28

EL palacio de Whitehall, con su millar de habitaciones, era un edificio formidable, pero igualmente impresionaban sus grandes jardines, sus huertos, sus campos de tenis y de esgrima, construidos durante el reinado del difunto monarca.

Elise se permitió disfrutar por un momento de la embriagadora fragancia de las flores, en tanto subía las escalinatas desde el río. Pero ese día no le sería posible saborear nada por mucho tiempo. Faltaban apenas momentos para su audiencia y, aunque luchaba por mantenerse tranquila, el torbellino que sentía dentro de sí no se parecía en nada a la paz.

Había preparado mil veces su parlamento, pues temía que, llegada la oportunidad, las palabras se le escaparan en desorden. Se había vestido con cuidado, pues se rumoreaba que Isabel odiaba a cuantas vistieran mejor que ella. Por eso lucía un simple vestido de terciopelo negro, con volantes de encaje blanco. Su único adorno era el collar de perlas con su broche de rubíes. Un sombrerito le cubría la cabellera, peinada con pulcritud, dándole un aspecto elegante, pero sombrío

Había pasado casi una semana desde que solicitara audiencia con la soberana y estaba desesperada. Por una parte se preguntaba dónde estaría Maxim; por otra, tenía demasiada conciencia de dónde estaba Nicholas

La escoltaron por largos pasillos y arcadas que la doblaban en altura. Por fin se encontró en una antecámara donde debía aguardar que la reina la llamara a sus habitaciones privadas. Lord Burghley, el ministro principal, se acercó para preguntarle el motivo de su visita; Elise apenas logró dominar la voz para expresarse. El hombre se marchó, satisfecho con la respuesta, y poco rato después apareció una dama de compañía, encargada de hacerla pasar. Elise trató de mantener la mayor compostura para presentarse ante la monarca. Mientras ella se inclinaba en una profunda reverencia, todos los ayudantes fueron despedidos con un gesto real, salvo la anciana Blanche Parry, cuyos leales servicios a la reina se habían iniciado cuando Isabel era apenas un bebé.

—Venid, levantaos para que pueda veros —ordenó Isabel, autoritaria.

Elise obedeció graciosamente y se sometió al estrecho escrutinio de aquellos ojos oscuros, entre grises y negros, mientras se permitía un análisis similar. La reina lucía su regio esplendor en un enorme sillón tallado, cerca de las ventanas; las perlas y las piedras preciosas que adornaban su flamígera peluca reflejaban la luz en chisporroteos. La brillantez de esos adornos ofrecía un agudo contraste con la asombrosa blancura de la piel. Su frente era la de una mujer de cincuenta y dos años, pero alta y orgullosa, aunque casi desprovista de cejas. La nariz, larga y aguileña, presentaba poca indentación en el puente. Los ojos grisáceos parecían penetrantes.

—Sois la hija de sir Ramsey Radborne —dijo Isabel, por fin, con una sonrisa simpática que tranquilizó un poco a la joven.

—Soy Elise Madselin Radborne, Vuestra Majestad, única hija de sir Ramsey.

—Sin duda os preguntaréis por qué os he hecho pasar a mis habitaciones privadas. —Isabel hizo una breve pausa, aguardando una respuesta cortés. Satisfecha, explicó:

—Os habéis convertido en objeto de curiosidad entre mis cancilleres y cortesanos. Se pasan la vida parloteando sobre esto y lo otro, y a veces me gusta mantenerlos desinformados, mientras que yo me entero de los hechos. Se rumorea que fuisteis secuestrada por Maxim Seymour, marqués de Bradbury, quien os llevó a Hamburgo y os retuvo como rehén. —Sus largos dedos afinados, llenos de anillos, tamborileaban en los brazos del sillón, demostrando su fastidio.— ¡Qué canalla! Me encantaría ver qué historias inventa para zafarse de éstas.

