida, peldaño a peldaño.— ¡Y manos hábiles! Pero por el momento habrá que conformarse con las tuyas y las de Spence.

Elise cruzó el pasillo, cerca de la alcoba que reclamaba para sí, y continuó bajando por las escaleras.

—Allí abajo había un caldero...

Por el resto del día, Fitch y Spence solo supieron de trabajo, trabajo y más trabajo