Elise tuvo la prudencia de callar lo relativo al matrimonio. Había oído muchos rumores sobre las vengativas represalias que la reina solía tomar contra los nobles que se atrevían a casarse sin su autorización. ¿Acaso no había enviado a lady Katherine Grey Seymour a la torre, por haberse desposado sin permiso, dejando que la joven madre muriera allí sin perdón? Aunque la reina había condenado a muerte a Maxim, Elise aún tenía esperanzas de lograr cierta indulgencia, algún destello de arrepentimiento que indujera a la soberana a revocar su orden. En verdad habría sido una tontería arriesgar esa posibilidad revelando la noticia de su boda. y si Maxim decidía que amaba más a Arabella que a su esposa, sería más fácil conseguir una discreta anulación si la reina ignoraba lo del matrimonio.

—En realidad, Vuestra Majestad, mi secuestro fue un desdichado error, llevado a cabo por los criados de lord Seymour.

La fina mano se descargó contra el brazo de madera; una carcajada despectiva resonó en la alcoba.

—¿Eso queréis hacerme creer? Sin duda estáis embobada por ese hombre y queréis excusar sus delitos.

—Lord Seymour es hombre apuesto. Atraería a cualquier mujer —reconoció Elise.

La reina, más serena, asintió en señal de acuerdo, como si apreciara esa franqueza.

—Aun así —continuó la joven—, lo que digo puede ser confirmado por mi tío, Edward Stamford. El estaba en el salón la noche en que lord Seymour lo acusó de robarle sus propiedades por medio de una mentira.

—He oído las protestas del marqués —reconoció Isabel, sin dejarse conmover—. Pero aún no he visto pruebas de su inocencia. En cambio, Edward Stamford me recuerda a menudo sus malas acciones.

—Edward se ha beneficiado mucho acusándolo. En este momento, Vuestra Majestad, no podría decir si lord Seymour está vivo o muerto. Por lo tanto, no sé si podrá presentarse ante vos con pruebas de su inocencia. Por mi parte, estoy segura de que no es culpable.

La reina suspiró con tristeza.

—Si ha muerto, sus secretos han muerto con él y su nombre será borrado de mi memoria.

—Espero que aún viva, Vuestra Majestad —murmuró Elise, en voz baja.

Las cejas casi inexistentes se elevaron en aquella asombrosa palidez. Por un momento, Isabel ofreció el aguileño perfil a su joven visitante, con la mirada fija en un puño bordeado de oro.

—Tengo entendido que también habéis venido a rogar por la liberación del capitán anseático cuyo barco fue secuestrado. ¿Es eso verdad?

—Sí, Vuestra Majestad —respondió, percibiendo el desdén de la soberana.

—¿Cómo podéis suplicar por un miembro de la Liga, cuando se dice que vuestro padre fue secuestrado por ellos?

—El capitán Von Reijn aprecia mucho a sus amigos ingleses y no ha cometido ningún delito contra ellos. Fue Karr Hilliard quien secuestró a mi padre.

—¿Estáis enamorada de ese capitán Von Reijn? —insistió la reina.

Elise apretó las manos e inclinó un poco la cabeza.

—No, Vuestra Majestad. Es sólo un amigo.

—Se comenta que el capitán Von Reijn también era amigo de lord Seymour. ¿Es verdad?

Elise vaciló, pero sólo por un instante; sintiendo la poderosa mirada de la reina sobre ella, tuvo la sensación de que esa mujer podía leerle los pensamientos. No se atrevió a provocarla negando la verdad.

—Estáis bien informada, Vuestra Majestad.

—¡No me halaguéis, niña! —le espetó Isabel, sobresaltándola—. Siempre he querido estar bien informada.

La muchacha, mansamente, guardó silencio hasta que el enojo de la reina se apagó. Una vez más fue sometida a un largo análisis.

—¿Qué es lo que lleváis al cuello? —preguntó Isabel, señalando la joya.

Con la fervorosa esperanza de que las perlas no fueran una ofensa a lamentar, Elise explicó:

—Es un collar que fue encontrado junto a mi madre, a quien abandonaron cuando era bebé.

Isabel levantó la mano Y le hizo señas para que se acercara. Cuando la muchacha obedeció, la reina alargó una mano y levantó la miniatura de esmalte para inspeccionar la imagen desde cerca. Luego llamó a Blanche Parry. Sólo cuando la anciana se detuvo ante la reina pudo Elise notar que estaba casi ciega.

—La condesa viuda de Rutherford ¿está presente en la corte? —preguntó la reina.

—No, Vuestra Majestad —fue la suave respuesta.

Isabel cruzó las manos en el regazo.

—Entonces di a lord Burghley que envíe un despacho ordenando a Anne presentarse en el castillo. No dudo que le interesará mucho saber que tiene una bisnieta en casa de sir Ramsey.

—¿La condesa de Rutherford? —La mente de Elise se convirtió en un torbellino al ver que la reina asentía.— ¿Cómo es posible eso?

—La hija y la nieta de Anne, es decir, tu abuela y tu madre, probablemente, fueron secuestradas y se pidió rescate. La condesa de Rutherford se apresuró a enviar la suma requerida. Poco tiempo después devolvieron a la hija... pero sin la criatura. Al parecer las habían separado, y la mujer contratada para atender a la bebé atrapó una fiebre. La mujer murió, sin poder decir a nadie adónde había llevado a la pequeña; sólo dijo que se la podría identificar por el collar que llevaba puesto la madre al ser secuestrada. La madre murió de viruelas, algunos años después, y sólo quedó la condesa de Rutherford para buscar a su nieta. Eso ocurrió hace muchos años. Ahora debo creer que sois la hija de esa niña desaparecida.

Isabel señaló con la mano el collar.

—Esa miniatura que cuelga de vuestro cuello fue copiada de un retrato de la misma condesa, que aún cuelga en la pared de su casa. Yo misma he visto el original y doy fe que la copia es exacta. Haré que la condesa os visite en vuestra casa cuanto antes. Es tan anciana como mi Blanche, pero tiene un corazón valiente. No dudo que estará ansiosa por conoceros. Ahora está sola, sin parientes consanguíneos. No dudo que vos seréis una alegría.

—Será un gran placer conocer a mi bisabuela —murmuró Elise, conteniendo su emoción. La llenaba de regocijo la idea de tener parientes más bondadosos y amantes que los que ahora conocía.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Blanche Parry hizo pasar a un caballero alto y barbado, de pelo oscuro, que cruzó la habitación con cierta prisa. Después de una aparatosa reverencia, habló con la reina en tono confidencial, en tanto Elise se apartaba con discreta diplomacia. Cuando el hombre irguió la espalda, Isabel la llamó con un ademán.

—Sir Francis Walsingham, os interesará saber que mi visitante es la hija de sir Ramsey Radborne, nada menos. Ha venido a rogar por la liberación del capitán anseático detenido.

El hombre alto se enfrentó a Elise con cierta preocupación.

—Conocí personalmente a vuestro padre.

—Por favor, sir Francis, no os refiráis a él como si perteneciera al pasado. Estoy convencida de que aún vive. Al menos, aún conservo la esperanza.

—Perdonadme, hija. —El le tomó las manos.— Su ausencia es ya tan larga que he acabado por desesperar, dudando de la misericordia de sus secuestradores. No fue mi intención molestaros.

—Sir Francis es mi valiosísimo secretario de Estado —explicó la reina, sonriente—. Su pasión es descubrir conspiraciones contra mi vida... y nunca deja de asombrarme con sus descubrimientos. Fue en los kontors de las Stilliards donde supuestamente se gestó una de esas conspiraciones. Vuestro padre había sido enviado a descubrir su origen cuando desapareció.

Elise recibió la noticia con cierto asombro.

—Se me dijo que iba por negocios privados, para vender sus pertenencias.

—Esa fue sólo una estratagema para que pudiera visitar sus kontors, querida. Me han hablado de ese supuesto tesoro, pero dudo seriamente de que exista. —Sir Francis cruzó las manos a la espalda y marchó hacia las ventanas, donde pasó un rato mirando hacia afuera con expresión pensativa.— Acabo de enterarme de que, en verdad, había una conspiración contra la reina, instigada en las Stilliards. —Se enfrentó a Elise y habló con sinceridad.— Por eso debo rogar os que retiréis vuestra solicitud en favor del capitán anseático. Creo que ese hombre no merece vuestra caridad.

—Si se descubrió una conspiración entre algunos miembros de la Liga Anseática, eso no significa que todos los capitanes y mercaderes hayan participado —observó Elise, apelando al sentido de la justicia del secretario—. El capitán Von Reijn nos ayudó a escapar de Lubeck cuando Karr Hilliard y los anseáticos querían matarnos. Ha sido buen amigo de los ingleses. Si permitiera que se lo ejecute o que se pudra en Newgate sin tratar de liberarlo, no podría vivir en paz con mi conciencia. Su único delito fue tenerme a bordo; sólo por eso el capitán Sinclair se apoderó de su barco y lo detuvo. Perdonad, sir Francis, pues no puedo dejar de defender su causa. Estoy convencida de que el capitán Von Reijn fue injustamente apresado y que se le retiene injustamente.

—Tal vez el hombre que espera en la antecámara pueda aclarar esta situación. No dudo que lo conocéis, querida, y os alegrará saber que está sano y salvo. —El hombre se volvió hacia la reina.— El caballero aguarda vuestra autorización para entrar, Vuestra Majestad. Pensé que desearíais recibirlo en privado... para decidir su suerte.

—¡Conque ese truhán se atreve a poner el cuello en mi espada y a esperar mi condena! ¿o espera que lo perdone? —Agitó oficiosamente una mano.— Haced pasar a ese bandido, que quiero oírle suplicar misericordia.

Sir Francis le hizo una reverencia y volvió a la puerta. Al abrirla se hizo a un lado, anunciando con grandilocuencia:

—¡El marqués de Bradbury, Vuestra Majestad!

El corazón de Elise dio un brinco de alegría. Fuera de sí por la ansiedad y la dicha, dio unos pasos vacilantes hacia la puerta, pero al oír el audaz repiqueteo de los pasos que se aproximaban se obligó a permanecer en su sitio, por miedo a ofender a la reina.

En verdad, el temor por la seguridad de su esposo era lo único que le impedía volar a sus brazos. Nunca había visto a un hombre tan maravillosamente vivo, tan excepcionalmente hermoso. Vestía calzones negros, calzas, zapatos y un rico chaleco de terciopelo del mismo color. Los puños y la golilla blanca de la camisa acentuaban la sobriedad de ese atuendo. Se cubría con una capa negra, bordada en el cuello y en el ruedo con hilos de plata. Su piel había tomado un tono de oro que daba más vida a sus ojos y esas pupilas centelleantes se fijaron en ella en cuanto atravesó la puerta. Maxim se detuvo, sorprendido. Aunque ninguno de los dos pronunció palabra, Elise se sintió tranquilizada por el ardor que leía en ellas.

El recobró su aplomo y giró hacia la reina.

—¡Vuestra Majestad!

Su voz resonó, clara, en tanto se inclinaba en una gran reverencia.

La soberana tamborileó con los dedos, llena de nerviosismo, y arqueó la ceja calva. Era preciso ser ciega para no ver la relación de esa pareja. Aunque no llegaba a sondear el verdadero significado del incidente, ya estaba archivado en su memoria. Más adelante buscaría la respuesta. Por ahora tenía asuntos más importantes que tratar con ese hombre.

—¡Bueno, bandido! ¡Habéis retornado, como lo prometisteis!

—Sí, Vuestra Majestad, y mejor de lo que prometí. He arrancado de Lubeck al núcleo que alimentaba la conspiración contra vos. En estos momentos Karr Hilliard está encerrado en la prisión de Newgate, aguardando vuestro dictamen.

—¿Ha confesado el asesinato de mi agente? —preguntó Isabel, llena de expectativas.

—No, Vuestra Majestad. Pero no fue él quien lo asesinó —aseveró Maxim—. Ese hombre es un inglés cuyo nombre no conozco, amante de una de vuestras damas de compañía.

—¡Qué diantre decís! —exclamó ella, indignada—. ¡Bueno, quiero saber qué dicen mis damas de esto! ¡No voy a permitir conductas caprichosas entre mis subordinados!

—Ese hombre será identificado —prometió Walsingham—. Y puesto en prisión.

—Por desgracia, también es él quien tiene cautivo a sir Ramsey —les informó Maxim.

—En ese caso debemos proceder con más cautela. —Isabel apoyó la barbilla entre dos dedos pálidos y miró de frente a Maxim.— ¿Tenéis algo que sugerir?

—Si hablarais con vuestras damas, Vuestra Majestad —comenzó Maxim—, podríais poner al hombre sobre aviso, aunque me siento inclinado a creer que la mujer no tiene idea de que se la está utilizando.

—Si así son las cosas —señaló la reina—, cuando se le explique lo delicado de la situación la mujer ofrecerá de buen grado la información. Ansío conocer la identidad de ese traidor.

—Si ella es en verdad inocente, Vuestra Majestad, ¿no sentirá despertar su ira contra el hombre por haber sido engañada? —sugirió el marqués—. Y si no puede dominar su resentimiento, un arrebato de enojo podría advertir al hombre.

—¿Queréis que encarcele a mis damas? —inquirió la reina, seca—. ¿Qué sugerís?

—Haced que difundan un rumor para que el hombre caiga en la trampa —fue la rápida respuesta—. Colmad sus delicados oídos con una historia que despierte el interés del canalla, sin que ellas sepan lo que repiten. La información parecerá llegarle por casualidad, como repetición de un diálogo oído al azar.

—¿y qué rumor ha de ser ése?

—Mis sospechas de que el secuestrador retiene a sir Ramsey por el tesoro que supuestamente ocultó. Si él supiera que yo conozco el paradero del oro, tal vez se sienta tentado a buscarme y ofrezca entregar a sir Ramsey a cambio de un rescate.

Elise se adelantó, llamando la atención de los tres.

—y si él sospecha que lo sabéis, ¿mi padre se verá beneficiado o perjudicado por el plan?

Los ojos de Maxim volvieron a suavizarse. La promesa del amor estaba a la vista, aunque muda.

—¿En qué podría perjudicarlo eso, milady?

Elise vacilaba, ruborizada de placer. ¿Cómo disimular un amor que le desbordaba del corazón?

—Si el secuestrador cree que vos lo sabéis, tal vez decida que mi padre ya no le es útil y acabe con él.

Pero Maxim ya lo había pensado y se apresuró a responder.

—El hombre no actuaría precipitadamente. Primero querría asegurarse de que yo en verdad sé dónde está el tesoro.

—¿Puedo sugerir que sir Ramsey ya puede haberlo revelado y, por ende, haber perecido? —insinuó sir Francis.

Maxim quedó pensativo.

—Si el secuestrador no presenta pruebas de que sir Ramsey está aún con vida, descartaremos toda prudencia, obtendremos su nombre por intermedio de la dama y lo haremos arrestar. Pero si sir Ramsey aún vive y el truhán cree que puede echar mano de un gran tesoro, creo que hará lo posible por mantenerlo con vida. Presentaré mi propuesta a manera de rescate. Creo que sir Ramsey estará a salvo mientras exista la esperanza de obtener recompensa y su secuestrador así lo piense.

—Ese hombre querrá ocultar su identidad —intervino sir Francis.

—Mi función será descubrirla —respondió Maxim.

—¿No estaréis vos mismo en peligro? —preguntó la reina

—Haré lo posible por salvaguardar mi buena salud, Vuestra Majestad —prometió Maxim, con una sonrisa.

—Sin duda, nada os daría mayor placer que capturar al hombre por cuya culpa sufristeis esta situación —replicó Isabel, pensativa. Y acabó por asentir con la cabeza—. Proceded según vuestros planes. Yo me encargaré de hacer circular ese rumor entre mis damas.

—¿y qué haremos con el capitán Von Reijn? —preguntó sir Francis a la reina.

—¿El capitán Von Reijn? —repitió Maxim, inmediatamente alerta—. ¿Qué ha pasado?

—Al parecer, el capitán y su tripulación fueron arrestados y encerrados en Newgate —le informó sir Francis—. El capitán Sinclair asegura que el hombre puede haber aprovisionado a las tropas de Parma en las Tierras Bajas y tal vez tiene alguna relación con el secuestro de la señora Radborne, aquí presente.

—¡Yo soy el único culpable de ese secuestro! —declaró Maxim, en un arrebato de ansiedad.

—¡Qué extraño! —observó Isabel, sardónica—. La señora Radborne asegura que vuestros hombres la capturaron por error.

Sin prestar atención al gesto de advertencia que le hacía Walsingham, Maxim estableció audazmente los hechos:

—Así fue en verdad, Vuestra Majestad, pero mi intención era apoderarme de mi ex prometida antes de que Reland Huxford pudiera consumar el matrimonio. Como bien sabéis, antes de que Edward Stamford me acusara de asesinato, yo iba a casarme con su hija— No le gustaba revelar la verdad de esa manera. Se sentía muy en desventaja, pues bien podía provocar las iras de Isabel cuando apenas acababa de calmarlas. Pero Nicholas era un amigo de muchos años, debía pensar ante todo en él.-Envié a mis hombres a apoderarse de Arabella —continuo—, pero ellos se equivocaron y capturaron a lady Elise Radborne —Observó disimuladamente a la reina, tratando de medir su disgusto.— Esa misma semana, algo más tarde, rogué a sir Francis que me consiguiera una audiencia con vos, para declararos mi lealtad y suplicar una oportunidad de demostrar que no era traidor.

La reina se levantó de la silla para marchar hacia Maxim, con un brillo fiero en los ojos.

—Os presentasteis ante mí clamando inocencia, cuando eras culpable de este detestable secuestro.

—Creía estar enamorado de Arabella —fue la tranquila respuesta, aunque Maxim conocía bien el feroz temperamento de esa mujer—. Sabiéndome inocente de los crímenes que se me atribuían, tenía la esperanza de recobrar algún día vuestra gracia —Hizo una pausa, reflexivo.— Desde entonces he recapacitado sobre mis acciones. Comprendí que actué, sobre todo, por rencor para con Edward, por las mentiras que dijo sobre mí.

—¿Y eso qué significa? —estalló Isabel, derrumbándose otra vez en la silla.

—Significa que me equivoqué al creerme enamorado de Arabella.

Elise no tuvo tiempo de experimentar el gozoso alivio que le provocaba esa respuesta, pues la reina se apresuró a demostrar su irritación:

—¡Hombre tonto! ¡No sois digno de mi perdón! —Señaló con la mano a Elise.— Hicisteis capturar a esta criatura y habéis mancillado su nombre...

—Con vuestro perdón, Majestad —intervino Elise—: si lord Seymour no me hubiera secuestrado, tal vez hoy yo no estaría con vida.

Los ojos grisáceos se endurecieron como el pedernal. No aceptaría excusas que impidieran su reprimenda:

—Explicaos.

—Algunos de mis parientes quisieron obligarme a decir dónde estaba escondido el tesoro de mi padre. Escapé de ellos después de haber sido sometida a interminables interrogatorios y a perversos tormentos. Más adelante he descubierto que uno de ellos, cuanto menos, es culpable de asesinato. Si los hombres de lord Seymour no me hubieran arrancado de esa casa, muy probablemente habría sido capturada nuevamente por mi tía y retenida contra mi voluntad hasta que exhalara el último aliento.

—Una maldad no disculpa otra —replicó Isabel—. Lord Seymour no hizo nada por devolveros a vuestro hogar ni por restaurar vuestro honor.

—Por el contrario, Vuestra Majestad. Lo ha hecho —manifestó ella, con voz trémula, sabiendo muy bien que ponía a prueba el temperamento de esa mujer, a riesgo de ser arrojada a la Torre por el delito de empecinamiento—. Me ha hecho el honor de ofrecerme su apellido y ha arriesgado muchas veces su propia vida para defender la mía. Por mi parte, sólo puedo agradecer que sus criados hayan cometido ese error. Más de una vez he pensado que mi secuestro fue una bendición del cielo.

—¡Hum! Es evidente, grandísima tonta, que estáis enamorada de este pillo y que diréis cualquier cosa por defenderlo.

Después de ridiculizarla así, Isabel volvió su atención al marqués, que en esos momentos dedicaba una tierna mirada a la muchacha. Se reclinó en el sillón, algo fastidiada con esa pareja. La obligaban a analizar acciones contradictorias, siendo que ella estaba cansada de tomar decisiones. A no ser por el miedo de que España se volviera contra Inglaterra tras aplastar a las gallardas fuerzas de las Tierras Bajas, habría dejado todo eso por cuenta de Felipe. Se había demorado en iniciar acciones hasta que éstas fueron inevitables. Y ahora, ante un asunto mucho más simple que esa rabiosa guerra, se sentía inclinada hacia el resentimiento.

Lord Seymour no había juzgado necesario pedir su autorización para contraer matrimonio. Por otra parte, teniendo en cuenta la distancia, bien se podía tener clemencia. Al fin de cuentas, debía desposar a la muchacha para corregir el mal cometido. Aun así, había demostrado mucho descuido en cuanto a lo decoroso. No merecía el perdón. Con los brazos apoyados en el sillón, preguntó insidiosamente:

—¿Qué representa esta muchacha para vos, Bradbury?

Algo confundido por la pregunta, Maxim se enfrentó a la soberana y manifestó claramente lo que Elise había revelado:

—Es mi esposa, Vuestra Majestad.

—¿Os casasteis sin mi consentimiento? —lo acicateó ella. pero de inmediato descartó la explicación con un gesto de la mano—. ¿Cuáles son vuestros sentimientos hacia ella?

—La amo —admitió el marqués, en voz baja, muy consciente; de lo que esa confesión podía provocar.

Walsingham puso los ojos en blanco, como si hubiera oído sonar la campana de la muerte para su colaborador.

—¡Conque la amáis! —repitió Isabel, cáustica—. ¿Qué sabéis de amor? Adorabais a una mujer y al momento siguiente amáis a otra. ¡Me gustabais más cuando eras soltero!

Walsingham disimuló una sonrisa tras los nudillos. Era sabido que Isabel había disfrutado muchas veces de los gallardos caballeros de su corte. Aunque envejecía, aún sabía apreciar la hermosura de hombres como Seymour. Por naturaleza, no le gustaba que sus cortesanos se casaran.

—Si he arriesgado mi vida muchas veces por serviros, Vuestra Majestad, ¿no demuestra eso lo mucho que os amo y os honro? —Maxim cobró ánimos al ver una expresión meditabunda en los ojos de la reina.— Si estoy dispuesto a dar mi vida para salvar a Elise de quienes pudieran hacerle daño, ¿no revela eso mi devoción hacia ella?

—Me habéis servido bien —admitió Isabel—. Y me dolió mucho pensar que me habíais traicionado. —Dejó escapar un largo suspiro y al fin tomó una decisión.— Me desdigo de mi anterior decreto, Bradbury. Por lo tanto, os devuelvo vuestros títulos y vuestras propiedades. Id con mi bendición.

Elise dio un grito de júbilo. Estaba a punto de arrojarse a los brazos de Maxim, pero le vio vacilar y comprendió que aún no estaba todo resuelto. Su corazón se estremecía ante el atrevimiento de su esposo, quien aguardó hasta que la reina, suspirando, se reclinó en el sillón, con los ojos cerrados. Cuando las oscuras pupilas volvieron a abrirse, prácticamente perforaron a Maxim.

—¡Bueno! ¿Que más queréis de mí? ¿No os he dado suficiente?

—¿Qué pasará con el capitán Von Reijn, Vuestra Majestad? —preguntó él, suavemente.

Los ojos de la reina echaban fuego. Poco a poco se fueron suavizando y la soberana acabó por reír.

—Cuando esto se sepa, mi fama de ser capaz de decisiones prudentes quedará hecha añicos. Una vez más, vuestra tenacidad obtiene lo que deseáis, Bradbury. Os concedo el perdón de vuestro amigo. Que se le devuelvan el barco y su carga. Y ahora dejadme. Estoy fatigada.